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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (19 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—Mira a este tío —dijo Homer—. No va a sobrevivir. Y si lo hace, será un vegetal.

—Eso no lo sabes. —Intenté explicar en qué consistía la diferencia—. Aquello fue en el calor del momento. No creo que pudiera hacer lo mismo a sangre fría.

Una de las cosas que más raras me parecen y que más me cuesta entender es que tuviéramos conversaciones como aquella. A nuestra edad, deberíamos haber estado hablando de discotecas y correos electrónicos y exámenes y grupos de música. ¿Cómo podía estar pasándonos aquello? ¿Cómo podíamos estar en aquel monte oscuro, muertos de frío, hambre y miedo, discutiendo sobre a quién debíamos matar? No teníamos los conocimientos, ni la preparación, ni la experiencia que necesitábamos. Tampoco sabíamos si lo que hacíamos estaba bien. No sabíamos nada. Solo éramos unos adolescentes normales, tan normales que éramos hasta aburridos. Y de la noche a la mañana nos habían quitado el techo de la cabeza. Y después de quitarnos el techo, habían entrado y habían arrancado las cortinas, habían hecho pedazos los muebles, habían quemado la casa y nos habían echado a la oscuridad de la noche, obligándonos a huir y a escondernos y a vivir como animales salvajes. No teníamos cimientos, ninguna pared rodeaba nuestras vidas para darles seguridad. Estábamos viviendo una extraña y larga pesadilla en la que teníamos que inventar nuestras propias reglas, inventar nuevos valores, tropezar desorientados, esperando no cometer demasiados errores. Nos aferrábamos a lo que conocíamos y a lo que pensábamos que estaba bien, pero también nos habían quitado todo eso. Yo no sabía si nos quedaríamos sin nada, o si lo que nos quedaría sería una serie de normas y actitudes y comportamientos que nada tienen que ver con nosotros mismos. Podríamos acabar como criaturas diferentes, distorsionadas, deformadas, remotamente parecidas a las personas que un día fuimos.

Por supuesto, entre todo aquello también había momentos —a veces incluso días— en que nos comportábamos de forma «normal», vagamente parecida a los viejos tiempos. Pero nunca era igual. Incluso aquellos momentos estaban deformados por lo que nos había pasado, por aquel mundo nuevo y horrible en el que nos había obligado a vivir. Un mundo que parecía no tener fin, en el que ignorábamos por completo qué acabaría siendo de nosotros, en el que solo existía la supervivencia diaria.

Homer se había agachado sobre el joven soldado y le estaba registrando los bolsillos. Poco a poco, hizo acopio de algunos objetos mientras los demás observábamos en silencio. Costaba ver los detalles en la oscuridad, pero había una cartera y un cuchillo, además de un par de llaves. Luego, de un bolsillo del pecho, Homer sacó una pequeña linterna, no más grande que un bolígrafo, y la encendió. A la luz, vi lo mal que estaba el soldado. Sangraba por los oídos y la nariz, y tenía el cuero cabelludo ensangrentado, de modo que su pelo estaba mojado y apelmazado. También vi lo joven que era. Puede que fuera incluso más joven que nosotros. Su piel era tan suave que se diría que nunca se había afeitado. Tuve que recordarme de manera urgente, con dureza, que podía ser un violador, un asesino potencial. Al mismo tiempo, sabía que no podía matarle.

—Podríamos llevárnoslo lejos —dijo Robyn poco convencida—, para que no lo relacionaran con el árbol y el precipicio.

—¿Y si recupera la consciencia? —pregunté yo—. No somos médicos. No sabemos lo que podría pasar.

—Como mínimo tiene una conmoción cerebral —dijo Robyn, aún menos convencida—. Probablemente no recordará dónde estaba ni lo que pasó.

Nadie se molestó en señalar todos los fallos del plan.

Nos quedamos allí, mirando en silencio. Al cabo de una hora aproximadamente empecé a darme cuenta de que el joven soldado iba a resolver el problema por nosotros. Me di cuenta de que su vida se estaba apagando poco a poco. Se estaba muriendo allí, en el suelo, frente a nosotros, mientras lo mirábamos sin decir palabra. No movimos un dedo para salvarlo, aunque dudo que hubiéramos podido hacer mucho de todas formas. Me sentí triste. En el poco rato que habíamos pasado en torno a él, yo había llegado a sentir como si, de una forma extraña, lo conociera. La muerte parecía muy personal, muy cercana cuando llegaba lentamente, casi con suavidad, como entonces. Al tocarlo a él, la muerte nos tocó a todos nosotros. Cada cuarto de hora o así, Homer encendía la linterna, pero, aunque seguía estando muy oscuro allí bajo los árboles, en realidad no la necesitábamos. Pude ver cada subida y bajada de aquel pecho uniformado, pude sentir cada esfuerzo por inspirar de nuevo. Cuando terminaba de exhalar, yo contenía el aliento, deseando que pudiera coger más aire. Pero sus respiraciones se fueron volviendo cada vez más superficiales, y las pausas entre ellas más largas. Si hubiera tenido una pluma sobre los labios, apenas me habría movido mientras él luchaba por otro instante de vida.

Había sido una noche fría, y la mañana también fue fría, pero por primera vez no la sentí. Fi estaba acurrucada contra mí, con su cara apartada del soldado, y eso me ayudaba a mantenerme caliente. De vez en cuando temblaba, con un espasmo que podía ser a causa del frío. Robyn se sentó junto al soldado, mirándolo con calma. Había algo hermoso en su cara mientras observaba la de él. Homer se sentó detrás de él, a la altura de su cabeza también mirándolo con calma, pero había una sombra oscura en su rostro, y cierta impaciencia, por la forma en que estaba sentado hacia delante, como un fusil cargado. Me puso nerviosa verlo así.

Se oyó un crujido lejano entre los árboles, como la rama que había oído caer antes. Por supuesto, se habían oído ruidos durante toda la noche, como suele suceder en la montaña: los chillidos de las zarigüeyas, los aullidos de un perro salvaje, el batir de las alas de las lechuzas, una brisa entre los árboles y unos crujidos misteriosos entre la maleza. Yo estaba acostumbrada a aquellos sonidos y no reaccionaba a ellos; apenas los notaba. Pero aquel era en cierto modo diferente, así que me incorporé un poco y me volví en la dirección de la que provenía. Y entonces oí el grito.

—¡Ellie! ¡Homer! ¿Estáis ahí?

Una oleada de alivio recorrió mi cuerpo.

—¡Lee! ¡Estamos aquí!

Oímos sus pasos dando traspiés mientras corría en dirección a nosotros. Yo me levanté y avancé algunos pasos hacia él. Lee se acercó torpemente por entre los elevados árboles antes de colarse por un estrecho hueco que había justo enfrente de mí. Abrí los brazos y él me abrazó, pero lo único que sentí fueron los huesos de su cuerpo. No sentí amor, ni afecto, ni calor por parte de él, solo una dureza desagradable, y probablemente alivio. Me apartó y miró a su alrededor.

—¿Alguien tiene comida? Estoy desfallecido.

—No —dijo Robyn—. No hay nada.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo Lee. Sus ojos habían pasado por el soldado tumbado en el suelo sin mostrar ninguna sorpresa. Pero luego se fijó en él.

—¿Qué hace aquí?

—Estaba siguiendo a Fi —dijo Homer.

—Todavía está vivo —dijo Lee.

—Sí.

—¿Y a qué estáis esperando?

Yo no estaba muy segura de a qué se refería.

—Te estábamos esperando a ti —dije—. Y no sabíamos qué hacer con él. Pero creo que está a punto de morirse.

—Tenemos que irnos —volvió a decir Lee. Sus ojos rastrearon el suelo. De repente, se agachó y agarró el cuchillo del soldado del triste montón de pertenencias. Al principio pensé que había perdido el equilibrio y se había caído encima del cuerpo. Incluso, sobresaltada, empecé a decir «¡Cuidado!». Pero entonces me di cuenta de que había sido a propósito. Lee se había dejado caer de rodillas sobre el pecho del chico al tiempo que hundía el cuchillo en él, apuntando al corazón. El chico soltó un terrible ronquido y sus dos brazos se elevaron ligeramente, con los dedos agitándose. Homer encendió la linterna, y en su luz, concentrada y afilada como un bisturí, vi el rostro del soldado ponerse muy blanco, y un chorro de sangre brotar de su boca, que se abría lentamente. Y así se quedó, abierta. Entonces un espíritu, o algo así, abandonó su rostro, escapó de él cuando murió. Su tez era como el agua, totalmente incolora.

Fi estaba gritando, pero entonces tragó saliva con fuerza y se calló, como si se hubiera tragado el último grito. Se tapó la boca con la mano y dio un hipido. Tenía los ojos abiertos como platos y estaba mirando a Lee como si fuera un monstruo, como si fuera Jack el Destripador. Yo también tenía miedo de él, y me preguntaba si habría cambiado para siempre, si se habría convertido en un demonio. Robyn estaba hiperventilando, con las manos en la garganta. Homer retrocedió, con la mirada fija y las manos hacia atrás, como buscando un apoyo. Pero no había nada en que apoyarse. Yo me quedé allí, estupefacta, mirando el joven cuerpo tendido en el suelo. A Homer se le había caído la linterna, y yo me agaché a recogerla.

Lee se levantó y retrocedió un par de pasos. Luego volvió a acercarse.

—Deshaceos de él —dijo, pero en su voz no había rastro de odio ni dureza. Sonaba casi normal, aunque yo dudaba que volviera a ser normal alguna vez.

—No podemos enterrarlo —dije con voz temblorosa, al borde de la histeria—. No tenemos tiempo, ni tampoco herramientas.

—Lo bajaremos hasta el barranco —dijo Lee.

Ninguno nos movimos, hasta que Lee nos gritó:

—¡Vamos, no os quedéis ahí! ¡Ayudadme!

Yo cogí la cabeza del soldado, que pesaba muchísimo, y Lee le agarró los pies. Ninguno de los demás estaba como para ayudar. Levantamos el cuerpo como pudimos, intentando encontrar un camino lo suficientemente ancho entre la vegetación. Tras recorrer solo diez metros, yo ya estaba sudando. Me costaba creer que aquel hombre que parecía tan ligero pesara tanto. Se me estaba empezando a escurrir, pero entonces Robyn apareció a mi lado y me ayudó.

—Será mejor que no lo arrastremos —dije—, podrían ver las huellas. —Yo misma me sorprendí de haber hecho una observación tan fría, pero nadie dijo nada. Seguimos renqueando, sin atrevernos a pedir a los demás que pararan hasta que no estuvimos en lo alto del barranco. Desde el borde, balanceamos los brazos todo lo que pudimos y dejamos caer con fuerza al soldado por el despeñadero.

—El tío no ha colaborado mucho que digamos —dije yo; volvió a sorprenderme mi propio comentario, pero solo intentaba hacer sentir mejor a los demás, sacarlos de aquella locura.

Nos quedamos allí, mirándolo. Su cuerpo era ahora todo piernas y brazos, como un muñeco roto y desparramado, con la cabeza echada hacia atrás en una postura imposible. Sin decir palabra, Lee dio media vuelta y se fue hacia los árboles. Volvió arrastrando una rama en cada mano, que lanzó encima del cuerpo del soldado. Robyn empezó a ayudarlo, y yo me uní. Pasamos diez minutos lanzando rocas y ramas sobre el cuerpo. Aquello no iba a evitar el olor, ni a disuadir a los perros salvajes y otros animales carnívoros, pero teníamos la esperanza de que, si hacían una búsqueda, la abandonaran al cabo de un día o dos. Aquella parecía una esperanza razonable.

Al poco rato, parecimos llegar al acuerdo de que ya habíamos hecho bastante. El amanecer gris que despuntaba entre los árboles empezaba a iluminar rápidamente a medida que se hacía de día en la montaña. Nos quedamos allí de pie durante un momento. Me sentía rara, como si no quisiera irme de allí sin decir nada. Miré a Robyn y, aunque tenía los ojos abiertos y sus labios no se movían, supe que estaba rezando.

—Dilo en voz alta —le pedí. Ella me miró sorprendida. Volví a pedírselo—: Di algo en voz alta.

—No puedo —dijo ella. Arrugó la frente durante un instante, y al final dijo—: Señor, vela por su alma. —Luego, tras una pausa, añadió con voz firme—: Amén.

—Amén —dije yo, y al cabo de un segundo Lee lo repitió.

Mientras volvíamos con los demás, Lee le dijo a Robyn:

—Si hubieras visto lo que vi yo anoche, no rezarías por ninguno de ellos. Y no te estarías preguntando si hemos hecho lo correcto. Son escoria. Son gusanos.

Entonces entendí por qué había hundido el puñal en el pecho del soldado, pero seguía teniendo miedo de él por haberlo hecho.

Capítulo 11

Muy a menudo, las cosas más insignificantes suelen ser también las más difíciles. Acabábamos de pasar una noche marcada por la muerte y el terror, el miedo y el pánico.

Habíamos visto a muchas personas morir, una de ellas frente a nuestras narices; habíamos perdido gran parte de nuestras pertenencias: nunca recuperaríamos nada de lo que guardábamos en las tiendas del campamento de los Héroes de Harvey. Y, sin embargo, trepar el árbol que nos llevaría de vuelta al Infierno resultó ser lo más difícil de todo.

Poco antes, averigüé que, al fin y al cabo, no lo había perdido todo. Estábamos junto al árbol, esperando a que Robyn regresara. Ella había recogido todo lo que encontramos en los bolsillos del soldado y había vuelto a su tumba, escondida entre los matorrales para arrojarlo ahí. Había recogido también el cuchillo, pegajoso y manchado de sangre. Me recordó a mí misma cuando cogí la escopeta ensangrentada de Homer durante la emboscada de Buttercup Lane. Al verla hacerse con el cuchillo, aquella imagen grabada en mi memoria afloró con un escalofrío.

Solo conservamos la linterna.

Total, que allí estábamos, Lee, Fi y yo, esperando a Robyn y observando a Homer, que utilizaba una ramita para remover la tierra y borrar nuestras huellas. Debíamos evitar que encontraran nuestra vía de acceso. Mientras lo observábamos, Lee buscó mi mano y colocó un pequeño objeto en ella. Era caliente y peludo y, durante un segundo, temí que se tratara de algo asqueroso. Cuando bajé la vista con una mueca en los labios, vi que era
Alvin
, mi osito de peluche de color chocolate, no más grande que un paquete de cigarrillos. Le faltaba un ojo, tenía ambas orejas desgarradas y un parche roído en el culete, pero era
Alvin
. Mi osito.

—Ay, Lee —dije, con los ojos llenos de lágrimas—. Lo daba por perdido. Y con aquella quise decir: «Y a ti también».

Se limitó a encogerse de hombros, pero yo sabía que se sentía complacido.

—¿Cómo lo encontraste? Ay, Lee, me tenias muy asustada. Parecías otra persona.

Pasó por alto mis últimas palabras, pero sí respondió a la pregunta.

—Lo recuperé en tu tienda.

—¿Qué? ¿Cómo lo conseguiste?

—Me colé por la parte trasera. Quería esperarte. Eras la única persona con la que me apetecía hablar tras lo ocurrido en la carretera. Fue entonces cuando empezó al tiroteo.
Alvin
estaba en el suelo, justo a mis pies, así que lo cogí y salí de allí.

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