Más muerto que nunca (36 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Más muerto que nunca
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—Es tan sensible... —le susurré a Claude, sintiéndome algo abochornada por no estar yo también llorando. Quien me preocupaba era Alcide; a Jackson Herveaux yo apenas lo había conocido.

—Superó la segunda guerra de los elfos en Iowa luchando con los mejores de ellos —dijo Claude, moviendo de un lado a otro la cabeza—. He visto cómo un trasgo decapitado le sacaba la lengua y ella se echaba a reír. Pero cuanto más se acerca a la luz, más sensible se vuelve.

Aquello me dejó muda. No me apetecía pedir explicaciones de más reglas misteriosas sobrenaturales. Ya había tenido más que suficiente en lo que iba de día.

Ahora que todo estaba despejado (incluyendo el cuerpo de Jackson, que la doctora Ludwig se había llevado a alguna parte para transformarlo de nuevo en humano, para que la historia en torno a su muerte resultara más creíble), los miembros de la manada se reunieron delante de Patrick Furnan, que aún no se había vestido. A juzgar por su cuerpo, la victoria lo había hecho sentirse más hombre. Qué asco.

Estaba de pie sobre una manta; era una manta de cuadros roja, de esas que a veces te llevas para cubrirte cuando vas a ver un encuentro de fútbol americano. Noté un temblor nervioso en los labios, pero recuperé por completo la sensatez cuando vi que la esposa del nuevo líder de la manada se acercaba a él con una joven, una chica de pelo castaño que no tendría ni veinte años. La chica iba tan desnuda como el líder de la manada, pero su aspecto era mucho más agradable que el de él.

¿Qué demonios...?

De pronto recordé la última parte de la ceremonia y me di cuenta de que Patrick Fuman iba a beneficiarse de aquella chica delante de todos nosotros. No estaba dispuesta a presenciarlo. Intenté dar media vuelta para largarme de allí. Pero Claude me habló entre dientes.

—No puedes irte. —Me tapó la boca y me cogió para arrastrarme hacia la parte posterior del público. Claudine vino con nosotros y se situó delante de mí para que no pudiera ver. Emití un grito de rabia que la mano de Claude reprimió.

—Calla —dijo Claude, en un tono de voz tremendamente sincero—. Acabarás metiéndonos en problemas. Si con esto te sientes mejor, te diré que se trata de una tradición. Que la chica se ha prestado voluntariamente a ello. Después de esto, Patrick volverá a ser un marido fiel. Pero ha tenido ya su carnada con su esposa y tiene que realizar el gesto ceremonial de engendrar otra. Te guste o no te guste, tiene que hacerlo.

Cerré los ojos y me sentí agradecida cuando Claudine se volvió hacia mí y me tapó los oídos con sus manos mojadas por las lágrimas. Una vez que el asunto concluyó, el público gritó alborozado. Los gemelos se relajaron y me dejaron libre. No vi qué había sido de la chica. Fuman permanecía desnudo, y mientras se mantuviera en el estado tranquilo en que ahora estaba, mejor para mí.

Para confirmar su estatus, el nuevo líder de la manada empezó a recibir el juramento de sus lobos. Después de un instante de observación, supuse que estaban desfilando en orden de edad, primero los más mayores y luego los jóvenes. Cada hombre lobo lamía el dorso de la mano de Patrick Furnan y exponía su cuello para cerrar el ritual. Cuando le tocó el turno a Alcide, me di cuenta de pronto de que el desastre podía ser aún mayor.

Contuve la respiración.

Y el profundo silencio reinante me dio a entender que no era la única que lo hacía.

Después de un largo momento de duda, Furnan se inclinó y posó los dientes en el cuello de Alcide; abrí la boca dispuesta a protestar, pero Claudine me la tapó con la mano. Los dientes de Furnan se alejaron finalmente de la piel de Alcide, dejándolo indemne.

Pero el nuevo líder de la manada acababa de emitir una señal clara.

Cuando el último hombre lobo hubo finalizado el ritual, me di cuenta de que tantas emociones me habían dejado agotada. ¿Se había acabado ya? Sí, la manada empezaba a dispersarse, algunos miembros dando abrazos de felicitación a Furnan y otros abandonando el local en silencio.

Los esquivé y fui derecha hacia la puerta. La próxima vez que alguien me dijera que tenía que presenciar un rito sobrenatural, le diría que tenía que lavarme la cabeza.

Ya al aire libre, caminé lentamente y arrastrando los pies. Tenía que pensar en las cosas que había dejado de lado, como en lo que había visto en la mente de Alcide después de que acabara aquella debacle. Alcide pensaba que yo le había fallado. Me había dicho que fuera y había ido; tendría que haberme imaginado que su insistencia para que yo estuviera presente tenía alguna razón de ser.

Ahora sabía que sospechaba de antemano que Furnan tenía en mente alguna trampa poco limpia. Alcide había preparado con antelación a Christine, la aliada de su padre. Ella se había asegurado de que yo utilizara mi telepatía con Patrick Furnan. Y, claro está, yo había descubierto que el oponente de Jackson hacía trampas. Aquella revelación debería haber sido suficiente para garantizar la victoria de Jackson.

Pero la voluntad de la manada se había puesto en contra de Jackson y la competición había proseguido con un juego más fuerte si cabe. Yo no tenía nada que ver con aquella decisión. Aunque en aquel momento Alcide, lleno de dolor y de rabia, me echara la culpa de todo.

Intenté enfadarme, pero la tristeza me superaba.

Claude y Claudine me dijeron adiós, subieron al Cadillac de Claudine y salieron pitando del aparcamiento como si no pudieran esperar un segundo más para volver a Monroe. Yo pensaba lo mismo, pero mi capacidad de aguante era muy inferior a la de las hadas. Cuando entré en mi Malibu prestado, tuve que pasar entre cinco y diez minutos sentada para poder tranquilizarme antes de iniciar el camino de vuelta a casa.

Me descubrí acordándome de Quinn. Un alivio después de tanto pensar en carne desgarrada, sangre y muerte. Cuando había tratado de leer su mente, había visto un hombre que sabía lo que se hacía. Y aun así, seguía sin tener ni idea de qué era Quinn.

El camino de vuelta a casa fue sombrío.

Podría haber telefoneado al Merlotte's aquella noche para no ir. Pero me tragué toda la movida de tomar nota de los pedidos y servirlos en las mesas, de rellenar jarras de cerveza, de secar todo lo que se derramaba y de asegurarme de que el cocinero interino (un vampiro llamado Anthony Bolívar que ya había trabajado como suplente para nosotros en otras ocasiones) recordaba que el chico que limpiaba las mesas era manjar prohibido. A pesar de todo, trabajé sin chispa y sin alegría.

Me percaté de que Sam se encontraba mejor. Evidentemente seguía en reposo y vigilaba la actividad desde su observatorio en un rincón. Es posible que Sam estuviera un poco picado, pues Charles era cada vez más popular entre la clientela. Resultaba evidente que el vampiro era encantador. Aquella noche lucía un parche rojo con lentejuelas y su habitual camisa romántica debajo de un chaleco negro también lleno de brillos... Tremendamente llamativo, pero divertido.

—Se te ve deprimida, bella dama —dijo cuando me acerqué a recoger un Tom Collins y un ron con Coca-Cola.

—Ha sido un día muy largo —dije, esforzándome en sonreír. Tenía tantas cosas que digerir emocionalmente que ni siquiera le di importancia a que Bill volviera a aparecer en compañía de Selah Pumphrey. Ni siquiera me molestó que se sentaran en mi sección del bar. Pero cuando Bill me cogió la mano en cuanto me volví después de tomar nota de su pedido, se la rechacé, como si hubiera intentado prenderme fuego.

—Sólo quiero saber qué te sucede —dijo, y por un segundo recordé lo bien que me había sentido aquella noche en el hospital, cuando se había acostado a mi lado. Empecé a abrir la boca para hablar, pero justo en ese momento capté la expresión de indignación de Selah y cerré mi contador emocional.

—Enseguida vuelvo con la sangre —dije muy animada, con una sonrisa de oreja a oreja.

«Al infierno con él», pensé honradamente. «Él y esa yegua que anda montándose».

Después de aquello, el resto de la noche fue puro trabajo. Sonreí y trabajé, trabajé y sonreí. Permanecí alejada de Sam porque no me apetecía mantener otra larga conversación con más cambiantes. Temía —ya que no tenía motivo alguno para estar enfadada con Sam— que si me preguntaba qué me sucedía, acabaría contándoselo; y no me apetecía hablar más del tema. ¿No os habéis sentido nunca actuando como unos autómatas y tristes a más no poder? Pues así me sentía yo.

Pero tuve que acudir a Sam cuando Catfish me preguntó si aquella noche podía pagar con un talón. Eran las instrucciones de Sam: sólo él podía aceptar el pago con talones. Y tuve que acercarme mucho a Sam porque en el bar había un jaleo tremendo.

No le di importancia, pero cuando me incliné para explicarle el problema de liquidez de Catfish, los ojos de Sam se abrieron de par en par.

—Dios mío, Sookie, ¿dónde has estado?

Me eché hacia atrás, muda de asombro. Sam había quedado sorprendido y aterrorizado por un olor que yo ni siquiera era consciente de llevar encima. Estaba cansada de que los seres sobrenaturales me impregnaran de esas cosas.

—¿Dónde te has visto con un tigre? —preguntó.

—Con un tigre... —repetí aturdida.

Ahora ya sabía en qué se transformaba Quinn, mi nuevo conocido, las noches de luna llena.

—Dímelo —me exigió Sam.

—No —le espeté—. No pienso decírtelo. ¿Qué hago con Catfish?

—Por esta vez dile que te extienda el talón. Pero explícale también que, si tengo algún problema, nunca jamás le aceptaré otro.

No me creí su última frase. Acepté el talón de Catfish y su gratitud empapada de alcohol, y deposité ambas cosas allí donde correspondía.

Para empeorar mi mal humor, cuando me agaché para recoger una servilleta que algún patán había tirado al suelo, me enganché mi cadena de plata en un extremo de la barra.

La cadena se rompió, la cogí y me la guardé en el bolsillo. Maldita sea. Había sido un día asqueroso y ahora lo seguía una noche asquerosa.

Saludé a Selah cuando ella y Bill se fueron. Bill me había dejado una buena propina y la guardé en mi otro bolsillo con tantas ganas que a punto estuve de romperlo. Durante la noche, había oído un par de veces el teléfono del bar y cuando llevaba unos vasos sucios hacia el mostrador de la cocina, Charles me dijo:

—Hay alguien que llama y cuelga. Es bastante pesado.

—Ya se cansarán —respondí para tranquilizarlo.

Cerca de una hora después, mientras le servía una Coca- Cola a Sam, el chico que limpiaba las mesas se acercó a decirme que en la entrada de empleados había alguien que preguntaba por mí.

—Y ¿qué hacías tú fuera? —le preguntó secamente Sam.

El chico no sabía qué decir.

—Fumar, señor Merlotte —respondió—. Estaba fuera descansando un poco porque el vampiro dijo que me dejaría seco si lo encendía dentro, y entonces apareció ese hombre como si saliese de la nada.

—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.

—Oh, es un hombre mayor, con pelo negro —contestó el chico, y se encogió de hombros. Estaba poco dotado para las descripciones.

—Está bien —dije. Me apetecía descansar un poco. Me imaginaba quién era el visitante y, de haber entrado en el bar habría causado un buen alboroto. Sam encontró una excusa para seguirme, diciendo que necesitaba realizar una parada técnica. Cogió su bastón y avanzó renqueando detrás de mí por el pasillo. En su despacho tenía un baño minúsculo sólo para él y allí se dirigió mientras yo pasaba por delante de los lavabos y me dirigía a la puerta trasera. La abrí con cautela y asomé la nariz. Y no pude evitar sonreír. El hombre que me esperaba tenía una de las caras más famosas del mundo excepto, claro está, para los adolescentes que limpian mesas.

—Bubba... —dije, encantada de ver al vampiro. Si le llamabas por su antiguo nombre se sentía confuso e inquieto. Bubba era anteriormente conocido como... Está bien, lo diré de otra manera. ¿Nunca os habéis preguntado si fueron reales todos esos avistamientos que se produjeron después de su muerte? Pues ésa es la explicación.

La conversión no había sido un éxito completo debido a que su organismo estaba atiborrado de drogas; pero, dejando aparte su predilección por la sangre de gato, Bubba se las apañaba muy bien. La comunidad de vampiros cuidaba de él. Bubba era el chico de los recados de Eric. Siempre llevaba su brillante pelo negro perfectamente peinado y cortado, sus largas patillas acicaladas. Aquella noche iba vestido con una chaqueta de cuero negra, vaqueros azules y una camiseta de cuadros negros y plateados.

—Tienes muy buen aspecto, Bubba —dije empleando un tono de admiración.

—También usted, señorita Sookie. —Y me lanzó una sonrisa radiante.

—¿Querías decirme alguna cosa?

—Sí, señorita. El señor Eric me envía para decirle que él no es lo que parece.

Pestañeé.

—¿Quién, Bubba? —pregunté, tratando de mantener mi tono educado.

—Es un asesino a sueldo.

Me quedé mirando a Bubba fijamente, no porque pensara que mirándolo fuera a llegar a alguna parte, sino porque trataba de descifrar el mensaje. Tenía que ser un error. Los ojos de Bubba empezaron entonces a mirar hacia uno y otro lado y su rostro perdió la sonrisa. Tendría que haberme quedado mirando la pared, pues creo que me habría proporcionado la misma información y Bubba no se habría puesto tan nervioso.

—Gracias, Bubba —dije, dándole unas palmaditas en el hombro—. Lo has hecho muy bien.

—¿Puedo irme ya? ¿Puedo volver a Shreveport?

—Por supuesto —dije. Llamaría a Eric. ¿Por qué no habría utilizado el teléfono para un mensaje tan urgente e importante como éste parecía ser?

—He encontrado una entrada secreta al refugio de animales —me confió con orgullo Bubba.

Tragué saliva.

—Oh, estupendo —dije, tratando de no sentir náuseas.

—Hasta luego, cocodrilo —dijo desde el otro lado del aparcamiento. Justo cuando pensabas que Bubba era el peor vampiro del mundo, hacía algo asombroso como moverse casi a la velocidad de la luz.

—Hasta la próxima, amigo.

—¿Era quien pienso que era? —preguntó una voz justo detrás de mí.

Di un salto. Me volví rápidamente y vi que Charles había abandonado su puesto en la barra.

—Me has asustado —dije, como si él no lo hubiera adivinado.

—Lo siento.

—Sí, era él.

—Eso me parecía. Nunca lo he oído cantar en persona. Tiene que ser asombroso. —Charles miraba el aparcamiento como si estuviera pensando en otra cosa. Tuve toda la impresión de que ni siquiera escuchaba lo que estaba diciendo.

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