Los luchadores de Sumo quedaron superchulos en el rincón de países del mundo. El Imbécil se pidió ir con el luchador que enseñaba los dientes en señal de ataque, y yo con el otro que era más peligroso todavía porque se estaba mordiendo los labios de las ganas que tenía de ponerle al otro la cara del revés.
Cuando subimos a casa, mi abuelo se puso muy contento de vernos, pero en vez de mearse como la
Boni
en el centro del salón, se fue al váter, porque mi abuelo está de la próstata pero no es un guarro. Le enseñamos el kimono que le habíamos comprado y mi abuelo puso una cara medio rara:
—¡Antes muerto que ponerme yo ese batín, Cata!
Pero mi madre le llamó desagradecido y antiguo y le dijo que a todo le tenía que poner pegas y que un abuelo en camiseta era de lo peor que se puede ver dentro de una casa, así que mi abuelo se tuvo que poner el kimono sin más remedio, claro que se lo puso encima de la ropa que llevaba y, cuando lo vimos comiéndose el soperío de por la noche con el kimono, nos pareció un abuelo auténtico japonés que habíamos visto en una película de guerreros japoneses. A mi padre le contamos por teléfono lo de su nuevo kimono y mi padre le dijo a mi madre que ya lo podía ir devolviendo porque él no pensaba hacer el ridículo. Pero cuando al día siguiente volvió de la carretera mi madre le hizo ducharse y le puso el kimono. Mi padre dijo:
—Ay, Cata, me lo pongo para que no te enfades.
Y todos cenamos con el kimono puesto y la Luisa y Bernabé, como tienen confianza, subieron con el suyo, y nos entró una risa japonesa que hizo temblar las paredes y al rato teníamos, como siempre, a la mujer de Cucú que venía a protestar, también en kimono, y Cucú se asomó un pelín por la puerta con el suyo puesto.
La Semana del Japón hubiera acabado bien si no hubiera sido porque al Imbécil y a mí nos dio por jugar en el salón, una tarde después del colegio, a los samuráis. El Imbécil sufrió una transformación de las suyas y le salió el samuray que llevaba dentro. No veas cómo subía las piernas todas tiesas para arriba, y cómo hacía como un baile con los brazos, un baile de ataque mortal. Mi abuelo le decía:
—Nene, nene, a ver si le vas a saltar las gafas al Manolito.
Eso sí que es una superhumillación: que le tengan que decir a tu hermano pequeño que tenga cuidado para no hacerte daño. Pero el Imbécil estaba poseído y daba patadas con gritos japoneses incluidos. En una de esas patadas mortales, la punta del pie se fue contra la figura que tiene mi madre de las Casas Colgadas de Cuenca. Las Casas Colgadas se cayeron al suelo. Mi madre entró en el salón y nosotros bajamos la cabeza hacia el suelo (mi abuelo también). Yo ya sentía el calentón de la colleja en mi nuca, pero milagrosamente, no hubo collejas. Sólo una voz que decía:
—Los kimonos. Dadme los kimonos.
Nos hizo entregarle los kimonos allí mismo. No le importó que nos quedáramos en calzoncillos.
—Se acabaron los kimonos.
—Si quieres, yo también me lo quito —dijo mi abuelo.
—No te hagas el gracioso, papá, que tiene muy poca gracia.
Estuvimos lo menos media hora supercortados, sentados en el sofá, en calzoncillos y abrazados al abuelo auténtico japonés. Sabíamos que en el fondo habíamos tenido mucha suerte porque la bronca de mi madre podía haber sido mortal, así que era mejor no meterse en líos durante un rato. Pero después de esa media hora nos empezamos a animar otra vez, porque acuérdate que somos de esos niños que tropiezan siempre con la misma piedra. Empezamos a reírnos bajito porque el Imbécil se tiró uno de sus pedos musicales. La melodía que sonó fue
Noche de Paz
. Le he dicho muchas veces que me enseñe a hacerlo, así podríamos montar un número musical entre los dos para final de curso (no sé por qué pero casi siempre le salen villancicos), pero él me dice:
—No, los pedos musicales son del nene.
Yo creo que en realidad es que no sabe cómo lo hace, que se trata de una cualidad congénita, porque a mi padre se le escapó uno un día que íbamos en el camión y sonó el himno de los Mundiales, te lo juro. Mi madre le miró con cara de odio contenido:
—Anda que, hijo mío, cómo se nota que siempre estás pensando en lo mismo.
Bueno, pues a lo que iba, que con el pedo musical del Imbécil nos empezamos a reír en voz baja para que no nos oyera mi madre; pero nos quedamos alucinados porque mi madre vino al salón con la mejor de las sonrisas y con las Casas Colgadas completamente reconstruidas.
—Ya está.
—Ahora dale los kimonos al nene y a Manolito —le pidió el Imbécil que es mucho más valiente que yo, la verdad.
—No hay kimono ni kimona. Me voy a la calle y no me fío de vosotros ni un pelo. Ya veré cuándo os los devuelvo.
—Mujer —le dijo mi abu—, si no van a hacer nada y si hacen algo les pego dos tortas.
A nosotros nos entró la risa porque mi abuelo no nos ha dado dos tortas en su vida. Hay veces que le hemos dejado que lo intentara pero no le sale. Mi madre le ha intentado enseñar a pegar collejas para cuando no estuviera ella, pero tampoco.
Mi madre nos había dicho que nos vistiéramos pero al Imbécil y a mí nos encanta estar en calzoncillos a media tarde. Entonces fue cuando el Imbécil hinchó los mofletes y enseñando los dientes dijo:
—¿Quién es el nene?
Mi abuelo y yo nos lo quedamos mirando sin entender.
—El nene es el luchador de Sumo de la Luisa.
Es verdad, se parecía cantidad. Ya no nos hacían falta los kimonos: los luchadores de Sumo iban en calzoncillos. Le quitamos a mi abuelo los cordones de los zapatos para ponernos una cinta en la frente como llevan los auténticos luchadores, y nos colocamos en posición de ataque: el Imbécil enseñaba los dientes y yo me mordía el labio de abajo. Nos mirábamos fijamente con furia y en posición de ataque, muy muy quietos porque como estábamos copiando a dos figuras de cerámica no sabíamos lo que hacer después.
—¿Y ahora qué se hace abuelo? —le pregunté yo.
Mi abuelo se estaba empezando a quedar dormido y dijo mascando la saliva y con los ojos ya cerrados:
—No sé, en Mota del Cuervo nunca jugábamos al Sumo, pero supongo que será a pelear revolcándose, pegándose patadas, yo qué sé…
El Imbécil no le dejó acabar la frase; antes casi de que yo me diera cuenta se había tirado encima de mí y nos habíamos caído al suelo.
—Pero no seas burro, niño.
Ésos son los juegos que a él le gustan: los de pegarse y, cuando se emociona, se pasa mucho, te araña y te quiere morder y tirar del pelo. Me costaba mucho trabajo quitármelo de encima porque era como un gato gordo que se me hubiera enganchado.
—¡Abuelo, quítamelo, abuelo!
Pero mi abuelo ya estaba dormido, soplando como si estuviera hinchando un globo.
—¡Ésas no son las reglas, niño, eso no vale!
No tuve más remedio que hacerle unas cuantas cosquillas en sitios estratégicos para dejarle sin fuerzas y que se dejara caer como un muerto al suelo.
—Como vuelvas a hacer trampa, niño, no juego contigo. ¿Vas a hacer trampa sí o no?
Dijo que sí con la boca y que no con la cabeza, pero a eso no hay que darle demasiada importancia, lo hace por despistar.
—No se tira uno encima del otro luchador para morderlo, ni para arañarlo. Las patadas se dan al aire. No se empuja al otro luchador, no se tira del pelo, no se dan tortas ni puñetazos.
—Vale —dijo el Imbécil.
Resultó que yo había prohibido tantas cosas que nos quedamos un rato en posición de ataque sin saber qué hacer.
—Patadas al aire, ¿sí valen? —preguntó el Imbécil.
—Sí.
Fue una sola patada, una patada de su pierna corta que le dio al mando a distancia que había encima de la mesa. El mando a distancia salió por los aires y fue a parar a la cara de mi abuelo. Mi abuelo se llevó la mano a la cara y dijo:
—Ya me habéis matado, ya habéis matado a vuestro abuelo.
Al principio pensamos que era de broma y nos echamos a reír, nos reímos bien a gusto un rato porque el Imbécil volvía a representar cómo había dado con el pie al mando a distancia que estaba en la mesa y cómo el mando había salido volando. Se nos fue pasando la risa cuando vimos que mi pobre abu se retiró la mano de la cara y le corría por la frente un hilillo de sangre. Nos acercamos muy lentamente. El Imbécil se sentó encima de él y empezó a llorar, le decía:
—El nene no quería matar al abu.
Mi abuelo se levantó y fue como borracho al váter. Nosotros le seguimos. Se miró al espejo. Se le estaba haciendo un chichón muy grande y por una parte del chichón le seguía saliendo sangre. No nos decía nada, ni tan siquiera al Imbécil, que le seguía diciendo que él no quería matarlo. El Imbécil es que se cree que morirse es así, porque como mi madre siempre le está diciendo que no llore por los de las películas porque después de morirse luego se van a su casa a cenar tan frescos, ahora él piensa que morirse es quedarse un rato quieto, como se había quedado mi abuelo, y luego irte al ambulatorio.
Al ambulatorio nos fuimos, a que le viera el doctor Morales el chichonazo sangrante. Íbamos andando muy despacio porque el abuelo estaba un poco colgado. El señor Ezequiel, el dueño del Tropezón, se asomó un momento a la puerta y le gritó a mi abuelo:
—¿Qué le pasa, Nicolás, que arrastra los pies?
Y el Imbécil, todavía medio llorando, le contestó también a gritos:
—Porque se ha muerto.
—Pues que pase y que se tome un vino a ver si revive.
Mi abuelo dijo que no con la cabeza y siguió andando.
—No quiere porque se ha muerto —gritó el Imbécil.
—Pues nada, ya sabéis que en Carabanchel Bajo está el cementerio.
El señor Ezequiel no vio lo que mi abuelo llevaba en la frente. Y yo tampoco se lo quise decir porque no quería que se enterara nadie y menos mi madre, porque cuando viera mi madre lo del chichón, se iba a poner hecha una hiedra y me echaría las culpas a mí aunque el que hubiera matado al abuelo hubiera sido el Imbécil.
Fue allí sentados en la sala de espera del doctor Morales cuando nos dimos cuenta de que al abuelo se le había olvidado quitarse el kimono y estaba allí con la mano en la frente, la mirada en el más allá y el kimono amarillo encima de la ropa. El abuelo de Yihad, el señor Faustino, se acercó al mío y le preguntó:
—Nicolás, ¿qué te ha pasado?
—Que me han tirado éstos el mando a distancia a la cabeza.
—No —dije yo—, ha sido el Imbécil.
Había que dejar las cosas claras desde el principio.
—El nene no quería matarlo.
—Que sí, hijo, que sí, pero callaos ya.
A mi abuelo le debía de doler cantidad porque él nunca dice las cosas de esa manera. El señor Faustino me cogió a un aparte y me preguntó si mi abuelo había perdido la cabeza con el golpe. Yo le dije que no creía. Entonces el señor Faustino me dijo que por qué había venido al ambulatorio con un kimono puesto, y yo le dije que era mi madre la que le obligaba a llevar kimono.
El doctor Morales le tuvo que dar dos puntos a mi abuelo en la frente y él no lloró nada de nada, pero nosotros sí porque es nuestro abuelo. Le dio también una pastilla para que se le pasara el mareo y a nosotros nos dio la charla y nos dijo que a los abuelos no se les tiran los mandos a distancia a la cabeza. El Imbécil le preguntó al doctor Morales si con esa pastilla el abuelo iba a resucitar del todo y el doctor Morales dijo que sí, que esperara un poco y ya vería qué abuelo más resucitado iba a tener. Mi abuelo fue dejando de tener cara de muerto, se quitó el kimono y volvimos a casa. Por el camino nos dijo que aunque era verdad que mi madre siempre estaba regañando también era verdad que nosotros éramos unos niños que a veces nos pasábamos de rosca. Se quiso quedar solo en el bar y nos mandó para arriba con el kimono. Cuando llegamos a casa nos encontramos a la Luisa y el Imbécil le dijo que el abuelo se había muerto pero que ya estaba mucho mejor. La Luisa se quedó con los ojos a cuadros y subió detrás de nosotros. El Imbécil siempre tiene que irse de la lengua así que volvió a contarle a mi madre lo del chichón, a su manera, claro:
—Manolito y el nene han matado al abu con el mando a distancia.
—¿Pero qué dice tu hermano, Manolito?
—Aquí —dijo el Imbécil señalando una manchita de sangre que había en la mesa donde mi abuelo se había apoyado—, aquí lo hemos matado.
—No lo hemos matado, mentira podrida, lo has matado tú solo, que al final todas las culpas me las llevo yo.
Mi madre me sacudió tanto que las gafas se me bajaron hasta la punta de la nariz:
—¿Qué le habéis hecho al pobre abuelo? ¿Dónde está mi papá?
—Ahora está en el Tropezón —le dije yo intentando soltarme.
—Con la pastilla del doctor Morales ha resucitado el abu —dijo el Imbécil—. Pero el señor Ezequiel dice que luego a dormir al cementerio.
Mi madre no preguntó más, echó a correr escaleras abajo y nosotros detrás de ella y la Luisa y la
Boni
. Llegamos al Tropezón. El abu se había bebido dos vinos y daba mucha pena con la venda puesta en la frente.
—Papá, ¿qué te han hecho estos inhumanos?
—Nada, Cata, el susto y nada más. Les pedí el mando a distancia y me lo tiraron un poco fuerte.
—Pero qué bestias —dijo mi madre mirándonos.
—En esa casa todo el mundo se tira el mando a distancia. No somos de esos que se dan las cosas en la mano.
—Tú encima defiéndelos —decía mi madre enseñando los dientes como la
Boni
—. ¿Cuál ha sido?