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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (13 page)

BOOK: Matazombies
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—¡Yo no sé nada parecido! —le espetó el espadón—. ¡Entonces dije que estaba con los kurgan, y ahora digo que está con el nigromante, y que vuelve a intentarlo!

Félix parpadeó, confuso. El guerrero hablaba como un loco.

—Si está con el nigromante —dijo con toda la calma de que fue capaz—, ¿por qué no envenenó a todo el mundo ayer, después de la lucha?

Una mejilla de Bosendorfer se contrajo cuando clavó los ojos en los de Félix.

—¿Quién sois vos para que tengamos que escucharos? ¿También estáis con el nigromante? ¿Lo estáis vos, Zeismann? ¡Apartaos de mi camino! ¡Tenemos un traidor que matar!

Los hombres rugieron asintiendo, y esa vez Bosendorfer si que empujó a Félix y Zeismann, pero cuando comenzaba a arrastrar a Tauber para hacerlo pasar entre ambos, Gotrek, Snorri y Rodi se interpusieron en su camino.

—Si insultáis al humano —dijo Gotrek—, nos insultáis a nosotros.

Bosendorfer se detuvo, mirando con inquietud a los matadores.

—Yo…, yo no lo he insultado. Sólo le he dicho que se apartara de mi camino.

—Habéis dicho que está con el nigromante —le recordó rodi.

—Snorri no conoce a ningún nigromante —dijo Snorri—. Y tampoco el joven Félix conoce a ninguno.

Félix se dio cuenta de que Bosendorfer habría querido ceder ante tres oponentes tan temibles, pero los hombres que tenía detrás estaban gritándoles insultos a los enanos y animándolo. Se encontraba atrapado, y eso lo enfureció.

—¡No me importa a quién conocéis ni quiénes sois! —gritó—. ¡No tenéis ninguna autoridad aquí! Yo soy el capitán de espadones del graf Reiklander. ¡Os ordeno que os apartéis de mi camino!

Los matadores no dijeron nada, sino que sólo alzaron los puños. Félix y Kat hicieron lo mismo mientras la turba vociferaba y Zeismann pedía calma. Pero entonces, por encima del ruido, les llegó una voz que bramaba desde el pasillo.

—¡Cirujano Tauber! ¡Despejad vuestra mesa!

Félix reconoció la voz de Von Geldrecht, al igual que el resto, porque todos dejaron de empujar cuando el comisario entró, cojeando, con dos caballeros del castillo detrás. Se apoyaba en un bastón al andar.

—¡Tauber! —jadeó—, debéis atender de inmediato al general Nordling. Tiene una pestilencia en su interior… —Calló al ver la escena que tenía ante sí—. Bosendorfer, ¿qué sucede? ¡Soltad a nuestro cirujano!

—Mi señor —dijo Bosendorfer al mismo tiempo que saludaba—, es Tauber quien ha causado la pestilencia. ¡Mirad! —Barrió el aire con una mano para abarcar a los heridos, que gemían y se pudrían en sus camastros—. Mirad sus heridas. ¡El los ha envenenado!

—¡Eso no lo sabéis, Bosendorfer! —intervino Zeismann.

Von Geldrecht se encogió al recorrer aquellos horrores con la mirada, y luego se volvió otra vez hacia Tauber con expresión asustada en los ojos.

—¿Es…, es verdad eso, cirujano?

—No, señor comisario —replicó Tauber—. No sé qué lo ha causado. Os lo juro.

—¡Miente! —gritó Bosendorfer—. ¡Nos ha matado a todos!

—Mi señor —intervino Félix—, no creo que lo haya hecho. Si fuera el responsable de esto, ¿no habría intentado escabullirse? Ha permanecido en su puesto, atendiendo a los heridos.

—¡Ha estado poniéndolos enfermos! —gritó Bosendorfer.

—¿Cómo sabéis que ha sido él quien lo ha hecho? —dijo Zeismann—. ¡Podría haber sido cualquiera!

Todos empezaron a gritar al mismo tiempo, mientras Von Geldrecht bramaba por encima de todos para pedir silencio. Pero entonces se abrieron paso al interior de la habitación cuatro caballeros del castillo que llevaban al general Nordling en una camilla, y el estruendo disminuyó hasta transformarse en un susurro de plegarias murmuradas y bruscas inspiraciones.

El general, tan erguido y orgulloso cuando Félix lo había visto por primera vez, yacía ahora sobre la camilla como una víctima de hambruna. Sus extremidades, bajo la ensangrentada camisa que constituía su única prenda de ropa, estaban en los huesos y con las articulaciones hinchadas, y el semblante se veía demacrado y gris. Tenía la respiración acelerada y superficial, como un perro que jadeara. Félix vio una sola herida en su cuerpo, pero se trataba de una terrible. Una afilada punta de hueso le sobresalía por encima de la rodilla de la pierna izquierda, y la herida por la que asomaba estaba negra, supuraba burbujeante pus verde y hedía a muerte.

Zeismann se atragantó cuando los caballeros dejaron a Nordling sobre la mesa.

—Por Sigmar, ¿qué le ha sucedido?

Un asustado cirujano de campo que había entrado detrás de los caballeros sacudió la cabeza.

—Estaba bastante bien después de caer del tejado de la capilla. Sólo tenía la pierna rota, y bromeó al respecto mientras lo traían hacia los barracones, pero apenas momentos después de limpiarle la herida se puso así. No lo entiendo.

Von Geldrecht se volvió hacia Bosendorfer e hizo un gesto en dirección a Tauber, que aún estaba retenido por la férrea mano del espadón.

—Soltadlo. Dejadlo trabajar.

Bosendorfer lo soltó a regañadientes, y Tauber se irguió, tembloroso.

—Gracias, señor comisario —dijo a la vez que se inclinaba ante Von Geldrecht.

—Si sois el responsable —dijo Von Geldrecht mientras posaba una mano sobre la espada—, anularéis el efecto del veneno. Si no lo sois, lo curaréis, o será peor para vos.

Tauber tragó, y los hombres intercambiaron una mirada que Félix no pudo interpretar.

—Lo…, lo intentaré.

El cirujano les hizo un gesto a sus ayudantes y se acercó a la mesa mientras ellos comenzaban a prepararle el instrumental.

—Contadme todo lo que habéis hecho —le pidió al cirujano de campo mientras le tomaba el pulso a Nordling y le miraba el interior de los párpados—. No omitáis ni un solo detalle.

—Sólo hemos hecho lo que hacemos siempre —dijo el hombre—. Le quitamos la armadura y la ropa, lo examinamos minuciosamente, le lavamos las heridas para limpiarles la tierra, y le dimos a beber vino fuerte para que no sintiera tanto dolor cuando redujéramos la fractura. Pero…, pero no llegamos a eso. Se puso enfermo con demasiada rapidez. ¡Se consumió ante nuestros propios ojos!

Tauber frunció el ceño, al parecer desconcertado, y luego se volvió a mirar con inquietud a Von Geldrecht, que aferraba la empuñadura de la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—No sé muy bien qué hacer, mi señor —dijo con voz temblorosa—. Parece estar muriendo de disentería, pero para alcanzar una etapa tan avanzada de la enfermedad se requieren días, no minutos.

—No me importa lo que sea —contestó Von Geldrecht—. Sólo curadlo.

—Pero, mi señor, para curar a un hombre que está en este estado se necesitan días…, semanas. No mejorará en cuestión de momentos, por mucho que yo haga.

Von Geldrecht no dijo nada, sólo desenvainó la espada, con la cara blanca. Tauber suspiró y se volvió a mirar a sus ayudantes.

—Lavadle las heridas hasta eliminar el pus, y dadle a beber agua con una cuchara —dijo—. Cuando haya aplicado ungüento a las heridas, reduciremos la fractura.

Los ayudantes asintieron con la cabeza. Uno hundió un paño en una jofaina que había junto a la mesa y comenzó a pasarlo con cuidado por la carne negra de la herida, mientras el otro le abría la boca a Nordling y comenzaba a verterle dentro gotas de agua con una cuchara. Tauber se encamino hacia un anaquel del que empezó a bajar potes y frascos. Pero cuando los colocaba sobre una bandeja, se produjo una conmoción en el pasillo, y se oyó una voz femenina, aguda y tensa.

—¡Alto! —gritó—. ¡No lo toquéis con ese paño! ¡Apartad esa cuchara!

Los ayudantes retrocedieron, encogidos de miedo, y Tauber se volvió y se quedó mirándola.

—¿Qué sucede, hermana Willentrude? —preguntó—. Hay algo…

—El agua —resolló ella, mientras intentaba recobrar el aliento—. El aljibe inferior ha sido envenenado, además de todas las jarras, cantimploras y abrevaderos para caballos que he examinado. —Se volvió a mirar a Von Geldrecht—. Mi señor, debéis decírselo a todos. Que no beban ni laven nada con agua hasta que hayamos podido analizarla toda.

—¡¿Lo veis?! —gritó Bosendorfer al mismo tiempo que se volvía hacia Tauber, mientras Von Geldrecht lo miraba con ojos fijos—. El traidor nos ha envenenado a todos.

7

Von Geldrecht se volvió hacia Tauber con los ojos cargados de miedo y preguntas.

—Cirujano…

Tauber retrocedió con paso tambaleante.

—¡Mi señor comisario, os lo aseguro! Yo no he hecho eso. No tengo ningún poder semejante. Soy sólo un hombre corriente. Ya lo sabéis.

—¡No lo escuchéis! —gritó Bosendorfer—. ¡A mí ya me envenenó antes!

—Por favor, señor comisario —dijo la hermana Willentrude—. No puedo ni creer que haya sido Tauber. ¡Es un buen cirujano, un hombre de medicina consagrado a su trabajo! ¡No puede ser él!

—¿Podéis demostrar que no ha sido él? —preguntó Bosendorfer—. ¿Podéis demostrar que es inocente?

Von Geldrecht no dijo nada, sino que se quedó mirando a Tauber, mientras Bosendorfer y la hermana continuaban discutiendo.

Félix ya no podía aguantar más. Avanzó un paso y le gritó a Von Geldrecht.

—¡Comisario!, ¿vais a quedaros aquí, plantado, mientras los hombres del castillo continúan bebiendo agua contaminada y bañándose con ella? ¡Dad la orden!

Los ojos de Von Geldrecht se volvieron con brusquedad hacia Félix, encendidos de enojo, pero luego se contuvo y palideció al comprender la situación. Se volvió a mirar a los hombres al comprender la situación.

—Por orden mía —dijo—, corred a todos los rincones del castillo. Nadie debe beber ni tocar agua hasta que yo lo autorice. ¡Marchaos! Haced que corra la voz.

Los hombres, acobardados por el horror del estado en que se encontraba Nordling, salieron de la enfermería con prisa, sin discutir, gritándoles a todos los que estaban en el corredor. Von Geldrecht y sus caballeros, Bosendorfer, Zeismann, Félix, Kat y los matadores se quedaron junto a Tauber y sus ayudantes, que parecían conmocionados y enfermos.

—El agua —murmuró Tauber—. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba a…?

Lo interrumpió el estertor de una respiración trabajosa, y todos miraron al general Nordling. El jadeo superficial había cesado, y él yacía completamente inmóvil. Tauber se puso blanco y se le acercó, para volver a tomarle el pulso y auscultarle el pecho. Cerró los ojos para murmurar una plegaria, y luego se irguió.

—Ha…, ha muerto, mi señor comisario.

Los caballeros del castillo gimieron y bajaron la cabeza, pero Bosendorfer se volvió hacia Von Geldrecht.

—Matadlo, mi señor —dijo—. ¡Matadlo como habéis dicho que haríais!

—¡No! —gritó Kat—. ¡Tiene que atender a Gotrek! ¡Tauber tiene que limpiar la herida del Matador!

—Mi señor, no debéis matarlo —intervino la hermana Willentrude—. Sin agua, vamos a tener que hallar otra manera de limpiar y vendar las heridas. Necesitamos de su experiencia.

—Su experiencia conlleva la muerte —gruñó Bosendorfer—. ¡Colgadlo! ¡O los hombres lo harán en vuestro lugar!

Von Geldrecht no había dicho nada durante esta tormentosa discusión, sólo había sostenido la mirada de Tauber, pero en ese momento, al fin, le dirigió una penetrante mirada a Bosendorfer.

—Tras la muerte del general Nordling —dijo con voz fría y baja—, soy ahora el comandante en funciones hasta que el graf se haya recuperado. Y como comandante, no permitiré que se cuelgue a un hombre sin haberlo juzgado, ni toleraré que se le someta a la justicia de los barracones. —Se volvió a mirar a los caballeros del castillo—. Classen —le dijo a un joven sargento de caballería que tenía lágrimas en los ojos—, encerrad al cirujano. Permanecerá en las mazmorras hasta que hayamos llegado al fondo de esto.

—Pero, mi señor —protestó la hermana Willentrude—, eso no mejora las cosas. ¿Cómo va a hacer su trabajo desde una celda?

—¿Cómo va a limpiar la herida de Gotrek? —preguntó Kat.

—Hasta que no sepa a quién le guarda lealtad —dijo Von Geldrecht—, permanecerá bajo llave. Lleváoslo, Classen. Y también a sus secuaces.

El joven caballero asintió con la cabeza, y luego les hizo un gesto a los otros para que arrestaran a Tauber y sus hombres.

—Bueno —dijo Von Geldrecht—, ahora examinaremos los almacenes. Quiero ver si ha sido contaminado algo más.

Pareció que Kat iba a protestar otra vez contra el arresto de Tauber, pero el Matador negó con la cabeza.

—Olvídalo, pequeña —dijo—. Todo forma parte de mi fin.

Félix sufrió una arcada cuando Gotrek hundió la parte superior del barril de carne salada con el hacha. Gordos gusanos reptaban por encima de la carne de vacuno burbujeante, y el olor a podrido le causó escozor en los ojos. Kat abrió de un tajo un saco de judías secas y se atragantó cuando de él manaron ondulantes nubes de esporas de moho. En otras partes de la abovedada bodega, Von Geldrecht y los demás estaban encontrándose con horrores similares. La hermana Willentrude estaba abriendo un saco de cebollas que se habían transformado en viscosas bolas negras. Bosendorfer removía con desagrado manzanas y nabos que se habían vuelto marrones y supuraban líquido, mientras que Zeismann retrocedía ante las salchichas secas que colgaban de las vigas, las cuales se habían rajado y dejaban salir nubes de moscas.

Desde el otro extremo de la bodega llegó el consternado grito de un enano.

—¡No, también la cerveza, no!

Félix y Kat se volvieron. Rodi se había puesto de puntillas para mirar el interior de un barril que era casi tan alto como el, y tenía blancos los nudillos de las manos con que se sujetaba al borde. Snorri reculaba con paso tambaleante a causa de la pata de palo y agitaba una gran mano ante su bulbosa nariz.

—Snorri piensa que ésa es la peor cerveza que haya olido jamás.

Von Geldrecht parpadeó al mirar a los dos matadores, y luego dio medía vuelta y se acercó a paso rápido a un largo botellero lleno de polvorientas botellas de vino. Cogió una la golpeó contra la pared para romperle el gollete, y luego inhaló los vapores que emanaron del interior. Tosió e hizo una mueca, antes de apartar la botella y cubrirse la cara con el otro brazo doblado.

—Esta harina podría salvarse —dijo Zeismann.

El resto se acercó a mirar el saco que había abierto de un tajo. La harina que caía de dentro estaba llena de escarabajos, pero no parecía podrida.

Von Geldrecht pareció asqueado, pero asintió con la cabeza.

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