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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (17 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—¿Crees que…? —empecé a decir.

—Creo que están locos. Si ya han hecho esto antes… Un tanque cuesta millones. —Nos llevó algunos metros más adelante, a un sitio en el que estábamos bastante expuestos, pero directamente encima del tanque—. Estad atentas —murmuró—. Fijaos en todo.

Terry estaba hablando con Olive en una parte donde la vegetación era más densa, hacia mi izquierda. Luego nos llamó con un susurro de urgencia:

—Meteos bajo los árboles.

Yo avancé unos cuantos pasos hacia la izquierda, pero Homer y Robyn se quedaron donde estaban. Lee y Fi habían estado mirando el tanque desde detrás de unas rocas, al otro lado del cortafuegos, pero ahora se habían vuelto hacia nosotros.

—¿Qué pasa? —pregunto Lee.

—¡Allí! —exclamó Robyn al mismo tiempo.

Un intenso rayo del sol poniente brilló de repente sobre algo que había en un árbol cerca de la carretera, bastante más debajo de donde estábamos. Era el cañón de un arma de fuego. Y de repente lo vi todo. No me podía creer que no lo hubiera visto antes. Quizás a mis ojos les había costado acostumbrarse a la luz. O quizás era como esos dibujos engañosos; por mucho que mires, solo ves el cuerpo de una mujer joven hasta que tu óptica cambia y al final lo que ves es la cara de una mujer anciana.

Ahora, mirara hacia donde mirara, solo veía soldados. Estaban escondidos detrás de los árboles y entre las rocas, formando una media luna encima de la carretera, esperando al capitán Killen y a sus hombres. Era una emboscada, una trampa para estúpidos.

El tiempo dedicado a ser precavidos, nunca es tiempo perdido.

Robyn iba un segundo por delante de todos los demás.

—¡CUUUUUUUU-IIIIIIIIII! —Estaba de pie, con las manos en la boca, y su llamada rodeó las montañas como el grito de un ave gigante. El efecto fue impresionante. A veces me recordaba a cuando, en casa, yo golpeaba el tronco de un árbol para espantar a las palomas bronce y verlas salir revoloteando en todas direcciones. Pero ahora no era solo el movimiento del árbol. Era una agitación que venía de todas partes. Los soldados empezaron a ponerse en pie, y vi algunas armas apuntar en nuestra dirección. Era evidente que no sabían que estábamos observándolos. Terry salió corriendo de entre la maleza, como una oveja loca. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Debió de pensar que Robyn había perdido la cabeza. O que éramos unos críos estúpidos e irresponsables, como pensaba el capitán Killen. Pero apenas me fijé en él, ni en los soldados. Mis ojos estaban clavados en los guerrilleros. Cuando oyeron la llamada de Robyn, ya habían doblado la curva, y debían de estar a la vista de los soldados. Yo les rogué con cada célula de mí cuerpo «¡Corred! ¡Por Dios, corred!». Pero parecían paralizados. Nos estaban mirando a nosotros. Pude ver la cara del capitán Killen, y me imaginé la expresión que tendría. Seguramente ya había empezado a preparar el discurso que daría al llegar al campamento. Pero era un discurso que nadie oiría jamás. Ninguno de los Héroes de Harvey había desenfundado su fusil. Aún no se habían enterado de la emboscada. Los tres empezamos a gritarles, señalando a los soldados. Un par de ellos se giraron para mirar a su alrededor, y uno incluso levantó el fusil. Y entonces fue cuando empezó el tiroteo. Los hombres empezaron a bailar como marionetas locas, solo durante un instante, girando en distintas direcciones, dando algunos pasos, y luego sacudiéndose y temblando a medida que las balas los alcanzaban. No vi caer a ninguno, porque por aquel entonces algunos de los soldados habían empezado a disparar en nuestra dirección. Tuvimos como un segundo para reaccionar, porque ellos mismo seguían moviéndose: no habían tenido tiempo de apostarse en buenas posiciones, y aún no tenían el tiro ni el objetivo bien cogidos.

Nosotros tres nos movimos hacia nuestra derecha, hacia donde estaban Lee y Fi. La distancia desde nuestras posiciones hasta el borde del cortafuegos era probablemente un poco mayor que si nos hubiéramos movido a la izquierda, pero nuestro instinto nos hizo acercarnos a nuestros amigos. Además, el campamento estaba a la derecha, y tener el cortafuegos entre nosotros y el campamento no era muy tranquilizador. Di un salto para cubrir los últimos dos metros, mientras las balas partían las ramas de los árboles con ferocidad sobre mi cabeza Creo que una bala rebotó en una roca, porque pasó a mi lado zumbando como un avión de reacción. Aterricé sobre la gravilla y una especie de planta verde oscura que picaba, gateé unos metros y luego me erguí para seguir corriendo, tomando solo un segundo para volverme a mirar a los demás y comprobar que estaban todos bien. Fi me seguía de cerca; exclamó en voz baja «Están bien», por lo que seguí adelante.

Corrimos por la montaña durante veinte minutos. Yo oía a la gente dar rumbos a izquierda y derecha, y a Fi jadeando detrás de mí. Luego oí la voz de Robyn a mi izquierda, gritando en un tono peligrosamente alto:

—¡Parad todos!

Para entonces, yo ya necesitaba parar. Me detuve, resollando, y me agarré a Fi para estabilizarme. Robyn llegó corriendo montaña arriba en dirección a nosotras.

—¿Estáis bien? —preguntó.

—Si —contesté yo, pensando «Espero no tener una pinta tan horrible como tú». Tenía sangre a un lado de la cabeza, y le salía más de la nariz. Fi fue a tocarle la cara, pero ella le apartó la mano.

—No es nada —aseguró—. Me he golpeado con una rama.

Ya había oscurecido bastante. Se oyeron crujir ramas y gravilla: alguien subía por la pendiente. Me di la vuelta, nerviosa, intentando ver en la penumbra. Era Homer.

—¿Estás bien? —preguntó, justo a la vez que nostras le preguntábamos lo mismo. Él asintió.

—¿Dónde está Lee? —pregunté yo.

—¿No estaba contigo? —preguntó Fi a Homer.

—No, estaba contigo.

—No —dijo Fi—, echó a correr hacia ti justo cuando tú te metías entre los árboles.

—Pues no lo he visto —dijo Homer.

De repente se hizo el silencio.

—No podemos gritar —susurró Homer—. Es demasiado peligroso.

Yo me volví hacia Fi, buscando a alguien a quien culpar.

—Me dijiste que todos estaban bien —le dije, furiosa.

—¡Y lo estaban! —me espetó ella—. Él estaba donde empieza la arboleda, iba corriendo y no le habían disparado. ¿Cómo de bien tenía que estar? No querrías que me parara a hacerle un examen médico. —Estaba temblando, y yo me sentí mal por haberla atacado. Pero no había tiempo para disculpas.

—Vamos a pensar —dijo Homer—. Tenemos que volver al campamento y avisar a los demás. Y tenemos que encontrar a Lee. Si está bien, estará volviendo al campamento. Y si no lo está, tenemos un problema.

—Los demás pueden avisar a los del campamento —dije yo—. Terry y los otros.

—Pero podrían estar al otro lado del cortafuegos —dijo Homer—. Podrían estar atrapados.

—O podrían estar muertos —apuntó Robyn.

—Tenemos que separarnos —dije yo.

—De acuerdo.

—Yo iré a buscar a Lee —dije.

—Voy contigo —se ofreció Homer.

—Vale —dijo Robyn—, entonces nosotras iremos al campamento. Y luego vendremos a buscaros.

—Eso no va a funcionar —dije yo—. En la oscuridad no vamos a poder encontrarnos. Homer y yo volveremos al cortafuegos. Si Lee no está por allí y no hay rastro de él, no podremos hacer gran cosa hasta que amanezca. Si no lo encontramos, lo mejor será que nosotros también volvamos al campamento.

Y aquello fue lo que decidimos. Todos pensamos que podríamos encontrar el campamento, aunque ello implicara ir hasta la base de los precipicios y buscar la cresta.

Homer y yo volvimos corriendo por donde habíamos venido. No nos preocupaba demasiado hacer ruido, porque no esperábamos que salieran corriendo detrás de nosotros por el monte ahora que casi había anochecido. Pero teníamos que intentar calcular cuando estaríamos acercándonos al cortafuegos. Luego resultó que estaba más lejos, y nos arrastramos entre la maleza a paso de tortuga durante aproximadamente media hora.

El cortafuegos era como una carretera pálida bajo la luz de la luna, comparado con la oscuridad de la vegetación que lo rodeaba. Nos escondimos detrás de un arbusto durante unos veinte minutos, mirando el cortafuegos. Finalmente, Homer susurró:

—Parece que no hay peligro.

—Yo iré. Tú quédate aquí.

Antes de que él pudiera protestar, me levanté y empecé a moverme hacia abajo, siguiendo el borde del cortafuegos. Es curioso cómo, estando en grupo, Homer lleva casi siempre la batuta, mientras que cuando estamos los dos solos soy yo quien la lleva. Recorrí prácticamente todo el camino de bajada hasta la carretera. No había nada que valiese la pena detenerse a mirar. Ningún cadáver, ningún soldado, ningún arma. Tampoco ningún tanque. Madre mía, ¿cómo habían podido ser tan idiota los Héroes de Harvey como para caer en aquella emboscada? Sin embargo, tuve que recordarme a mí misma que yo también había picado: pensaba que íbamos a presenciar una alegre fogata y, en cambio, aquello se había convertido en un tiro al blanco, en una horrible masacre sin sentido.

Avancé sigilosamente hacía la derecha hasta llegar casi a la esquina. Vi manchas oscuras en la carretera, y me quedé mirándolas con una especie de fascinación truculenta, sin saber muy bien si eran parches de sangre o las sombras de los árboles. ¿Habrían muerto todos? Empecé a preguntarme qué les habría pasado a los supervivientes, y aquello disparó una cadena de pensamientos que me llevó montaña arriba a buscar a Homer.

—Oye —jadeé, surgiendo de detrás del matorral en el que estaba él—. Supongamos que no los hayan matado a todos. Supongamos que solo los han herido.

—¿Qué? ¿De qué hablas?

—¿Cuál sería la primera pregunta que harían a los que hubieran capturado?

—¿Qué? Ah vale, ya sé a qué te refieres, ¿Dónde está vuestro campamento?

—Y si tuvieran que torturarles para sacárselo…

—Lo harían. Vámonos. —Se levantó rápidamente, y luego se detuvo de nuevo—. ¿Y qué hacemos con Lee?

—¿Y qué hacemos con Robyn y con Fi? Si tienen a Lee —dije yo, y la piel de la frente empezó a picarme mientras decía aquello—, lo tienen y punto. Si está herido y se ha quedado tirado en el monte, podríamos pasarnos la noche entera buscándolo y no lo encontraríamos. Y si está bien, entonces él también podría haber regresado al campamento. Podría ser que los tres estuvieran allí, y que el enemigo estuviera atacando el campamento en este preciso instante, mientras nosotros discutimos sobre qué vamos a hacer.

Antes de que terminara la frase, ya estábamos en camino. Todavía nos quedaba otra carrera a trompicones entre la vegetación, arañándonos con la maleza y dándonos golpes. En un momento dado, corrimos sin obstáculos durante unos minutos, sin zarzas ni madrigueras de conejo ni troncos caídos, pero de repente resbalé en una roca musgosa y me caí de bruces, rascándome la rodilla. Por poco hice caer también a Homer.

—¿Estás bien? —me preguntó él.

—No sé por qué, pero sabía que ibas a preguntarme eso.

—¿Pero lo estás o no?

—No lo sé. —Entonces, intentando echar mano de aquella fuerza mental de la que a veces habla Homer, contesté—: Sí, estoy bien. Dame solo un segundo.

Al final necesité unos tres segundos, y luego dije:

—Venga, ayúdame a levantarme. —Me puse en pie, pero me costaba mantener el equilibrio. No era tanto por el dolor de la rodilla como por el susto que me había dado al caer.

—Tranquila —dijo Homer.

—¿Cómo quieres que lo esté? Vámonos.

Corrimos y cojeamos unos veinte pasos, y entonces volvimos a parar en seco. Esta vez fue el sonido de unos disparos lo que hizo que nos detuviéramos. Aunque se oían a cierta distancia, era un terrible aullido de ametralladoras, con disparos secos de escopetas de fondo. Homer y yo nos miramos, histéricos. Me pregunté si él, Chris y yo acabaríamos viviendo juntos en el Infierno el resto de nuestras vidas. Me pareció una idea horripilante. ¿Y si ni ninguno de nosotros volvía y Chris se quedaba allí solo para siempre? Ninguno de los dos parecía capaz de pensar en nada que decir. Vi los labios de Homer temblar mientras intentaba dar con una idea brillante. Yo abrí la boca, sin saber muy bien qué iba a salir de ella.

—¿Por qué no vamos al árbol?

—¿Al árbol? ¿Qué árbol?

—El árbol por el que bajamos desde el Infierno. El que usamos de escalera.

—¿Crees que podríamos encontrarlo?

—Sí, si subimos hasta los precipicios y damos la vuelta. Seguramente será allá donde vayan.

—De acuerdo.

Sabíamos que no había nada que pudiéramos hacer en el campamento, ahora los soldados estaban allí. No teníamos armas. Y las manos desnudas no son precisamente la mejor defensa contra las balas.

Corrimos. Yo seguía yendo delante, a buen paso. Pensé que si mantenía la rodilla caliente no me dolería tanto, y aunque de vez en cuando me daba una punzada, era soportable. Seguimos montaña arriba, ganando terreno, para pasar muy por encima del campamento y llegar a los precipicios. De vez en cuando se oían disparos, acompañados, ahora que estábamos más cerca del campamento, de chillidos y gritos roncos. No me costó nada mantener la rodilla caliente: toda yo estaba caliente sudando como una loca. Pronto llegamos a una zona frondosa de arboleda, donde correr se volvió imposible, pero seguía abriendo paso. La combinación de oscuridad, cansancio, pánico y vegetación hacía que cada metro por recorrer fuera una agonía. Iba chocando contra todo, gritando de dolor y de frustración, golpeándome la rodilla una y otra vez. En un momento dado me encontré con otro árbol caído y no fui capaz de seguir adelante —no me quedaban fuerzas— y me quedé allí, gimiendo como un bebé.

—Venga —dijo Homer, dando traspiés hasta llegar detrás de mí y darme un pequeño codazo en la espalda. No parecía empatizar mucho conmigo. Creo que estaba demasiado cansado como para ponerse en mi lugar.

Me levanté y pasé por encima del tronco, que ni siquiera era grande, y seguí andando.

Tardamos otra media hora en alcanzar los precipicios. En un momento dado, llegué a pensar que los habíamos pasado de largo, a pesar de que era geográficamente imposible. Pero no era consciente de lo despacio que íbamos. Me alegré tanto de ver el precipicio como a un viejo amigo, y me apoyé contra él un instante, sintiendo la fría roca en mi mejilla. Luego, lentamente, agotada, volví a levantarme, como una ancianita, y me obligué a seguir adelante. Me costaba andar erguida, porque en muchas zonas los árboles crecían justo por el borde del precipicio. Pero al menos sabíamos que íbamos por buen camino hacia nuestro destino definitivo. Y aquella idea nos daba fuerzas para seguir, aunque podía resultar que no nos esperara nadie al llegar allí.

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