Read Más muerto que nunca Online
Authors: Charlaine Harris
Me depositó en el suelo en cuanto llegamos a su casa.
—¿Puedes subir las escaleras? —me preguntó.
—La llevaré yo —se ofreció Charles.
—No, ya puedo sola —dije, y empecé a subir antes de que pudieran decir nada más. En realidad, no estaba muy segura de si lo conseguiría, pero lentamente me dirigí al dormitorio que utilizaba cuando Bill era mi novio. El tenia un escondite hermético en algún lugar de la planta baja de la casa, pero nunca le había preguntado exactamente dónde. (Me imaginaba que sería en el espacio que los albañiles habían robado a la cocina para construir el baño de abajo). Aunque en Luisiana la capa superior de las aguas subterráneas está tan poco profunda que las casas habitualmente no tienen sótano, estaba casi segura de que en alguna parte tenía que haber otro agujero oscuro. De todos modos, tenía espacio para Charles sin que tuvieran que acostarse juntos... y la verdad es que aquel detalle tampoco ocupaba un lugar elevado en mi lista de prioridades. En el cajón de la cómoda del anticuado dormitorio seguía todavía uno de mis camisones y en el baño del pasillo, mi cepillo de dientes. Bill no había tirado mis cosas a la basura; las había dejado allí, como si esperara mi regreso.
O a lo mejor es que no había tenido motivos para subir a la planta superior desde nuestra ruptura.
Prometiéndome una larga ducha por la mañana, me despojé de mi pijama manchado y maloliente y de mis calcetines destrozados. Me lavé la cara y me puse el camisón limpio antes de encaramarme a aquella cama tan alta, utilizando el taburete antiguo, que seguía exactamente en el mismo lugar en que lo había dejado. Mientras los incidentes del día y la noche zumbaban en mi cabeza como abejas, di gracias a Dios por seguir con vida, y eso fue todo lo que pude decirle antes de que el sueño me engullera.
Dormí sólo tres horas. Me despertaron las preocupaciones. Me levanté con tiempo de sobra para reunirme con Greg Aubert, el agente de seguros. Me vestí con unos pantalones vaqueros y una camiseta de Bill. Había tenido el detalle de dejar la ropa colgada en la puerta, junto con unos calcetines gruesos. Utilizar sus zapatos era imposible, pero tuve la suerte de encontrar un viejo par de zapatillas con suela de goma que había dejado en el fondo del armario. Bill guardaba aún en la cocina el café y la cafetera de cuando salíamos
y
me alegré de poder llevar conmigo un tazón de café caliente mientras atravesaba con cuidado el cementerio
y
el bosque que rodeaba lo que quedaba de mi casa.
Cuando emergí de la arboleda vi que Greg acababa de aparcar en el jardín. Salió de su furgoneta, examinó mi curioso conjunto de ropa y, educadamente, lo ignoró. Nos situamos el uno junto al otro y contemplamos la vieja casa. Greg tenía el pelo rubio, llevaba gafas con montura al aire y era un veterano de la iglesia presbiteriana. Siempre había sido una persona de mi agrado porque cuando acompañaba a mi abuela a pagar los recibos de las primas, Greg salía de su despacho para estrecharle la mano y hacerle sentirse como una clienta importante. Su habilidad para los negocios iba de la mano de su suerte. La gente llevaba años comentando que su buena suerte personal se extendía a sus asegurados, aunque, por supuesto, lo decían en broma.
—Si lo hubiera previsto —dijo Greg—. Siento mucho lo sucedido, Sookie.
—¿A qué te refieres, Greg?
—Oh..., que ojalá hubiera pensado que necesitabas más cobertura —dijo sin darle importancia. Se dispuso a rodear la casa y yo le seguí. Por pura curiosidad, decidí escuchar sus pensamientos y lo que oí me dejó sorprendida.
—¿De modo que eso de echar conjuros para respaldar los seguros funciona? —le pregunté.
Lanzó un gañido. No existe otra palabra para describirlo.
—Eso que dicen de ti es cierto, entonces —dijo—. Yo..., yo no..., yo sólo... —Se quedó plantado en el exterior de mi cochambrosa cocina, mirándome boquiabierto.
—No pasa nada —dije, tranquilizándolo—. Sigue pensando que no lo sé si eso te ayuda a sentirte mejor.
—Mi esposa se moriría si se enterara —dijo muy sobriamente—. Y también los niños. Quiero mantenerlos completamente distanciados de esta parte de mi vida. Mi madre era..., era...
—¿Bruja? —le dije para ayudarlo.
—Sí, eso es. —Las gafas de Greg brillaban bajo el sol matutino mientras observaba lo que quedaba de mi cocina—. Mi padre siempre fingió no saberlo y, aunque ella me formó para que ocupara su lugar, yo deseaba por encima de todo poder ser un hombre normal. —Greg asintió, como queriendo decir con ello que había alcanzado su objetivo.
Bajé la vista hacia mi tazón de café, contenta de tener algo entre las manos. Greg se mentía a sí mismo, pero no sería precisamente yo quien se lo hiciese saber. Era algo que tendría que apañar él solito con su Dios y su consciencia. No me refiero con ello a que el método de Greg fuera malo, pero era evidente que no era la elección de un hombre normal. Asegurarte el sustento (en el sentido más literal) mediante la magia tiene que ir en contra de algún tipo de regla.
—Soy un buen agente de seguros —dijo, defendiéndose aun a pesar de que yo no había dicho nada—. Tengo cuidado con lo que aseguro. Tengo cuidado cuando verifico las cosas. No todo es magia.
—Oh, no —dije, porque si no lo hacía veía que aquel hombre acabaría explotando de angustia—. La gente siempre tiene accidentes, ¿no?
—Independientemente de los hechizos que yo utilice —concedió sombríamente—. Conducen borrachos. Y, a veces, hay partes metálicas que ceden.
Imaginarme a Greg, con lo convencional que era, dando vueltas por Bon Temps echando conjuros a los coches casi bastó para distraerme un poco de la ruina en que se había convertido mi casa..., pero no lo bastante.
A plena luz del día, veía mejor el alcance de los daños. Aunque me repetía constantemente que podía haber sido mucho peor —y que tenía la suerte de que la cocina, al estar construida en una fecha posterior, fuera un añadido a la parte trasera de la casa—, la parte de la casa que había sido dañada era también aquella donde se encontraban los aparatos más caros. Tendría que sustituir la cocina, la nevera, el calentador y el microondas, y en el porche trasero tenía la lavadora y la secadora.
Y además de la pérdida de aquellos importantes electrodomésticos, estaban los platos, las cacerolas, las sartenes y la cubertería... Objetos, algunos de ellos, muy antiguos. Una de mis abuelas se había incorporado a la familia con un poco de dinero y había traído con ella una vajilla de porcelana y un servicio de té de plata que me llevaba por el camino de la amargura cada vez que quería sacarle brillo. Nunca volvería a hacerlo, me di cuenta, pero no me alegraba por ello. Mi Nova ya estaba viejo, y hacía tiempo que habría tenido que cambiar de coche, pero era un gasto que no tenía pensado de momento.
Bueno, tenía un seguro, y tenía dinero en el banco gracias a que los vampiros me habían pagado por cuidar de Eric cuando éste perdió la memoria.
—¿Tenías detectores de humo? —me preguntó Greg.
—Sí—dije, recordando el sonido chirriante que había empezado justo después de que Claudine me despertara—. Si el techo del vestíbulo sigue ahí, podrás ver uno de ellos.
No quedaban peldaños para subir al porche y las tablas del entarimado parecían muy inestables. De hecho, la lavadora estaba medio caída entre las tablas del suelo y había quedado inclinada formando un ángulo extraño. Me ponía enferma ver los objetos de mi vida diaria, objetos que había tocado y utilizado centenares de veces, expuestos a la intemperie y destrozados.
—Iremos por la puerta principal —sugirió Greg, y me pareció muy bien.
Seguía sin estar cerrada con llave, y sentí una sensación pasajera de alarma hasta que me di cuenta de la ridiculez de mi miedo. Lo primero que noté fue el olor. Todo apestaba a humo. Abrí las ventanas y la brisa fresca empezó a limpiar el olor hasta que éste alcanzó un nivel tolerable.
Aquella parte de la casa estaba mejor de lo que me esperaba. Habría que limpiar los muebles, por supuesto. Pero el suelo parecía sólido y en perfecto estado. Ni siquiera subí las escaleras; apenas utilizaba las habitaciones de arriba, de modo que lo que pudiera haber pasado allí, podía esperar.
Me crucé de brazos. Miré de lado a lado, avancé poco a poco hacia el pasillo. En aquel momento noté que el suelo vibraba porque entraba alguien. Supe sin darme la vuelta que Jason estaba detrás de mí. El y Greg se dijeron alguna cosa pero pasado un instante Jason se quedó en silencio, tan con- mocionado como yo.
Pasamos al pasillo. La puerta de mi habitación y la del dormitorio del otro lado del pasillo estaban abiertas. Mi cama estaba aún deshecha. Las zapatillas habían quedado junto a la mesita de noche. Las ventanas estaban sucias de humo y ceniza y el terrible olor era incluso más fuerte. El detector de humo estaba en el techo del pasillo. Lo señalé sin decir nada. Abrí la puerta del armario de la ropa blanca y vi que todo estaba mojado. No me preocupaba, todo aquello podía lavarse. Entré en mi habitación y abrí la puerta del vestidor. El vestidor compartía una pared con la cocina. A primera vista, mi ropa parecía intacta, hasta que me di cuenta de que todas las prendas que estaban colgadas en una percha metálica tenían una línea en los hombros donde la percha calentada había chamuscado la tela. Mis zapatos se habían asado. Tal vez quedaban tres pares utilizables.
Tragué saliva.
Aunque estuve temblando durante un segundo, me sumé a mi hermano y al agente de seguros y avanzamos con cautela por el pasillo en dirección a la cocina.
El suelo de la parte más antigua de la casa estaba aparentemente bien. La cocina era una estancia grande, pues hacía también las veces de comedor familiar. La mesa estaba parcialmente quemada, igual que dos de las sillas. El linóleo del suelo se había resquebrajado y chamuscado en parte. El calentador había caído al suelo y las cortinas de la ventana que había sobre el fregadero eran puros retales. Me acordé de cuando la abuela hizo esas cortinas; no le gustaba coser, pero las de JC Penney que le gustaban salían muy caras. De modo que desenterró la vieja máquina de coser de su madre, compró en Hancock's una tela con un estampado de flores, barata pero bonita, tomó medidas y, sin parar de maldecir para sus adentros, trabajó y trabajó hasta tenerlas hechas. En su día, Jason y yo las admiramos de forma exagerada para que nuestra abuela supiese que el esfuerzo había merecido la pena, y ella estuvo encantada.
Abrí un cajón, el que guardaba todas las llaves. Se habían fundido y estaban hechas un amasijo. Cerré con fuerza la boca. Jason, que estaba a mi lado, observó el contenido del cajón.
—Mierda —maldijo en voz baja y con resentimiento. Oírselo decir me ayudó a reprimir las lágrimas.
Permanecí un minuto sujetándome del brazo de mi hermano. Jason me dio unos golpecitos de ánimo. Ver aquellos objetos tan familiares, y que con el tiempo se habían convertido en objetos queridos, alterados de forma irrevocable por el fuego era un shock terrible, por mucho que me recordara que la casa entera podía haber ardido y yo haber muerto en su interior. Aun cuando el detector de humos me hubiera despertado a tiempo, era muy probable que al salir de la casa me hubiera tropezado con el pirómano, Jeff Marriot.
La parte oriental de la cocina estaba prácticamente destrozada. El piso era inestable. El techo había desaparecido.
—Es una suerte que las habitaciones de arriba no estén situadas encima de la cocina —dijo Greg después de examinar los dos dormitorios de arriba y el desván—. Tendrás que buscar un constructor que lo verifique, pero creo que el piso superior está básicamente intacto.
Hablé con Greg sobre el tema del dinero. ¿Cuándo me lo ingresarían? ¿Qué cantidad? ¿Qué parte correspondiente a impuestos me tocaría pagar?
Jason estuvo dando vueltas por el jardín mientras Greg y yo hablábamos de esos asuntos junto a su coche. Comprendía la postura y los movimientos de mi hermano. Jason estaba tremendamente rabioso: porque yo había estado a punto de morir, por lo que le había sucedido a la casa... Cuando Greg se hubo marchado, después de dejarme una lista interminable de cosas que hacer, llamadas telefónicas que realizar (¿desde dónde?) y trabajo que preparar (¿vestida cómo?), Jason se aproximó a mi lado y dijo:
—De haber estado aquí, lo habría matado.
—¿Con tu nuevo cuerpo? —le pregunté.
—Sí. Le habría dado a ese cabrón el susto de su vida antes de que la abandonase.
—Me imagino que Charles le daría un buen susto, pero aprecio tu ofrecimiento, de todos modos.
—¿Han encarcelado al vampiro?
—No, Bud Dearborn le pidió simplemente que no saliera de la ciudad. Al fin y al cabo, en la cárcel de Bon Temps no tienen celdas especiales para vampiros. Y las normales, además de tener ventanas, no servirían para retenerlos.
—Y ¿a qué organización pertenecía ese tío? ¿A la Hermandad del Sol? ¿Un desconocido que llega a la ciudad para acabar contigo?
—Eso parece.
—Y ¿qué tienen esos contra ti? ¿Sólo que salieses con Bill y te relaciones con otros vampiros?
En realidad, la Hermandad tenía bastantes cosas contra mí. Yo había sido responsable de que se llevase a cabo una redada en la gigantesca iglesia que tenían en Dallas y de que uno de sus líderes más destacados estuviese ahora en la clandestinidad. Los periódicos habían publicado muchos artículos sobre todo lo que se había encontrado en el edificio que la Hermandad poseía en Texas. Cuando la policía llegó allí, encontró a los miembros de la Hermandad agitados, afirmando haber sido víctimas de un ataque de los vampiros. La inspección del edificio dejó al descubierto una cámara de torturas en el sótano, armas ilegales adaptadas para disparar estacas de madera contra vampiros y un cadáver. Pero la policía no encontró ni a un solo vampiro. En cambio, Steve y Sarah Newlin, los líderes de la iglesia de la Hermandad en Dallas, estaban desaparecidos desde aquella noche.
Sin embargo, yo había visto a Steve Newlin en una ocasión después de aquello. Fue en el Club de los Muertos, en Jackson. Él y uno de sus compinches se disponían a clavarle una estaca a un vampiro del club cuando yo se lo impedí. Newlin logró escapar, pero no su compañero.
Por lo que se veía, los seguidores de Newlin me habían seguido la pista. Era algo que no había previsto, como tampoco el resto de cosas que me habían sucedido a lo largo del pasado año. Cuando Bill aprendió a utilizar el ordenador me explicó que con un poco de conocimiento y de dinero era posible encontrar a cualquiera a través de la red.