Lugares donde se calma el dolor (61 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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  1. El budismo
    . Esta religión instauró la costumbre de rodear los templos de árboles. Bajo uno, parece que fue un tipo de ficus, nació Buda a mediados del siglo VI antes de Cristo, en una humilde aldea del Terai nepalí, al pie de los primeros contrafuertes del Himalaya, en Kapilavastu, a doscientos kilómetros de Benarés. Pertenecía al pequeño pueblo de los shakya (de donde le viene el sobrenombre de «sabio» de los shakya) y era hijo de un noble local. El Buda histórico alcanzó la iluminación o
    bohdi
    , tras meditar bajo aquel alto tronco durante cuarenta y nueve días. Años después, Buda falleció bajo las ramas de otro árbol, alto y robusto. Parece ser que fue bajo una higuera religiosa
    (Ficus religiosa)
    , un pipal, primo hermano del baniano
    (Ficus benghalensis)
    , bajo el cual Siddartha Gautama, su verdadero nombre, percibió la verdad y se convirtió en el Buda, el Iluminado; por esto se le llama el Árbol de la Iluminación (
    Boh Bohdi)
    . El pipal es un árbol santo para los budistas y aparece en esculturas, pinturas, poemas y relatos devotos. El pipal es también santo entre los hindúes. El pipal y el baniano son plantas epífitas: viven sobre otra planta, no como parásitos, sino utilizándola únicamente como soporte. Viven siglos y de algunos todavía existentes se dice que son contemporáneos del mismo Buda o sus discípulos. En
    Ladera este
    (1962-1968), Octavio Paz le dedicó un poema a esta «Higuera Religiosa»: «… Bajo un manto de hojas coriáceas, / ondulación que canta / del rosa al ocre al verde, / en sí misma anudada / dos mil años, / la higuera se arrastra, se levanta, se estrangula». A los árboles se les trataba con respeto y veneración. De manera muy especial a los que ya habían cumplido varios siglos. Se les atribuía cualidades espirituales. Aún he visto a gente dar vueltas alrededor de alguno de estos viejos ejemplares para captar la energía que desprenden. Yo mismo he tocado los pulidos nudos acariciados a diario por multitud de manos. Muchos árboles tenían nombres puestos por los vecinos e incluso llegaban a ser bautizados con mayores honores por los mismos emperadores. El emperador Qianlong se detuvo un día en un bosque. Bajó del caballo y se apoyó para descansar sobre la superficie de un gran árbol. Le dio tan fresca sombra que le devolvió las fuerzas perdidas para el resto del viaje. Como agradecimiento, el emperador le otorgó el título nobiliario de marqués que Da Sombra. Veo este árbol en Tuancheng, la Ciudad Redonda. Aquí hay otro pino de más de ochocientos años conocido por el nombre de El General Vestido de Blanco.

    Los árboles eran seres vivos y emitían emociones tan humanas como las de cualquier otra persona. Emitían sonidos oraculares y a sus pies se colocaban incensarios y pequeñas piedras como ofrendas. Los cipreses del parque de Zhongshan (en homenaje al fundador de la Primera República, de 1911, Sun Yat-Sen) te acompañan en dos hileras hacia donde hace unos mil años se levantaba el Xingguosi, el Templo del Pais Jubiloso. Estos árboles convierten al camino en un espacio tan sagrado como en su día lo fue el propio templo desaparecido. Pero los árboles también estaban en medio de las casas, en medio del
    siheyuan
    (grupo de casas con un patio cuadrado en el centro, presidido por un árbol plantado por los ancestros). El nuevo desarrollo urbanístico de Pekín está acabando con estos barrios antiguos, con estas estrechas calles (
    hutong
    ), y en muchos casos con esos seres simbólicos. Otras veces ya son sólo ellos quienes señalan la ubicación de los antiguos lugares del culto, abandonados o destruidos por el tiempo y la historia, pues muchos templos se levantaron donde ellos estaban y existía por tanto una hierofanía. En el Jardín Imperial hay más de diez cipreses unidos por parejas. Muchos tienen más de cuatrocientos años.

    En Jietaisi, en el Templo del Altar de las Ordenaciones, hay pinos de más de quinientos años. Jietaisi se encuentra al pie de las Colinas de la Silla y es el tercer lugar de China de culto budista por sus dimensiones. Lo construyó el emperador Wu en época Tang (siglo VII). Todo el gran recinto está lleno de pinos centenarios. Pinos de dragón, fuertes y de piel más dura; y pinos fénix, de piel más suave e inteligentes. Muchas de ambas especies se saludan juntando sus ramas en el cielo. Los pinos adquieren diferentes formas humanas y animales. Algunos de ellos parecen ser pavos reales con sus colas extendidas. El tiempo, los vientos y las nieves le van dando forma a los árboles. Un pino dragón dormido sale desde una terraza y vuela sobre un patio. Se apoya en una lápida conmemorativa abrazándose a ella. El pino crisantemo se denomina así porque ha tomado la forma de esta planta. El pino blanco de los nueve dragones, tiene nueve gruesas ramas, cubiertas de tiras rojas plagadas con deseos. Tiene más de 2,2 metros de diámetro y más de mil años. Lo contemplo desde el exterior de la reja de mármol que lo protege de los visitantes. Otro pino salta desde otra terraza y abraza una antiquísima pagoda que contiene la tumba de un monje llamado Fa Jun (siglo X y XI), quien construyó el Altar de las Ordenaciones. Después de atravesar varios patios pequeños se llega a la Sala de los Reyes Guardianes, con las estatuas de los protectores del templo, y más adelante damos con la Torre de la Campana y la Torre del Tambor, al que da la Sala de los Reyes Celestiales, con las estatuas de Buda Maitreya, en el centro, y en los cuatro puntos cardinales los protectores del budismo, los Reyes del Norte, Sur, Este y Oeste. Luego viene otro gran patio repleto de árboles, del que se pasa a la Sala Mahavira, con grandes estatuas de bronce de época Ming, sobre altares de bronce labrados en forma de loto. Representan a diferentes budas. También las ruinas de antiguos templos se encuentran desparramadas y entre ellas surgen varios pinos. Uno de ellos tiene mil años y se le conoce como Joroba de Dragón por la deformación obtenida artificialmente según las mismas técnicas que con los bonsáis. Hay también los «pinos cómodos», que se van apoyando en todo lo que encuentran; los «pinos paraguas», que están ayudados por hierros y los otros muchos cuyas formas quedan a la interpretación de la imaginación de cada cual. Continuando el recorrido, damos con una terraza donde están los pinos más famosos de este templo, uno de ellos es conocido como el «pulpo de la corteza blanca». Junto a él está un poema escrito en piedra por un emperador en su homenaje. Otras muchas lápidas se desparraman por doquier y nos recuerdan a los benefactores del templo. Más adelante se encuentra un jardín con sendas pagodas-relicario de una altura de quince metros. Algunas se abrazan a las ramas de los pinos. Por este bellísimo camino se pasa a la Sala del Altar de las Ordenaciones de los Novicios, con su imponente altar y las hornacinas. Otro templo donde contemplé árboles extraordinarios fue en el Tanzhe, el Templo del Charco del Dragón y los árboles Zhe. También se lo conoce como el Templo de las Colinas y las Nubes. Está situado en las laderas de las colinas Tanzhe, toma el nombre de una fuente y los hermosos árboles. El templo data del siglo III después de Cristo. Tanzhe Shan es el nombre de la montaña vecina que, a su vez, debe el nombre al estanque del Dragón, Long Tan, y a los árboles
    Cudrania tricuspidata
    . Los pabellones van ascendiendo escalonadamente a través de la ladera. Aquí hay ginkgos centenarios, entre ellos, el Árbol del Emperador y de la Esposa del Emperador, un poco más pequeño, pero lo que más me emocionó fue encontrar en un escondido patio el charco del Lago Negro, formado a partir de una fuente subterránea que mana agua por una boca de león y que llega hasta el Pabellón de las Copas o los Vasos Flotantes. Aquí se reunían los poetas a charlar y a jugar al siguiente juego. Se ponía en el agua una copa de vino y si se derramaba durante el trayecto, el jugador debía recitar una poesía improvisada y, si no, bebía. El agua sale por la boca de un dragón cornudo que se reclina sobre sus propias garras. Plateados son los dos pinos que vi en Chang'ansi, el Templo de la Paz Eterna. Tienen más de seiscientos años. Fueron plantados durante el tiempo de la dinastía Yuan. Se les conoce también como los Tigres Blancos. En Dajuesi, junto al Templo de la Gran Iluminación, crecen cipreses plantados en el siglo XII.

    Los templos se construían en torno a los árboles o, tras ser levantadas estas casas de meditación, los monjes se rodeaban de ellos. Pero también los emperadores se cuidaban de plantarlos y conservar muy diversas especies en las villas imperiales o en los cementerios. Olmos, castaños, albaricoques, manzanos silvestres, magnolios, acacias, perales, caquis, almendros, cerezos. En el Parque de Yuyuantan me senté bajo cientos de cerezos en flor. El ligero aire dispersaba por el suelo las diminutas flores de colores, convirtiéndolo en una alfombra perfumada. Los álamos protegían contra los elementos y las fuerzas de la naturaleza a quienes los plantaban. Estaban asociados a los cementerios. Los melocotoneros para el taoísmo eran símbolo de inmortalidad. La paulonia, o kiri de hojas grandes, flores azules y fruto en caja, se plantaba al nacer una niña. Cuando se iba a casar lo cortaban y con la madera obtenida le confeccionaban un arcón donde metían el ajuar. Hay un poema de Po Chü-I (Bo Juyi, en pinyin) en el que cuenta cómo serró un ciprés para hacer una caja donde guardar sus libros, a sabiendas de que sus tres mil escritos se dispersarían y muchos de ellos habrían de perderse. En Tanzhesi, el Templo del Estanque y de la Morera Silvestre, hay árboles de más de mil años. Un caqui centenario sobresale en el cementerio de los monjes, que se conoce como el Bosque de Pagodas. Sus frutos son de un intenso color naranja. Se plantó como homenaje al superior del templo que, por aquellos años del siglo XIV, era japonés. En Hongluosi, el Templo de la Concha Espiral Roja, uno de los lugares sagrados más antiguos de Pekín, los monjes notaron que sus árboles tenían una respiración especial. Del estudio de ese ritmo nació el
    gigong
    , un ejercicio de respiración meditativa basado en la energía desprendida de las ramas de aquellos árboles milenarios.

    En Fayuansi, el Templo de la Fuente del Dharma, me señalan otro pino plateado plantado en la época del dominio mongol, hace más de setecientos años. Quizá lo contempló Marco Polo siendo el pino joven y temeroso. El aventurero y escritor italiano vivió en China entre el año 1275 y el 1292. El pino siempre representa a un austero maestro. Representa silencio y majestad. Laozi decía que era como un viejo sabio: «Comprende todo, pero no habla». Paseando, me siento bajo la sombra de numerosos lilos blancos que cubren el cielo como un mar de nieve. Entonces pienso en el lilo que planté en mi casa de Olmeda hace apenas quince años. Tan solitario él allí como yo aquí. Se perpetuará más allá de mi vida, como estos lilos lo han hecho más allá de numerosas generaciones, pues la noche nos llega a todos por igual y nos concede el olvido. Lo que crece es más hermoso que lo que se construye.

  2. En Fangjia
    . En un pueblo a las afueras de Pekín, estaba el Huashenmiao, el Santuario de los Dioses Florales. Allí se reunían los campesinos que cultivaban flores y los poetas acudían a concursar escribiendo sobre las más bellas. Llegaban al amanecer para así poder oler los perfumes de las plantas en toda su fragancia. Rezaban, recitaban, escribían, cantaban y vendían las flores o sus semillas en un mercado improvisado. Xiangfensi, el Templo del Perfume y los Afeites, fue costeado por una princesa, la emperatriz consorte de Kangxi, que utilizó en su construcción los dineros otrora empleados en su acicalamiento. Los jardineros de los templos y de los jardines imperiales se encargaban de podar las ramas para darles bellas y singulares formas, de la misma manera que un poeta pule y elige las palabras más exquisitas. Po Chü-I nos describe uno de esos mercados de flores, en el siglo IX, en los siguientes versos: «… Y seguimos a la muchedumbre que se dirige al Mercado de Flores. / “Baratas y caras - no hay un precio uniforme: / El precio de la planta depende del número de flores. / Por la flor fina, - cien piezas de damasco: / Por la flor barata, - cinco trocitos de seda. / Por encima hay un toldo para protegerlas: / Alrededor se ha tejido una valla de zarzos para guardarlas. / Si la salpicas con agua y cubres las raíces con barro, / Cuando las trasplantes no perderán belleza”…». En estos mercados se vendían rosas, lotos, crisantemos, ciruelos, narcisos, jazmines; lilas u orquídeas.

  3. El Templo de Confucio
    . Éste se halla solitario, mientras que la Ciudad Prohibida es un hervidero de gentes. Cuando la visité estaba tan repleta que era imposible moverse en medio de aquella marea humana compuesta, fundamentalmente, por turistas chinos de todas las edades. Se movían al unísono y hacían comentarios de admiración como si se tratara de un gran coro. Para llegar al Templo de Confucio hay que recorrer una de las calles más antiguas de Pekín, la Guozijian. No es como esas otras de los barrios típicos: estrecha, laberíntica y con casas repletas de gente; sino recta, de cierta amplitud, suficiente para que puedan circular coches, y con casas, a veces palaciegas, que en otros tiempos debieron acoger a una alta burguesía. Este templo tenía la máxima consideración por parte de los emperadores, de ahí que esté cubierto con tejas amarillas. Se fundó en época Yuan (1311) Y se rehizo en el año 1411. Aquí se conmemoraba al filósofo deificado y a sus más ilustres discípulos el veintisiete de agosto, aniversario del nacimiento. Ocupa más de dos hectáreas y es junto con el de Qufu, su patria natal, el mayor santuario confuciano de China. Tras dejar la calle, una hermosa puerta de entrada de estilo tradicional da paso a un gran patio con árboles centenarios, presidido por una estatua del propio Confucio perfumada por varios palos de incienso que arden cadenciosamente. La estatua, de mediano tamaño, alzada sobre un plinto parece llevar allí toda la vida y, sin embargo, fue colocada en 1993. A derecha e izquierda del patio se alzan todavía las estelas con los nombres y currículos de aquellos estudiantes que aprobaron los exámenes estatales para convertirse de por vida en los más altos funcionarios del Imperio. Estas piedras son altas y anchas, y están muy bien labradas. Cuentan las vidas de cada uno de aquellos jóvenes y muestran los sellos familiares: Son como nuestros víctores universitarios, sólo que aportan más datos, son más informativos.

    El Templo de Confucio, durante siglos, fue el Colegio Imperial. Se estudiaba y después, cada tres años, se llevaban a cabo esos duros exámenes. Si para llegar hasta aquí, previamente se había realizado una estricta selección entre los candidatos pertenecientes a las familias aristocráticas, los jóvenes que pasaban las pruebas para ocuparse de la función pública eran lo mejor de lo mejor. Las estelas se remontan al siglo XIV y en ellas se nombran a diversos emperadores de diferentes dinastías. El monolito, junto al cual me fotografío, es del siglo XIV, de la época de la dinastía Yuan, con la que se encontró Marco Polo. Es de los más antiguos.

    Paseo por entre estos cientos de estelas que son un cementerio de la sabiduría. Probablemente no se conserve ya ninguno de los palacios ni siquiera las tumbas habitadas por estos hombres y, sin embargo, las estelas que plantaron aquí siguen tan impolutas como cuando ellos mismos las inauguraron. Uno se siente Nadie ante estas piedras. Paseo por en medio de ellas y palpándolas voy meditando sobre lo que es la vida, una herida abierta de donde mana sin cesar la sangre. La vida como no puede definirse, tiene que ser incesantemente reinventada. Me siento en un banco de madera desde el cual contemplo este bosque pétreo a derecha e izquierda sin ningún claro. «Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación», escribe Pascal. En China se decía que si el emperador estaba sentado en el trono, el Imperio estaba en orden. En uno de los diecisiete
    Poemas antiguos anónimos
    se comenta: «Los muertos se han ido y con ellos no podemos conversar. / Los vivos están aquí y merecen nuestro amor. / Al pasar por la puerta de la ciudad, miro al frente / Y veo ante mí sólo túmulos y tumbas. / Las tumbas antiguas han sido aradas para hacer campos de siembra, / los pinos y los cipreses han sido talados para hacer madera. / Tristes vientos cantan en el blanco álamo; / Su insistente murmullo me mata el corazón de pena. / Quiero volver a casa, volver a caballo hasta las puertas de mi pueblo. / Quiero volver, pero no hay camino de vuelta».

    Subiendo por unas amplias escaleras tras la moderna estatua de Confucio, se pasa a una estancia intermedia y de allí a otro ancho patio. Es la Puerta de los Grandes Resultados (Dachengmen); delante, hay reproducciones de diez tambores de piedra con inscripciones de odas del siglo VII, según la tradición. Los originales se hallan en el Palacio Imperial. En este patio se encuentran algunos de los árboles más viejos de Pekín. Un gran ciprés de más de setecientos años, lleno de gruesos nudos, se alza al oeste de los peldaños que conducen al Palacio de los Grandes Resultados, el Dachengdian, el edificio más importante del templo, en estilo Qing, escenario habitual de las ceremonias dedicadas en honor del gran sabio. Lo plantó el funcionario imperial Xu Heng durante la dinastía mongola de los Yuan (entre 1279 y 1368). Este ciprés cuelga de sus ramas cientos de cintas, la mayor parte rojas, conteniendo algún deseo o agradeciendo los ya cumplidos. Es un árbol sabio al cual se le adjudica el don de distinguir a las personas. Se cuenta que, en su primera juventud, le tiró un sombrero al suelo a Yan Song, un perverso ministro, cuando éste llegó al templo para presentar sus respetos a Confucio en nombre del emperador Jia Qing. El individuo fue cesado y el ciprés recibió entonces el nombre de Árbol que Expulsa Demonios. Al ciprés también se le respeta por haber sido el árbol que eliminó el mal. A pesar de encontrarse protegido por un pequeño cercado de hierro, alzo mis manos y pongo las palmas sobre su pulido torso. Durante ese largo instante mi cabeza se vacía, vuelan las ideas y pensamientos, y los deseos que iba a pedir se esfuman en la paz de ese instante.

    Alrededor del patio voy visitando el resto de los árboles. Cada uno de ellos tiene una placa identificando su clase y época. Aunque también tienen varios siglos, son más jóvenes que el ciprés. Alrededor del patio hay como capillas donde se alojaban las campanas y los tambores que servían para anunciar las ceremonias. En una de ellas hay una gran tortuga de piedra. Aunque similar a una tortuga, el animal que sostiene las estelas es de hecho un animal fantástico, un
    bixi
    , uno de los nueve hijos del dragón, conocido por poseer una enorme fuerza, capaz de mover montañas. Sus patas son de dragón y sobre su caparazón se alza una gran estela con inscripciones alusivas a las expediciones militares de la época Qing. El dragón se considera en China como el rey y señor de las aguas, asociado a la llegada de las lluvias, y símbolo del emperador. El suelo sobre el cual se apoya este impresionante animal híbrido, simboliza el agua y a otras tortugas menores surcándolo. La tortuga es el símbolo del tiempo y la longevidad. En otra pequeña capilla hay otra tortuga de menor tamaño que la anterior, esculpida igualmente en piedra. Sostiene otra estela que hace referencia a Yongzheng, un emperador del siglo XVII (nacido en 1678, reinó entre 1722 y 1735). El pozo surge rodeado por las sombras de las ramas de tan imponente vegetación centenaria. Según la leyenda, a estas aguas se le atribuían cualidades mágicas. Entre otras, ayudaban a los pinceles a escribir bellas caligrafías e inspiraban a los autores hermosos y profundos pensamientos. Dado que era en este lugar donde se estudiaba y se celebraban aquellas importantes pruebas, es seguro que el pozo estuviera rodeado de jóvenes nerviosos e impacientes. Tan famoso llegó a ser que hasta el emperador Qianlong, cuando escribía poesía, utilizaba este líquido para mezclarlo con la piedra de tinta. Tan satisfecho quedó por los buenos versos redactados que bautizó el pozo con el siguiente nombre: Lago del Agua para la Piedra de Tinta. Calificar a un pozo como lago era todo un halago. El pozo está allí con su brocal, pero ni las máquinas de escribir ni los ordenadores necesitan ya de su magia. ¡Qué lástima!

    En el Palacio de los Grandes Resultados se conservan las tablillas de los antepasados de Confucio y se celebraban los ritos conmemorativos. La sala es bellísima. El techo, profusamente decorado, está sostenido por grandes columnas rojas. Un buen número de instrumentos musicales y objetos de culto reposan en el altar donde yacen las tablillas. Hay campanas de piedra y bronce, y sobre una mesa platillos, tambores e instrumentos de aire que me son muy difíciles de identificar. En muchos templos la música se guardaba con gran secreto. Los monjes únicamente conocían la parte de su instrumento, saber que transmitían a sus discípulos. Para escuchar la música en toda su pureza hay que ir a un templo del siglo XV situado dentro de Pekín. El Zhihuasi, el Templo del Intelecto que Despierta, mantiene estrictamente la tradición de la música budista y cortesana. Originariamente fue el templo familiar del eunuco Wang Zhen, jefe de protocolo de Yingzong, emperador de la dinastía Ming. Construido en el año 1443, alcanzó fama por la cantidad de partituras que guardaba. La música que interpretaban, una mezcla de música cortesana, budista y folclórica, dio origen al
    jingyinyue
    , género que alcanzó mucho éxito en la corte de aquel tiempo. El templo quedó abandonado durante muchos años y fue utilizado para diferentes menesteres hasta que, en las últimas décadas, fue rehabilitado y regresó a su uso primigenio. En otros templos se custodiaban las partituras. En el altar principal contemplo, a uno y otro lado, un montón de esculturas masculinas de tamaño natural. Son setenta y dos estatuas de escayola dorada que representan a los discípulos más destacados del filósofo. El visitante puede creer que son de época, pero su antigüedad se remonta a pocos años. Un buen ejemplo de ese espíritu chino de rehabilitar su pasado añadiéndole nuevos ingredientes insólitos. En lo más alto del altar cuelgan citas de Confucio.

    De nuevo salgo al patio y me muevo entre los árboles centenarios, las tortugas dragones, el pozo y las estelas. Un ligero aire mueve las hojas y los deseos colgados de las ramas. En Dabeisi, el Templo de la Gran Misericordia, donde hay árboles de más de ochocientos años, se atan a los troncos y las ramas farolillos rojos con peticiones, papeles con oraciones y tiras rojas solicitando una larga vida, salud o un matrimonio feliz. Las solicitudes se hacen una vez terminadas las fiestas del Año Nuevo chino. En Dongyuemiao, el Santuario del Pico Oriental, en su patio, se encuentra una impresionante sófora, la Sófora de la Longevidad (Shouhuai), un árbol centenario al cual se le envuelven cintas con el nombre del devoto. Las gentes dan vueltas a su alrededor en el sentido de las agujas del reloj. Este ser irracional crecía ya allí antes de que en el siglo XIV se levantara el templo taoísta. Merodeo la pequeña verja de hierro y en un descuido del guarda me abrazo al ciprés centenario. Alguien me señala que quienes se abrazan a este tipo de árboles son quienes buscan el bienestar del hígado. Quizá hoy mi corazón reside en él.

    Confucio nació en el 551 antes de Cristo, un año después de Buda. Murió en el 479, ocho años antes del nacimiento de Sócrates. Platón, Aristóteles o Diógenes son muy posteriores. Se calcula que vivió unos setenta años. Parece ser que medía un metro y ochenta centímetros. Su nombre K'ung Ch'iu (Kong Qiu) quería decir «Ch'iu, de la familia K'ung». Maestro Kong, Confucio, según la latinización llevada a cabo por los jesuitas en el siglo XVII. Sus padres murieron jóvenes y tenía otros hermanos. La madre del clan Yen no era la esposa legítima de Shu Lianghe, sino una esposa secundaria o concubina, por lo que él no era hijo legítimo. El padre no era un noble, sino un caballero, un militar. Cuando nació Confucio su padre había muerto y ni siquiera llegó a saber dónde estaba su tumba. Su madre se lo ocultó. Cuando ella murió la enterró en el Camino de los Cinco Padres y sólo después de haberse enterado de la ubicación de la tumba paterna hizo que los enterraran juntos en otro lugar distinto.

    Confucio no fue un santo ni tan siquiera un hombre religioso —a pesar de esa deificación posterior y los sacrificios ofrecidos por los Yuan, Ming y Qing— sino un filósofo, un educador, un sociólogo, el fundador de un sistema ético. «No es la verdad lo que hace grande a los hombres, sino los hombres los que hacen grande a la verdad.» Confucio creía en la formación e instrucción de los hombres, confiaba en su pensar y aprender. «Pensar sin aprender nos hace caprichosos, y aprender sin pensar es un desastre. La memorización de hechos no conduce a nada.» Confucio distinguía entre el hombre principesco y el humilde. El primero representaba al ideal de la cultura humana, pues había recibido una amplia educación; mientras que el humilde quedaba a su servicio. El noble estaba dedicado a los asuntos de Estado y no debía ser ni arrogante ni vanidoso, sino prudente, estudioso y respetuoso con los mayores. El noble debía ser humilde al servir a un superior, respetuoso al favorecer al pueblo y, por encima de todo, honrado y bondadoso. Sus acciones deberían estar siempre alejadas de la riqueza y los honores. El objetivo de ese noble era la búsqueda de la humanidad. La podía encontrar o no, pero esto era inalcanzable para el pueblo, dedicado a oficios inferiores. La humanidad, o
    ren
    , era el sentimiento de afecto hacia los otros. Amar a las personas, ser capaz de juzgarlas con el mismo rasero con el que uno se juzga a sí mismo. Es decir, reconocer los derechos de los demás. El santo poseía todas estas virtudes de forma plena e innata, pero el resto de los hombres tenían que esforzarse en cultivarlas. El noble debía ser benevolente, justo, sin provecho, ecuánime, imparcial, leal, sincero, cumplidor. Uno de los lemas esenciales de Confucio es éste: «Lo que no quieras que te hagan, no lo hagas a los demás». El hombre principesco entendía de cuestiones referentes al derecho (la moral); mientras que el humilde estaba dedicado a aquellas otras más relacionadas con el lucro y la sobrevivencia.

    El filósofo exigía la misma lealtad para consigo mismo que para los demás: «Fidelidad a sí mismo, ausencia de autoengaño y la comprensión de la propia personalidad». Los demás son seres humanos idénticos a uno mismo y eso implica tratar a los demás, así como a uno mismo, como tales seres humanos. La humanidad es una autocompresión de los seres humanos. Todos los hombres son iguales al nacer; sólo la educación, la experiencia y las costumbres los diferencian. Confucio destacaba la introspección, es decir, el reconocerse a sí mismo para conocer al otro. Sócrates antes de Sócrates. «Estado en el que te mantienes firme en el reconocimiento de lo que sabes y admites una falta de conocimiento de lo que no sabes.»

    Confucio le dijo un día a su discípulo Zilu: «Todavía no puedes servir al hombre adecuadamente; ¿cómo servirías de la forma adecuada a los espíritus?». En respuesta a otra pregunta sobre la muerte dice: «Todavía no sabes nada sobre la vida; ¿por qué deberías saber sobre la muerte?». Confucio mantuvo la religión dentro de sus propios límites. Mostró la sana actitud de prohibir que invadiera la esfera de gobierno. Lo espiritual no debía mezclarse con lo material, con lo racional. Respetó la religión pero rehuyó cualquier fe que tuviera relación con las supersticiones. Su propósito siempre fue aclarar el significado y el sentido de las experiencias de la vida. Confucio eliminó del gobierno de la ciudad el misticismo supersticioso y colocó al hombre en el lugar central. El confucianismo se libera de todo ingrediente religioso y establece una distinción entre lo conocido y lo desconocido, entre la razón y lo irracional. Confucio era el arquetipo del moralista. Su moral era la del equilibrio social, su fundamento es la autoridad de los seis libros clásicos, depositarios del saber de una mítica edad de oro en la que reinaban la virtud y la piedad filial. La virtud abarcaba la justicia, la benevolencia y la rectitud, así como era la encarnación del culto al emperador y a los antepasados. El sabio tenía una actividad política y reflejaba el orden cósmico. La cosmología política que, para Octavio Paz, equivalía en nuestra lengua a la hidalguía, «fundada en la lealtad a ciertos principios tradicionales: fidelidad al señor, dignidad personal y la honra. Todo esto hace de la hidalguía una virtud social. Pero el hidalgo es un caballero; venera al pasado pero no ve en él un principio cósmico ni un orden fundado en el movimiento de la naturaleza. El discípulo de Confucio es un mandarín: un letrado, un funcionario y un padre de familia».

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