—Hay movimiento en el San Felipe —dijo, de pronto, Wentworth.
El general le entregó el catalejo a Wolfe y este miró a través de él en la dirección señalada por el primero.
—¿Los ve? Son oficiales, sin duda. De alto rango, estoy seguro de ello. Lo sé por la forma que tienen de moverse. No echan a correr de pronto porque nadie les da órdenes. Son ellos los que las dan. Por eso se mueven despacio.
Wolfe no distinguía bien pues la lluvia mojaba continuamente la lente, pero no le cupo la menor duda de que el general tenía razón. Y, de pronto, se le ocurrió una idea.
—Puedo acercarme a distancia de tiro del San Felipe e intentar un disparo.
Wentworth no ocultó su asombro:
—¿Cómo dice, coronel?
—Un solo disparo de mosquete. Desde larga distancia. Sé que es muy difícil hacer blanco, pero mírelos: están quietos en un punto fijo y se exponen más de lo necesario.
Sin duda, consideran que la batalla está ganada y que, por lo tanto, ya no hay peligro.
—Pero un disparo de mosquete no acertará a…
—Puedo intentarlo, señor. El grupo está formado por, al menos, diez hombres. Apuntaré al bulto y apretaré el disparador. Con un poco de suerte, uno de ellos caerá.
¿Se perdía algo por intentarlo? No, absolutamente nada. Sólo que a Wolfe le descerrajaran un tiro, pero con la mayor parte de la oficialidad muerta en el campo de batalla, aquello no parecía un perspectiva especialmente horrible.
Wentworth asintió y Wolfe, sin despedirse, dio media vuelta y fue en búsqueda de un mosquete, una bala y un poco de pólvora.
Cuando el coronel comenzó a caminar en dirección a las murallas, lo hizo sin agazaparse ni protegerse en absoluto. Simplemente caminaba hacia el frente asiendo su arma con ambas manos. Caminaba y miraba hacia los hombres en lo alto del San Felipe. Poco a poco, según se iba acercando a ellos, podía ir distinguiendo con mayor facilidad las siluetas. Sí, no le cabía la menor duda: aquel grupo prácticamente inmóvil de hombres era el que comandaba la defensa de la ciudad. Aquellos españoles habían arruinado lo que ya estaba escrito que debía suceder. Cartagena para Inglaterra y gloria y honor infinitos para los protagonistas de tan maravillosa gesta.
Pero no, ya no habría gloria ni honor para ellos. Nadie les recibiría con júbilo en Londres ni se les reconocería su valor en el campo de batalla. Los que pierden no celebran la pérdida. Incluso cuando en la derrota, a veces, exista mucho más honor que en una victoria alcanzada ante un enemigo indigno de así ser llamado.
A unas treinta yardas de la muralla, Wolfe se detuvo. Escudriñó el objetivo y llevó su mosquete al hombro. Nadie se dio cuenta de que iba a disparar. Estaba ahí, detenido en medio del caos más desolador y el caos lo tornaba invisible. Algo semejante sólo sucede cuando has hecho de la muerte tu más íntima aliada. Cuando ya no respiras si no es a través de ella, cuando ya no miras si no son sus ojos los que miran, cuando ya no sientes porque en la muerte nada se siente.
Wolfe apretó el disparador y la bala salió en dirección al castillo. Después, bajó el mosquete, lo apoyó en el barro y esperó a que la humareda se disipara. Nada más. Simplemente, aguardó.
* * *
Lezo acostumbraba a dejar algo de sí en cada batalla. Parecía una especie de tributo que se veía obligado a pagar a cambio de la victoria. Un tributo que al resto de oficiales no se le requería, pero que a él sí. Siempre había sido así y siempre lo sería. Era algo con lo que se había acostumbrado a vivir. Y que, lo sabía, debería tener muy presente pues de esta y no de otra forma moriría.
La bala proveniente del mosquete del coronel Wolfe penetró en su pecho, fracturó dos costillas para abrirse paso y agujereó su pulmón izquierdo. Lezo no dijo nada. Supo que estaba herido y que la bala no se hallaba en buen lugar. Trató de respirar y, aunque con mucho dolor, lo consiguió. No moriría de inmediato.
Eslava había sentido que la bala silbaba junto a él y vio con sus propios ojos cómo impactaba sobre el pecho del almirante. Entonces, no pudo impedir un corto respingo hacia atrás y un gritito bastante más agudo de lo que se esperaría en un hombre de su posición: —¡Lezo!
Lezo estaba herido. En el pecho. Era grave. Sangraba abundantemente. Se llevó su única mano al agujero y lo taponó con ella.
—Coronel —dijo el almirante.
Desnaux, a su lado, balbuceó un poco antes de contestar:
—Señor… Oh, Virgen santísima… Está usted herido. ¡Aquí! ¡Ayuda! ¡Un médico! —¡Coronel!
—Señor, ahora mismo…
—Olvídese de esto. No es nada. Lo cierto es que ya creía que de esta batalla salía tal y como había entrado, pero ya veo que no. Es mi destino.
Por primera vez en muchísimo tiempo, Lezo amagó una sonrisa. Apenas perceptible, pero intensa en lo hondo de su único ojo.
—Coronel —continuó—. Aún no hemos terminado nuestro trabajo.
—Pero señor, está usted herido y…
—Envíe a la infantería. El enemigo todavía no ha abandonado el campo de batalla. Envíe a la infantería y que haga prisionero a todo aquel que pueda sobrevivir durante un par de semanas.
—No piense ahora en eso, señor. Tenemos que sacarle de aquí cuanto antes. ¡Médico! ¿Cuándo va a venir este maldito médico?
—Necesitamos el mayor número de prisioneros para negociar con ellos. Es la única forma de asegurarnos una retirada efectiva del enemigo.
—De acuerdo, enviaré de inmediato a la infantería. No se preocupe. Pero, por Dios, descanse…
Lezo sintió que la pierna le flaqueaba. Dio un pequeño traspié y su pata de palo repiqueteó en el empedrado.
—De peores he salido —dijo.
ALBER VÁZQUEZ (Rentería, 1969), novelista, poeta, bloguero, periodista y editor español. Ha escrito sobre historia, arte, literatura y tecnología para diversos medios impresos y digitales, entre los que destaca la revista
El Víbora
. Además de por su labor literaria, se encuentra vinculado a la industria editorial gracias a su trabajo como lector profesional.