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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (20 page)

BOOK: Mataorcos
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—Parece que el señor y la señora troll no están en casa —dijo Narin.

—Trolls en la vieja Duk —dijo Ragar, que sacudió la cabeza—. Una maldita vergüenza.

—Sí —convino Karl—. Ver este sitio antiguo maltrecho de esta manera te parte el corazón.

—No son los amos de casa más ordenados, ¿verdad? —dijo Arn mientras olisqueaba el aire.

Hamnir miró alrededor con inquietud.

—Casi habría preferido encontrarlos en su cubil —dijo—. Es peor no saber dónde están.

—Otra posibilidad de morir perdida —dijo Gotrek, sombrío.

—¿Hacia dónde están las minas? —preguntó Hamnir, que se volvió a mirar a los hermanos Rassmusson.

Ellos contemplaron el entorno mientras se acariciaban la barba. Luego, Arn habló.

—Las barracas están por ahí. —Señaló hacia la derecha—. Los fundidores, por allí. —Señaló hacia adelante—. El frente de arranque, por ese lado. —Señaló a la izquierda.

—En ese caso, a la izquierda —decidió Hamnir.

Gotrek y Barbadecuero fueron los primeros en atravesar la cámara hacia la arcada de la izquierda. El recorrido los hizo pasar junto a la pila de huesos, botas y calzones que había cerca de la olla, y entonces vieron brillar cosas a la luz de los faroles.

Galin se detuvo, seguido por Ragar, y luego por Hamnir. Los otros se volvieron para ver qué estaban mirando.

—¿Es…? —dijo Galin.

—Fíjate en eso —dijo Ragar.

—Lo es —dijo Hamnir.

—¡Oro! —exclamó Arn, que se acercó a la pila de huesos, apartó a un lado un costillar y se acuclilló. Los otros ya estaban junto a él. Incluso Gotrek se abría paso entre los demás.

Félix miró por encima de un hombro. El suelo, entre los huesos y la ropa rasgada, estaba sembrado de anillos, cadenas, gemas sin engastar, brazaletes, lingotes de oro y monedas de una docena de naciones diferentes. Los enanos lo recogían todo a puñados. Narin partió un dedo de una mano de un esqueleto para coger un anillo de plata. Karl le arrancó un diente de oro a un sonriente cráneo.

—Estúpidos trolls —dijo Ragar, riendo entre dientes, mientras recogía codiciosamente cuanto podía—. Se quedan con la carne para el guisado y tiran a la basura una fortuna.

—Son animales —dijo Narin—. Los órdenes inferiores no comprenden el éxtasis del oro.

—¿Tenemos tiempo para esto? —preguntó Félix, que miraba ansiosamente hacia atrás—. Los trolls podrían regresar en cualquier momento.

Los enanos no le hicieron el menor caso.

Thorgig golpeó una mano de Galin.

—Eso era mío, Olifsson —le espetó—. Yo lo toqué primero.

—Y se te cayó —dijo Galin—. Ahora es mío.

—Quédate en tu zona —le gruñó Barbadecuero a Narin—. Ésta es la mía.

—No puedo evitarlo, si tengo los brazos más largos que algunos —replicó Narin, con ojos relumbrantes.

—Y dedos más pegajosos. —Barbadecuero le dio un empujón a Narin, que cayó sobre el trasero.

—¿Empújame, quieres? —gruñó Narin al mismo tiempo que tendía una mano hacia la daga.

—¡Primos! ¡Primos! —gritó Hamnir—. ¡Basta! ¡Basta! ¿Qué estamos haciendo?

Félix suspiró de alivio. El príncipe haría entrar en razón a los otros. Al menos, él se había dado cuenta de lo peligrosa que era su situación.

—Éste no es comportamiento propio de enanos —dijo Hamnir—, andar a la arrebatiña como hombres por unas migajas de pan. Somos una compañía militar en misión militar, y este tesoro es, por tanto, un botín, y está sujeto a un reparto estricto. Vamos, sacáoslo todo de los bolsillos y apiladlo aquí, en el centro. Veremos qué tenemos y haremos el reparto de acuerdo con eso. Diez partes iguales.

Un bufido de Gotrek lo interrumpió.

—¿Partes iguales? Eso es el colmo, viniendo de ti, perjuro. —Se volvió a mirar a los demás—. Si yo fuera vosotros, lo vigilaría. Es capaz de quedarse con algo de más.

Thorgig se puso en pie de un salto, con los puños apretados.

—¿Estás diciendo que el príncipe Hamnir carece de honradez? Vas demasiado lejos, Matador.

—Estás hablando de nuestro jefe —dijo Ragar, que avanzó hasta situarse junto a Thorgig.

—Ten cuidado —añadió Arn.

—Una cresta roja no nos asusta —le advirtió Karl.

—Vamos, Matador —dijo Narin—, ¿puedes pensar de verdad que un príncipe conocido en todas las fortalezas como negociador sincero nos estafaría en el reparto?

—Y eso lo dice un enano que destruyó una propiedad de mi clan y no quiere compensarnos —se burló Galin.

—No lo pienso —declaró Gotrek—. Lo sé. Lo ha hecho antes.

—Gurnisson —dijo Hamnir, a la vez que fruncía las cejas.

—¡Ah!, tendrá una razón —afirmó Gotrek—, alguna excusa para explicar por qué este o aquel objeto no debe ser compartido con el resto. Es bueno con las palabras. Todo parece razonable; pero de todos modos, al final, no obtendréis todo lo que os corresponde, si el príncipe Hamnir el Honrado está cerca.

—Tampoco obtendréis entendimiento alguno si Gotrek Gurnisson está cerca —declaró Hamnir, acalorado—. La cabeza y el corazón no tienen importancia ninguna para él, sólo la bolsa. A veces pienso que es más comerciante que yo. Un enano que conoce el precio de todo y el valor de nada.

—¿Así que admites esas cosas de las que habla? —preguntó Narin con las cejas alzadas.

—No como él las dice —replicó Hamnir—. Yo no engañé a nadie. En cada caso, pregunté a todas las partes si podía retener algo. Lo sometí a votación. Sólo Gotrek votó que no. Los otros mostraron algo de compasión; creían que el espíritu de la justicia es más importante que la letra de la ley.

—No en todos los casos, perjuro —dijo Gotrek—. En un caso, simplemente cogiste lo que querías.

—¡Porque te negaste a atender a razones! —gritó Hamnir.

La voz resonó en la cámara y pareció volver a ellos más fuerte que cuando había salido por la boca. Los enanos miraron a su alrededor, con precaución, mientras el eco se apagaba.

—Gotrek, príncipe Hamnir —dijo Félix—. Tal vez deberíais volver sobre este debate y el reparto del botín en algún día futuro. Aquí no estamos seguros, y aún nos queda un largo camino por recorrer.

—Secundo la moción —dijo Narin—. Deberíamos ponernos en marcha.

Pasado un momento, Gotrek se encogió de hombros.

—Me parece justo. De todos modos, puede ser que haya menos entre los que repartir cuando acabemos.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo—, y como mi honor ha sido puesto en tela de juicio, no lo guardaré yo ni nadie de mi fortaleza.

Los enanos se miraron unos a otros. Thorgig, Arn, Karl y Ragar eran todos de Karak-Hirn; eso dejaba a Galin, Narin, Barbadecuero, Gotrek y Félix.

Gotrek negó con la cabeza.

—Yo no voy a llevar encima todo eso. Me estorbaría.

—Cierto —asintió Barbadecuero—. Yo tampoco, gracias.

—Ni yo —dijo Narin—. Conozco mis debilidades. No me dejaré llevar por el camino de la tentación.

—Eh… —dijo Galin—. Yo me sentiré honrado de guardar el botín. La honradez del clan Traficante de Piedra es bien conocida desde las Montañas del Fin del Mundo a…

—Y el enano que solicita el honor es el enano al que debes tener vigilado —lo interrumpió Thorgig—. No vas a guardar mi parte, Traficante de Piedra.

—¡Pones en duda mi honradez! —dijo Galin al mismo tiempo que se ponía de pie—. ¡Otros enanos han muerto por menos!

—¡Silencio! —le espetó Hamnir, y se volvió a mirar a Félix—. El hombre lo guardará.

—¿El hombre? —preguntó Galin, boquiabierto—. Pero si todos los enanos saben que los hombres son codiciosos, avariciosos…

Gotrek gruñó, amenazador.

Narin rió.

—Ellos dicen lo mismo de nosotros, pero habrás reparado en que fue el único que no se lanzó a la pila con ambas manos. Y a nadie que haya permanecido unido a la suerte de un Matador durante veinte años, podría acusársele jamás de ser un hombre que pone sus intereses por delante de cualquier otra cosa.

—Pero, príncipe —dijo Thorgig—, es el compañero del Matador. Favorecerá a Gurnisson por encima del resto de nosotros.

—Si lo hace, yo lo mataré —declaró Gotrek.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Puede ser que Gurnisson sea un frenético inflexible y estirado con la disposición de un oso cavernícola dispéptico, pero es tan honorable como un ancestro. No es honradez lo que le falta, sino corazón. No permitirá que herr Jaeger nos engañe.

Arn se encogió de hombros.

—Por mí, está bien.

—A mí me vale —asintió Karl.

—Si el príncipe dice que sí, ¿quiénes somos nosotros para decir que no? —añadió Ragar.

—Si así están las cosas —dijo Galin con un rígido encogimiento de hombros—, así están las cosas.

Los enanos se apresuraron a vaciar los bolsillos y las bolsas dentro de la mochila de Félix, y se dispusieron para continuar la marcha. Félix gimió al ponerse de pie y echarse la mochila a la espalda. Los codiciosos excavadores habían añadido más de seis kilos a la carga que llevaba cuando ellos podían levantar fácilmente el doble de su propio peso.

El grupo entró por la arcada de la izquierda y descendió por un corredor flanqueado por comedores y salas comunales en desuso desde hacía mucho tiempo; los contornos de los robustos muebles habían sido suavizados por siglos de polvo. No había sido una fortaleza auténtica, sólo un puesto avanzado, una mina satélite destinada a alimentar los hornos y yunques de Karak-Hirn. A pesar de eso, estaba construida con el cuidado y la calidad habitual de los enanos. No se había producido ningún hundimiento en los siglos transcurridos desde que los enanos la habían abandonado. No se veían manchas de agua en las paredes. Las losas de piedra que cubrían el suelo no estaban rajadas. Los marcos decorativos parecían haber sido tallados el día anterior.

Unas decenas de pasos más adelante, llegaron a los herrumbrosos raíles para vagonetas, que conectaban las profundidades de la mina con las salas de fundición. Los raíles se bifurcaban y se adentraban por corredores laterales, donde destellaban en la oscuridad. Aquí y allá, los habían arrancado, al igual que los durmientes de madera, pero la mayoría estaban intactos. Los enanos siguieron la vía principal, que al cabo de poco los condujo hasta el pozo de un antiguo ascensor a vapor destinado a transportar arriba y abajo enanos, vagonetas, mulas y toneladas de mineral cada vez.

Galin, el único ingeniero de entre ellos, le echó un vistazo al motor de vapor que en otros tiempos había movido el mecanismo, construido en una sala situada detrás. Al salir, negó con la cabeza, un movimiento que le hizo caer de la barba y las cejas una estela de polvo y telarañas.

—Ni la más mínima posibilidad —dijo—. La mitad de los engranajes se han quedado atascados a causa del óxido, y alguien la ha emprendido contra la caldera con un pico. Haría falta una semana para repararlo; tal vez, más.

—En cualquier caso, no sabemos si las cuerdas aguantarían nuestro peso —dijo Narin, que había metido el farol dentro del pozo. Las cuerdas estaban raídas y negras de moho.

Félix miró hacia el fondo del pozo. No podía ver la cabina, pero las cuerdas estaban tensas, así que dedujo que se hallaba ahí abajo, en alguna parte en medio de la oscuridad.

—Era de esperar, de todas formas —dijo Hamnir—. Iremos por la escalerilla.

Un saliente estrecho llevaba a un canal de forma cuadrada y vertical, tallado a la izquierda del hueco del ascensor, justo lo bastante profundo como para que un enano pudiera bajar por la escalerilla atornillada dentro sin que el paso de la cabina lo hiciera caer. Barbadecuero descendió primero, y los otros hicieron cola detrás de él.

—¿Hay alguna otra manera de bajar? —preguntó Félix mientras esperaba que le llegara el turno—. Últimamente, ya he escalado bastante.

—¡Ali, sí! —replicó Karl—. Puedes recorrer todas las profundidades por rampas y escaleras. —Se cogió a un peldaño de hierro y comenzó a bajar hacia la oscuridad.

—Pero hay que caminar mucho —añadió Arn en el momento de seguirlo.

—Por aquí se va más de prisa —le aseguró Ragar.

—No me habría importado caminar —dijo Félix con un suspiro, pero subió a la escalerilla detrás de Ragar y comenzó a bajar por los herrumbrosos peldaños.

Gotrek fue el último, porque a los enanos les preocupaba que los trolls pudieran regresar a casa y seguirlos a las profundidades. Cambió la antorcha por un farol, que se colgó del cinturón con el fin de tener ambas manos libres para bajar.

A pesar de haber refunfuñado tanto, a Félix el descenso le resultó fácil. La escalerilla era obra de enanos, y aunque tenía más de doscientos años, aún era segura y estaba firmemente sujeta a la pared. A intervalos regulares pasaban por profundidades cada vez mayores: amplios túneles desnudos, con vías para vagonetas. A veces, encontraban vagonetas abandonadas en el borde. En uno de los niveles, un ser más grande que una rata se escabulló hacia la oscuridad. En otro, vieron picos y palas dispersos por el suelo.

—Ésas no son herramientas de enanos —dijo Ragar.

—No —convino Arn—. Nos lo llevamos todo cuando cerramos la mina. Los enanos no desperdiciamos nada.

—Alguien más está buscando restos —apuntó Karl con un bufido—. Necios humanos, muy probablemente. Deberían estar mejor informados. Los enanos no dejamos vetas sin explorar. —Alzó los ojos hacia Félix, situado más arriba de la escalerilla—. Sin ánimo de ofender, humano.

Félix suspiró.

—No me ofendes.

* * *

A medio camino entre los niveles quinto y sexto, encontraron la cabina del ascensor, una jaula abierta de acero y madera que pendía dentro del hueco, tan recta y equilibrada como si sólo se hubiese detenido por un momento. Habría sido un lujo entrar y bajar el resto del camino en el interior de la cabina, pero un examen más detenido sugirió que el viaje podría ser muy veloz. Las cuerdas estaban deshilachadas y finas cerca de los aros de acero a los que iban atadas, como si las hubieran estado mordisqueando las ratas. Daba la impresión de que una simple pluma que cayera sobre la cabina bastaría para romper las cuerdas y precipitarla hacia las profundidades.

—De pronto, me alegro de que el motor no funcionara —dijo Félix para nadie en particular.

En un nivel inferior, Barbadecuero alzó una mano.

—Algo se mueve ahí abajo —dijo.

Capítulo 12

Félix y los enanos se detuvieron para escuchar. Al principio, Jaeger no oyó nada, pero luego percibió un leve rumor de rascado y chilliditos que ascendían por el pozo del ascensor. Y cada vez eran más fuertes.

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