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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (7 page)

BOOK: Mataorcos
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Félix también lo observaba, tanto por lo extraño que era el enano como por su destreza artesanal. Nunca había visto un enano más callado. La raza, en su conjunto, parecía haber nacido para la fanfarronería y la jactancia, pero Kagrin apenas si alzaba la mirada, y mucho menos la voz. En una o dos ocasiones, no obstante, Félix había sorprendido a Kagrin mirándolo con el ceño fruncido, aunque había apartado la vista en cuanto los ojos del humano se habían encontrado con los de él. Otros enanos del campamento también observaban a Félix con airadas miradas beligerantes, desafiantes, como si los ofendiera su mera presencia y le pidieran que defendiera la existencia de toda su raza. La mirada de Kagrin era diferente, más curiosa que colérica.

* * *

Al anochecer del cuarto día, después de haber plantado el campamento y haber cenado, Kagrin se sentó cerca de Félix para trabajar en la daga, como de costumbre. Estuvo una hora limando y labrando antes de alzar, por fin, la vista hacia Félix y aclararse la garganta.

—¿Sí, orfebre? —preguntó Félix, cuando Kagrin no se decidió a hablar.

Kagrin miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírlo.

—Eh…, deseaba…, deseaba preguntarte, ya que eres humano… —Su voz se apagó.

Félix estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando, finalmente, volvió a hablar con ronca voz casi inaudible.

»¿Se…, se piensa bien de los enanos en los territorios de los hombres?

Félix guardó silencio por un instante. No sabía qué pregunta había estado esperando, pero no era ésa. Se rascó la cabeza.

—Eh…, bueno, sí, en general. La artesanía de los enanos es muy apreciada, al igual que su honor y constancia. Entre los menos cultos, los hay que miran a los enanos con suspicacia y recelo, pero la mayoría los tratan con gran respeto.

Kagrin pareció animado por la respuesta.

—¿Y…, y hay lugares donde los enanos vivan pacíficamente junto a los hombres?

Félix lo miró con sorpresa.

—Ha habido enclaves de enanos dentro de las ciudades del Imperio desde hace mil años. ¿No has oído hablar de ellos?

Los hombros de Kagrin se tensaron y volvió a mirar a su alrededor.

—¡Psch! Sí, he oído hablar de ellos, pero también he oído…, he oído decir que los enanos deben cerrar sus puertas con llave por la noche, por temor a que los hombres de fuera los asesinen y les roben. Dicen que ha habido enanos quemados en la hoguera como enemigos de los hombres.

—¿Quién dice eso? —preguntó Félix con el ceño fruncido.

—Los enanos de mi clan.

—¡Ah! —Félix asintió con la cabeza—. Perdóname si pongo en tela de juicio los motivos que tus hermanos de clan tienen para decir eso, pero tal vez sean reacios a perder a un orfebre tan excelente como tú, y te cuentan disparates sobre la barbarie de los hombres para disuadirte de la idea de marcharte.

—¡Yo no he hablado de marcharme! —susurró Kagrin con enojo, y apretó los puños.

—Claro que no, claro que no —replicó Félix al mismo tiempo que alzaba las manos extendidas—. Me doy cuenta de que sólo sientes curiosidad, así que, eh…, para satisfacer tu curiosidad: nunca he sabido de ningún enano que haya sido quemado en la hoguera o declarado enemigo de los hombres. Es cierto que se ha hablado de turbas, habitualmente instigadas por herreros celosos y desesperados, que han atacado casas de enanos, pero es algo poco frecuente. No tengo noticia de que haya sucedido nada parecido a lo largo de este siglo. Hace mucho tiempo que los enanos están establecidos en el Imperio. La mayoría de esas pasiones se enfriaron hace mucho tiempo. Un enano que considerara establecerse profesionalmente en el Imperio tendría pocos problemas que temer y grandes perspectivas de éxito, en particular si fuese un orfebre tan bueno como…, bueno, como algunos que podría nombrar.

Kagrin asintió con un brusco gesto de cabeza, y luego lanzó una mirada culpable hacia Thorgig, que se encontraba sentado con un grupo de enanos, concentrado en un juego de peones de piedra y dados.

Se volvió hacia Félix e inclinó la cabeza.

—Gracias, humano. Has…, has, eh…, satisfecho mi curiosidad.

Félix asintió.

—Ha sido un placer.

Observó a Kagrin mientras recogía las herramientas y se retiraba a la tienda. Resultaba extraño pensar en alguien que, sin duda, tenía treinta años encima, como un «pobre muchacho», pero Félix no pudo evitarlo. Era evidente que Kagrin se sentía desgarrado entre la atracción por el ancho mundo y los lazos de amistad y familia. Tenía ante sí un arduo camino, cualquiera que fuese el que escogiera. Félix le deseó suerte.

* * *

Tras seis días de marcha al lento pero constante paso de los enanos, las Montañas Negras —que cuando habían salido de Barak-Varr aparecían como una baja línea dentada en el horizonte— ocuparon el cielo septentrional, una interminable hilera de gigantes que se alzaban, hombro con hombro, hasta donde alcanzaba la vista, de este a oeste. Faldas verde oscuro de espesos bosques de pinos ascendían por las altas grietas de granito negro que daban nombre a la sierra. Los picos nevados relumbraban en rojo sangre a la encendida luz del sol poniente.

—El hogar —dijo Thorgig, que inhaló con felicidad al contemplar los espléndidos picos.

«
De las cabras monteses
», pensó Félix, y gimió al pensar en todas las escaladas que pronto se vería obligado a efectuar. Un viento frío descendía por las laderas. Se envolvió más apretadamente en su vieja capa roja, y se estremeció.

Y tal vez se estremeció por otras razones que no eran el frío, porque aunque los enanos pensaran cariñosamente en aquel sitio como el hogar, a Félix le despertaba sentimientos menos agradables. No había sido lejos de allí donde él y Gotrek habían ayudado al malhadado barón Von Diehl en el intento de fundar un asentamiento que luego había sido arrasado hasta los cimientos por pieles verdes montados en lobos. En el fuerte Von Diehl, Gotrek había perdido el ojo, y Félix, a su primer amor. Sacudió la cabeza para mantener alejado el fantasma de la muchacha, Kirsten. ¡Ojalá no hubiera sido capaz de recordar su nombre!

—Ahí está el castillo Rodenheim —dijo Hamnir, que se encontraba un poco más allá, al mismo tiempo que señalaba un austero castillo achaparrado, provisto de torres, construido en una de las estribaciones boscosas que se extendían como garras desde las montañas—. Es una verdadera lástima que el barón Rodenheim no vaya a estar entre los que se encuentran aquí reunidos para ayudarnos. Era un auténtico Amigo de los Enanos. ¡Que sus dioses lo acojan!

El ejército inició el ascenso por la herbosa senda de carro que serpenteaba colina arriba hacia el castillo, y al cabo de poco, comenzaron a ver los signos de la derrota. La pequeña aldea que había en las laderas de abajo estaba en ruinas y quemada; las casas de piedra, sin tejado y derrumbadas; los santuarios, profanados. En los rincones había huesos apilados como ventisqueros. Del pozo del pueblo salía un hedor horrible, y sobre él zumbaban las moscas. El rojo crepúsculo pintaba la escena de color sangre. En los años vividos con Gotrek, Félix había visto muchas matanzas y ruinas, así que ya no le revolvían el estómago, pero nunca dejaban de deprimirlo.

El castillo también estaba en pésimas condiciones. Aunque las murallas aún se mantenían erguidas, estaban ennegrecidas por el fuego en algunos sitios, y de las almenas habían sido arrancadas grandes secciones. Sobre los tejados de las torres quemadas flameaban banderas con la insignia de Karak-Hirn.

Al aproximarse el ejército de enanos, resonó un cuerno en lo alto de las murallas, y Félix vio robustas siluetas armadas con fusiles que marchaban a ocupar sus puestos detrás de las almenas. En lo alto se encendieron antorchas, y la luz hizo visibles a los enanos, que preparaban catapultas y onagros, además de calderos de plomo fundido. Un segundo cuerno respondió al primero, seguido de gritos y órdenes procedentes del interior.

Un Atronador de blanca barba, con una cota de malla muy gastada, subió a las almenas de lo alto de la puerta, con el dedo sobre el gatillo del arma.

—¡No os acerquéis más, por Grimnir! —bramó cuando la cabeza de la columna de Hamnir estuvo a tiro—. ¡No, hasta que os hayáis anunciado y hayáis declarado vuestro propósito!

—¡Salve, Lodrim! —gritó Hamnir—. Soy el príncipe Hamnir Ranulfsson, y he traído a seiscientos valientes enanos voluntarios. ¿Tenemos permiso para entrar?

El enano se inclinó hacia adelante y parpadeó con ojos miopes.

—¿El príncipe Hamnir? ¿Eres tú? ¡Alabada sea Valaya! —Se volvió y gritó por encima de un hombro—. ¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas! ¡Es el príncipe Hamnir que llega con refuerzos!

Con un rechinar de tornos, el rastrillo ascendió y el puente levadizo bajó. Ambos presentaban señales de una batalla reciente, pero también de haber sido reparados.

Antes de que el puente se hubiese posado en el suelo, un enano corría ya por él con los brazos abiertos.

—¡Hamnir! —gritó—. ¡Príncipe!

Era alto para ser un enano, de casi un metro cuarenta de estatura y constitución fuerte. El cabello castaño que comenzaba a escasearle estaba sujeto en una coleta, y unos dientes deslumbrantemente blancos brillaban entre una espesa barba, que le caía por el pecho de barril hasta el cinturón.

—¡Gorril! ¡Bien hallado! —dijo Hamnir cuando los dos enanos se abrazaron y se palmearon mutuamente la espalda.

—Es un alivio ver que estás vivo —dijo Gorril.

—Lo mismo te digo —replicó Hamnir.

Gorril retrocedió un paso e hizo una reverencia, con una ancha sonrisa.

—Vamos, príncipe, entra en tu casa, aunque sea una pobre choza humana de superficie. —Se volvió a mirar al grupo de guerreros enanos que se encontraban de pie en la puerta del castillo—.¡Marchaos! ¡Preparad las habitaciones del príncipe Hamnir! ¡Y a ver si podéis encontrar camas para seiscientos más!

Hamnir se volvió para hacerle a la columna la señal de avance, y luego atravesó las puertas con Gorril y entró en el patio del castillo, seguido por Gotrek, Félix, Thorgig y Kagrin. El patio estaba atestado de enanos que los aclamaban, y de todas las puertas salían más para saludar a Hamnir y los nuevos soldados.

—¿Habéis logrado llegar ilesos? —preguntó Gorril mientras se abrían paso entre la multitud de entusiastas.

—Tuvimos algunos problemas con los orcos al salir de Barak-Varr —replicó Hamnir—. Nada desde entonces. —Le dirigió a Gorril una mirada esperanzada—. ¿Se sabe algo de Ferga?

—¿O de mi padre? —preguntó Thorgig con tono apremiante.

La frente de Gorril se ensombreció.

—Nada. Lo lamento. —Le dedicó una mirada de compasión a Thorgig—. Tú y Kagrin sois los únicos enanos del clan Diamantista que han logrado escapar. Muchos murieron en la defensa, y se cree que tu padre ha encerrado a los otros en su casa. Puede ser que aún estén vivos, aunque la comida estará escaseando.

Thorgig apretó los puños.

—Debería estar con ellos. Si están heridos…

—No puedes culparte —dijo Gorril—. Defendiste tu posición como se te había ordenado, y luego no tenías modo de retroceder.

—Entonces, debería haber muerto.

Hamnir posó una mano sobre un hombro del joven enano.

—Calma. Si ha sucedido lo peor, al menos tendremos la oportunidad de vengarlos. —Recorrió con los ojos la multitud que los aclamaba, y asintió con gesto aprobador, mirando a Gorril—. Thorgig me dijo que habías enviado mensajeros en busca de ayuda. Parece que has tenido éxito.

Gorril hizo una mueca.

—No son tantos como esperábamos. Las otras fortalezas no podían prescindir de muchos enanos. La mayoría se han marchado al norte. —Se encogió de hombros—. Pero dejemos eso para mañana, ¿sí? ¡Esta noche es para el banquete!

Se volvió hacia la multitud.

—Montad las mesas, remolones. ¡Vuestro príncipe ha vuelto a casa!

Se oyó una sonora aclamación, y se alzaron puños y hachas. Pero en el momento en que Gorril conducía a Hamnir hacia la roqueta, dos enanos se abrieron paso hasta ellos.

—Príncipe Hamnir —dijo el primero, un martillador de roja barba trenzada—. ¡Como caudillo de esta muchedumbre, te pedimos que despidas a los enanos del clan Martillo-áureo, que deshonraron el buen nombre del clan Casaprofunda al negarle al abuelo de mi tatarabuelo el legítimo mando de sus Barbasférreas en la batalla de la gruta del Agua Sangrienta, hace mil quinientos años!

—No lo escuches, príncipe —intervino el otro enano, un minero de anchos hombros con prominentes cejas rubias—. No somos culpables de nada más que de sentido común. Un troll le arrancó un brazo del hombro al abuelo de su tatarabuelo antes de esa batalla. ¿Qué iba a hacer el abuelo de mi tatarabuelo? Un general tiene que pensar en qué es lo mejor para la batalla. Nosotros…

Otros dos enanos se abrieron paso para situarse delante de los dos primeros.

—¡Príncipe, tienes que escucharnos primero a nosotros! —gritó uno de ellos, un fornido Rompehierros de negra barba—. ¡La insignificante disputa de ellos no es nada comparada con la enemistad que existe entre nosotros y el…

—¡Basta! —rugió Gorril al mismo tiempo que agitaba una mano para que se alejaran—. ¿Vais a acosar al príncipe antes de que se haya quitado el casco? Hamnir celebrará consejo mañana, y oirá entonces las quejas. Estoy seguro de que los agravios que han perdurado durante miles de años pueden esperar un día más.

Los enanos refunfuñaron con disgusto, pero se apartaron.

Gorril puso los ojos en blanco, mirando a Hamnir.

—Esto ha estado sucediendo desde que comenzaron a llegar los demás. Todos quieren ayudar. Nadie quiere trabajar con nadie más.

—Nunca cambia —dijo Hamnir.

Gotrek gruñó, asqueado.

* * *

—Cuéntame lo que sucedió —pidió Hamnir—. Cuando llegaron a Barak-Varr, Thorgig y Kagrin nos explicaron lo que sabían, pero sus relatos eran un poco… confusos.

El banquete había concluido, y Hamnir, Gorril, Gotrek, Félix y un puñado de supervivientes de Karak-Hirn se habían reunido en las dependencias privadas del barón Rodenheim —reservadas para Hamnir—, con el fin de discutir la línea de acción.

A pesar de las palabras de Gorril, no había sido un gran banquete porque tenían escasez de víveres, pero los enanos habían sacado el máximo provecho de las existencias, y a nadie de la mesa principal le había faltado comida ni cerveza. Félix se había sentido incómodo porque los enanos, diestros con las herramientas y nada dispuestos a sufrir la indignidad de valerse de muebles de escala humana, habían serrado las patas de todas las sillas y mesas del gran salón de la roqueta con el fin de que se adaptaran mejor a su constitución baja y ancha. Félix había comido con las piernas flexionadas, y tenía un abominable dolor de espalda.

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