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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (6 page)

BOOK: Mataorcos
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La cabeza de Hamnir giró para mirar alternativamente la puerta y a los pieles verdes.

—No vamos a lograrlo —murmuró el príncipe—. No vamos a lograrlo.

—¡En ese caso, vuélvete y lucha! ¡Que Grimnir te maldiga! —dijo Gotrek.

Thorgig miró a Hamnir con inquietud.

—¿Tus órdenes, príncipe?

—¿Órdenes? —repitió Hamnir, como si no supiera qué significaba la palabra—. Sí, por supuesto… —Volvió a mirar a su alrededor, con los ojos muy abiertos. Los orcos se encontraban ya a quince metros y se acercaban con rapidez—. Que sea lo que Grungni quiera. ¡Ballesteros, a la derecha! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Columna, derecha! —Tenía la voz aguda a causa de la tensión.

Los ballesteros dispararon, y cayeron veinte pieles verdes. No había tiempo para una segunda salva. Tenían encima a los orcos, que chocaban ya en desordenada carga con el flanco derecho de la columna en el momento en que los enanos se volvían con retraso para hacerles frente.

Las hachas y las cuchillas grandes como espadas impactaron hoja con hoja y mango con mango, y Félix sintió el encontronazo a través de los pies. El mellado hierro negro atravesaba la brillante malla de los enanos y sus resistentes escudos, y abría profundos tajos en el cuerpo de los portadores. Las brillantes hachas de los enanos rajaban el cuero y las piezas dispares de armadura, hendían la carne verde de los orcos y les partían los huesos.

Gotrek se abrió paso hasta la primera línea y se puso a barrer con el hacha como un segador, para separar a los orcos de sus vigorosas extremidades y feas cabezas de grueso cráneo. Félix desenvainó la espada dragón, Karaghul, y se unió a él, aunque se mantuvo justo fuera del alcance del hacha. Le clavó una estocada en la boca a un goblin, y se agachó para esquivar un garrote como un tronco de árbol que blandía un orco que llevaba los sobresalientes colmillos inferiores atravesados por aros de latón.

Los enanos caían a derecha e izquierda ante la acometida de los orcos, pero la línea no cedió en ningún momento. Sus escudos paraban con estoica determinación los salvajes golpes de los monstruos, y los devolvían con ceñuda y severa calma. No llevaban a cabo ningún ataque impulsivo, ninguna acometida desesperada, sino sólo una constante, implacable carnicería que acababa con los orcos uno tras otro. Incluso Hamnir estaba serenándose, como si la actividad física de blandir el hacha lo calmara.

Un grupo de orcos se separó del resto y huyó; acribillados por las saetas, se habían visto obligados a retroceder por el implacable ataque de los enanos. Al grupo que se encontraba al lado se le contagió el pánico y también huyó, bramando maldiciones al mismo tiempo.

—Estamos haciéndolos retroceder —dijo Hamnir mientras se echaba atrás para esquivar un tajo y cortaba hasta el hueso la muñeca del portador—. A lo mejor podremos…

Del grupo de tiendas les llegó un rugido atronador. Félix le dio una patada en la cara a un goblin y alzó la mirada. Un enorme jefe de guerra orco avanzaba pesadamente hacia la batalla, rodeado por un grupo de tenientes, todos ellos orcos negros. Les lanzó un bramido a los orcos que escapaban y señaló furiosamente con un dedo la columna de enanos.

Los orcos se acobardaron ante el disgusto del jefe y, a regañadientes, giraron otra vez hacia el ejército de Hamnir.

—La suerte de los enanos —gruñó el príncipe al mismo tiempo que golpeaba la rodilla de un orco con el escudo.

—El grandote les ha metido en el cuerpo el miedo de Gork —comentó Gotrek, que parecía casi complacido.

* * *

El jefe de guerra impactó en el centro de la columna de enanos, seguido por los orcos negros y los fugitivos, que regresaban. Su enorme cuchilla abrió un sangriento surco a través de una compañía de Rompehierros. El arma parecía relumbrar con luz verdosa. Los enanos muertos salían volando de espaldas, y las extremidades cercenadas surcaban el aire girando mientras el jefe orco cortaba y segaba. Los orcos negros se lanzaban tras él. Animados por la presencia del jefe de guerra, los demás orcos atacaron con renovada furia a lo largo de todo el frente de batalla.

Hamnir maldijo en voz baja.

—Tú querías una buena pelea, Gurnisson —le espetó a Gotrek por encima del hombro—. Ponte en marcha.

Gotrek ya se encontraba fuera del alcance auditivo, pues cargaba a lo largo de la columna hacia el desbocado jefe orco. Félix se apresuró a seguirlo, al igual que Thorgig y Kagrin.

—Quiero ver en acción al cobarde crestado —gruñó Thorgig—. Tal vez consiga darle un puñetazo en la nariz al orco si lo pilla distraído.

Kagrin sonrió con aire presuntuoso, pero no dijo nada.

El jefe de guerra era enorme; medía el doble que un enano, y casi era tan ancho como alto. Se protegía con una armadura hecha con trozos de metal y placas pertenecientes a diferentes armaduras. Por hombreras llevaba petos de enano, y del cuello, grueso como un tronco de árbol, le pendía un collar de cabezas humanas de mirada fija, unidas mediante el cabello trenzado. Cuando Gotrek y Félix se aproximaron, este último oyó un chillido agudo y se dio cuenta de que procedía del arma de verde resplandor del orco, que pedía sangre. Las runas del hacha de Gotrek emitieron una luz roja al acercarse a la atroz arma.

Todo lo que rodeaba al bruto era caos: guerreros enanos que empujaban para llegar a la zona de lucha; ballesteros que se inclinaban para lograr una línea de tiro despejada, y los corpulentos tenientes del jefe de guerra, que asestaban tajos a diestra y siniestra e intentaban ganar su favor con actos de salvajismo demente.

El jefe de guerra cortó en dos a un enano, cuya pesada cota de malla fue atravesada por el arma como si fuera de mantequilla. El metal se fundió literalmente al entrar en contacto con la cuchilla.

Gotrek saltó sobre una pila de cadáveres de enanos y barrió el aire con el hacha; las runas dejaron tras de sí una estela roja. El orco alzó la cuchilla, y las armas chocaron con un impacto estremecedor que hizo saltar chispas. La cuchilla chilló como un demonio herido, y el jefe de guerra rugió y atacó, furioso al verse frustrado. Gotrek paró el golpe y lo devolvió; hacha y cuchilla comenzaron a tejer una jaula vertiginosa de acero y hierro, mientras él y el orco atacaban y contraatacaban.

Los orcos negros se lanzaron adelante; pedían sangre a gritos. Félix, Thorgig y Kagrin se enfrentaron con ellos para proteger los flancos de Gotrek. Félix esquivó una hacha serrada que blandía un orco tuerto, para luego avanzar un paso y clavarle una estocada en el ojo que le quedaba sano; el orco bramó de cólera y dolor al mismo tiempo que asestaba tajos ciegos hacia todas partes. Un barrido desesperado destripó a uno de sus camaradas, y otros dos golpes lo mataron y lanzaron hacia atrás.

Félix retrocedió de un salto cuando los orcos le atacaron. No tenía ningún sentido parar los golpes. Las descomunales hachas le habrían hecho pedazos la espada y le hubieran dejado el brazo entumecido. A la izquierda de Gotrek, Thorgig desvió un garrotazo con el escudo y le cercenó las rodillas al orco que lo blandía, que cayó como un árbol talado. Una cuchilla impactó contra las alas del casco de Thorgig, que salió volando por los aires. El joven enano bloqueó otro ataque con el hacha, y la fuerza del impacto estuvo a punto de derribarlo. Kagrin, que se había mantenido a cierta distancia, se apresuró a intervenir y abrió un tajo en un costado del orco con una hacha de mano de bella factura. Thorgig lo remató.

Gotrek paró otro ataque del jefe de guerra, y luego giró el hacha de modo que se deslizara, rechinando, por la cuchilla; los dedos del orco cayeron como gordos gusanos verdes, y la relumbrante cuchilla fue a parar al suelo. El jefe de guerra rugió e intentó en vano recogerla con los muñones ensangrentados. Gotrek saltó sobre la rodilla flexionada del orco y le abrió la cabeza con un hachazo que penetró hasta el esternón.

Los orcos negros se quedaron mirando cómo Gotrek continuaba sobre el enorme cuerpo del jefe hasta que éste se desplomaba, y dos murieron bajo hachazos de enanos antes de recobrarse. Tres saltaron hacia Gotrek en un intento de ser los primeros en llegar hasta él. El Matador hizo que retrocedieran con un barrido del hacha, y recogió la cuchilla del jefe de guerra, que crepitó con furiosa energía verde cuando entró en contacto con su piel. Gotrek ni se inmutó.

—¿Quién es el siguiente jefe? —preguntó a gritos—. ¿Quién la quiere?

Cuando los tres orcos negros volvieron a avanzar, Gotrek lanzó la relumbrante cuchilla, que voló por encima de ellos. Los orcos levantaron los ojos para seguir el arco que describía, y luego dieron media vuelta y se abalanzaron, entre codazos y puñetazos, a cogerla. Los otros tenientes volvieron la mirada al oír la conmoción, y vieron a los tres que se peleaban por el arma. Rugieron y se unieron a la riña, al mismo tiempo que olvidaban a los oponentes.

Los enanos avanzaron para acometer a los orcos por la espalda, pero Gotrek extendió una mano.

—¡No luchéis con ellos! —gritó—. ¡Dejad que se peleen!

Los enanos retrocedieron. La reyerta de los orcos estaba volviéndose mortífera. Uno de los tenientes clavó el hacha en el pecho de otro. Algunos bramaban para que sus seguidores corrieran a ayudarlos. Los orcos comenzaron a apartarse de la columna de enanos, con el fin de acudir junto a sus caudillos. Félix vio que la relumbrante cuchilla decapitaba a un orco, pero el que la blandía recibía una estocada en la espalda y otro la recogía.

Gotrek limpió el hacha en la hierba pisoteada.

—Ya está —dijo, satisfecho, y se encaminó otra vez hacia el frente de la columna.

Félix se reunió con él.

Thorgig le lanzó una mirada feroz a la espalda de Gotrek mientras recuperaba el abollado casco. Luego, lo siguió, junto con Kagrin. Parecía decepcionado por el hecho de que el Matador hubiese ganado.

Cada vez eran más los orcos que abandonaban la línea de batalla de los enanos para unirse a la pelea por la cuchilla. Otros luchaban entre sí. Para cuando Gotrek y Félix se reunieron con Hamnir, el camino que los enanos debían seguir estaba despejado.

Hamnir gruñó, impresionado a su pesar.

—Pensaba que ibas a seguir la senda del Matador e intentar luchar contra todos mientras nosotros moríamos detrás de ti.

—Juré protegerte —replicó Gotrek con frialdad—. Yo no rompo un juramento.

La columna se puso en marcha mientras los orcos continuaban peleando entre sí.

Capítulo 4

El humor de los enanos, ya ceñudo a causa de las bajas que los orcos les habían causado al salir de Barak-Varr, se hizo cada vez más hostil a medida que se adentraban en las Tierras Yermas. Aunque vieron pocos orcos, el rastro de sus correrías estaba por todas partes.

El territorio había estado plagado de orcos desde que los enanos y los hombres se habían asentado en él. Sus invasiones eran tan habituales como las inundaciones primaverales, y casi tan predecibles como éstas, y los audaces pobladores de las llanuras se protegían de ellas como de una tormenta. Los pocos asentamientos se agrupaban apretadamente alrededor de fortalezas, a cuyo interior los campesinos y el ganado podían retirarse cuando llegaban los pieles verdes. Allí aguardaban durante el saqueo de las granjas, hasta que la salvaje marea se retiraba; luego volvían a sus tierras para reconstruir.

Esa vez, debido a que tantos hombres y enanos se habían encaminado al norte para luchar, las cosas habían ido mucho peor. No había habido nadie para detenerlos, y los orcos habían seguido su ansia de matanza allá donde los llevaba. La devastación era completamente errática. El ejército de Hamnir encontraba aldeas quemadas hasta los cimientos, con todos los habitantes muertos, y luego, a menos de ocho kilómetros de distancia, otras absolutamente intactas, cuyos campesinos recogían las cosechas con ojos nerviosos, pendientes del horizonte, y centinelas apostados en cada colina.

Pasaron ante castillos cuyas banderas flameaban al viento, y ante otros que no eran más que ruinas ennegrecidas. Las granjas y las casas que rodeaban a estos últimos habían sido arrasadas hasta los cimientos, y los huesos limpios de los campesinos y sus familias sembraban el suelo en torno a los negros círculos dejados por los fuegos. No quedaba nada comestible en los lugares donde habían estado los orcos. Se habían comido el ganado, habían dejado desnudos los árboles frutales y vacíos los graneros, habían agotado los barriles de cerveza y vino, y luego los habían destrozado.

Los únicos hombres a los que no habían echado al estofado eran los que habían usado para practicar puntería. Cadáveres putrefactos, cubiertos por armaduras destrozadas, habían sido asegurados en árboles, con los brazos y las piernas abiertos, y les habían pintado en el pecho toscas dianas en las que había clavadas docenas de flechas, pese a que la mayoría habían errado el centro. Otros cadáveres colgaban de las almenas de los castillos, salvajemente mutilados, a modo de advertencia.

Fue una marcha horrenda, y Gotrek era un acompañante torvo, aún más taciturno y severo de lo normal. Se mantenía tan lejos de Hamnir como podía; iba en la retaguardia, cerca de la caravana de equipaje, mientras que Hamnir estaba en la vanguardia. Sólo cuando los exploradores informaban de la presencia de orcos u otros peligros en las proximidades, Gotrek regresaba al frente y ocupaba una posición de defensa cerca de su antiguo compañero.

El Matador apenas hablaba más con Félix que con Hamnir. Parecía completamente retraído; marchaba con los ojos fijos en el suelo, murmurando para sí y sin hacer el más mínimo caso al humano. Los otros enanos tampoco lo importunaban, y lo miraban con precaución las pocas veces que dirigían los ojos hacia él. Félix no recordaba ninguna otra ocasión, durante los viajes con Gotrek, en que se hubiera sentido más forastero, más solo. En todas las otras aventuras que habían vivido, al menos había habido algunos humanos con ellos, como Max y Ulrika, aunque ella ya no era humana, en realidad. Allí, entre los enanos, parecía ser el único miembro de su raza en cien leguas a la redonda. Esto le producía una extraña sensación de soledad.

Cada vez que hacían un alto, mientras los otros enanos fumaban en pipa, cocinaban salchichas y setas o descansaban, y Félix anotaba los acontecimientos del día en su diario, el silencioso amigo de Thorgig, Kagrin, sacaba una daga guarnecida de oro y un juego de diminutas limas, cinceles y gubias, y hacía labrados imposiblemente intrincados en el pomo y los gavilanes del arma. Lo hacía todo a pulso, y sin embargo, la obra resultante era perfectamente simétrica y precisa, epítome del estilo geométrico anguloso al que eran aficionados los enanos. Incluso los otros enanos se mostraban impresionados, y se detenían en medio del montaje de las tiendas para observarlo mientras trabajaba y ofrecerle elogios o consejos. Él recibía ambas cosas sin pronunciar palabra; se limitaba a asentir apenas con la cabeza y se concentraba aún más en lo que hacía.

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