—Tráiganmelos —ordenó.
Se hallaban en el campamento de la Manga, a una milla del flanco sur del castillo de San Felipe, de donde los desertores, según la información que le habían facilitado, provenían. Washington se había acomodado en una amplia tienda de campaña destinada al uso de los oficiales y se hacía acompañar en todo momento por un capitán y un teniente elegidos para la ocasión por el propio Vernon.
Cuando los dos desertores fueron presentados ante Washington, este no pudo evitar un gesto de reprobación.
—Dios mío, los españoles huelen a estiércol… —dijo cubriéndose la boca con el antebrazo.
Como ninguno de los oficiales presentes respondió nada, el joven decidió que lo mejor era sobreponerse y comenzar el interrogatorio. Interrogatorio que él mismo conduciría en persona, por supuesto. Así podría poner en práctica los conocimientos de español que, no mucho tiempo atrás, adquiriera en Cuba.
—¿Cuáles son vuestros nombres? —preguntó tratando de vocalizar correctamente.
—Mi nombre es Echevarría —contestó uno de los desertores—. Y este es Olaciregui.
¡Funcionaba! Lo cierto era que había temido que su español fuera demasiado pobre para hacerse comprender por aquellos hombres, pero parecía que la comunicación fluiría sin problemas.
—Echevarría y Olaciregui. De acuerdo. ¿Cuál es vuestra ocupación?
—Somos soldados del regimiento de Aragón.
—¿Dónde servís?
Los soldados se miraron entre sí. Parecían asombrados de que alguien les hiciera semejante pregunta en aquellas circunstancias. Pero Washington sabía que debía hacerla. Era lo correcto y lo que le habían enseñado en la academia militar. Dicho de otro modo: se limitaba a seguir el procedimiento, pues quien sigue el procedimiento jamás yerra.
—Repito la pregunta: ¿dónde servís?
El que se decía llamar Olaciregui se apresuró a responder:
—Oh, en el castillo de San Felipe, señor. A un tiro de cañón de aquí, según se va hacia el norte.
—¿Y por qué no estáis atendiendo las órdenes de vuestro capitán?
—Porque hemos desertado, señor.
—¿Desertado? ¿Por qué habéis desertado?
Que en todo momento parezca que la información que se ha de obtener no es relevante para el que la recibe. Que el interrogado tenga la impresión de que la información la facilita él voluntariamente y que en ningún momento se le está sonsacando. Eso también era parte del procedimiento.
—Porque queremos salvar la vida, señor. Sabemos de la indudable superioridad de las tropas inglesas y no queremos perecer en el ataque al San Felipe.
—De acuerdo… —Washington se volvió y paseó en silencio por el interior de la tienda con las manos en la espalda. Cuando lo consideró oportuno, se giró hacia los desertores y preguntó a bocajarro—: ¿Y qué podéis darme a cambio de salvar la vida?
* * *
Hacía dos días que Vernon no tenía noticias de Wentworth. El general, al parecer, evitaba ponerse en contacto con él para así no escuchar la orden que tanto empeño había puesto en retrasar. La misma orden que Vernon accedió a no dar en atención y respeto su criterio. Pero tampoco iban a dilatar indefinidamente el ataque al castillo de San Felipe. Los hombres que, entre las filas inglesas, morían de vómito negro eran cada día más numerosos, de manera que el tiempo se acababa: o conquistaban la ciudad o perecían todos en la espera.
Porque a estas alturas, Vernon ya no sabía si Wentworth desconocía realmente la magnitud de los estragos que la enfermedad estaba causando en la tropa o si bien la conocía pero pretendía ocultársela al almirante en la creencia de que así ganaría tiempo. ¿Tiempo para qué? Allí, dijera lo que dijera el general, ya no había mucho más que hacer. La bahía estaba tomada por sus navíos, las fortificaciones que rodeaban Cartagena se hallaban en manos inglesas y sólo el San Felipe se oponía entre ellos y la tan ansiada victoria.
¡Pues que fuera de una maldita vez y conquistara el castillo! Con cincuenta cañones sería suficiente. ¿No? Los informes que a él llegaban constantemente desde los navíos que accedían a la dársena interior y, desde allí, disparaban al San Felipe, así lo atestiguaban. ¡Uno tras otro, todos los capitanes opinaban lo mismo! El San Felipe no era una fortaleza tan temible como Wentworth quería hacerle ver. Ni los pocos españoles que quedaban con vida, una fuerza de contención suficiente para hacer frente al omnipotente ejército que él, por méritos propios, había logrado desembarcar en aquellas tierras olvidadas de la mano de Dios.
Hastiado por tanta quietud, Vernon mandó llamar a Wentworth y le pidió que tuviera a bien presentarse a bordo del Princess Carolina. Desde luego, el almirante se daba cuenta de lo ocupado que estaría, pero, no obstante, le rogaba que hiciera acto de presencia a la mayor brevedad posible. Cosa que, obviamente, Wentworth hizo sin dudar. Aunque hubiera preferido atarse un ancla al cuello y lanzarse al fondo de la bahía.
La conversación entre el almirante y el general fue corta. Muy corta. Se hallaban sobre la cubierta del navío y sólo Ogle les acompañaba.
—General, necesito que la conquista de la ciudad se produzca cuanto antes —dijo, seco, Vernon.
—Señor, para conquistar la ciudad es necesario, antes, conquistar el castillo de San Felipe —replicó Wentworth.
—En ese caso, hágalo. Hoy mismo, si le parece. ¿No cree que la lluvia de hoy será la misma de mañana? ¿O acaso aguarda a que escampe?
—No, señor, no aguardo a que escampe. Únicamente deseo controlar el cerro de la Popa, al noreste, para desde allí batir convenientemente el castillo.
—¿No juzga que no es necesario tanto miramiento? ¿Por qué diablos no toma cinco mil hombres y unos cuantos cañones y conquista, de una vez por todas, ese maldito castillo?
—Me temo que no es tan fácil, señor.
—Y yo me temo que sí lo es, general.
—Le ruego que me conceda un par de días más, señor. Sólo un par de días. Tomaremos el cerro de la Popa y, después, el castillo de San Felipe.
—¿Dos días más? Dios, Wentworth, no tengo dos días más. ¿No sabe que nuestros hombres mueren cada día de vómito negro?
—Lo sé mejor que nadie, si me permite decirlo. Son mis propios hombres los que mueren.
—Entonces, Wentworth, no comprendo por qué no ataja de una vez y soluciona dos problemas al mismo tiempo. Ataque, logre que la ciudad sea nuestra y conseguiremos los cuidados necesarios para los enfermos.
—Dos días más, señor. Dos días más.
—¡No tengo dos días más!
Wentworth, lejos de amilanarse, se mantuvo firme frente a los exabruptos de Vernon. Y se arriesgó más allá de lo que jamás habría creído:
—Si no me concede los dos días que le pido, no puedo garantizarle la conquista de Cartagena.
En caso de que Vernon no accediera a su petición, sólo podía relegarle de su cometido. Debería buscar a otro general y ordenarle que tomara a los hombres para, sin dilación, asaltar el castillo. Eso era lo que tendría que hacer pues, llegado este punto, el almirante no estaba completamente seguro de que Wentworth acatara una orden directa si así se la daba.
Vernon no quiso correr riesgos. Podría llevar a Wentworth ante un consejo de guerra y juzgar allí sus actos pero, ¿ganaría algo haciéndolo? ¿Conseguiría que, de esta forma, Cartagena pasara a estar bajo mando inglés hoy mismo? No, desde luego que no.
—¿Qué tal se comporta Washington? —preguntó Vernon retorciéndose, nervioso, los dedos de ambas manos.
—Es un gran muchacho, señor —contestó Wentworth a punto de estallar de alegría tras haber ganado esos dos días preciosos—. Será un magnífico general el día de mañana.
16 de abril de 1741
Lezo no hacía nada que no fuera comprobar obsesivamente el avance de la excavación de fosos, zanjas y trincheras en torno al San Felipe. Los ingleses llevaban varios días sin dispararles, lo cual era bueno y, al mismo tiempo, malo: por un lado, la ausencia de cañoneo permitía a los hombres trabajar más confiados y sin temer que, de pronto, una bala les separara la cabeza del cuerpo pero, por otro, tanta inactividad en el bando enemigo sólo podía significar que se hallaban tramando algo. Algo que no distaría demasiado de un ataque final, y con todas las fuerzas disponibles, sobre el castillo. Habría que estar ciego para no verlo.
La parte más importante de las excavaciones, y a la que Lezo había ordenado asignar el mayor número de hombres, suponía convertir el actual foso del castillo en otro aún más profundo. Por extraño que pareciera al almirante, Desnaux se había mostrado, desde el principio, de acuerdo con él.
—Hay que ganar hondura en el foso —decía Lezo.
—Sin duda, almirante —asentía, a su lado, Desnaux—. Que los casacas rojas lo tengan difícil a la hora de lanzar escalas sobre las almenas.
—Ganemos por lo menos la altura de un hombre.
—Algo más si es posible, señor.
Cavar era una buena idea, pero mejor lo era si cavaban sin que los ingleses se enterasen de que lo estaban haciendo. O, al menos, sin que tuvieran conocimiento real de las dimensiones de las zanjas, de la situación de las trincheras, de dónde se podía pisar con tranquilidad y dónde convenía moverse con cautela para no caer en una trampa.
—Coronel, ocúpese de que los hombres cubran el foso con hojas y ramas una vez lo hayan excavado. Que no sea sencillo para el enemigo averiguar su profundidad real.
Lezo no estaba seguro de que una estrategia así fuera a funcionar, pero al menos de esta forma conseguía que la tropa estuviera ocupada. Cualquier cosa antes de verlos ociosos aguardando a que los ingleses se dignaran atacarles. No, el trabajo les mantenía ocupados y ayudaba a que la moral no decayera. Suficiente, dadas las circunstancias.
Poco antes del mediodía, Eslava hizo acto de presencia en el castillo. Al parecer, se había hartado de esperar tras las murallas de la plaza y deseaba ser informado de primera mano acerca de las evoluciones de la defensa.
—No hay novedades, señor —explicó Desnaux—. Todo sigue más o menos igual que hace dos o tres días. Los ingleses parecen prepararse para lanzar un ataque sobre el San Felipe, pero ese ataque no llega. Al menos, sus navíos ya no disparan, lo cual en sí mismo supone un alivio.
El virrey escuchó sin demasiado interés las palabras de Desnaux y, en cuanto pudo, se volvió hacia Lezo:
—¿Qué ha hecho para reforzar la defensa, almirante?
—Cavamos todo lo que podemos —respondió Lezo con desgana. Desde hacía un tiempo, parecía que todo lo referente a Eslava le agotaba hasta dejarlo exhausto.
—¿Cavan? ¿Eso es todo?
Eslava había llegado calmado al San Felipe, pero, tras diez minutos de conversación con los dos oficiales, comenzaba a exaltarse más de la cuenta.
Desnaux, de cuando en cuando, lanzaba miradas furtivas a un Lezo que no se daba, en ningún momento, por aludido. Eslava, experto en todo tipo de conspiraciones, se dio cuenta de inmediato. Quizás el coronel tramara algo. Lezo, sin duda alguna, lo hacía. De manera que requirió explicaciones:
—¿Qué demonios sucede aquí? ¡Exijo una explicación ahora mismo!
—No sucede absolutamente nada, señor —atajó Lezo. El virrey sabría lo que había que saber a su debido momento. Y no antes—. Nada.
* * *
Eslava obtuvo su ansiada respuesta unas pocas horas después. Se había retirado a descansar tras el almuerzo y dormitaba arrullado por el sonido de la lluvia cuando uno de sus asistentes entró en el aposento y le avisó de que el almirante rogaba que se personase cuanto antes en la batería del este.
Cuando llegó, Lezo y Desnaux miraban tan ensimismados a través de sus catalejos en dirección a la ladera del cerro de la Popa que ni le sintieron acercarse. Eslava, incómodo, carraspeó antes de preguntar:
—¿Qué sucede, almirante?
Lezo no se dio por aludido y continuó observando atentamente lo que fuera que veía a través del catalejo. Eslava, algo irritado por la nula atención que se le prestaba, volvió a preguntar:
—Creo que, si no me equivoco, ha requerido mi presencia aquí, Lezo.
En ese momento, el almirante volvió el rostro hacia donde se encontraba el virrey y fingió sorpresa. Porque a Eslava no le cupo la menor duda de que fingía.
—¡Eslava! Dios santo, me alegro mucho de verle.
Por extraño que pareciera, daba la sensación de que Lezo estaba contento. Como si mostrara satisfacción al conocer que todo transcurría según lo previsto. Lo cual, se mirara como se mirara, no era, de ninguna manera, cierto. O esa impresión tenía, al menos, Eslava.
—¿Quiere hacer el favor de decirme de una vez qué demonios se le ofrece? —preguntó Eslava cada vez más exasperado.
—¿Ha traído su catalejo? —dijo por toda respuesta Lezo.
—No, me temo que no voy a todas partes con mi catalejo.
—¡Qué alguien traiga un catalejo para el virrey! ¡Inmediatamente!
Un teniente que hacía las veces de asistente de Lezo corrió en busca de uno, momento que Desnaux aprovechó para facilitar las oportunas explicaciones.
—Los ingleses han comenzado a ascender hacia el cerro de la Popa, señor. Estamos seguros de que lo habrán conquistado antes de que se oculte el sol.
Por alguna extraña razón que Eslava no comprendía y que alguien debería explicarle, Desnaux también parecía feliz con la evolución de los acontecimientos.
—¿Cuántos hombres tenemos destacados en el convento? —preguntó Eslava.
—Una docena, señor —informó el coronel—, pero tienen orden de abandonar la posición y regresar al San Felipe en cuanto se aperciban de movimientos de casacas rojas en la ladera del cerro.
—Es una posición perdida —aclaró Lezo, que había vuelto a mirar por su catalejo en dirección a la loma.
—¿Perdida? ¿Por qué estamos dando por perdida una posición sin luchar?
Eslava no acababa de comprender qué tipo de estrategia estaba tramando Lezo. De hecho, no sabía si realmente tenía alguna.
—Sí, yo mismo les ordené que mantuvieran siempre una posición visible en el convento, pero que en cuanto los ingleses se encaminaran hacia él, corrieran a refugiarse en el castillo.
—¡Fantástico, Lezo, fantástico…! Me parece que la idea de retirarse sin ofrecer batalla es la mejor de las actitudes que podemos adoptar —ironizó Eslava—. Así aprenderán esos ingleses quiénes somos nosotros…
—Oh, señor, no se lo tome así —intervino Desnaux utilizando, sin ser consciente de ello, un lenguaje excesivamente coloquial para dirigirse a todo un virrey—. En realidad, esto es parte de un plan mucho más ambicioso…