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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (30 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—Los centinelas lo olerán —aseveró Homer—. Y aunque las ventanas deberían estar cerradas por el frío, ya estamos corriendo un riesgo con el olor a gas. No necesitamos olores adicionales.

Fue Lee quien solucionó el problema. Había estado sentado sin decir nada durante media hora, pero, de repente, se levantó de un salto, dándome un buen susto. No tuvo que gritar «¡Eureka!» para que nos diéramos cuenta de que había dado con algo.

—Entrad en todas las casas que encontréis abiertas y traed tostadoras —ordenó—. Y temporizadores. Que nadie vuelva sin haber encontrado uno de cada. Y no preguntéis. No hay tiempo. Si nos damos prisa, todavía estamos a tiempo de hacerlo esta noche.

—Y ya que estáis, mirad el tema de las bicis —dijo Homer, mientras desperezábamos nuestros cuerpos fatigados. Ya no recordaba la última vez que había dormido una noche entera del tirón, pero ya me había acostumbrado a funcionar con el piloto automático.

Yo fui con Fi. Nos desenvolvíamos con un poco más de soltura por el pueblo. Había otras zonas, aparte de la Colina Pija y la zona comercial de Barker Street, que cada noche estaban iluminadas. Supusimos que habría gente viviendo allí, así que nos mantuvimos alejadas. Pero últimamente, con sus calles oscuras y sus casas silenciosas, el resto de Wirrawee parecía totalmente abandonado. Nunca se veían patrullas recorrer aquellas zonas. Parecía que los soldados daban por sentado que el pueblo estaba bajo control. Quizás hubieran detenido a toda la gente excepto a nosotros.

Bueno, si esta noche hacemos lo que nos proponemos, no estaremos a salvo en Wirrawee por mucho tiempo, me dije con fría resolución.

Fi y yo visitamos cuatro casas, y encontramos cuatro tostadoras con bastante facilidad. No ocurrió lo mismo con los temporizadores. Sin embargo, en la última casa nos tocó el premio gordo: había temporizadores en casi todas las habitaciones; cada radiador estaba provisto de uno. Al parecer, la persona que vivía allí era de lo más organizada.

A eso de las dos estábamos de vuelta, cada uno con su pequeño botín y en una bicicleta. Robyn traía una bomba, accesorio que todos necesitábamos dado que la mayoría de las ruedas estaban bastante desinfladas. Lee no había podido dar con un temporizador, pero Fi y yo le solucionamos la papeleta; en cambio, él había encontrado un par de alicates, con los que nos hizo una demostración de lo que quería de nosotros. Su idea era muy sencilla a la vez que muy astuta, y tenía todas las de funcionar.

En cuanto dimos el visto bueno a su plan, utilizó los alicates para cortar los cables de las tostadoras y nos hizo practicar con los temporizadores. Para entonces, eran las tres; hora de marcharnos. Programamos los temporizadores, hicimos rápidamente las mochilas y nos montamos en las bicis. Esta vez llevaríamos nuestras cosas para replegarnos más rápidamente.

Elegimos las mismas casas que la última vez: a mí me tocaba la de los vecinos de Fi; Robyn se encargaría de la siguiente, que al parecer utilizaban como oficinas; después venía la de Lee: era la del doctor Burgess, que, como ya sabíamos, servía de cuartel general. Frente a esta última se alzaba una gran casa nueva, de ladrillo, donde se alojaban un montón de oficiales; Homer se decantó por ella. Y como Fi ya no tenía que poner en punto muerto ningún camión, podía lanzar un ataque contra otra casa. Tuvo el valor de proponer la suya propia, pero la convencimos de que se encargara de la que estaba en lo más alto de la colina, donde parecía haber más actividad. Eso sí, era muy probable que la suya sufriera daños por la explosión, y ella era consciente.

Seguí el mismo itinerario que la noche anterior, trepando el muro de ladrillo y siguiendo más allá del hoyo de abono. Llevaba la tostadora firmemente agarrada, y un temporizador y una linterna en los bolsillos. Debíamos estar en nuestras respectivas posiciones a las cuatro de la madrugada, así que, igual que la última vez, tenía tiempo suficiente para poder moverme con lentitud y cautela. Aunque supongo que ya estaba harta de andar siempre con tanto cuidado y disciplina. Después de haber dedicado cinco minutos a dar seis pasos, acabé perdiendo la sangre fría y avancé diez metros de un tirón hasta esconderme detrás de un limonero. Pensé que así haría el resto del trayecto menos monótono. En realidad, a punto estuvo de costarme la vida. Me disponía a dejar atrás el árbol y dar el siguiente paso cuando oí el crujido de una rama. Sonó de una forma horripilante, como una pisada. Vacilé. Entonces me agazapé y esperé. Y efectivamente, un instante después, el haz de una linterna iluminaba el jardín. Me deslicé entre las plantas con un silencio sepulcral. Me agaché aún más y entrecerré los ojos esperando a que me acribillaran las balas. ¿Puedes oír los disparos antes de morir?, me preguntaba. ¿O todo ocurre tan rápido que los recibes y mueres antes siquiera de haberlos oído? Me obligué a abrir los ojos y a torcer ligeramente la cabeza para echar un pequeño vistazo. Una parte de mí esperaba que el centinela estuviera ahí, mirándome, con el fusil en ristre. Pero no vi más que el haz de la linterna, que seguía barriendo la zona. En aquel instante iluminaba un rosal, bastante lejos de mí. De pronto, se apagó. Me di cuenta en el acto de la estúpida situación en la que acababa de meterme por impaciente. Si me movía en cualquier momento entre ese instante y las cuatro, me arriesgaría a que me oyeran. Y si no lo hacía, estaría demasiado lejos de la casa como para llegar allí a las cuatro. Ya iba justa de tiempo de todos modos. Estuve pensando unos diez minutos antes de encontrar una forma de resolver el dilema. Me movería hasta una posición desde la que pudiera ver al centinela, y entonces decidiría qué táctica adoptar.

Avancé con una insoportable cautela; con un insoportable dolor también, después de haber estado encorvada durante tanto tiempo como un conejillo de indias asustado. Casi me entró la risa floja al imaginarme cómo explicaría lo de la tostadora en caso de que me pillasen. «Me entró un repentino antojo de tostadas y me puse a buscar un enchufe». Seguí avanzando penosamente, echando breves vistazos a cada paso, o casi, hasta que por fin pude ver al centinela. Él o ella —estaba demasiado oscuro para saberlo— parecía mirar inmóvil el jardín, como observando o aguzando el oído. Me tenía que tocar a mí uno de los pocos soldados eficientes. Se me ocurrió echar un vistazo al reloj, pero la oscuridad me impedía ver la hora.

Habíamos planeado entrar en acción a las cuatro de la madrugada, coincidiendo con el cambio de guardia, y ahora ignoraba cuánto tiempo quedaba. Mi única esperanza radicaba en que había oído a los nuevos centinelas acercarse por la calle para el relevo. Toda una pequeña ceremonia tenía lugar en aquel momento. Lo había visto tantas veces que me sabía el guión de memoria. Los centinelas que venían a incorporarse desfilaban por la calle hasta la casa de Burgess, y ahí se detenían. Entonces, el oficial al mando hacía sonar el silbato y los distintos centinelas emergían desde sus respectivas posiciones, presentaban su informe, formaban una fila y se retiraban a sus cuarteles. Mientras tanto, los recién llegados rompían filas para dirigirse a sus diferentes puestos. La operación apenas duraba unos minutos, pero de ellos dependía la suerte que correríamos.

Pensé que, si el centinela podía oír el silbato, lo normal era que yo también, así que me quedé inmóvil donde estaba y aguardé. Tuve la sensación de que llevaba una eternidad allí, pero, solo diez minutos después, oí el rumor del paso militar desde la carretera. El centinela también lo oyó, y de pronto abandonó su actitud atenta y se dirigió hacia el rincón de la casa. Ahí se detuvo, aguardando que sonara el silbato. Parecía tratarse de una mujer. Se diría que no estaba autorizada a aparecer en la calle hasta que llegara la señal y que estaba esperando hasta entonces. Supuse que en la parte trasera de cada casa habría apostado un centinela, esperando el momento de quedar libre. Era lo más probable después de cuatro horas de un aburrido servicio en mitad de la noche.

Llegó hasta mis oídos la distante vibración del silbato. La centinela se fue sin mirar atrás. No había tiempo para más precauciones: me levanté de inmediato y me encaminé a toda prisa hacia la puerta trasera. Los centinelas iban a estar metidos en un buen lío por la mañana, si es que sobrevivían. Mi mayor temor ahora era la puerta en sí. Si las encontrábamos cerradas, habíamos acordado recurrir a la discreción: o bien dejarlo por imposible, o bien protegernos la mano envolviéndola con el jersey y romper un cristal. Sin embargo, Fi estaba convencida de que no sería el caso. Su teoría era que la mayoría de los habitantes de Turner Street se tomaban tan en serio la seguridad que todas las puertas habrían estado provistas de candados, como ocurría en la suya. Y para que los soldados pudieran tomar posesión de esas casas, en primer lugar habrían tenido que allanarlas. Eso significaba que, a no ser que la hubieran reparado, las puertas seguirían bien abiertas e imposibles de cerrar.

Una teoría muy lógica. Y resulta que, por una vez, la lógica funcionó. Cuando giré el pomo y empujé la puerta, casi se me desmonta en las manos. La habían encajado en el marco después de arrancarla de sus goznes. Muy buena, Fi, pensé sonriente, esperando que a los demás les estuviera yendo tan bien como a mí. Estaba tan oscuro que tuve que utilizar la linterna; la saqué, tapé el foco con la mano y la encendí. En la tenue luz sanguínea, vi una fila de botas, y deduje que me encontraba en el porche trasero. Era exactamente como lo había descrito Fi.

Actué con rapidez, dirigiéndome a la cocina. Con la ayuda de un fino y diminuto rayo de luz encontré el fogón. Me bastó una ojeada para venirme abajo: era eléctrico. Aquello significaba que tendría que buscar más a fondo y perder más tiempo. Irrumpí en el comedor; el sudor empezaba a manarme por los poros. Allí encontré lo que buscaba: un calentador de gas. Abrí el gas a tope, enchufé en una toma de electricidad la tostadora y el temporizador, y puse este en marcha. Al igual que los demás, lo había programado a un tiempo aproximado, por si teníamos demasiada prisa como para hacer un ajuste más preciso. Ahora desconocía si tenía o no tiempo pero, para ser sincera, estaba demasiado asustada como para pensar en ello o como para que me importase siquiera. En cambio, sí eché un vistazo a los hilos eléctricos recortados de la tostadora: si los dos extremos no estaban lo suficientemente cerca, no se produciría la chispa, y habríamos hecho todo aquello para nada. La habitación se estaba llenando de gas, y yo procuraba no respirarlo. El olor era insoportable. Era espantoso comprobar lo rápido que salía el gas. Acerqué un poco más los alambres entre sí, dejé el aparato en el suelo con delicadeza y me fui corriendo a la sala de estar. Allí había otro calentador. Bien. Abrí el gas. ¿Había tiempo de echar un vistazo en el cuarto de juegos? ¿Y en el estudio? Sí. En uno de ellos, al menos. El cuarto de juegos. Fui allí a pasos acelerados; otra rápida búsqueda con la linterna tapada. Y ¡bingo!, qué suerte, un tercer calentador. Abrí el gas y me abalancé hacia la puerta trasera. Estaba desesperada por salir de aquel sitio, por el miedo de que el centinela de relevo ya estuviera en su posición. Podía oler el gas incluso desde la puerta de atrás. No podía creer lo rápido que se propagaba. Una vez en la puerta, me asomé para echar un breve vistazo afuera. No podía permitirme perder más tiempo, ni actuar con más cautela. Encajé la puerta tras de mí y salí disparada para ponerme a cubierto. Cras, cras, cras. Eran los pasos del centinela que crujían en la gravilla mientras sus botas se acercaban por el lateral de la casa. Me lancé al suelo como un jugador de rugby para esconderme debajo de un arbusto de pequeñas hojas y flores. En la jugada, me golpeé la rodilla contra una piedra. ¡Ay, mi pobre rodilla! Parecía llevarse siempre todos los trompazos. Presa del dolor, me tapé la boca con el puño y me quedé tendida mientras las lágrimas me escocían en los ojos. Al mismo tiempo, no pude dejar de notar la dulce fragancia que emanaba de aquel arbusto. Puede parecer una locura reparar en algo así en tales circunstancias, pero eso hice.

Me otorgué unos segundos bajo el arbusto, pero sabía que tenía que moverme. Con las prisas con las que habíamos programado el temporizador, todo podía explotar mucho antes de lo planeado. Salí a rastras del escondite e inicié otro interminable recorrido hacia el muro del fondo del jardín. Me había dado un margen de unos diez minutos, pero la idea de que todo explotara antes me horrorizaba. Tenía la cara empapada en sudor, como si acabara de correr cinco kilómetros. No dejaba de imaginarme el momento en que el temporizador se disparara, la electricidad fluyera a la tostadora, las chispas saltaran desde uno a otro de los trozos de cable recortados, y el gas se inflamara en una repentina y enorme explosión…

Una vez en el hoyo de abono, hice caso omiso de mi rodilla para auparme a lo alto del muro, saltarlo y echar a correr renqueando camino abajo. Me fui hasta donde estaban las bicicletas, y con gran felicidad vi que Fi se encontraba allí, sujetando una bici en cada mano.

—¿Qué estás haciendo? —dije entre dientes—. Es demasiado peligroso esperar aquí. —Pero acabé sonriendo.

—Ya lo sé —repuso ella—. Pero no podía soportar la idea de marcharme de aquí sola.

En su cara mugrienta pude distinguir el blanco de su dentadura al devolverme la sonrisa.

Alcancé una de las bicis y, sin pronunciar una palabra más, nos marchamos. Al hacerlo, oí los pasos de alguien que corría detrás de mí. Eché un vistazo, sobresaltada pero optimista. Era Lee, que jadeaba ruidosamente.

—Larguémonos de aquí —dijo.

—Buena frase para una película —susurré.

Me lanzó una mirada perpleja antes de acordarse, sonreírme y reanudar la carrera. En un segundo ya iba cinco metros por delante. Fi y yo tuvimos que pedalear con fuerza para seguirle el ritmo.

Nos llevó mucho tiempo llegar a la casa de la señora Alexander. Tuvimos que dar un gran rodeo, casi siempre cuesta arriba. Pero cuando por fin nos bajamos de las bicicletas delante de su garaje, la colina que se alzaba enfrente pareció encenderse. Nunca he visto un volcán en erupción, pero supongo que tendrá el mismo aspecto. Hubo una especie de ráfaga y las llamas se dispararon hacia el cielo, como una bengala. Un momento después, nos llegó un estruendo atronador. Exactamente en el mismo instante se produjeron dos explosiones más. No podíamos ver las casas, aunque divisé cómo el techo de una de ellas se levantaba por los aires y se desintegraba; acto seguido, en todos los árboles de la zona se prendió fuego y estos empezaron a arder con furia.

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