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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (16 page)

BOOK: Matazombies
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—La barca no regresará —dijo Gotrek.

La cabeza de Von Geldrecht giró con brusquedad.

—¿Cómo decís?

Von Volgen y los tres oficiales también se quedaron mirándolo.

—Si ese nigromante es lo bastante astuto como para infiltrar un saboteador en el castillo —dijo Rodi—, no es probable que haya olvidado que podéis salir de aquí en barco, ¿verdad?

—¿Estáis diciendo que detendrá la embarcación? —preguntó Zeismann—. ¿Cómo?

Gotrek se encogió de hombros.

La detendrá.

Von Geldrecht se había dado la vuelta para mirar a uno y otro enano, con los ojos encendidos, y entonces, levantó las manos al cielo.

—¡Eso es una mera suposición! ¿Cómo podría detener el barco? El sol está en el cielo. Krell se ha marchado. No veo ningún murciélago. No, lo siento, amigos. Tenemos que comer, o estaremos demasiado débiles como para luchar. Debo correr el riesgo.

—Mi señor, por favor —intervino Félix, y avanzó un paso—. Gotrek raras veces se equivoca en estas cosas. El…

—¡Bueno, pues ahora está equivocado!

Von Geldrecht les volvió la espalda para hacerles un gesto a Zeismann y Yaekel, quienes, junto con Bosendorfer y Von Volgen, habían estado escuchando la conversación con expresión de inquietud.

—Adelante —dijo—. Embarcad. Soltad amarras. Pero volved antes de que se ponga el sol.

—Señor comisario —tosió Von Volgen, y murmuró al oído de Von Geldrecht—, el nigromante no ha dejado nada al azar. Me temo…

—¡No hay tiempo para temer! —le espetó Von Geldrecht—. ¡El graf Reiklander me ordena que actúe!

—Pero mi señor… —dijo Zeismann, vacilante.

—¿Queréis vivir de galletas y agua durante siete días porque habéis tenido demasiado miedo como para cruzar el río a plena luz del día? —gritó Von Geldrecht, cuyos mofletes temblaban—. ¿Queréis que nuestros cañones queden fríos cuando esos horrores vengan contra nuestras murallas? ¡Subid al barco! ¡Os lo ordeno! ¡El graf Reiklander os lo ordena!

Pareció que Zeismann iba a hacer otra objeción, pero luego se limitó a saludar.

—Sí, mi señor —dijo con rigidez—. Muy bien, mi señor.

El capitán de lanceros dedicó a Félix, Kat y los matadores un breve asentimiento de despedida, y luego dio media vuelta y subió al balandro a paso de marcha, seguido por sus hombres. Yaekel vaciló en el extremo de la pasarela, con aspecto de haber perdido de repente las ganas de embarcar.

Von Geldrecht clavó en él una mirada destellante.

—¿Tenéis alguna queja, guardia fluvial? —gruñó.

Yaekel tragó saliva y negó con la cabeza.

—No, mi señor.

—¡Entonces, soltad amarras! ¡Abrid la puerta del río!

—Sí, mi señor.

Yaekel subió corriendo al balandro y les gritó a los tripulantes, mientras izaban la pasarela y se hacían cargo de los remos. En la popa, el piloto hizo girar el timón, luego alzó un cuerno y tocó una potente nota. En respuesta, se oyeron golpes y crujidos dentro de las torres que había a ambos lados de la salida hacia el río, y la pesada reja de hierro que hacía las veces de puerta comenzó a abrirse. En el combés del balandro, Zeismann hizo la señal del martillo, y luego se volvió hacia sus hombres.

—A los lados, muchachos —gritó—. Lanzas preparadas, y no apartéis los ojos del agua.

Mientras los remos alejaban el balandro del amarradero, Félix miró las caras de los hombres que lo observaban partir. Bosendorfer estaba pálido, y Von Volgen ceñudo, pero el más conmocionado de todos era Von Geldrecht, que se secaba la frente cenicienta con un tembloroso pañuelo. Durante un breve instante alzó el pañuelo, y Félix pensó que iba a llamar de vuelta al balandro, pero luego volvió a bajarlo y sólo se limpió la boca.

Gotrek le lanzó una mirada furiosa con su único ojo, y después se encaminó hacia los hombres que estaban montando los matacanes.

—Vamos, humano —dijo por encima de un hombro mientras Rodi y Snorri lo seguían—. Hay trabajo que hacer.

Félix miró a los matadores, y luego el balandro.

—¿Qué trabajo?

—Si las protecciones están rotas —dijo Gotrek—, los matacanes son la mejor defensa. Son lo más inteligente que los humanos habéis hecho hasta el momento.

Félix volvió a mirar el balandro, que impulsaban los remos mientras desplegaba las velas al aproximarse a la puerta del río, y después miró interrogativamente a Kat.

—Tengo que verlo —dijo ella—. Tengo que hacerlo.

Félix se volvió hacia los matadores.

—Luego os buscaremos.

Los enanos se limitaron a gruñir y continuaron adelante.

Félix y Kat se apresuraron a llegar a la escalera más cercana. Von Geldrecht y Von Volgen se les habían adelantado, y subían por ella en incómodo silencio. El comisario fue recibido en lo alto por el capitán Hultz, de los arcabuceros.

—Todo tranquilo, mi señor —dijo al mismo tiempo que lo saludaba.

—Eso espero —le aseguró Von Geldrecht, y pasó ante él con Von Volgen para mirar por encima de las almenas.

Félix y Kat encontraron sitio a pocos pasos a la izquierda de ellos justo cuando el balandro atravesaba la puerta del río. Enervado por las advertencias de Gotrek, Félix casi esperaba que unas fauces enormes o unos tentáculos monstruosos salieran del agua y los arrastraran a las profundidades, pero no sucedió nada parecido. Las aguas continuaron en calma, salvo por la ola que se formaba ante la proa del balandro, y aunque su paso estaba provocando movimiento entre los zombies de la orilla, no parecían ser una amenaza. Los cadáveres avanzaban torpemente hacia él, arrastrando los pies, como si fueran limaduras de hierro atraídas por la influencia de una piedra imán; se apiñaban en la orilla y manoteaban el aire con manos flojas cuando pasaba, pero eso era todo.

Von Geldrecht rió y dio una palmada sobre la muralla.

—¿Lo veis? ¡No pueden hacer nada!

El viento llevó hasta ellos una risa atemorizadora, un inquietante eco de la risa de Von Geldrecht.

A Félix se le encogió el corazón porque conocía esa risa. Era la de Hans el Ermitaño, o Heinrich Kemmler, si el padre Ulfram estaba en lo cierto. Félix miró a su alrededor, recorriendo a la horda de zombies con la mirada, pero fue Kat quien primero lo encontró.

—¡Allí! —dijo, señalando con un dedo mientras cogía el arco que llevaba a la espalda.

Félix siguió la dirección de su mirada. A cien metros corriente abajo, una figura alta y flaca, vestida con sucios ropones, tan parecida al ejército de cadáveres que había reunido que resultaba casi imposible diferenciarla de ellos, se desplazaba desde la orilla hacia un afloramiento de rocas medio sumergidas y agitaba un brazo tras el balandro que se alejaba y viraba hacia la orilla opuesta.

Con una rapidez superior a la que podían seguir los ojos de Félix, Kat puso una flecha en la cuerda del arco y la disparó en dirección a Kemmler. Erró, pero por muy poco. Colocó otra y disparó por segunda vez. La flecha pareció curvarse para apartar la punta del nigromante cuando llegó a él.

—¡Disparad a discreción, muchachos! —gritó Hultz, y los arcabuceros levantaron las armas.

—¡Sí! —gritó Von Geldrecht—. ¡Matadlo! ¡Cien coronas para el hombre que acabe con él!

Pero cuando los arcabuceros apuntaron a Kemmler, se hizo evidente que no agitaba el brazo por mera locura. En torno a él aparecieron sombras que emanaron de su sucia capa para rodearlo de una oscuridad antinatural, hasta que se desvaneció en una flotante nube de humo.

Las armas atronaron y los proyectiles arrancaron esquirlas de roca en el sitio que ocupaba Kemmler, y cayeron al agua entre salpicones. ¿Habían errado? Kat, desde luego, no lo había hecho. Su tercera flecha atravesó en línea recta el corazón de la nube de humo, el lugar preciso en que había estado Kemmler, pero, para consternación de Félix, no había resistencia ninguna y se clavó, temblorosa, en el suelo del otro lado.

La oscuridad volvió a disiparse y no dejó a la vista nada más que roca desnuda. Félix oyó que unos hombres subían corriendo la escalera, detrás de él, atraídos hacia la muralla por los disparos. No se volvió. Estaba demasiado ocupado en observar la horda en busca de Kemmler.

—¡Adónde ha ido! —gritó Von Geldrecht—. ¡Encontradlo!

—La barca —dijo Volgen con voz ronca, al mismo tiempo que señalaba con un dedo.

Félix y Kat miraron hacia el balandro de Yaekel, mientras lanceros y espadones se apiñaban en las almenas, a ambos lados de ellos. Un torbellino de sombras, casi imposibles de distinguir en las más oscuras sombras de las velas, estaba adquiriendo forma detrás del piloto del balandro. Nadie lo había visto aún. Los lanceros de Zeismann continuaban obedeciendo las órdenes de su capitán y observaban las ondas del agua. Los tripulantes estaban dedicados a sus tareas.

—¡El nigromante! —gritó uno de los arcabuceros de Hultz—. ¡Cuidado, detrás de vosotros, muchachos!

La muchedumbre que ahora se apiñaba sobre las murallas se unió a él, y se pusieron a agitar los brazos y a gritar todos al mismo tiempo, pero estaban demasiado lejos. Los hombres del balandro se quedaron mirándolos, sin entender qué sucedía, mientras la oscuridad parecía coagularse detrás de ellos y se volvía opaca.

Al fin, uno de los lanceros —podía ser Zeismann aunque resultaba difícil saberlo desde tanta distancia— se volvió para llamar a alguien, y se quedó petrificado al ver la mancha de brumosa negrura que se extendía por la cubierta de popa.

Aunque Félix no dijo nada, el posible Zeismann tuvo que gritar, porque de inmediato todos los lanceros y los tripulantes se volvieron y levantaron la cabeza.

Lo que siguió le pareció a Félix aún más horrible porque se desarrolló en el silencio de la lejanía, una triste, espantosa pantomima que él, Kat y los otros que estaban sobre la muralla fueron incapaces de impedir.

Mientras el piloto huía ante la nube que se extendía cada vez más, Zeismann y sus lanceros se desplegaron y avanzaron con cautela hacia ella, con las lanzas extendidas. Los guardias fluviales se acercaron desde todos los rincones de la barca, blandiendo chafarotes y picas de abordaje. Un destello de cabello rojo le indicó a Félix que Yaekel iba en cabeza, con un par de arcabuces pequeños preparados.

Entonces, cuando Zeismann sondeaba nerviosamente con la punta de la lanza la agitada oscuridad, salieron disparados del centro de ella unos ondulantes zarcillos que atravesaron las corazas de los lanceros para ensartarlos y alzarlos hasta quedar de puntillas en un rictus paralizador.

La muchedumbre de lo alto de la muralla lanzó una exclamación ahogada.

Kat gritó.

—¡Zeismann! ¡No!

Yaekel y su tripulación retrocedieron, aterrados, mientras las hebras de sombra atraían a los lanceros hacia la nube, que continuaba extendiéndose, y ellos se retorcían como gusanos ensartados en anzuelos. Zeismann, con una fuerza de voluntad aparentemente sobrehumana, alanceaba convulsivamente la oscuridad que lo atraía, pero sus ataques no lograron nada, y desapareció junto con los demás.

Félix apartó la mirada de aquel horror y se acercó a Von Geldrecht y Von Volgen.

—¡Señor comisario! —dijo—. Enviad la otra barca. ¡Dejad que vayamos en ella! ¡Tenemos que salvarlos!

—Sí, mi señor —dijo Hultz—. ¡Hay que hacer algo!

Los otros que estaban sobre la muralla recogieron sus palabras y suplicaron que los enviaran al rescate, pero Von Geldrecht negó con la cabeza, sin apartar los ojos del balandro.

—Es demasiado tarde. Demasiado tarde.

—¡No lo es para la venganza! —dijo Kat—. Vayamos. Mataremos al nigromante por las muertes de vuestros hombres.

—¡Sí! —intervino un lancero que había quedado atrás—. Zeismann debe ser vengado.

El comisario no respondió, pero Von Volgen tosió.

—Me temo que el señor comisario tiene razón —dijo—. No debemos dejarnos arrastrar. Los rescatadores no lograrían nada más que morir, y el castillo perdería su segunda barca.

Félix gimió, y los demás maldijeron mientras se volvían para continuar mirando. Era indudable que el noble tenía razón, pero resultaba difícil aceptarlo.

Al carecer de gobierno, el timón del balandro se movía libremente, girando según la corriente, con las velas sueltas y restallando en el aire. Debajo de ellas, Yaekel, con más valentía de la que Félix esperaba de él, le hacía señas a la tripulación para que retrocediera mientras él avanzaba en solitario hacia la nube. La negrura cubría ya toda la cubierta de popa y descendía, ondulando, hacia el combés, como una pesada niebla baja. La apuntó con los arcabuces y gritó algo, pero se hizo evidente que no obtenía la respuesta que había esperado, porque volvió a gritar.

De la niebla salió una figura, y Yaekel retrocedió de un salto, asustado, pero luego, cuando la bañó la luz, resultó ser un lancero que daba traspiés como un borracho, con la lanza aferrada en las manos. Yaekel volvió a hablar, pero esa vez con aparente alivio, y avanzó al mismo tiempo que bajaba las armas. El otro lo hirió en el pecho, clavándole la punta de la lanza entre las costillas.

Los guardias fluviales gritaron cuando Yaekel cayó, y por encima del agua llegaron las distantes detonaciones de los arcabuces cuando dispararon contra el asesino. El lancero se estremeció con movimientos convulsivos a causa del tiroteo, pero no cayó, sino que se limitó a arrancar la lanza del cuerpo de Yaekel y bajar al combés. Lo siguieron más lanceros que salieron de la negra niebla, todos con los mismos andares convulsivos, y cayeron sobre los guardias fluviales con desgarbado salvajismo.

—Nuestros muchachos, no —murmuró el lancero que había hablado antes—. El capitán, no.

La tripulación luchó en vano, pero el resultado era inevitable. Apenas segundos después de su muerte, Yaekel volvió a levantarse y se unió a los lanceros que estaban haciendo pedazos a los que hasta entonces habían sido sus hombres. Y lo siguieron más y más guardias fluviales, que caían al ser atravesadas sus entrañas por las lanzas y se levantaban casi al instante, convertidos en esclavos sin vida sometidos a la voluntad de Kemmler. Así, los vivos fueran superados en número con gran rapidez.

Luego, cuando la matanza llegó a su horrenda conclusión, la nube negra se desvaneció de la cubierta para reaparecer en la orilla, en la periferia de la horda de zombies, donde se disipó y dejó a la vista a Kemmler, que volvió a reír y agitar un brazo hacia el balandro. En respuesta, los zombies acabados de resucitar se acercaron a las bordas con paso tambaleante y fueron echándose al agua uno tras otro, hasta que no quedó ninguno a bordo, y el balandro se alejó a la deriva, corriente abajo, sin gobierno.

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