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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (12 page)

BOOK: Mataorcos
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—No tiene mucha carne, ¿verdad? —comentó Narin.

—No —añadió Thorgig—. Tíralo de vuelta al agua.

Al llegar adonde estaban los demás, Félix vio que Gotrek había clavado dos pitones en la pared del risco, uno más arriba que el otro, a un metro y medio de distancia, aproximadamente.

—Espera un momento, humano —dijo—. Apoya un pie en éste y sujétate a este otro.

Agradecido, Félix subió al primer pitón y se sujetó al otro. No era mucho, pero después de aferrarse con las puntas de los dedos durante la última hora, constituía una bendición.

—Cuando hayas recuperado un poco las fuerzas, continúa. Dejaremos cuerdas y clavijas para ti.

—Cuerdas y clavijas —bufó Sketti—, como si fuera un bebé. No es de extrañar que los hombres se lo roben todo a los enanos. No pueden hacer nada por sí mismos.

—Ya basta, Manomartillo —gruñó Gotrek.

—Perdón, Matador —se burló Sketti—. Lo había olvidado. Es tu Amigo de los Enanos. Tiene que ser realmente muy amistoso para merecer las molestias.

Gotrek clavó en el Rompehierros su único ojo destellante, y la sonrisa murió en los labios del viejo enano, al mismo tiempo que la blanca barba se le movía al tragar.

—Bien —dijo Gotrek, y se volvió hacia la pared de roca—. Arriba.

Los enanos volvieron a emprender la escalada mientras Félix permanecía de pie sobre el pitón, y flexionaba y estiraba cada brazo por turno. Cuando Gotrek hubo ascendido otros quince metros, más o menos, clavó otro pitón en el granito, donde lo encajó sólo con la fuerza de la mano para luego acabar de fijarlo con un pequeño martillo. Ató a él la cuerda de Félix, y continuó. A partir de entonces, siguieron de ese modo. La humillación de Félix por tener que valerse de una cuerda quedaba mitigada por la seguridad y comodidad relativas del método. Así no se retrasaba, y ya no se quedaba petrificado al mirar hacia abajo.

* * *

Cuando habían ascendido tres cuartas partes del total, incluso los enanos se vieron obligados a recurrir a cuerdas y clavijas. En la cumbre, el risco tenía un abultamiento, como la cera fundida en la parte superior de una vela, y tuvieron que recorrer la base. Gotrek fue delante, y ascendió tanto como pudo para clavar un pitón, del que colgó un bucle de cuerda en el que sentarse para clavar el siguiente. Félix se estremecía al contemplarlo. El Matador era tan pesado —tenía los músculos densos como la madera de roble— y los pitones eran tan diminutos, que esperaba que en cualquier momento se soltaran de la roca y Gotrek se precipitara al vacío.

Los enanos conversaban despreocupadamente mientras esperaban, aferrados a las cuerdas y apoyados sobre los pitones. El viento les silbaba alrededor, pero parecían tan cómodos como si estuvieran apoyados contra la barra de una acogedora taberna.

—Mirad allí —dijo Sketti Manomartillo a la vez que señalaba y alzaba la voz para que lo oyeran por encima del estruendo de la cascada—. Desde aquí se ve Karak-Izor: la tercera montaña interior, detrás del pico bifurcado de Karaz-Varnrik. No veréis que los pieles verdes tomen nuestra fortaleza. Los de mi linaje hemos sido Rompehierros y guardias de profundidad desde los tiempos del bisabuelo de mi bisabuelo, y no se nos ha escabullido un solo piel verde. Nuestro récord no ha sido batido nunca.

—¿Insinúas que perdimos Karak-Hirn por descuido? —preguntó Thorgig con un deje peligroso en la voz—. ¿Dices que no luchamos con el ahínco suficiente?

—No, no, muchacho —replicó Sketti al mismo tiempo que alzaba la mano libre—. No tengo intención ninguna de insultar la valentía de vuestra fortaleza ni la de tu clan. Estoy seguro de que todos luchasteis como deben hacerlo los auténticos enanos. —Se encogió de hombros—. Por supuesto, si alguno de los miembros del linaje de vuestro rey hubiese estado allí, quizá las cosas hubiesen sido diferentes.

—Ahora insultas al rey Alrik —dijo Thorgig, que comenzaba a alzar la voz.

—No es así —protestó Sketti—. No es el único enano que cae presa de esa invasión del Caos engendrada por los elfos. Tenía el corazón donde es debido, no me cabe duda, al querer ayudar a los hombres del Imperio en su hora de necesidad, pero el primer deber de un enano es para con los suyos, así que…

—Si continúas enterrándote, Manomartillo —lo interrumpió Thorgig, con los puños apretados—, encontrarás fuego.

—¡Silencio! —dijo la voz de Gotrek, desde arriba.

Los enanos dejaron la discusión y alzaron la mirada. Gotrek estaba colgado sobre ellos y estiraba el cuello para observar la curva del abultamiento. Tenía una mano en el mango del hacha.

Desde lo alto del risco les llegó un débil sonido de movimiento, aunque apenas era discernible debido al estruendo de la cascada. Una lluvia de piedrecillas repiqueteó al pasar junto a Gotrek y caer hacia el lago.

Félix creyó oír una orden dada por una voz alta y ronca, pero no entendió la palabra. Quienquiera que fuese el que hablaba no parecía humano ni enano.

Los enanos se quedaron tan inmóviles como estatuas, escuchando. Volvieron a percibir signos de movimiento, más débiles y hacia el oeste, y luego se apagaron. Pasado un momento, Gotrek se puso a clavar el pitón siguiente.

—Una patrulla de pieles verdes —dijo Druric.

Narin asintió con la cabeza.

—¿Saben que estamos aquí? —preguntó Sketti al mismo tiempo que miraba ansiosamente hacia lo alto.

—Si lo supieran, estaríamos esquivando rocas —replicó Thorgig.

Barbadecuero gruñó.

—No es muerte para un Matador.

—Lo saben —declaró el viejo Matrak con voz remota—. Lo saben todo. Saben dónde están las llaves. Saben dónde están las puertas.

Los demás lo miraron. Tenía la vista perdida a lo lejos, y sus ojos no veían nada.

—Pobre viejo —susurró Narin.

Poco después de eso, Gotrek llegó a lo alto y dejó caer una cuerda. El viejo Matrak fue el primero en subir, con la cuerda enganchada al cinturón para mayor seguridad. Por perturbada que tuviera la mente, sus movimientos continuaban siendo firmes. Sin la más leve vacilación, soltó el pitón y se lanzó al vacío, sujeto a la cuerda. Luego, ascendió con las manos hasta llegar al abultamiento y apoyar el pie y la pata de hierro.

Félix subió en cuarto lugar, detrás de Druric. En sus viajes con Gotrek, había trepado por muchas cuerdas y se había enfrentado a muchos peligros, pero atravesar por el aire aquel vacío era una de las cosas más difíciles que había hecho jamás. Sólo los escépticos ceños fruncidos de los enanos que aguardaban su turno impidieron que carraspeara y vacilara interminablemente antes de lanzarse. Que lo condenaran si iba a permitir que pensaran que era un bufón aún mayor de lo que ya lo consideraban.

Por supuesto, esa esperanza se hizo añicos cuando una de las cuñas de sus botas resbaló al comenzar a trepar por la parte inferior del abultamiento. Al perder pie, se estrelló de cara contra la roca y le salió sangre de la nariz. Se rehízo y se recuperó casi al instante, pero oyó las risotadas de los enanos por debajo y por encima. La cara le ardía de azoramiento cuando llegó a lo alto y Gotrek le tendió una maño para izarlo.

—Bien hecho, humano. Eres el primero que derrama sangre en la recuperación de Karak-Hirn —declaró el Matador con una ancha sonrisa.

—El primero que derrama la suya propia —intervino Thorgig detrás de él, riendo entre dientes.

—Estaré encantado de derramar la de alguien más —contestó Félix, que miró a Thorgig con ferocidad.

El joven enano comenzaba a atacarle los nervios. Félix suponía que tenía una razón para odiar a Gotrek. El Matador se había mostrado más que insultante para con él y Hamnir, pero él no le había dado a Thorgig ningún motivo de enojo. «
Ninguno que no sea mi mera presencia
», pensó. Thorgig no era Sketti, pero sentía el típico desdén de los enanos por todo lo que no era de enanos.

Félix miró a su alrededor. La cumbre del risco era una ancha cornisa plana, como un descansillo a medio camino de la cumbre de la montaña. El resto del pico se encumbraba por encima de él, con la cima nevada silueteada por el sol cegador. Un profundo lago negro —el gemelo en calma del hirviente Caldero de abajo— había sido excavado en la roca por eras de erosión. A la derecha de Félix, el lago se desbordaba, y el agua caía del risco para transformarse en el estrecho hilo de plata de la cascada. No había mucho espacio entre el agua y el borde del precipicio. La sensación era que él y los enanos estaban de pie en el borde de una gigantesca jarra de piedra que vertía eternamente agua dentro de una taza de piedra situada allá abajo. El inicio de la cascada era lo bastante estrecho como para poder saltar por encima, pero la perspectiva de resbalar hizo que a Félix se le pusiera la carne de gallina.

Druric estaba estudiando el suelo del borde del risco.

—Eran goblins —dijo.

—¿Así que nos están buscando? —preguntó Sketti, que miró a su alrededor con precaución.

—No necesariamente —replicó Druric—. Por aquí pasan patrullas regulares. —Señaló con un dedo—. Huellas nuevas sobre otras más viejas.

Mientras ayudaba a Barbadecuero a llegar a lo alto, Gotrek se volvió a mirar a Matrak.

—¿Por dónde se va a la puerta?

Matrak hizo un gesto hacia el este, hacia el otro lado del curso de agua, donde la cornisa de lo alto del risco ascendía gradualmente hasta una hendidura que había entre el cuerpo principal de la colina y un pico dentado más pequeño, un ancho hombro de la orgullosa cabeza de la montaña.

—Arriba. Por ahí.

—Por allí se marcharon los pieles verdes —dijo Gotrek—. Poneos la armadura.

Los enanos se quitaron las cuñas de las botas y se pusieron cotas de malla, espaldares y guanteletes que llevaban en las mochilas, donde volvieron a guardar el equipo de escalada. Félix se sujetó con hebillas una cota de cuero revestida de placas de acero, y se puso la vieja capa roja sobre los hombros. Ninguno llevaba escudo, porque habrían resultado muy pesados e incómodos durante el ascenso.

Gotrek dejó colgar la cuerda, sujeta donde estaba, y saltó por encima de la estruendosa cascada. Los enanos lo siguieron, al parecer sin pensárselo dos veces. Félix contuvo la respiración al correr para saltar e intentó no imaginar que caía en el agua y era arrastrado al vacío por la fuerte corriente.

Ya a salvo al otro lado, el destacamento siguió la cornisa que ascendía hasta la hendidura que separaba la cabeza y el hombro de la montaña. Era una estrecha fisura umbría que describía disparatados giros entre ambos picos, para luego abrirse en un vallecito con forma de silla de montar hundida, atestado de nieve, que a la izquierda ascendía hasta el negro flanco de Karak-Hirn, y por la derecha, bajaba hasta un precipicio vertical. Los últimos metros antes del abismo eran de hielo negro: agua fundida del nevado plano inclinado que se había congelado, tan suave como el borde de una botella de vino.

Cuando estaban a punto de salir de la fisura a la nieve, una mancha roja y verde que había al otro lado, atrajo la atención de Félix. Una docena de goblins estaban cortando en pedazos el cadáver de una cabra montés, cuya sangre teñía la nieve a su alrededor. Al igual que los orcos que habían visto antes, los goblins mantenían un silencio muy impropio de los pieles verdes. No se peleaban por los bocados más suculentos ni devoraban sus porciones de inmediato, sino que metían las ensangrentadas patas y los trozos de los flancos dentro de las mochilas, para comerlos más tarde.

—Están en medio —dijo Matrak con voz temblorosa, al mismo tiempo que señalaba una abertura en la pared de roca situada al otro lado de la pendiente de nieve—. La puerta está al otro lado de ese paso.

—Entonces, tendremos que matarlos —observó Narin.

—¡Gracias a Grimnir por eso! —dijo Sketti—. El día en que me oculte de los goblins será el día en que me afeite la cabeza.

Barbadecuero gruñó.

—Callad y atacad —intervino Gotrek, que se lanzó a la carrera.

Los enanos cargaron tras él a toda la velocidad de que eran capaces, lo que, según las pautas de Félix, no era gran cosa. Él tenía que ir a paso ligero para no adelantarse demasiado.

Los goblins los vieron venir, pero no chillaron a causa de la alarma ni se dispersaron, presas de un pánico ciego, como solían hacer. Por el contrario, dejaron caer los trozos de cabra que tenían en las manos y se encararon con los enanos, tan silenciosos como monjes.

Druric disparó una saeta de ballesta que se le clavó en lo alto del pecho a un goblin, y luego arrojó a un lado la ballesta y sacó una hacha ligera. Él, Félix y los demás enanos acometieron como un ariete a los canijos pieles verdes y los derribaron simplemente con la fuerza de la embestida. Cuatro goblins murieron de inmediato con hachas clavadas en los flacos pechos y los cráneos ahusados. Otros tres fueron atropellados y cayeron. Gotrek cortó en dos a uno de ellos, y Félix le lanzó un tajo a otro, un horror con la boca llena de sobredientes que rodó para apartarse de la hoja de la espada. El viejo Matrak pisó a otro con la puntiaguda pata de hierro y lo ensartó.

El jefe de los goblins chilló una orden mientras se enfrentaba a Thorgig, y dos goblins se apartaron de la lucha y corrieron pendiente arriba. Barbadecuero lanzó una de sus hachas, que giró por el aire tras los fugitivos y mató a uno, pero el otro ya se encontraba cerca de la abertura de lo alto de la cuesta.

—¡Tras él, humano! —gritó Gotrek—. ¡Utiliza esas piernas largas que tienes!

Félix echó a correr por la cuesta, donde sus pies dejaban agujeros en la nieve cubierta por una capa endurecida. El goblin se lanzó a través de la abertura y descendió por una empinada grieta rocosa. Félix lo siguió; ganaba terreno a cada paso. El goblin miró hacia atrás una vez, con la cara tan carente de expresión como la de un pez, y continuó adelante.

El fondo de la grieta estaba cubierto de rocas y grava suelta. Félix resbalaba y se deslizaba, y en dos ocasiones estuvo a punto de torcerse un tobillo. Cuando llegó a un metro del goblin, hizo un barrido con la espada, pero la criatura avanzó de un salto, se metió detrás de una roca y desapareció de la vista. Félix describió un amplio rodeo en torno a la roca y se encontró, de pronto, al borde de una ancha grieta que descendía hacia la oscuridad. Se lanzó a la izquierda —el corazón le latía con fuerza— mientras el pataleo de sus pies hacía caer guijarros al abismo, y logró apartarse del borde justo a tiempo.

El goblin ascendía corriendo por una cuesta rocosa situada ante Félix. Cuando se lanzó tras él, sentía un hormigueo en la piel debido a lo cerca que había estado de morir. Si hubiese caído por aquel precipicio, nadie lo habría encontrado jamás. Nadie habría sabido qué había sido de él: un final horrible para un cronista.

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