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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (11 page)

BOOK: Mataorcos
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—He jurado seguirte —declaró Thorgig, rígido—, pero me duele dejar que viva tan siquiera un solo orco.

—No es el estilo de los enanos —declaró Sketti.

—Es mi estilo —dijo Gotrek—. Ahora esperaremos hasta que pasen de largo.

Los enanos refunfuñaron, pero hicieron lo que se les ordenaba, y contemplaron en silencio cómo los orcos pasaban por debajo de ellos.

Los pieles verdes avanzaban en doble fila, con el jefe a la cabeza, y observaban el entorno. No hablaban ni discutían entre sí como solían hacer los orcos. No había empujones ni peleas, no bebían ni comían, ni asestaban tajos de aburrimiento a la maleza. Se dedicaban a la tarea con una estúpida tristeza, que parecía casi cómica en sus monstruosos rostros. Sólo de vez en cuando se rompía esa apatía, cuando uno de ellos sacudía la cabeza, se crispaba y rugía como un toro picado por una avispa, y sus ojos se encendían con la habitual furia de los orcos. Luego, con la misma rapidez con que había comenzado, el estallido concluía, y el orco volvía a sumirse en el estupor.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Thorgig.

Kagrin sacudió la cabeza, desconcertado.

—¿Qué orcos no riñen entre sí? —murmuró Narin, desazonado.

—Casi parece que estén dormidos —dijo Sketti, con el ceño fruncido.

—En ese caso, matan dormidos —declaró el viejo Matrak, tembloroso—, porque así es como aparecieron cuando cayó Karak-Hirn: silenciosos, pero sedientos de sangre. No los oímos hasta que los tuvimos encima. No pudimos… —Su voz se apagó; tenía los ojos desorbitados y perdidos en la distancia.

Los otros enanos apartaron la mirada, incómodos.

—Obra de elfos, no cabe duda —dijo Sketti—. Brujería blanca.

Narin meditó lo que acababa de decir.

—¿Podría algún hechicero vivo dominar las voluntades de toda una fortaleza llena de orcos?

—Hay uno que podría —dijo Sketti—. Teclis de Ulthuan.

—Es cierto que podría —concedió Gotrek mientras se acariciaba pensativamente la barba.

—¿Lo veis? —dijo Sketti—. El Matador está de acuerdo conmigo.

—El Matador cree que tienes elfos en el cerebro —replicó Gotrek con una sonrisa burlona, y se volvió para observar a los orcos.

Cuando desaparecieron de la vista en un recodo del barranco, los enanos continuaron adelante. Gotrek caminaba con el ceño fruncido, sumido en sus pensamientos. Daba la impresión de que, por fin, se interesaba por la tarea que Hamnir le había encomendado.

Capítulo 7

Tras dos horas de ascenso por el empinado lado boscoso de Karak-Hirn, llegaron a la linde y se encontraron sobre una oscura roca con vetas de cuarzo, manchada de líquenes de color verde grisáceo. El camino se hizo más difícil, la pendiente más escarpada y salpicada de enormes afloramientos, y tuvieron que valerse de las manos tanto como de los pies para trepar. Félix se encontró con que estaba más tenso de lo que había esperado. El aire era tenue y el viento frío, pero tenía la ropa empapada de sudor.

Una hora más tarde, mientras la pared lisa de la Escarpa de Zhufgrim se hacía cada vez más alta y ancha ante ellos, comenzaron a oír un rugido grave, que poco a poco fue ganando intensidad. Cuando coronaron un paso estrecho entre dos altos colmillos de roca, llegaron a un lago de montaña de playas escarpadas; tenía tres lados rodeados por dentados picos, y el cuarto estaba flanqueado por una pared que emergía directamente de las espumosas aguas. A esa distancia, a Félix, el risco no le pareció más irregular; continuaba siendo tan plano como la muralla de una fortaleza. La única interrupción era la cascada que descendía por el centro del lago a modo de un rápido torrente blanco y lo dividía en dos. Él ruido de la catarata era ensordecedor. Las agitadas aguas parecían un remolino hirviente que hacía danzar toda la superficie del lago; miles de millares de ondas reflejaban en sus rostros la luz solar. Los márgenes del lago estaban coronados por un reborde irregular de hielo. Desde la cumbre nevada de lo alto, se alejaban tenues penachos de nieve arrastrados por el viento.

Félix se protegió los ojos con la mano y miró hacia arriba. Desde ese ángulo, la escarpa era aún más intimidante que cuando Matrak la había señalado por vez primera. Se encontró con que estaba bañado en sudor helado.

—Es…, es imposible.

Narin bufó.

—Es tan fácil como caerse de la cama.

Félix tragó.

—Siempre es fácil caerse.

—Comed antes de subir —dijo Gotrek—, y preparad los pertrechos.

Los enanos se separaron y se sentaron en las rocas negras para comer carne salada y tortas de avena, y acompañaron esos secos alimentos con cerveza servida de pequeños barriletes que llevaban sujetos a las mochilas. Kagrin, como de costumbre, sacó la daga y las herramientas, y se puso a trabajar sin hacer caso de los demás. A Félix le costaba apartar la vista de él. Un solo error, una herramienta que resbalara, y la obra se estropearía; pero Kagrin no permitía que sucediera. Sus manos trabajaban con firmeza y seguridad.

Narin masticaba la dura comida y suspiraba como si le hubieran quitado un gran peso de encima.

—Esto sí que es vida —dijo—. ¡Por Grimnir y Grungni, que la echaba de menos!

—¿Que es vida, dices? —preguntó Sketti al mismo tiempo que alzaba una ceja—. También podría ser muerte, te guste o no.

—En ese caso, aceptaré la muerte —respondió el otro con emoción—, y voluntariamente.

Al oír eso, Barbadecuero alzó la mirada.

—Tú no llevas la cresta de Matador. ¿Por qué ibas a buscar la muerte?

Narin le dedicó una sonrisa presumida.

—No conoces a mi esposa.

Thorgig volvió la cabeza para mirarlo.

—¿Tu esposa? ¿No dijiste antes que ayer estabas cortejando a una moza de Karak-Drazh, cuando los demás estábamos en el consejo?

—Como ya he dicho —replicó Narin—, no conoces a mi esposa.

La mayoría de los otros rieron entre dientes, pero Thorgig y Druric parecieron ofendidos.

Narin prefirió no darse por enterado. Suspiró, mientras jugaba inconscientemente con el trozo de madera quemado que llevaba sujeto a la barba.

—Cuando era un barbanueva, sentí el impulso de deambular. Me fui con mi hacha desde Kislev a Tilea como mercenario y aventurero durante cincuenta años, y me encantó cada momento de esa vida. En ese medio siglo, vi más mundo del que la mayoría de los enanos ven en cinco. —Su voz se apagó mientras sus ojos se perdían en la distancia y una leve sonrisa aparecía en sus labios enmarcados por la barba. Luego, volvió a la realidad de mala gana—. Todo eso ha quedado en el pasado ahora que mi hermano mayor ha muerto.

—Te llamaron de vuelta a la fortaleza, ¿verdad? —preguntó Druric.

—Sí —respondió Narin con tristeza—. El segundo hijo de un noble se queda con lo mejor, ya lo creo, pregúntaselo al príncipe Hamnir: oro y oportunidades, sin más responsabilidades que las que tiene un gato. Pero ahora soy el primer hijo. Probablemente, al viejo tejón le queda al menos un siglo más, pero a pesar de eso tuve que volver para aprender el gobierno de la casa y memorizar nuestro libro de agravios de punta a punta, además de hacer un casamiento ventajoso, y… —dijo estremeciéndose— tener hijos con mi… esposa.

—Todos los enanos deben cumplir con su deber —declaró Barbadecuero a través de la máscara—. Somos una raza en vías de desaparición. Debemos engendrar hijos e hijas.

—Lo sé, lo sé —replicó Narin—, pero preferiría tener tu deber. Matar trolls es una tarea más agradable que acostarse con uno de ellos, y los trolls no hablan tanto.

—Estoy seguro de que no puede ser tan mala como todo eso —dijo Thorgig.

Narin fijó en él uno de sus ojos azules.

—Muchacho, es muy probable que muramos todos en esta excursioncilla, ¿verdad? El príncipe Hamnir dijo que era una misión suicida.

—Sí, supongo —replicó Thorgig.

—Bueno, deja que te lo explique del modo siguiente: me decepcionaría si no lo fuera.

—Y a mí me decepcionaría que lo fuera —dijo Druric.

—¿Tienes miedo de morir? —preguntó Thorgig con brusquedad.

—Ni lo más mínimo —replicó Druric. Volvió los fríos ojos hacia Gotrek, que engullía comida sin prestarles atención a los otros—. Pero si el Matador Gurnisson muere, el agravio que el clan Traficante de Piedra tiene contra él quedará sin resolver. Mientras sepa que él vivirá, no me importa morir.

Gotrek bufó despectivamente al oírlo, pero no se molestó en responder.

* * *

Después de comer, estalló una gran actividad mientras todos rebuscaban en las mochilas y volvían a enrollar las cuerdas. Cada enano se colgó del hombro una bandolera de clavijas de acero rematadas por un aro, y se sujetó a las botas un par de cuñas. Por suerte, aunque los hombres y los enanos eran tan diferentes en tamaño y proporciones que pocas veces podían intercambiarse la ropa, los enanos tenían pies grandes, así que encontraron un par de cuñas para Félix. El viejo Matrak se quitó la pata de palo y la reemplazó por otra en forma de largo clavo de hierro negro.

Cuando todas las correas estuvieron sujetas, los enanos vaciaron las pipas y se levantaron para echarse las mochilas a la espalda. Kagrin fue el último en estar preparado y guardó de mala gana la daga de pomo de oro y las herramientas.

—Vamos, muchacho —dijo Narin—. Dentro de poco tendrás trabajo para el otro extremo de ese pinchaelfos.

Los enanos rodearon las empinadas orillas del Caldero, resbaladizas a causa de los trozos de esquisto y de hielo partido, hasta llegar a la pared del risco; la cascada caía a su derecha y les mojaba la cara con una fina capa gélida.

Al estar justo debajo, el risco no parecía tan liso ni monótono como antes, pero continuaba acobardando; se trataba de un largo estrato de granito gris, casi vertical, con pocas grietas o salientes. Los enanos no hicieron la más leve pausa. Avanzaron hasta la pared, extendieron los brazos para cogerse a asideros que Félix no lograba ver, encajaron las cuñas de las botas en la roca y comenzaron a escalar, sin cuerdas ni pitones, con la misma facilidad con que ascenderían por una escalerilla.

Mediante la atenta observación de dónde ponía Gotrek las manos y los pies, Félix pudo seguirlo por la pared, pero el ascenso era duro, le entumecía los dedos de las manos y no avanzaba ni remotamente con tanta constancia como los enanos. Incluso el viejo Matrak lo hacía mejor que él, ya que la puntiaguda pata de hierro se clavaba con firmeza en la roca.

A Félix le resultó extraño que los enanos, con sus gruesos y cortos cuerpos, destacaran en la escalada de montañas. Uno habría pensado que un escalador con largas extremidades finas y torso delgado —un elfo, por ejemplo— sería más adecuado para esa actividad, pero aunque los enanos tenían, de vez en cuando, algún problema para llegar al siguiente asidero o apoyo para los pies, compensaban su escaso alcance con una increíble fuerza prensil, y con la misteriosa afinidad que tenían con la roca en sí. Más por instinto que mediante la vista o el tacto, parecían encontrar salientes y grietas dentro de los que deslizar los rechonchos dedos, que Félix no podría haber hallado aunque los hubiera tenido delante de los ojos.

Por desgracia, esa habilidad y la fuerza prensil les permitían usar como asideros pequeñas irregularidades de la superficie del risco, a las que Félix no podía cogerse en absoluto. Consecuentemente, cuando los enanos ya habían llegado a la mitad del ascenso, él estaba mucho más abajo, con los antebrazos ardiendo de entumecimiento mientras el sudor le anegaba los ojos. Ya no oía a los otros, a causa del estruendo de la cascada que caía a tres metros a su derecha.

Se detuvo por un momento para flexionar las manos e intentar librarse del dolor de las extremidades, y cometió el error de mirar hacia abajo por entre las piernas. Se quedó petrificado. Estaba muy arriba. Un resbalón, un resbalón y… De repente, ya no se sintió seguro de que pudiera continuar sujeto. Estuvo a punto de abrumarlo el impulso demente de soltarse y liberarse de la tensión mientras caía hacia la muerte.

Lo repelió con dificultad, pero descubrió que continuaba sin poder moverse. Gimió al darse cuenta de que iba a tener que pedir ayuda. Los enanos detestaban la debilidad y la incompetencia. No sentían ningún respeto por alguien que no podía arreglárselas por su cuenta. Incluso cuando estaba a solas con Gotrek, Félix siempre se sentía estúpido si tenía que pedirle ayuda. En ese caso, sería aún peor; habría una manada de enanos mirándolos. Se burlarían de él. Por otro lado, era mejor vivir y que se burlaran de uno, que morir literalmente de azoramiento, ¿verdad?

—Tu cronista está quedándose atrás, Matador —dijo la voz de Narin desde lo alto.

Félix oyó un gruñido y una maldición de enano.

—Aguanta, humano —alcanzó a oír después.

Los ecos de las risas entre dientes de los enanos le llegaron a los oídos y le pusieron las orejas rojas. Luego, oyó un martilleo. Félix miró hacia arriba, pero resultaba difícil distinguir quién era quién, y mucho más saber qué estaba sucediendo. Lo único que veía eran suelas de botas y anchos traseros de enanos.

—Coge esto —dijo Gotrek.

Una cuerda se desenrolló al caer hacia él a toda velocidad, como una serpiente que atacara. Jaeger se agachó. Un pequeño gancho de hierro le golpeó la parte superior de la cabeza. Chilló y estuvo a punto de soltarse.

—Cuidado con la cabeza —rió Thorgig.

El gancho se deslizó por la pared del risco, entre las piernas de Félix, y rebotó al detenerse por debajo de sus pies, en el extremo de la cuerda a la que estaba atado.

—¿Puedes soltar una mano? —preguntó Gotrek.

—Sí —replicó Félix; de hecho se estaba frotando la cabeza con una mientras hablaba.

—Entonces, engánchate el garfio al cinturón.

—De acuerdo.

Con una mano, Félix tiró de la cuerda hasta coger el gancho; luego lo pasó dos veces por debajo y en torno al cinturón, y volvió a engancharlo a la cuerda.

—Ya está —gritó.

La cuerda fue recogida desde lo alto del risco, hasta quedar tensada.

—¡Sube! —dijo Gotrek.

Félix volvió a ascender. La cuerda se aflojaba a medida que subía, pero volvían a tensarla a cada metro o dos. Félix miró hacia lo alto y vio que Gotrek la recogía a través del ojo de un pitón y la mantenía tensa.

Los otros enanos lo miraban mientras ascendía, con sonrisas divertidas en las caras barbudas.

—¿Qué clase de pez has pescado, Matador? —preguntó Sketti.

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