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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (25 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Nos juntamos nuevamente cerca de la entrada principal. Cuando Homer confesó haber tirado la última piedra, lo mandamos a echar un vistazo por la ventana de la cocina.

—Está demasiado oscuro para ver gran cosa —refunfuñó. Y entonces, tras examinar el lugar un poco más, añadió—: Creo que está igual que la última vez, cuando le dejamos la nota a Chris. Yo diría que por aquí no ha pasado nadie.

Y efectivamente, así era. Fue una constatación descorazonadora. Comprobamos la vieja pocilga donde Chris se había refugiado los primeros días de la invasión, pero tampoco encontramos la menor señal de vida. Cansados y decepcionados, acabamos alrededor de la polvorienta mesa de la mohosa cocina. El subidón que nos había dado la sesión de pedradas contra el tejado había durado más bien poco. Nos sentíamos muy decepcionados por lo de Chris, muy impotentes. Todas las conjeturas acerca de su paradero eran deprimentes. Estaba enfadada conmigo misma por no haber caído en preguntar si sabían algo del asunto a la señora Mackenzie y al hombre del cobertizo de herramientas. Ese día estaba demasiado confusa y nerviosa. Encontré mi único consuelo en un comentario que hizo Robyn. Según ella, si Chris había sido detenido y llevado al recinto ferial, los dos adultos lo habrían mencionado.

—Bueno, suele decirse que la ausencia de noticias es una buena noticia —suspiró Fi.

—Te acabas de lucir, Fi —repuse yo con brusquedad—. Debe de tratarse de la expresión más estúpida jamás inventada.

Fi pareció dolida. Ya era la una de la madrugada pasada, y todos estábamos cansados. Y el frío también empezaba a arreciar.

—No podemos hacer mucho más —terció Homer—. A decir verdad, lo más probable es que… odio decir esto… que haya muerto.

Todos censuramos sus palabras con bramidos de indignación. Ya habíamos contemplado esa posibilidad, claro está, pero darle voz era una aberración. Una idea demasiado aterradora y horripilante para que alguien la expresara. Puede que nos asustara que, al decirlo de viva voz, se hiciese realidad, ocurriese de verdad. Yo ya había aprendido mucho sobre el poder de las palabras.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Lee—. No podemos quedarnos aquí.

—Sí que podemos —repuso Fi.

—No creo que sea muy seguro —apuntó Homer—. Y con esos colonos carretera arriba, aquí al lado… No sabemos hasta qué punto se han extendido a este lado del pueblo. Puede que mañana lleguen hasta la casa de los Lang.

—Pero es muy tarde, y estoy muy cansada. Y tengo frío. ¡Estoy tan harta de todo! —dijo Fi. Se sentó a la mesa y hundió el rostro entre los brazos.

Compasivo, Lee le dio unas palmaditas en la cabeza. Los demás estábamos demasiado cansados para hacer nada.

—Podemos quedarnos unas cuantas horas más —propuso Homer—. Pero tenemos que marcharnos antes del amanecer. Prefiero tener un buen descanso más tarde que uno pésimo ahora.

Guardamos silencio, pendientes de Fi, con la esperanza de que acabara cediendo por solidaridad.

—Venga, vale —dijo por fin, enfadada, antes de apartar la mano de Lee y ponerse en pie—. ¿Y adónde iremos entonces?

—Vamos a Wirrawee —sugirió Homer en el acto—. Hace un siglo que no hemos estado en el pueblo, y deberíamos ver cómo pintan las cosas, si hay algo que podamos hacer allí. Si nos ponemos en marcha ahora, llegaremos antes del amanecer.

Estábamos demasiado cansados como para discutir. Y de todas maneras, nadie tenía más ideas. Me entusiasmaba bastante ir a Wirrawee. Deseaba estar todo lo cerca posible de la civilización. No quería volver a ver el Infierno durante una buena temporada.

Diez minutos después de salir de la casa de Chris, empezó a llover otra vez. Lo más inteligente hubiese sido dar la vuelta, desandar lo andado y buscar un cobertizo en el que resguardarnos, pero nadie lo sugirió siquiera. Supongo que, después de habernos decidido y puesto en camino, nos negábamos a plantearnos cualquier alternativa. Así pues, nos arrastramos por el camino, en silencio, cada vez más y más empapados. Estaba muy oscuro, pero podíamos andar por la carretera sin miedo a que nos interceptaran, por lo que proseguimos sin demasiados problemas. No recuerdo que intercambiásemos una sola palabra desde que salimos de la casa de Chris hasta que llegamos a Wirrawee.

Alcanzamos la casa de la profesora de música al romper el alba. La acuosa luz gris de levante apenas se distinguía de las tinieblas de la noche. Los cuatro permanecimos en el jardín, escondidos detrás de los árboles, tiritando, calados y chorreando, mientras Homer comprobaba que la casa estuviese vacía. Me pregunté de dónde sacaría la energía; parecía tener más que yo, más que nadie. Por fin nos hizo una señal para que entráramos. Nos arrastramos penosamente hacia dentro, chapoteando. Buscamos toallas y mantas, y nos desvestimos en el cuarto de baño de arriba. Homer se ofreció a hacer de vigilante, y nadie se lo discutió. Robyn y Fi compartieron una cama; yo ocupé otra, en la habitación contigua. Lee desapareció por el pasillo y entró en el cuarto del fondo. Solo quedaba confiar en que no llevasen a cabo una redada en la casa mientras íbamos en pelotas, aunque no había el menor indicio de que alguien hubiese estado allí desde nuestra última visita.

Me acosté y, como a menudo ocurría, tras haber esperado toda la noche el momento de echarme en la cama a dormir un poco, me fue imposible conciliar el sueño. Nunca me había sentido tan despierta. La rugosa manta de lana me rascaba la piel, aunque no de una forma desagradable; tenía un tacto tosco, primitivo. Durante un buen rato no conseguí entrar en calor. Apreté las piernas la una contra la otra, me hice un ovillo bajo las mantas para calentarme. Al final quedé completamente tapada. Crucé los brazos y me puse las manos debajo de las axilas. Un hormigueo me recorrió la piel conforme la sangre volvía a circular, hasta que solo mis pies seguían fríos. Coloqué el derecho sobre el izquierdo con la esperanza de que se descongelaran. Por fin sentí todo el calor, el abrigo y la comodidad que echaba en falta desde hacía tanto tiempo, y pronto mi relajación fue total. Estaba en la gloria allí tumbada cuando oí un susurro:

—¿Estás despierta?

Asomé la cabeza fuera, sobresaltada. Me sentí como una zarigüeya que sale del tronco de un árbol; sabía que tenía los ojos desorbitados y el pelo despeinado por la manta, así que probablemente también pareciese una zarigüeya.

Era Lee.

—Otra vez te has transformado en oruga.

—Más bien en zarigüeya, ¿no?

—Bueno, también. ¿Me harías un sitio ahí dentro?

Estaba envuelto en una manta, tiritando de frío. Sus ojos marrones me miraban suplicantes. Sentí una cálida oleada de excitación, pero intenté ocultarla.

—¡No! —dije—. No llevo nada debajo de las mantas.

—Eso esperaba. Yo tampoco llevo nada más.

—¡Lee!

—Por favor…

—Que no. Bueno, puedes echarte encima de la cama, pero eso es todo —dije mientras se abalanzaba de un brinco sobre mí—. Y olvídate de intentar engatusarme para conseguir nada más.

—Pero mi encanto y mi personalidad…

—Sí, sí, ya me los conozco.

Se acomodó a mi lado, con la cabeza sobre el brazo derecho; me miraba, pensativo, esbozando una sonrisa.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó en seguida.

—Pues…—Me había tomado por sorpresa. Era demasiado excitante tenerlo tan cerca. Estaba empezando a ponerme caliente debajo de las mantas—. Creo que prefiero no contestar.

—Venga.

—Solo contestaré parte de la pregunta. Me estaba preguntando a qué venía esa sonrisa.

Para mi sorpresa, no dijo nada durante un buen rato. La sonrisa se le había borrado de la cara. Se lo veía muy serio, como si estuviera en una iglesia o algo así.

—¿No puedes dormir —pregunté.

—No. No duermo muy bien últimamente. No desde aquella noche, cerca del precipicio.

—Cambiemos de tema —me estremecí.

De pronto, se acercó un poco más y me besó con avidez. Yo le devolví el beso, puede que incluso con más intensidad todavía. Qué sensación tan fresca. Lo que desconocía era adónde nos llevaría todo aquello, adónde deseaba yo que nos llevara. Poco a poco, sus besos pasaron de intensos y salvajes a dulces y juguetones. Se posaban, ligeros, en uno y otro punto de mis labios. Era estimulante. Seguimos así durante un buen rato antes de quedarnos con la cabeza apoyada en el hombro del otro. Su manta se había deslizado un tanto, y me aseguré de que no ocurría lo mismo con la mía. Sentí el suave hueco de su clavícula, su piel caliente y rebosante de vida. Yo la rocé con los labios, creando pequeños sonidos mientras le frotaba los brazos con las manos. Di con un pequeño punto donde latía el pulso bajo la piel, y concentré mis besos en esa zona. Él gimoteaba muy flojito. O eso me pareció, porque no sabría decir con seguridad si aquel murmullo provenía de su piel o de su voz. Él jugueteó con mi cabello, con mi nuca, acariciándome con una sorprendente confianza. Deslizaba sus largos y finos dedos entre mi melena; desenredó algún que otro nudo y dejó que los mechones se escurriesen entre sus manos.

—Qué pelo tan bonito —dijo al fin.

—Está muy grasiento —protesté.

—A mí me gusta así. Es más natural. Y sexy.

—Gracias —reí.

Debió de tomarse la respuesta como una invitación a proseguir porque, por primera vez, aventuró las manos por debajo de la manta, que encontraron mis omoplatos. ¡Socorro!, pensé. Y ahora, ¿qué? Mi padre siempre decía que comer y rascar, todo es empezar, cosa que podía aplicarse también a esa situación. Yo no quería parar, pero pensé que tal vez deberíamos hacerlo, que si no le paraba los pies cuanto antes, lo lamentaría. ¡Pero me sentía tan bien! ¡Qué puñetero!, pensé. ¿Cómo puede saber lo que me gusta? Me pregunté si mis manos tendrían el mismo efecto en él y, para averiguarlo, bajé los dedos por su costado hasta donde alcanzaba, que no era muy lejos. Se le ponía la piel de gallina bajo mi caricia, cosa que me encantó. Me incorporé un poco para tocarle el pezón izquierdo. Steve me dijo una vez que los pezones de los chicos eran tan sensibles como los nuestros. Aunque los de Lee eran distintos. Los de Steve eran claros y anchos, como huevos fritos. Me gustaban más los de Lee: eran pequeños y de un tono caramelo, como granitos de arroz. Al toquetearlo, el izquierdo se endureció y me dediqué a hacerle cosquillas con la yema del dedo.

—¡Ay, ay, ay!

—¿Hablas tailandés o vietnamita?

—Ninguno de los dos. Es un idioma universal.

—Ja.

La manta seguía tapándome la parte delantera, justita, pero no la trasera, por donde las manos de Lee seguían vagando. Durante un instante, me quedé quieta, sintiéndome culpable por no hacer nada más que disfrutar de sus caricias. Yo tenía la piel tan caliente que creí que las manos de Lee se abrasarían. Me aparté un poco de él, aunque no pude evitar juguetear un minuto más con su pezón derecho, tal y como había hecho con el izquierdo. Entonces, en un amplio movimiento, mientras lo besaba apasionadamente, mi mano se perdió más abajo.

—¿Crees que podrás parar? —inquirí.

—Claro, claro.

—¡Qué mal se te da mentir!

Al apartarme, le dejé algo más de espacio. Como quien no quiere la cosa, él coló la mano bajo la parte de la manta que aún seguía tapándome por delante. Al mismo tiempo, me besaba con intensidad, como si quisiera distraerme. Y yo me dejé distraer. Le permití que recorriera mi piel con las manos, considerando que era justo que hiciese conmigo lo que yo acababa de hacer con él. Le revolví el pelo, y mis mejillas se enrojecían conforme me excitaba más y más. ¿Sería capaz de controlarme? ¿Quería controlarme? Conocía de antemano la respuesta a esa pregunta. La conocía desde que Lee había aparecido en mi habitación.

—Por Dios, Lee —dije, sin tener idea de cómo debía acabar la frase.

Mis manos se aventuraron más allá de lo que debieron, hasta su cintura y más abajo. Era como si hubieran cobrado vida propia. A la porra, que pase lo que tenga que pasar, pensé. La última vez que estuvimos en aquella casa, pasé mucho tiempo envuelta en una manta de tela escocesa; fue cuando Lee me llamó oruga por primera vez. Una «bella y sexy oruga». Y otra vez volvía a ser esa oruga, solo que ahora emergía de su capullo de mantas. Las manos de Lee se posaban ahora sobre mis nalgas, y estaba girándome un poco. Le acaricié el interior de los muslos, tan arriba como me atreví, aunque sin llegar a tocarlo todo. Aun así, eché una pequeña ojeada. Lo que vi me fascinó: qué cosa tan salvaje, ávida, dispuesta. Sabía que Lee me estaba mirando a su vez, y me sentí algo incómoda. Aunque tampoco demasiado. Era obvio que le gustaba lo que veía y yo saboreaba para mis adentros el efecto que causaba en él.

—¿Tienes un…? —pregunté, volviendo un poco la cabeza. No me atrevía a decir la palabra.

—¿Un qué? —quiso saber.

—Ya sabes, un condón.

—¡Ay, no! —gruñó—. Ellie, ¡eso no! ¡Ahora no!

—Vale, vale, —dije—. No pasa nada, siempre que estés dispuesto a quedarte preñado en mi lugar.

—Joder —espetó—. ¿Tiene que ser así?

—Pues, ¡claro! ¿Te imaginas si me quedo embarazada?

El rebote le duró un momento. Luego dijo:

—Creo que Homer tiene unos cuantos.

—¿Y cuántos piensas necesitar? —pregunté, sofocando la risa tonta contra la almohada.

Él se dispuso a levantarse.

—¡Espera! —lo interrumpí—. ¿Qué vas a hacer? No puedes ir a verlo y pedírselos así por que sí.

—No soy tan idiota —contestó, aún refunfuñón—. Los lleva en la cartera, que debe de estar en sus pantalones, y sus pantalones están secándose en el cuarto de baño.

Acto seguido, desapareció por la puerta, envuelto en su manta y arrastrando los pies. Yo me quedé allí tumbada, sonriendo. No podía creer que estuviese a punto de hacerlo. Recé para no cagarla, y para que no me doliese demasiado y para que fuese fantástico. Estaba nerviosa, pero anhelaba su presencia, sentirlo de nuevo contra mí. Sus calientes manos hacían maravillas. Solté una risita, una risa de estupefacción, de asombro, de excitación. Regresó al cabo de lo que me pareció una eternidad, pero al fin llegó, arrastrando los pies. Se echó encima de mí, con un par de pequeños envoltorios en la mano y una sonrisa tímida. Intentando actuar con pudor, abandonó su manta para acomodarse debajo de la mía. Sentir el contacto de nuestros cuerpos desnudos, piel con piel, fue la sensación más salvaje que había experimentado en mi vida. Si antes me pareció estar ardiendo, ahora saltaban chispas de mi cuerpo. El paseo hasta el cuarto de baño había calmado a Lee, y también lo había enfriado. Pero lo calenté restregándome contra él, y no tardé en notar que reaccionaba.

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