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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (23 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Ataviados con nuestra ropa caliente, nos apiñamos alrededor de la pequeña radio negra. Las pilas estaban casi agotadas, y aunque durante el primer minuto las voces se oían bastante nítidas, ahora empezaban a sonar distorsionadas. Con todo, por primera vez, las noticias eran esperanzadoras. La voz del locutor estadounidense nos había catapultado al tercer puesto de las noticias más relevantes de día.

—Una amplia extensión de la costa sur ha sido arrebatada a las fuerzas de ocupación. Parece ser que tras una cruenta batalla librada en las inmediaciones de Newington, los Ejércitos de aire y tierra de Nueva Zelanda han infligido grandes pérdidas en un batallón de las tropas invasoras. Las fuerzas de combate neoguineanas han logrado llevar a cabo un desembarco al norte del país, en la zona del cabo Martindale. En Washington, la senadora Rosie Sims insiste en que Estados Unidos revise cuanto antes su política internacional a la luz de las nuevas alianzas formadas en la región Asia-Pacífico. La senadora Sims insta además a que se destine la cantidad de cien millones de dólares a ayuda militar para apoyar al país sitiado, y aunque es poco probable que el Senado apruebe la propuesta de Sims, la opinión pública respalda cada vez más la necesidad de una intervención indirecta.

Acto seguido, oímos la voz de nuestro «gran líder», el primer ministro australiano, el mismo que había cogido el primer avión para salir pitando del país en cuanto se dio cuenta de que la guerra estaba perdida.

—Seguimos luchando al máximo de nuestra capacidad —dijo—. Pero lo que no podemos hacer es…

Hubo un impetuoso movimiento hacia la radio cuando tres de nosotros, encorvados bajo el peso de las mantas, nos abalanzamos sobre el botón. La apagamos y nos acostamos sobre los cuatro viejos colchones que habíamos colocado en fila contra la pared. Observamos el agua fluir alrededor del cobertizo. Estábamos en casa de Kevin, durmiendo en las antiguas dependencias de los esquiladores, una construcción perpendicular al cobertizo de esquileo. Fue un gustazo volver a dormir en un edifico de madera, aunque tuviese tantas goteras y corrientes de aire. Tras dos semanas de lluvias ininterrumpidas, el tiempo acabó sacándonos de quicio hasta tal punto que nos cargamos las mochilas al hombro y nos marchamos del Infierno. Todas nuestras pertenencias habían quedado primero humedecidas, después deterioradas y por último empapadas. El agua había rebosado las zanjas de drenaje y se había colado en el interior de las tiendas. Levantarse por la mañana parecía carecer de sentido: sabíamos que no podríamos ir a ningún sitio ni hacer nada. Así pues, después de construir unos comederos automáticos que nos permitirían dejar solas las gallinas durante una buena temporada, y con nuestras improvisadas mochilas cargadas de ropa mojada, salimos chapoteando del Infierno. Ya no nos soportábamos los unos a los otros; estábamos desesperados por recuperar una pizca de normalidad en el día a día. Secar nuestras cosas nos llevó tres noches de fuegos furtivos, pero al menos empecé a sentirme humana otra vez. Tener la ropa y las mantas limpias, secas y ordenadas infunde una cierta sensación de tranquilidad. Y así fue, aunque los cinco estuviésemos durmiendo en cuatro colchones finos y raídos que iban perdiendo rellenos conforme pasaban las horas.

En realidad, estar secos y en condiciones normales nos puso a todos un poco tontos. Homer y Robyn estuvieron jugando al veo-veo durante media hora antes de empezase el boletín de noticias, pero el juego comenzó a degenerar en cuanto a Robyn se le ocurrieron palabras imposibles de adivinar. Algo que empezaba por «p» resultó ser «porvenires inciertos» y otra cosa que empezaba por «f», «fantasías eróticas», lo cual estábamos experimentando todos, según ella. Después de escuchar las noticias, nos pusimos a jugar al ahorcado y, después, a las películas. Los tuve diez minutos intrigados con mi inspirada reconstrucción de
El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas
, de la que nadie había oído hablar. Yo la había visto en octavo, época en la que me apasionaba la obra de Zindel, pero los demás casi me mataron cuando por fin se rindieron y les revelé el título.

Cuando dejó de llover, Lee salió a dar un paseo. Él quería que lo acompañase, pero no podía ser interrumpida en aquel momento. Estaba en plena escenificación de
No me mandes flores
, una comedia romántica.

Ya iba por el tercer cuarto de la película —mientras Fi me miraba atenta desde su colchón para ver si se me escapaba alguna lágrima— cuando Lee reapareció con gran sigilo por la puerta. Cerrándola suavemente dijo:

—Vienen soldados.

Me levanté de un salto y eché a correr hacia la ventana. Pegué la espalda a un lado e intenté asomar la cabeza, pero era demasiado peligroso. De modo que hice lo mismo que los demás: buscar una rendija por la que poder mirar. Observamos, inquietos. Dos camiones se acercaban chirriando por el camino de entrada: uno era del ejército, provisto de una cubierta de lona en la parte trasera; el otro, de la ferretería de Wirrawee, más pequeño y con caja de carga. Aparcaron justo el uno al otro en el lado oeste de la casa, cerca del cobertizo de herramientas. Dos soldados se apearon de la cabina de cada vehículo.

—Cielos —gimoteó Fi—. Deben de saber que estamos aquí.

No me había dado cuenta de que Homer había abandonado su posición, pero ahora se encontraba junto a mí, tendiéndome el fusil que yo misma le había quitado al soldado muerto a los pies del precipicio. A Fi le dio la escopeta de calibre 410, a Robyn una recortada del 22, y a Lee otra recortada del 12. Él se quedó con el arma automática. Robyn empuñó su escopeta y vi cómo la observaba durante un momento antes de dejarla con sumo cuidado en el suelo, a sus pies. No supe cómo tomarme su reacción. ¿Podríamos contar con ella en caso de que se iniciada un tiroteo? Y si se negaba a disparar, ¿estaría obrando bien o no? Porque en el primer supuesto, sería yo quien estaría obrando mal. El sudor me irritaba la piel, como si me hubiese restregado contra una ortiga. Me enjugué la cara y miré de nuevo por la larga rendija vertical.

Del interior del camión grande empezaron a salir personas. Los soldados vagaban por los alrededores, vigilándolos. Llevaban fusiles en bandolera, pero no se habían molestado en empuñarlos. Se mostraban bastante despreocupados, bastante confiados. Era obvio que aquellas personas eran prisioneros. Había diez: cinco hombres y cinco mujeres. No pude reconocer a nadie, aunque una de ellas se parecía un poco a la madre de Corrie.

Los prisioneros no esperaron órdenes, parecían saber qué hacer: algunos cogieron sacos de la parte trasera del camión de la ferretería y se encaminaron hacia el huerto; unos cuantos se adentraron en la casa; los dos últimos se dirigieron hacia el cobertizo de herramientas. Un soldado acompañaba a cada grupo; el cuarto permaneció junto a los camiones y encendió un cigarrillo.

Miré a Homer.

—¿Qué opinas?

—Otra cuadrilla más.

—Sí. Tal vez sea una buena oportunidad para recabar información.

—De momento, observémoslos un rato.

—Quieres dedicar tiempo a ser precavido, ¿verdad? Pues una de las mujeres se parece a la madre de Corrie.

—Dudo que sea ella —dijo Fi—. Además de tener el pelo gris, es demasiado delgada y también demasiado mayor.

Nos volvimos para seguir espiando por los agujeros y rendijas. Pude vislumbrar a las personas del huerto, pero ni rastro de las que habían entrado en la casa y el cobertizo. Al cabo de diez minutos, sin embargo, el soldado que había entrado en este último salió con aire despreocupado para unirse a su compañero, junto al camión. Estaba claro que intentaba gorronearle un cigarrillo. La negociación le llevó unos cuantos minutos pero, finalmente, el otro sacó el paquete y le tendió uno.

A continuación, ambos se metieron en la cabina del camión más grande y tomaron asiento para fumarse sus pitillos.

—Será mejor que salgamos de aquí —dijo Robyn—. Vamos armados y no queremos meternos en ningún otro lío.

—De acuerdo —accedió Homer—. Pero antes tenemos que recoger todo esto. Después saldremos por la puerta de atrás y escaparemos entre los árboles.

—Vosotros haced lo que queráis —dije—. Yo bajaré al cobertizo de herramientas.

Todos me miraron dubitativos.

—No creo que… —empezó Robyn.

—Es una buena oportunidad, de verdad —me apresuré a interrumpirla—. No hemos tenido la menor información en las últimas semanas. Quiero saber cómo está Corrie. Y cómo están nuestras familias. Robyn, ¿puedes encargarte de mis cosas?

Ella asintió a regañadientes.

—Yo también voy —se ofreció Lee.

Sentí la tentación de aceptar; ir acompañada me proporcionaría algo de seguridad. Pero era consciente de que no funcionaría.

—Dos serían multitud —dije—, pero gracias de todos modos.

Lee dudó un momento, pero yo no estaba para negociaciones. Quería hacer algo, demostrarme a mí misma que aún me quedaba algo de valor, que lo sucedido aquella terrible noche en el valle del Holloway no me había convertido en una inútil. Y tras todas aquellas semanas de lluvia, estaba muy inquieta. Mi último intento por ser independiente y fuerte me había costado las yemas de los dedos. Y ahí estaba, ansiosa por intentarlo de nuevo, por hacerlo mejor esta vez, por recuperar algo de respeto por mí misma y quién sabe si también de los demás.

Los otros cuatro empezaron a cargar sus mochilas, moviéndose con rapidez y sigilo. Yo salí por una ventana lateral y desaparecí entre los eucaliptos para rodear el corral de las ovejas. Había un cinturón de árboles que se extendía a los largo de la colina, pendiente abajo, y que proporcionaba una buena cobertura. Me mantuve en su sombra hasta que el cobertizo de herramientas quedó entre los camiones y yo. Entonces, fui acercándome lentamente al cobertizo, utilizándolo al mismo tiempo como pantalla protectora. El problema era que la única entrada quedaba al este: de hecho, toda la parte este quedada al aire. Tendría que abandonar la protección de los árboles y dar la vuelta al cobertizo sigilosamente en dirección al único escondite que me quedaba: el depósito de agua que se alzaba en una esquina.

Llegar hasta allí fue una odisea. Lo que más me costó fue templar los nervios, contener el pecho, que parecía haber cobrado vida propia y que se hinchaba y deshinchaba como un grupo de gaitas. Tuve que apretar los puños, gritándome en silencio que debía recuperar el control, calmarme y prepararme para la parte más dura. Me arrastré a gatas bajo la base del depósito. Después, con una lentitud agonizante, avanzando milímetro a milímetro, saqué la cabeza y eché un vistazo por la esquina. No me importa decir que fue uno de los momentos en que demostré más valor en toda mi vida: un soldado podía haber aguardado a un metro de distancia. Pero estaba despejado; frente a mí solo se extendía el suelo de tierra, húmedo y marrón. Podía ver los camiones a unos cincuenta metros de distancia; desde donde estaba parecían enormes y mortíferos. Avancé un poco, girando algo más hacia la izquierda. Desde esa posición alcanzaba a ver el interior del oscuro y profundo cobertizo de herramientas. Había un tractor y un cabezal de cosechadora, y también un vehículo destartalado. Más al fondo había un montón de balas de lana almacenadas. No pude ver a nadie, pero oí un tintineo de herramientas y un murmullo de voces que venía de la esquina más alejada.

Vacilé unos cuantos segundos más y luego respiré hondo. Clavé los pies en el suelo, como si estuviese en la pista de atletismo aguardando a que sonara el pistoletazo de salida. Entonces, salí corriendo en silencio hacia las balas de lana, utilizando el tractor como pantalla. Si hubiese tenido un pompón blanco en el trasero, cualquiera me habría confundido con un conejo. Alcancé mi objetivo sin ningún contratiempo y aguardé, temblando, contra la suave superficie de una bala. Seguía oyendo las voces, que subían y bajaban como las aguas de un río. No pude distinguir las palabras, pero sí que hablaban mi idioma. Empecé a deslizarme a lo largo de la hilera de balas, sin perder de vista la entrada por si aparecía alguien. Al llegar al final de la hilera, me detuve de nuevo. Ya podía oír las voces con total claridad. Estaba temblando y sudando. Las lágrimas me inundaron los ojos en cuanto reconocí una de ellas. Era la de la señora Mackenzie, la madre de Corrie. Mi primer impulso fue sentarme y ponerme a berrear como un bebé. Pero sabía que no podía permitirme semejante gesto de debilidad. Aquello quedaba reservado para los viejos tiempos, los días de inocencia, cuando vivíamos una vida apacible. Y esos días se abrían acabado, al igual que los pañuelos de papel, las bolsas de plástico de los supermercados y los tarros de crema hidratante, todos aquellos lujos inútiles que dábamos por sentados antes de la guerra. Y no solo eso, sino que además nos parecían importantes. Ahora me resultaban tan ajenos y extraños como el lujo de llorar de alegría al reconocer una voz familiar.

La madre de Corrie. La señora Mackenzie. Me había tomado mil tazas de té y engullido cinco mil bollos a la mesa de su cocina. Ella me enseño a hacer caramelo, a envolver regalos y a enviar faxes. Con ella me desahogué cuando murió mi gato, cuando me enamoré del señor Hawthorne y cuando le confesé mi primer beso. Y, cuando mis padres se ponían muy pesados o intransigentes, era ella quien me secaba las lágrimas, como si entendiera perfectamente lo que sentía.

Observé asomándome por las balas. Tenía una buena perspectiva de la esquina del fondo del cobertizo: daba al banco de trabajo sobre el que, en la pared, colgaban ordenadamente varias herramientas. No había electricidad, la zona estaba sombría, lúgubre, aunque podía ver a las dos personas que trabajaban en el banco. Un hombre que me daba la espalda trasteaba algo. No pude reconocerlo desde detrás, y tampoco me interesé demasiado por él. Fue la señora Mackenzie quien captó toda mi atención. La miré con avidez y de pronto, sentí una punzada de incredulidad en el estómago. La veía de soslayo; estaba limpiando un carburador con un cepillo de dientes. La penumbra le envolvía el rostro, pero no podía creer que se tratase de ella. Aquella era una mujer mayor y delgaducha, con el pelo gris, largo y enmarañado; mientras que la señora Mackenzie era una persona de mediana edad, entrada en carnes y pelirroja, como su hija. Seguí mirándola; la decepción dejó pasó a la rabia. Hasta llegué a pensar que no se trataba de ella. Pero poco a poco, cuanto más la observaba, más empezaba a reconocer los rasgos de a señora Mackenzie en las facciones de aquella mujer, en su modo de moverse. De repente, dejó el cepillo de dientes, se apartó el pelo de los ojos y cogió un destornillador. Y en ese movimiento de su mano apartándose el pelo reconocí a la madre de Corrie. Embargaba por el amor y la conmoción, la llamé:

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