No era para menos. El aviso de que los navíos ingleses volvían a enfilar la bocana de la bahía llegó antes de que pudiera tomar un bocado. Ya estaban de vuelta. Con las mismas intenciones que el día anterior. O peores.
—¿Y el almirante? —preguntó a su asistente.
—Abandonó el fuerte antes de que amaneciera.
—¿Rumbo?
—A la nave capitana, señor.
Bien, Lezo estaba en el Galicia, disponiéndolo todo para el largo día que se les venía encima. Un día que mejor no hubiera amanecido nunca.
Con paso firme, Desnaux se dirigió hacia las baterías del fuerte. La noche anterior había dispuesto que un retén de hombres se encargara de poner, en la medida de lo posible, orden en el caos que habían dejado atrás tras horas y horas de dura batalla. Por suerte, alguien en la fortificación obedecía sus órdenes sin cuestionar cada extremo de ellas y ahora las baterías se aparecían ante él en perfecto estado de revisión: los cañones apuntaban hacia el lugar en el que el día anterior se habían detenido los navíos ingleses, la munición era abundante y los hombres estaban listos para entrar en combate en cuanto se diera la orden para ello.
Alguien en el Galicia no quiso esperar a que el enemigo hiciera el primer disparo y lanzó una rápida andanada cuando los navíos invasores todavía se encontraban fuera del alcance de las balas. Lezo sí se había levantado de buen humor aquel día.
* * *
Agresot y sus hombres salieron del fuerte por una puerta trasera y comenzaron a caminar hacia el norte. Tierra Bomba era un terreno difícil de practicar en el que el avance se volvía lento y, en ocasiones, peligroso. Lo bueno de esto era que para los ingleses lo sería aún más. Lo cual, a Agresot y sus hombres les parecía de maravilla.
Caminaron despacio y evitando hacer demasiado ruido. Sin embargo, en ocasiones la espesura era tal que la tenían que emprender a machetazos para abrirse paso. Paso estrecho a través del que, con dificultad, los hombres debían ir cruzando de uno en uno. Paso que, una vez atravesado por el último de los soldados, se cerraba misteriosamente. Como la boca de una serpiente tras engullir un caballo.
Después de un buen rato patrullando un área bastante extensa, Agresot decidió que ya bastaba de perder el tiempo y que si el coronel les había enviado a aquella misión, al menos era su deber no regresar con las manos vacías. Podían escuchar el intenso cañoneo entre el San Luis y los navíos de línea españoles, y la escuadra enemiga. Un sonido que, de alguna forma, les traía cierto amargor: mientras sus compañeros se estaban dejando la vida en la defensa de la ciudad, ellos se limitaban a dar un paseo por los alrededores.
De manera que cambiarían la estrategia sobre la marcha. Desnaux había ordenado prudencia, pero una orden así era lo suficientemente vaga como para que el capitán encargado de cumplirla tuviera margen a la hora de interpretarla. ¿Acaso si echaban un vistazo cuidadoso a las playas estarían actuando temerosamente? No en Tierra Bomba. No en un lugar en él que si uno de los hombres se paraba a orinar y el resto no le esperaban, podía darse por extraviado.
Las playas de Tierra Bomba estaban bañadas por aguas tranquilas y cristalinas. De pronto, la espesura se terminaba y aparecía una larga y estrecha extensión de arena fina en la que algunos pescadores locales solían faenar. No ahora, claro: la orden del virrey al respecto había sido tajante y toda la población de Cartagena debía permanecer hasta nuevo aviso dentro del recinto amurallado de la plaza. Sin excepción y sin, por supuesto, posibilidad de poner tierra de por medio. Si iban a morir, morirían todos. Qué diablos.
Agresot abría la comitiva, que se movía en fila de a uno. De repente, escuchó un sonido extraño que de inmediato identificó como ajeno al manglar. Aquello no provenía de un animal. No, al menos, si a los casacas rojas no los tenemos por tales.
—¡Al suelo! —susurró Agresot a sus hombres—. Que nadie se mueva ni haga ruido.
Todos los soldados echaron cuerpo a tierra. Agresot comenzó a reptar con cuidado de que su pólvora no se perdiera. Tres de sus hombres le siguieron mientras el resto aguardaba expectante.
Poco más lejos, hallaron una zona desde la que se tenía una perspectiva razonablemente buena de la playa. Y lo que vieron, fue lo que Lezo tanto había temido: los ingleses habían comenzado a desembarcar por cientos en la playa.
Agresot habló en voz muy baja con sus hombres:
—¿Cuántos calculáis que pueden ser?
—Unos cuatrocientos —respondió uno de sus hombres tras escudriñar la playa.
—Quinientos, quizás —corrigió otro—. Demasiados, en cualquier caso.
—Esto no es una misión de reconocimiento. Están desembarcando cañones, ¿lo veis? —Creo que son morteros.
—Da igual. Artillería. Y si desembarcan artillería es porque están pensando en establecer un campamento permanente en tierra.
No hacía falta ser un gran estratega militar para atar los cuatro cabos pendientes: los ingleses pretendían tomar Tierra Bomba para, desde un punto elevado, cañonear el fuerte de San Luis. De esta manera, abrirían un nuevo frente que, sumado al marítimo, resultaría letal para las defensas cartageneras.
—Debemos impedirlo —dijo uno de los soldados.
—Son demasiados para nosotros —calculó Agresot—. Lo mejor será seguir las instrucciones del coronel y regresar para informar con detalle.
—¿Vamos a presentarnos en el fuerte y, mientras los nuestros se encuentran encajando cientos de balas, decirles que hemos salido corriendo en cuanto hemos visto unos casacas rojas?
Agresot reflexionó durante unos minutos acerca de lo que decía su hombre. Sí, lo cierto es que razón no le faltaba. ¿Con qué cara te presentas con el uniforme impecable en el fragor de una batalla y comunicas a tus compañeros de armas que hay más enemigos al norte? Que son muchos y que parece que traen malas intenciones. Y no, no hiciste nada por rechazarlos cuando aún tenías una oportunidad. Quizás mañana mismo nos cañoneen desde nuestra retaguardia. Pero no será culpa de nadie porque el coronel había recomendado extremar las precauciones.
—No, maldición, no. Nadie va a regresar al San Luis con las manos vacías —concluyó Agresot—. Vamos, volvamos con el resto y tracemos un plan.
Una vez reunida la determinación y asegurado el valor, venía la parte más difícil: establecer una estrategia de ataque. ¿Y cómo se ataca a quinientos casacas rojas perfectamente pertrechados y deseosos de entrar en combate cuando tú sumas veintiún hombres? Con mucha dificultad, desde luego.
Por suerte para Agresot, la solución a su dilema surgió junto a una patrulla de reconocimiento inglesa. No era necesario elucubrar más. Les habían descubierto, quizás por casualidad, y ya no regresarían con los uniformes intactos al San Luis.
—¡Cargad los mosquetes! —ordenó Agresot—. ¡A cubierto! ¡Poneos a cubierto!
* * *
Vernon y Washington observaban, desde la cubierta del Princess Carolina, el desembarco de las tropas en la playa. Llevaban varias horas inmersos en la operación y los españoles no habían dado señales de vida. Al parecer, estaban demasiado ocupados en Bocachica. Es lo que sucede cuando no se quiere entrar en razón por las buenas: que debe venir otro y explicarte que la fuerza bruta es la que gana las batallas.
¿No? ¿Quería Lezo enrocarse en una posición absurda? De acuerdo, estaba en su derecho. Pero también Vernon en el de enviarles miles de hombres por tierra y por mar y reducirlo todo a cenizas y polvo. Y eso, precisamente, es lo que se disponía a hacer. Nadie reta el rey de Inglaterra. Nadie humilla al almirante Vernon al frente de una flota bendecida directamente por Dios.
A Vernon le gustaba contar con Washington a su lado. Se trataba de un muchacho muy agradable y dispuesto, y siempre tenía en los labios la respuesta precisa que calmaba las inquietudes del almirante. De alguna forma, Vernon considera al joven como a un hijo propio. Y esa sensación le agradaba sobremanera. El muchacho y él, sobre la cubierta del Princess Carolina tomando decisiones que cambiarían el rumbo de la historia. Abriendo la puerta de un continente entero al dominio de la corona inglesa. Para siempre.
El resto de miembros del consejo de Vernon no veía con buenos ojos esta relación. Desde un punto de vista militar, carecía de todo fundamento: Vernon era almirante y Washington sólo un capitán de la infantería de marina. Pero es que, además, la insensatez iba mucho más allá: Washington carecía de experiencia militar y jamás había entrado en combate. Conocía de la guerra lo que había leído en los libros. Y, sospechaban, probablemente, ni tan siquiera eso.
Lo cual no le impedía dar consejos militares y estratégicos a Vernon. Consejos que, después, Vernon seguía sin el menor pudor. Y lo que era más grave: conduciéndole a la toma de decisiones que podrían resultar erróneas.
—En menos de una hora habremos terminado de desembarcar la artillería —dijo Washington señalando con el dedo la parte de la playa en la que una treintena de hombres sudaba arrastrando un mortero por la arena.
—La campaña no podría ir mejor, muchacho —repuso un exultante Vernon—. ¡No podría ir mejor!
—La estrategia que ha desplegado está arrojando grandes resultados, señor. En cuanto situemos la artillería a tiro del fuerte, comenzaremos con el fuego de mortero y debilitaremos, así, su retaguardia. Entonces, deberán redoblar sus esfuerzos para atender dos frentes y quedarán muy debilitados.
—No quiero que se reduzca la intensidad del cañoneo en ningún momento —dijo el almirante levantando el dedo índice de la mano derecha e inclinando levemente su cuerpo hacia Washington—. Estamos completamente de acuerdo en este extremo, ¿no, muchacho?
—Desde luego que sí, señor. Su orden no podría resultar más adecuada. Es vital que les hagamos ver que su única opción de salir con vida pasa por la rendición absoluta e incondicional. Y, para lograr ese objetivo, tenemos que mostrarles de lo que somos capaces. Ellos se lo han buscado.
Vernon sonrió plácidamente. Como sonríen todos los que, de la forma más natural del mundo, tienen la razón de su parte. La razón y la potencia de dos mil cañones escupiendo hierro.
* * *
Agresot y sus hombres habían echado cuerpo a tierra y, agazapados en la maleza, trataban de cargar los mosquetes. Nadie tenía duda de que los ingleses les habían descubierto, de manera que tendrían que abrir fuego.
—¡Vamos, rápido! —repetía Agresot en un susurro—. ¡Quiero a todo el mundo listo para hacer fuego! ¡En dos filas de a diez!
Cargar con presteza un mosquete no está al alcance de cualquiera. Es preciso ser hábil y disponer de suficientes horas de práctica. Cargar un mosquete mientras se está tumbado de espaldas en el suelo y un número indeterminado de casacas rojas acecha a cortísima distancia es como comer estopa y cagar plomo: posible, pero improbable.
—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó uno de los patrulleros en voz alta.
—Bajar la voz, de momento —contestó, disgustado, Agresot—. Una cosa es que sepan que estamos aquí y otra bien distinta que les ofrezcamos nuestra posición exacta.
No había terminado de decirlo, cuando una ráfaga de balas impactó sobre las ramas de los árboles que se encontraban sobre ellos.
—Fantástico —dijo Agresot—. Ahora ya no tienen dudas acerca de dónde estamos.
Miraba a sus hombres y, con un gesto, indicó que estuvieran preparados. Señaló el lugar hacia el que debían disparar y contó hacia atrás escondiendo los dedos de su mano derecha.
—¡Arriba!
Diez hombres se pusieron en pie y abrieron fuego, sin apuntar, en la dirección señalada por el capitán. Después, se agacharon mientras los otros diez hombres tomaban su puesto y, al igual que habían hecho ellos, abrían fuego contra la espesura.
Se escucharon algunos gritos y exclamaciones provenientes del lugar en el que se hallaban los ingleses.
—¡Cargad, cargad de nuevo! —ordenaba Agresot mientras se incorporaba un poco tratando de vislumbrar al enemigo.
—¿Hemos hecho blanco, capitán? —preguntó un hombre.
—Cállate y carga tu arma, soldado —repuso Agresot que, sin embargo, añadió—: Sí, creo que uno de esos hijos de puta está herido. No está mal teniendo en cuenta que disparamos casi a ciegas…
—¿Cuántos calcula que son, capitán? —se interesó otro.
—No lo sé… No lo sé… Por el ruido que sacan, yo diría que un regimiento. Pero no creo que sean más de treinta o cuarenta hombres.
—Entonces, tenemos una posibilidad.
Agresot gruñó como un mulo al ser golpeado con un palo:
—Claro que tenemos una posibilidad, tarado. Tenemos muchas posibilidades. Esos cabrones acaban de desembarcar y no conocen el terreno. En su vida habían estado aquí y todo les resulta desconocido. Vamos a hacer que se arrepientan de haber puesto pie en tierra. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
Los ingleses volvieron a disparar y esta vez las balas impactaron más cerca. Uno de los hombres fue herido por una rama desprendida de un árbol cercano.
—¡Agachad la cabeza! ¡Protegeos! —gritó Agresot conocedor de que los casacas rojas también saben relevarse en el disparo.
Una nueva ráfaga. Más ramas y astillas saltando por los aires. Y todos los mosquetes españoles descargados.
—¡Cargad! ¡Cargad o estos bastardos acaban con nosotros!
Agresot se incorporó. Creía que todos los ingleses habían disparado sus mosquetes y, por lo tanto, que disponía de unos segundos mientras los cargaban de nuevo. Sin embargo, los que vio ante sí fue a un soldado inglés apuntándole directamente. Se habría retrasado y, por ello, mantenía su arma cargada mientras el resto de sus compañeros ya había disparado.
—¡Virgen santísima! —gritó Agresot agachándose instintivamente.
La bala silbó muy cerca de su oreja y fue a incrustarse en el tronco de un árbol. Tras el disparo, Agresot recobró la verticalidad y, cosas que pasan, vio que el soldado que le había disparado seguía allí, en pie, como si esperara rematar con la mirada lo que no había logrado con una bala. Agresot no se lo pensó dos veces. Apoyó su mosquete en el hombro, apuntó, se dio cuenta de que en realidad su atacante no era más que un muchacho de dieciséis o diecisiete años y apretó el disparador. La bala de plomo le agujereó la frente e hizo que los sesos del soldado se desparramaran sobre los uniformes impolutos de sus compañeros de patrulla.