Más muerto que nunca (17 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Más muerto que nunca
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Tal vez la Hermandad contratara los servicios de detectives privados, como la pareja que había estado en mi casa el día anterior. ¿Y si Jack y Lily Leeds fingieron haber sido contratados por la familia Pelt? ¿Y si en realidad fueron los Newlin quienes los contrataron? No me parecieron gente politizada, pero nunca se sabe.

—Supongo que el hecho de haber salido con un vampiro ya es motivo suficiente para que me odien —le dije a Jason. Estábamos sentados sobre el maletero de su camioneta, totalmente deprimidos y observando la casa—. ¿A quién piensas que debería llamar para que me reconstruya la cocina?

No creía que fuera a necesitar a un arquitecto: sólo quería sustituir lo que había quedado inservible. El tamaño no importaba. Teniendo en cuenta que el suelo de la cocina había ardido por completo y tendría que sustituirse del todo, no costaría mucho dinero más hacer la cocina algo más grande e incluir en ella el porche trasero. De este modo, ya no me daría tanta pereza utilizar la lavadora y la secadora cuando hiciera mal tiempo. Me invadió un sentimiento de nostalgia. Tenía dinero de sobra para pagar los impuestos y estaba segura de que el seguro me cubriría las obras.

Pasado un rato, oímos que se acercaba otro vehículo. Salió de él Maxine Fortenberry, la madre de Hoyt, cargada con un par de cestas de lavandería.

—¿Dónde tienes tu ropa, Sookie? —preguntó—. Voy a llevármela a casa para lavarla. Así al menos tendrás alguna cosa que ponerte que no huela a humo.

Después de mis protestas y su insistencia, nos adentramos en el asfixiante ambiente de la casa para buscar alguna prenda. Maxine insistió también en coger un montón de sábanas del armario de la ropa blanca para ver si conseguía revivir algunas.

Justo después de que se marchara, apareció Tara en el claro de la casa, a bordo de su nuevo coche y seguida por su empleada a tiempo parcial, una joven alta llamada McKenna, que conducía el antiguo coche de Tara.

Después de un abrazo y unas palabras de compasión, me dijo:

—Vas a conducir este viejo Malibu mientras no soluciones todo lo del seguro. Lo tengo aparcado en el garaje sin tocarlo e iba a poner un anuncio para venderlo. Te lo dejo prestado.

—Muchas gracias —dije, aturdida—. Muchísimas gracias, Tara. —Me di cuenta de que Tara no tenía muy buen aspecto, pero estaba demasiado hundida en mis propios problemas como para evaluar a fondo su apariencia. Cuando McKenna y ella se marcharon, las despedí con la mano y sin apenas fuerza.

Después llegó Terry Bellefleur. Se ofreció a derribar la parte quemada por una cantidad casi simbólica y, por un poco más, a trasladar los escombros al vertedero municipal. Empezaría en cuanto la policía le diese permiso, dijo, y, para mi asombro, me dio un pequeño abrazo.

Luego llegó Sam, en el coche de Arlene. Contempló la casa un buen rato, apretando los dientes. Cualquier otro hombre habría dicho: «Menos mal que te pedí que alojaras al vampiro en tu casa, ¿eh?». Pero él no lo dijo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —ofreció en cambio.

—Dejarme seguir trabajando contigo —le respondí con una sonrisa—. Y perdonarme si voy a trabajar con algo que no sea el uniforme. —Arlene rodeó toda la casa y vino a abrazarme, sin palabras.

—No es pedir mucho —dijo Sam. Seguía sin sonreír—. Me han dicho que el incendio lo provocó un miembro de la Hermandad, que es una represalia por haber salido con Bill.

—Tenía el carné de la Hermandad en la cartera y llevaba una lata de gasolina. —Me encogí de hombros.

—Y ¿cómo lograría dar contigo? Me refiero a que nadie de por aquí... —Sam dejó la frase sin terminar en cuanto se planteó la posibilidad con más detalle.

Estaba pensando, igual que había hecho yo, que aunque el incendio podía haber sido provocado por el simple hecho de que hubiera salido con Bill, parecía una reacción excesivamente drástica. La venganza más típica de los miembros de la Hermandad consistía en echar sangre de cerdo sobre los humanos que salían, o tenían relaciones laborales, con vampiros. Eso había ocurrido más de una vez, la más sonada con un diseñador de Dior que había empleado modelos vampiras para presentar su última colección de primavera. Eran incidentes que solían producirse en las grandes ciudades, ciudades donde había «iglesias» de la Hermandad y una población de vampiros mayor.

¿Y si alguien que no fuera la Hermandad había contratado a aquel hombre para que prendiera fuego a mi casa? ¿Y si el carné de miembro de la Hermandad estaba en su cartera sólo para despistar?

Cualquiera de esas alternativas podía ser cierta; o todas ellas, o ninguna. No sabía qué creer. ¿Estaría yo también, como los cambiantes, en el punto de mira de un asesino? ¿Debería también yo temer que me derribara un disparo salido de la nada, ahora que lo del incendio había fracasado?

Era una idea tan aterradora, que me encogí de miedo sólo de pensarlo. Eran aguas demasiado profundas para mí.

El investigador de la policía del Estado especializado en incendios provocados apareció mientras estaban conmigo Sam y Arlene. Estaba comiendo lo que Arlene me había traído. Como no es una persona muy dada a la cocina me había preparado un bocadillo de mortadela barata con queso de ese que parece plástico y una lata de té azucarado de marca blanca. Pero había pensado en mí, me lo había traído y sus hijos me habían hecho un dibujo. En mis condiciones actuales, me habría sentido feliz incluso con un simple pedazo de pan.

Arlene, automáticamente, miró con buenos ojos al investigador. Era un hombre delgado, que rozaría los cincuenta, llamado Dennis Pettibone. Dennis venía cargado con una cámara, un bloc y un aspecto sombrío. Arlene no necesitó más que un par de minutos de conversación para arrancarle una pequeña sonrisa al señor Pettibone y, transcurrido otro rato, los ojos castaños del investigador admiraban ya sin miramientos las curvas de Arlene. Antes de que Sam y Arlene se marcharan a casa, ella había conseguido la promesa del investigador de pasarse por el bar aquella misma noche.

También antes de irse, Arlene me ofreció la pequeña cama plegable de su casa prefabricada. Fue un detalle encantador por su parte, pero sabía que estaríamos muy apretados y que rompería la rutina que tenía por las mañanas con sus hijos para llevarlos al colegio, de modo que le dije que ya tenía donde instalarme temporalmente. No creía que Bill fuera a echarme de casa. Jason había mencionado además que podía ir a la suya y, para mi sorpresa, Sam me dijo antes de irse:

—Puedes instalarte conmigo, Sookie. Sin compromiso. Tengo dos habitaciones vacías. Y en una de ellas hay una cama.

—Muy amable por tu parte —dije sinceramente—. Si lo hiciera, hasta la última alma de Bon Temps diría que vamos camino del altar, pero de verdad que te lo agradezco.

—Y ¿no crees que pensarán lo mismo si te instalas en casa de Bill?

—No puedo casarme con Bill. No es legal —repliqué, zanjando el tema—. Además, también está Charles.

—Para añadir más leña al fuego —comentó Sam—. Una situación más picante todavía.

—Muy adulador por tu parte considerarme capaz de seducir a dos vampiros a la vez.

Sam sonrió, una acción que le quitaba de golpe diez años de encima. Miró por encima de mi hombro cuando se oyó el sonido de la gravilla aplastarse por la llegada de un nuevo vehículo.

—Mira quién viene —dijo.

Acababa de detenerse una camioneta vieja y muy grande. Y apareció Dawson, el gigantesco hombre lobo que hacía las veces de guardaespaldas de Calvin Norris.

—Sookie —dijo con una voz tan grave y ronca que casi hacía temblar el suelo.

—Hola, Dawson. —Me habría gustado preguntarle qué hacía aquí, pero me imaginé que habría sido de mala educación por mi parte.

—Calvin se ha enterado de lo del incendio—dijo Dawson, sin perder el tiempo con preliminares—. Me dijo que viniera a ver si habías resultado herida y a decirte que piensa mucho en ti y que, si estuviera bien, ya estaría aquí ayudándote a clavar tablones.

Por el rabillo del ojo vi que Dennis Pettibone observaba con interés al recién llegado. A Dawson sólo le faltaba llevar encima un cartel que anunciara «tipo peligroso».

—Dile que le estoy muy agradecida. Que también me gustaría que se encontrara bien para ayudarme. ¿Qué tal está?

—Esta mañana le han desconectado un par de cosas, y ha empezado a caminar un poco. Resultó muy malherido —dijo Dawson—. Tardará un tiempo en recuperarse. —Calculó la distancia a la que estaba el investigador—. Incluso siendo uno de los nuestros.

—Claro —dije—. Muchas gracias por pasarte por aquí.

—Dice Calvin, además, que su casa está vacía mientras él esté ingresado en el hospital, por si necesitas un sitio donde alojarte. Te la ofrece con mucho gusto.

Muy amable, y así se lo hice saber. Pero me sentiría muy incómoda debiéndole un favor tan grande a Calvin.

Dennis Pettibone me llamó para que me acercara.

—Mire, señorita Stackhouse —dijo—. Aquí se ve cómo derramó la gasolina en el porche. ¿Ve cómo se extendió el fuego a partir de la gasolina que puso junto a la puerta?

Tragué saliva.

—Sí, ya lo veo.

—Tuvo suerte de que anoche no hubiera viento. Y, sobre todo, tuvo suerte de tener esa puerta cerrada, la que separa la cocina del resto de la casa. De no haber sido así, el fuego se habría extendido rápidamente hacia el pasillo. Cuando los bomberos rompieron la ventana del lado norte, el fuego se desplazó en ese sentido en busca de oxígeno, en lugar de expandirse hacia el resto de la casa.

Recordé el impulso que, contra todo sentido común, me había llevado a entrar de nuevo en la casa y a cerrar aquella puerta en el último momento.

—De aquí a un par de días, la casa ya no olerá tan mal —me explicó el investigador—. Ahora abra bien todas las ventanas, rece para que no llueva y pronto se habrá acabado el problema del olor. Naturalmente, tendrá que llamar a la compañía de la luz y explicarles lo de la electricidad. Y también a la compañía del gas para que le echen un vistazo a ese tanque. Me temo que, de momento, la casa no es habitable.

Lo que me estaba diciendo básicamente era que si quería dormir allí, por el simple hecho de tener un tejado sobre mi cabeza, podía hacerlo. Pero que no había electricidad, ni calefacción, ni agua caliente, ni cocina. Le di las gracias a Dennis Pettibone y me disculpé para acabar de hablar con Dawson, que había estado escuchando la conversación.

—Intentaré pasar a ver a Calvin en un par de días, cuando haya puesto en marcha todo esto —dije, haciendo un ademán con la cabeza en dirección a la parte trasera ennegrecida de la casa.

—Sí, claro —dijo el guardaespaldas, con un pie ya dentro de su vehículo—. Calvin me ha dicho que le hagas saber quién es el responsable de esto, si es que alguien se lo ordenó a ese cabrón que murió anoche.

Miré lo que quedaba de mi cocina y conté los escasos metros que habían separado las llamas de mi dormitorio.

—Muchísimas gracias, es lo que más valoro —dije, antes de que mi personalidad cristiana acallara aquel pensamiento. La mirada castaña de Dawson se cruzó con la mía en un momento de sintonía perfecta.

9

Gracias a Maxine disponía de ropa que olía a limpio para ir a trabajar, pero tuve que comprarme calzado en Apiles. Normalmente, gasto en zapatos un poco más de lo que debería porque he de pasar mucho rato de pie, pero no me daba tiempo a desplazarme hasta Clarice e ir a una buena zapatería, ni a conducir hasta el centro comercial de Monroe. Cuando llegué al trabajo, Sweetie Des Arts salió de la cocina para darme un abrazo con aquel cuerpo menudo envuelto en un delantal blanco de cocinera. Incluso el chico que limpiaba las mesas me dijo que lo sentía. Holly y Danielle, que estaban cambiando el turno, me dieron sendas palmaditas en el hombro y me desearon que todo fuera mejor a partir de ahora.

Arlene me preguntó si pensaba que el atractivo Dennis Pettibone acabaría pasándose por el bar, y le aseguré que lo haría.

—Supongo que viaja mucho —musitó pensativa—. Me pregunto dónde vivirá.

—Me dio su tarjeta. Vive en Shreveport. Ahora que lo pienso, me comentó que se había comprado una pequeña granja justo en las afueras de Shreveport.

Arlene entrecerró los ojos.

—Por lo que veo, Dennis y tú estuvisteis charlando un buen rato.

A punto estuve de decirle que el investigador era un poco mayorcito para mí, pero luego, cuando recordé que Arlene llevaba tres años diciendo que ya tenía treinta y seis, me imaginé que un comentario de ese tipo resultaría poco diplomático.

—Simplemente pasaba el rato —le dije—. Me preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando contigo y si tenías niños.

—Oh, ¿sí? —Arlene estaba radiante—. Caramba, caramba. —Satisfecha, fue a ver cómo estaban las mesas.

Me puse a trabajar, aunque las constantes interrupciones me retrasaban continuamente. Sabía, de todos modos, que cualquier otra noticia eclipsaría muy pronto la del incendio de mi casa. Aunque no deseaba que nadie experimentara un desastre similar, tenía ganas de dejar de ser la protagonista de las conversaciones de todos los clientes.

Terry no había podido limpiar el bar, de modo que Arlene y yo hablamos sobre cómo hacerlo para dejarlo todo preparado. Estar ocupada me ayudaba a sentirme menos incómoda.

Aun con sólo tres horas de sueño, conseguí apañármelas bastante bien hasta que Sam me llamó desde el pasillo que llevaba a su despacho y a los lavabos.

Antes, de pasada, había visto a un par dé personas que se acercaban a hablar con él a la mesa que últimamente solía ocupar en un rincón. La mujer tendría unos sesenta años, era regordeta y bajita. Utilizaba bastón. El joven que la acompañaba tenía el pelo castaño, la nariz afilada y unas cejas tupidas que daban carácter a su cara. Me recordaba a alguien, pero no conseguía adivinar a quién. Sam los había hecho pasar a su despacho.

—Sookie —dijo Sam con poco entusiasmo—. Hay unas personas en mi despacho que quieren hablar contigo.

—¿Quiénes son?

—Ella es la madre de Jeff Marriot. El es su hermano gemelo.

—Oh, Dios mío —dije, percatándome de que a quien me recordaba aquel hombre era al cadáver—. ¿Por qué quieren hablar conmigo?

—Dicen que no tenían ni idea de que fuera miembro de la Hermandad. No comprenden lo de su muerte.

Decir que temía aquel encuentro era decir poco.

—Y ¿por qué tienen que hablar conmigo? —pregunté, casi gimiendo. Estaba llegando al final de mi resistencia emocional.

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