Mi padre me volvió a decir «pero, venga, a qué esperas, que te has quedado
pasmao
». Me quité la ropa y cuando ya sólo me quedaban los calzoncillos me metí corriendo en la ducha. Me preguntó que si me ayudaba y le vi acercarse por detrás de la cortina y le dije que no, que no, que no, y sin darme cuenta me puse las dos manos tapándome el pito. Se alejó otra vez diciendo «bueno, bueno». Qué susto. Por un momento, cuando veía la sombra que se me acercaba por detrás de la cortina transparente se me había parecido a un trozo de película que vi una noche de una abuela que le pegaba veinte cuchilladas a una chica rubia que se estaba duchando tan tranquilamente sin meterse con nadie.
Cuando cerré el grifo mi padre me envolvió en la toalla y me sacó de la bañera como hace mi madre con el Imbécil. Me decía de broma «mi niño chico», y lo hacía a posta porque sabía que me daba vergüenza y que también me daba la risa. Me dejó sentado encima de la cama y ahí me quedé pensando que nunca había dormido fuera de mi terraza de aluminio visto o en la cama nido del Orejones López. Mi padre salió al poco rato y desnudo, como si un padre que estuviera desnudo fuera la cosa más normal del mundo. Yo quise mirar para otro sitio pero una fuerza superior y sobrenatural me llevó los ojos hacia un lugar del cuerpo de mi padre, bueno, lo voy a decir más claro, que le miré el pito, y luego levanté un poquillo la toalla para ver el mío, y me entró un mal rollo con la diferencia, que se me debió de notar en la cara porque mi padre me dijo:
—Ya te crecerá, tienes mucho tiempo por delante.
—Pero es que nunca me crece de como está ahora.
—Eso te lo parece a ti.
—De verdad, que lo miro todos los días cuando salgo de la ducha. Bueno, todos los días, no, porque no me ducho todos los días, pero sí día sí, día no.
—Yo a tu edad la tenía todavía más chica.
—Entonces, no se te vería.
—Muy poquillo, y mi padre decía «No te preocupes, ya te crecerá».
Me dijo mi padre que así se lo han ido diciendo los Manolo García de padres a hijos desde las postrimerías del siglo XV. El Orejones lo tiene mucho más grande que yo y es que él dice que el largo del pito está relacionado con el tamaño de las orejas. Yihad dice que eso es una tontería porque él tiene las orejas superchicas y, sin embargo, dice que tiene el pito bastante grande, aunque ninguno de nosotros se lo hemos visto. Cuando le operaron de fimosis en el Hospital del Niño Jesús fuimos el Orejones y yo a verle y nos dijo que le habían quitado un cacho así (y se señaló casi medio dedo) y que no le importaba porque el médico había dicho que tenía de sobra. Se lo contamos a mi abuelo en el autobús de vuelta a Carabanchel y mi abuelo dijo «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Entonces el Orejones que no se corta ni un pelo le contó a mi abuelo su teoría de las orejas y le preguntó:
—¿Y el suyo es grande o es pequeño?
—Pues…
—Las orejas las tiene bastante grandes —dijo el Ore y los dos le miramos sus dos orejas monstruosas.
—En mi caso se rompe la teoría —dijo mi abuelo pensándose un rato la contestación—. No creo que tenga mucha relación el tamaño de las orejas con…
Dos señoras que iban en los asientos de delante se volvieron para ver cómo mi abuelo acababa la frase. Es la primera vez que he visto ponerse a un abuelo rojo como un tomate. Fue bastante impresionante porque mi abuelo siempre es de color amarillo.
Las señoras miraban a mi abuelo fijamente y nosotros también. Todo el mundo esperaba su respuesta.
—La verdad es que en estos momentos no consigo acordarme de mi propio tamaño. Es la edad, que no perdona.
Una gran decepción se masticó en el ambiente. Las señoras miraron otra vez para adelante, pero por lo que pude oír siguieron hablando del tema y hablando de narices y de dedos de la mano y de sus maridos. Como verás, no me enteré de mucho.
Después de esa conversación crucial de padre a hijo, mi padre se fue otra vez al cuarto de baño y dejó la puerta medio abierta. Yo me puse el pijama y me metí en aquellas sábanas tan suaves. El dedo gordo se me metió por un agujero de la sábana y sonó
¡ras!
, pero no dije nada, no fuera a ser que en aquel hotel de lujo me echaran a mí las culpas y tuviera mi padre que pagar una sábana nueva.
—¡Papá!
—¿Qué? —me dijo mi padre desde el cuarto de baño.
—¿Te acuerdas de Arturo Román, el que hizo de cordero conmigo en el Belén Viviente de este año, que balaba tan fuerte que a mí no se me oía balar ni tampoco a ninguno de los personajes del Belén Viviente, te acuerdas?
—Sí, sí, el otro corderillo.
—Pues di que Arturo Román al pito no le llama pito.
—¿Ah, no, y cómo le llama?
Me estaba entrando tal risa que no podía decírselo, iba a pronunciar la palabra y me salía una pedorreta o un ronquido.
—Al pito le llama pene, papá, al pito le llama pene.
Sólo de decir la palabra me entraban todavía más ganas de reír. Decía «pene», y me daba la risa, y otra vez «pene», y la risa… No me acuerdo de más, eso fue lo último que dije.
No vi a mi padre salir del cuarto de baño y apagar la luz ni meterse en la cama ni decir buenas noches. En medio de la risa, oyendo a mi padre que también se reía en el cuarto de baño, con mi dedo gordo metido en el agujero de la sábana de aquel hostal de lujo, me quedé dormido. Estaba seguro de que aquélla era la mejor noche de mi vida en el Planeta.
Un ciervo se estaba descolgando del cuadro superrealista, tenía medio cuerpo fuera y estaba a punto de pisarme con una pata la cabeza. Desde mi cama le veía los cuernos tan grandes que parecía que iban a tocar el techo.
—¡Abuelo!
Ese que había gritado era yo, que estaba sentado en la cama, sudando hasta por los cristales de las gafas y a punto de ser el primer niño del mundo con un infarto de miocardio. No sabía dónde estaba. Miré a mi alrededor y me asusté otra vez porque en la pared estaban reflejados los cuernos del ciervo. Pero no, eran sombras que venían de la ventana. Afuera, en la calle, una luz se apagaba y se encendía. Ah, el CHOHUÍ con el pajarillo y la palmera. Miré el cuadro, y los ciervos seguían en su sitio. Ya me iba a dar media vuelta y a dormirme otra vez cuando empecé a ver la habitación con claridad y me di cuenta de que la cama de mi padre estaba vacía, y sin deshacer. Me entró un poco de miedo, la verdad. Yo no soy de esos niños a los que les gusta quedarse solos por la noche en hostales de lujo. Comprobé si alguien había cortado el cable del teléfono. No lo habían cortado, seguía teniendo señal. Dirás que estoy un poco de los nervios, pero es que no me digas que la situación en la que me encontraba no era de película de terror: Un niño en un hostal de una carretera se despierta y está solo, va a llamar por teléfono para pedir auxilio y el teléfono no rula. Ese niño, amigo mío, está en peligro. Lo hemos visto en demasiadas películas.
Me levanté para mirar por la ventana. Quería saber si
Manolito
(el de la ruedas) seguía ahí. Tenía que asegurarme de que mi padre, el hombre que se reía en el cuarto de baño, no se había ido a comprar tabaco y me había abandonado. Menos mal:
Manolito
está aparcado en el mismo sitio, pero debía de necesitarme porque encendió y apagó las luces como yo le había dicho. Me froté las gafas, no fuera a ser que me hubiera metido en otro sueño distinto. No, no era un sueño. Era mi padre que estaba sacando el paquete que le había dado el encargado del almacén. Alicia se acercó hasta el camión y mi padre le entregó el paquete. Luego se fueron andando los dos juntos y se sentaron en un banco. Se ve que mi padre había decidido regalarle el detergente a Alicia por lo bien que se estaba portando conmigo, y porque mi madre ya se lo había dicho: «¡Como me traigas otra vez detergente te lo tiro a la cara!». Al acordarme de mi madre me acordé también de que ella me había insistido mil veces que no podía permitir que mi padre se acostara tarde. Un camionero-copiloto nunca puede dejar pasar una misión que le han encomendado sus superiores, así que me armé de valor, me puse las zapatillas que había colocado mi padre por fuera de la ventana (no por los Reyes Magos sino por el olor) y me fui a buscarle.
El pasillo estaba muy oscuro y las escaleras también. Se oían ronquidos que salían de las habitaciones y yo tenía los pelos de punta del miedo que me estaba entrando. Pensaba que en cualquier momento una mano asesina me podía asaltar por la espalda. Lo único que se veía de vez en cuando eran los ojos de los animales disecados que Alicia tenía de adorno. Algunos colgaban del techo, ésos eran los más terroríficos, había un buitre supercarroñero y un búho que me miraba con los ojos muy abiertos mientras bajaba las escaleras. Por las paredes había otros colocados en estanterías al lado de copas triunfales, sobre todo había ardillas y gatos. Los gatos habían sido de Alicia, me enteré luego por mi padre. Los había querido tanto que había aprendido a disecarlos para tener siempre su vivo retrato. Hace poco me acordé de esto y se lo conté a mi abuelo, como él siempre está con el rollo de que le faltan sólo dos años para morirse y que quiere que esparzamos la mitad de sus cenizas en la puerta del Bar el Tropezón y la otra mitad en el Bar la Pava de Mota del Cuervo, que dice que han sido los dos lugares santos de su vida, yo le dije que a lo mejor le podíamos pedir a Alicia que lo disecara y tenerlo la mitad del año sentado en una mesa del Tropezón y la otra mitad en la Pava. Mi abuelo me dijo que podíamos hacer lo que quisiéramos pero que él prefería quedarse en polvo, que los animales disecados le daban grima porque les ponían los ojos de cristal y parecía que siempre te estaban mirando. Al señor Ezequiel le ha encantado la idea, dice que podría tener mucho tirón comercial, que a lo mejor venía gente de todo el mundo a hacerse fotos con el primer abuelo disecado de la historia. Se lo dijo a mi abuelo: «Nicolás, yo te siento en el rinconcillo, enfrente de la tele, donde a ti te gusta y te pongo un carajillo delante en invierno y un tinto de verano cuando haga calor. Ya verás lo ricamente que vas a estar. Sin embargo, como se pongan tus nietos a esparcirme las cenizas por la puerta, ya sabes que yo por las mañanas barro y lo echo todo para el parque del Ahorcado, que a mí me gusta tener la entrada como un espejo».
Es verdad que los animales disecados te siguen con los ojos a todas partes porque yo notaba que ninguno de ellos me quitó ojo hasta que no llegué al bar, que estaba a oscuras. Cuando los dejé a mis espaldas me eché la mano a la nuca porque me estaba dando miedo que cualquiera de esas aves carroñeras me saltara a la cabeza y me picoteara el cerebro. Pero aún me faltaba otro susto mayor, cuando abrí la puerta del bar para salir del hostal, me chistaron desde un rincón del porche. Al principio no lo pude ver bien porque estaba oscuro, pero en cuanto se encendió la sílaba HUÍ, le vi la cara. Era Marcial, que al estar iluminado por el color rojo del HUÍ y el verde del pajarillo y la palmera, era todavía más terrible que con la luz del día. Yo pegué un salto del susto de verle la cara y él me dijo:
—El mundo es un pañuelo, Manolito.
Eché a andar hacia donde estaba mi padre. Detrás de mí oía la voz de Marcial cada vez más lejos: «Deja a tu papá, que está muy tranquilo, déjale vivir…».
Mi padre y Alicia estaban de espaldas así que no me vieron acercarme. Alicia se reía de una cosa que estaba contando mi padre. Me pareció que hablaba de un niño que no quería quitarse la ropa para ducharse. Empecé a andar muy despacito para que no pudieran oír mis pasos y cuando llegué le tapé a mi padre los ojos con las manos. Mi padre pegó un respingo y me quitó las manos al momento.
—Pero ¿qué haces aquí, Manolito?
—Que estaba durmiendo y he tenido una pesadilla y encima me despierto y no estás.
—Estaba tomando un poco el fresco.
—Pues tienes que subir porque mamá me dijo que no te dejara acostar tarde —miré a Alicia para que lo comprendiera—. Es que tiene que dormir.
Mi padre se levantó y me cogió de la mano.
—Venga, a la cama se ha dicho. Alicia, muchas gracias por todo.
Alicia nos miraba con el paquete en las manos.
—Yo sé lo que tiene ese paquete.
—¿Ah, sí? —me dijo Alicia.
—Sí, era un regalo para mi madre pero es que mi madre no lo quiere. Empieza por D y acaba por E.
—¿No será un Diamante? —dijo Alicia riéndose.
—No, un Diamante es lo que le gustaría a mi madre. El Diamante es para siempre y esto se gasta.
Cuando entramos en el hostal, Marcial le dijo a mi padre: «Ten cuidado con lo que haces, Manolo, que este niño te lo han mandado para vigilarte». Mi padre le dijo a Marcial que ese niño (yo) tenía razón, que ya era hora de cerrar el ojo. Cuando volvimos por el camino de los animales se los enseñé a mi padre y no sé por qué ya no me parecieron tan terroríficos. Antes de dormirme le pregunté quién era ese niño que no quería desnudarse para meterse en la ducha del que le estaba hablando a Alicia. Mi padre me dijo: «No lo conoces, es el hijo de un amigo mío».
—¿Y ese niño quiere meterse en la ducha vestido?
—A dormir, Manolito.
Me dormí por segunda vez en la misma noche, me dormí pensando que mi padre tenía amigos superraros. Claro, que en eso había salido a mí: el Orejones con sus orejas y sus traumas gigantescos, Paquito Medina con sus dos ombligos, Melody Martínez con sus padres en la cárcel, el chulo de Yihad, la Susana con sus bragas sucias… ¡Anda que los míos no eran raros!