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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (18 page)

BOOK: Mataorcos
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Gorril estaba pálido y se acariciaba nerviosamente la barba.

—Príncipe mío, tal vez podemos descubrir otro modo. No me gustaría verte desterrado de tu hogar. Ni quiero provocar el enojo del rey Alrik.

—Estoy abierto a sugerencias —dijo Hamnir—. Si hay otra forma de entrar, estaré encantado de aceptarla. Éste no es un paso que desee dar.

Los enanos se pusieron a pensar y murmurar entre sí.

—Tal vez… —dijo Gorril, pasado un rato. Todos alzaron la mirada, pero su voz se apagó al mismo tiempo que él negaba con la cabeza.

—Con que sólo hubiese un modo de… —dijo Thorgig un momento más tarde, pero también él dejó la frase sin acabar.

—Podríamos… —dijo Narin, y luego frunció el ceño—. No, tampoco podríamos.

Al fin, Hamnir suspiró.

—Muy bien —concluyó—. En ese caso, tengo que hacer lo que debe hacerse. —Se irguió y contempló a todos los reunidos en torno a la mesa, a los que miró a los ojos por turno—. Mi padre es un auténtico enano, y se enorgullece como un enano de mantener su fortuna personal a salvo de ojos indiscretos y manos codiciosas. Con esta finalidad, con mi hermano y conmigo como única ayuda, construyó una bóveda de la cual nadie más conoce la existencia.

—La bóveda de tu padre está en el tercer nivel de profundidad de la fortaleza de tu clan —dijo un barbalarga—. Todos saben…

—Ésa es la bóveda que le muestra al mundo —explicó Hamnir—, donde guarda la mayor parte del oro y tesoros comunes, pero no hallaréis en ella el Mazo de Barrin, ni la Copa de Lágrimas, ni el estandarte de guerra del viejo rey Ranulf, el padre de nuestro clan, ni los veinte lingotes de oro de sangre que podrían comprar todos los otros tesoros de la bóveda del clan. No son para mostrarlos; son sólo para sus ojos, como debe ser.

Los enanos de Karak-Hirn lo miraban de hito en hito, maravillados.

—Oro de sangre —murmuró el viejo Rúen.

—Y bien —preguntó Gorril, que se lamió involuntariamente los labios—, ¿dónde está la bóveda?

Hamnir sonrió con aire astuto.

—Eso no se lo diré a nadie más que a los que tengan que saberlo. Baste decir que la entrada está oculta cerca de las dependencias de mi padre y que, desde allí, un pequeño grupo podría llegar hasta la puerta principal.

—¿Desde allí? —dijo Thorgig, confuso—. Pero ¿cómo llegaremos a la bóveda? ¿Acaso tiene más de una puerta?

—No, no la tiene —replicó Hamnir—, pero a pesar de eso existe un modo de que podamos entrar. Verás, la bóveda es un antiguo pozo exploratorio de los tiempos del primer rey Ranulf; perforaron, y luego lo abandonaron al ver que no llegaba a ninguna veta de mineral. Mi padre lo encontró cuando era joven, y lo mantuvo en secreto hasta que tuvo hijos que lo ayudaran a construir una bóveda dentro. Hizo todo lo que estaba en su poder para borrar cualquier constancia que hubiera de ese pozo: destruyó todos los antiguos mapas y textos que encontró. —Palmoteo con nerviosismo—. Aunque es secreta, la bóveda no es realmente segura. Nosotros tres no pudimos reforzar los muros ni tallar runas protectoras. Simplemente, los tesoros están en el fondo del pozo, rodeados de roca viva, y se llega hasta ellos por los escalones que tallamos en las paredes. El punto fuerte de la bóveda era que nadie conociera su emplazamiento, ni siquiera su existencia. —Dejó caer la cabeza hacia adelante—. Al admitir que existe, la seguridad se ha desvanecido.

—Eh…, aún no nos has dicho cómo vamos a entrar en ella, príncipe mío —dijo Gorril con suavidad.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Estoy evitándolo. Disculpadme. Vayamos a ello. El pozo penetra hasta el nivel de las minas, cerca de las excavaciones que abandonó mi bisabuelo cuando se agotaron inesperadamente, hace mil quinientos años. Uno de los túneles agotados pasa a tres metros del pozo.

Los enanos lo miraban en silencio.

—¿Así que excavaremos desde el túnel hasta la bóveda? ¿Te refieres a eso? —preguntó, finalmente, el viejo Rúen.

—Luego, subiremos por el pozo y saldremos de la bóveda al interior de la fortaleza. Sí —dijo Hamnir.

—Tienes razón —sentenció Gorril—. Tu padre no lo aprobará. No sólo conduces a un grupo hasta el emplazamiento de la bóveda, sino que le abres una puerta que no puede cerrarse con rapidez. Podrían robar los tesoros del rey por debajo, mientras nosotros estamos ocupados en recuperar la fortaleza.

—¿Y qué hay de los pieles verdes? —preguntó Gotrek—. También se han apoderado de las minas. ¿O esperas que yo los contenga mientras vosotros os divertís con picos y palas?

—El túnel agotado está muy lejos de las minas activas —dijo Hamnir—. Entre ambas zonas hay leguas de túneles y una puerta de piedra. Los pieles verdes no tienen sentidos de enano. No nos oirán.

Gotrek bufó.

—No me sorprendería que estuvieran esperándonos dentro de la bóveda cuando acabemos de excavar.

—Eso es imposible —dijo Hamnir, enfadado—. Antes de esta noche, sólo tres enanos conocíamos la existencia de la bóveda, mi padre, mi hermano mayor y yo, y ninguno de nosotros estaba dentro de la fortaleza cuando la tomaron los pieles verdes. ¡No pueden saberlo!

—Últimamente, han estado sucediendo muchas cosas imposibles —comentó el viejo Rúen, pensativo.

Los enanos consideraron en silencio el plan de Hamnir, mientras chupaban las pipas y gruñían. Estaba claro que no les gustaba. Una fortaleza de enanos que perdiera sus tesoros perdía el honor. Se los consideraría débiles: malos constructores que no podían proteger sus pertenencias. Si Hamnir recuperaba la fortaleza pero echaba a perder el tesoro del padre, muchos enanos juzgarían la victoria como una derrota.

Al fin, Gorril suspiró.

—Parece que es nuestra única opción.

—Podríamos esperar a que el rey Alrik regresara con sus setecientos guerreros —sugirió el Atronador—. Él sabría qué hacer.

Félix oyó crujir los nudillos de Hamnir, cuyo rostro se puso rígido.

—Eso… no serviría. En primer lugar, nuestros primos, atrapados dentro de la fortaleza, no pueden esperar tanto tiempo. En segundo, permitir que los pieles verdes ocupen nuestra fortaleza durante un solo día más de lo necesario es intolerable. En tercero, no permitiré que mi padre regrese y se encuentre con una tragedia semejante sin resolver. Le partiría el orgulloso corazón.

«
Por no hablar de que te dejaría como un estúpido indigno ante sus ojos
», pensó Félix. Daba la impresión de que el resto estaba pensando lo mismo, pero nadie dijo nada.

—Bien, entonces —concluyó Gorril—, ¿quién irá?

—Yo iré —dijo Thorgig, de inmediato.

—Al igual que yo —declaró Gorril—, y necesitaremos algunos excavadores diestros. —Se echó a reír—. El problema será impedir que todos los enanos del castillo se presenten voluntarios.

—Tú no irás, Gorril —dijo Hamnir.

El enano pareció conmocionado.

—Pero, príncipe mío…

—No —insistió Hamnir—. Ayer demostraste ser un general mucho más capaz que yo. Si tú hubieras estado al mando, muchos enanos estarían vivos hoy. Tú te quedarás y comandarás el ataque contra la puerta principal. Yo conduciré el grupo hasta la mina. No puedo descargar sobre nadie más el peso del conocimiento del emplazamiento de la bóveda. La apertura debe recaer sólo sobre mi cabeza. Nadie más sufrirá la cólera de mi padre. —Se volvió a mirar a Gotrek—. Tú, Matador, puedes quedarte aquí, y marcharte al norte para luchar contra el Caos, si lo deseas. Ya has estado a punto de morir por cumplir con el juramento que me hiciste. Te libero de cualquier obligación futura. No es mi propósito imponerte mi indeseada compañía durante todo el viaje.

Gotrek lo miró con ferocidad durante un largo momento.

—No debes tener una opinión muy buena de mi honor, Ranulfsson —dijo al fin—. Juré ayudarte a recuperar Karak-Hirn. A diferencia de algunos a los que podría mencionar, yo no rompo los juramentos. Me marcharé cuando estés sentado en la silla de tu padre, en el salón de banquetes. Hasta entonces, me quedaré a tu lado. Si vas a ir a Duk Grung y volver atrás, yo te acompañaré.

Capítulo 11

—Esto no está bien —murmuró Thorgig.

Félix, Gotrek, Hamnir y los otros permanecieron tendidos dentro de una zanja, observando la vaga silueta de una patrulla de orcos que pasaba a menos de veinte pasos de distancia, en la espesa niebla previa al amanecer. El grupo había salido del castillo Rodenheim hacía menos de media hora; se habían escabullido silenciosamente por el postigo, sin faroles ni antorchas, y habían descendido para salir de las estribaciones hacia las verdes llanuras de las Tierras Yermas. Además de Hamnir, cuatro enanos más se habían sumado a los supervivientes del grupo que había ido hasta la puerta de Birrisson y regresado: tres hermanos de Karak-Hirn que habían explotado las minas de Duk Grung durante la juventud, y otro enano del clan Traficante de Piedra, diestro ingeniero de minas.

—¡Ay!, si algún otro Matador llega a enterarse de que por dos veces me he ocultado de los orcos… —convino Barbadecuero.

—Y huido de ellos, también —susurró Narin, servicial.

—¡Silencio, malditos! —dijo Hamnir.

Los orcos habían estado vigilando el castillo Rodenheim desde que el ejército de Hamnir había regresado a él. Patrullaban constantemente por los alrededores para vigilar todos los caminos y senderos de cabras, lo que constituía una prueba más de lo extraño de su comportamiento. Deberían haber salido en manada de la fortaleza capturada, frenéticos, en un fútil intento de trabarse en combate con sus ancestrales enemigos. Los enanos no podrían haber deseado nada más. Si los orcos se hubieran lanzado contra las murallas del castillo, podrían haberlos matado a tiros con toda comodidad, para diezmar sus filas y hacer que el ataque final a Karak-Hirn fuese mucho más fácil. Pero los orcos aparecían en escuadrones acechantes, los observaban sin atacar y se mantenían bien alejados de las murallas. Era algo inquietante.

Al fin, cuando las siluetas oscuras se alejaron hasta desvanecerse en la niebla, Hamnir se puso de pie.

—Bien —dijo—. En marcha, pero mantened los ojos abiertos y los oídos atentos. No deben vernos.

La niebla era una buena aliada. El grupo descendió de la última colina y llegó a la llanura escabrosa sin ver ni oír ninguna otra patrulla. Hamnir los hizo girar al este y ligeramente al sur, y continuaron marchando en silencio envueltos en el aire gélido y húmedo.

Pasada otra hora, la niebla comenzó a levantarse y dejar a la vista los escasos pinos y el rocoso terreno del yermo territorio montañoso, y luego, más tarde, la dentada línea de las Montañas Negras y las bajas nubes gris hierro que cubrían el cielo. El aire continuaba siendo frío y húmedo, como el abrazo de un cadáver. Félix temblaba bajo la vieja capa roja, y esperaba que en cualquier momento lo empapara la lluvia, pero no fue así.

Hamnir avanzaba a la cabeza del grupo, con Thorgig al lado, y sus ojos se movían, alerta, escrutando el paisaje circundante. Gotrek se mantenía en la retaguardia, tan ceñudo como el cielo. El Matador y el príncipe no parecían inclinados a hablar, ni entre sí ni con nadie más.

Pasado un rato, el ingeniero de minas —un veterano barrigón de anchos hombros y cara colorada, nariz enrojecida y una espesa barba color jengibre con hebras grises— se rezagó hasta quedar a la altura de Gotrek, al mismo tiempo que adelantaba el mentón para que la barba se le erizara.

—¿Sabes por qué me presenté voluntario para este grupo, Matador? —preguntó en voz alta.

Gotrek no le hizo ni caso, y continuó con la vista fija al frente.

—Me llamo Galin Olifsson —dijo el ingeniero, mientras se daba una palmada en el pecho con una mano carnosa—, del clan Traficante de Piedra, igual que Druric Brodigsson. ¿Lo recuerdas, Matador?

Gotrek escupió. Un enano más prudente que Galin podría haber reparado en que cerraba los puños.

—Se dice que lo dejaste atrás para que muriera, Matador —gruñó Galin—, mientras tú huías de unos meros orcos como un cobarde.

Félix apenas vio moverse a Gotrek, pero de repente Galin yacía de espaldas y de la nariz le manaba sangre sobre el bigote y la boca. Parpadeó, mirando al cielo. Gotrek continuó andando, pero el resto del grupo se volvió.

—¡Maldito seas, Gurnisson! —gritó Hamnir—. ¿Es que todos los enanos que marchan conmigo van a tener la nariz rota antes de que acabes? Debemos estar todos enteros y preparados si queremos tener éxito.

—Él se lo buscó —replicó Gotrek, y se encogió de hombros.

—No estaba preparado, maldito tramposo —dijo Galin, que se sentó, balanceándose, y se cogió la maltrecha nariz.

—¿Llamas cobarde a un Matador, y no estás preparado para que te golpeen? —preguntó Barbadecuero, riendo—. Eres un necio.

—Druric pidió que lo dejáramos atrás —explicó Narin, a la vez que le ofrecía una mano a Galin—. Y si quieres pelearte con el Matador, espera hasta que todo esto haya acabado, como el resto de nosotros.

Galin apartó de un golpe la mano de Narin, sonriendo con desprecio, y se puso de pie por su cuenta.

—¿Puede darse crédito a la palabra de un enano del clan Pielférrea, los que nos robaron el Escudo de Drutti? Es probable que tú le dijeras al Matador que dejara atrás a mi primo.

—Nadie le dice nada al Matador —bufó Narin, y luego le mostró el trozo de madera que llevaba enredado en la barba, con un destello travieso en los ojos—. Y yo tengo aquí el Escudo de Drutti, lo que queda de él, si quieres llevarlo.

—¿Te burlas de mí, Pielférrea? —preguntó Galin, hinchando el pecho—. Eres el siguiente después del Matador si piensas…

—¡Olifsson! —gritó Hamnir—. Si te has unido al grupo sólo para pelearte con nosotros, ya puedes volver al castillo. ¡Ahora, atrás!

Galin les lanzó una mirada asesina a Narin y Gotrek, pero, al final, dio media vuelta y se alejó mientras se componía la armadura y se enjugaba la nariz sangrante con un voluminoso pañuelo.

—Puedo esperar —refunfuñó—. Un enano no es nada si no es paciente.

Los otros tres enanos que se habían unido al grupo sonrieron a espaldas de Galin. Eran los hermanos Rassmusson —Karl, Ragar y Arn—, que se parecían tanto que a Félix le costaba diferenciarlos: un trío de mineros calvos, de barba negra, cuya piel había estado permanentemente cubierta por el polvo y el mineral que extraían. Tenían las prominencias de la cara y los nudillos grises de mineral.

—Bonito golpe —dijo uno; «tal vez sea Arn», pensó Félix.

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