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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (57 page)

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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En el San Remo Bar tuvieron su cuartel general Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Estos miembros de la Beat Generation se inspiraron en muchos de los personajes que pasaban por este antro.

Pero el más famoso entre todos los «malditos» neoyorquinos sigue siendo Edgar Allan Poe. Tomamos la Hudson Street y al cruzarse con la Christopher Street buscamos el Northern Dispensary. Es un pequeño edificio triangular. Una de sus caras da con la Waverley Place. Medio abandonado, está cubierto de gran suciedad. En la fachada principal hay una placa que data su fundación en el año 1827.
«Northern Dispensary Instituted/1827/Built 1831 /Heal the sick»
. Este sanatorio tuvo entre sus pacientes a un célebre ebrio crónico: Poe. El autor de
La caída de la Casa Usher
fue curado varias veces aquí, aunque los médicos de este ambulatorio no pudieron evitar su lento y concienzudo suicidio cuando apenas contaba con cuarenta años. Poe no era neoyorquino sino bostoniano, pero vivió muchos años en esta ciudad. Se vio forzado a cambiar de domicilio infinidad de veces, debido a los escándalos provocados por sus borracheras pero, sobre todo, como Balzac, para esconderse de la multitud de acreedores. Tras habitar pensiones de mala muerte, en la primavera del año 1846, tres años antes de su óbito, pasó a ocupar una cabaña de madera en lo que ahora es el Bronx. Ésta era literalmente su dirección completa:
Grand Concourse on the Southeast corner of East Kingsbridge Road
, Bronx. La casa blanca, con su pequeña escalera y su agraciado porche, se conserva perfectamente. En el año 1913, debido a reformas urbanísticas en la zona, estuvo a punto de ser demolida para darle más espacio a la calle. Finalmente, la alzaron del suelo y la trasladaron varios metros más allá del peligro. Poe se movió poco de este lugar, aún hoy muy tranquilo y campestre. Aquí asistió a la enfermedad de su esposa Virginia. En la casa hacía un frío terrible. La desdichada enferma, echada sobre un colchón de paja, dormía la prolongada agonía vestida y envuelta en el gran abrigo de invierno de su marido. Virginia murió víctima de la tuberculosis el 30 de enero del año 1847, dos años antes que su esposo (7 de octubre de 1849). Tenía veintiséis años. Poe siguió viviendo en este inmueble acompañado por su suegra. Ella murió mientras él visitaba Baltimore. El poeta escribió en Nueva York alguno de sus más famosos textos, por ejemplo, «Annabel Lee» o «Las campanas». Para componer este último poema se inspiró en el sonido de las campanas de la iglesia de la cercana Fordham University. En el interior de la cabaña se encuentra la cama donde reposaba la pareja y en la que Virginia expiró. También están a la vista una mecedora muy grata para el escritor y un espejo. Virginia fue enterrada muy cerca pero, tras el fallecimiento del marido, fue exhumada y trasladada a Baltimore, para que ambos yacieran juntos por los siglos de los siglos. «Cuando yacías ya sin pensamiento / todavía gemía tu secreto / llama llena de muerte en el amor», dice Juan Eduardo Cirlot en estos versos de homenaje al poeta norteamericano.

Seguimos merodeando por la zona y muy cerca del dispensario, en el 18 Gay Street, entre Christopher Street y Waverly Place, damos con la casa de Mary McCarthy. Como es habitual, no existe ninguna placa que lo corrobore, pero nosotros nos fiamos de los datos que Eduardo Lago lleva apuntados. Es una casa bellísima levantada en ladrillo durante el siglo XIX. Una glicinia, de color morado, crece entrelazada a la gran escalera de hierro contra incendios. Éste es para mí el más sorprendente Nueva York, lejos de los rascacielos que, por supuesto, tienen también su otro encanto inhumano. La escritora pasó aquí unos años de su vida, aunque también residió en otros lugares.

En el 4 de Patchin Place, entre la Sexta Avenida y Greenwich Avenue, vivió Edward Estlin Cummings desde el año 1923 hasta su muerte en 1962. Alquiló una habitación para vivir con su tercera esposa, la fotógrafo y modelo Marion Morehouse. A medida que fueron pasando los años se hicieron con el resto del edificio, de ladrillo pintado de blanco. Dispone de amplios ventanales de madera así como de un estrecho jardín protegido por una verja. La escalera metálica sobre la fachada la afea un tanto. Por este domicilio pasaron Eliot, Dos Passos y Dylan Thomas. Una vez le preguntaron por qué había permanecido fiel a este lugar. Él respondió: «Porque es amistoso, poco científico, privado, humano».

En el número 5 vivió Djuna Barnes. Estas manzanas están asombradas por los ailanthus: grandes y altos árboles plantados para tragarse los malos y desfavorables vientos. La autora de
El bosque de la noche
no pudo encontrar mejor lugar para alojarse. Las casas se construyeron a mediados del siglo XIX para albergar a los camareros vascos del Hotel Breevort, en la Quinta Avenida. De estos inmuebles también fueron vecinos Eugene O'Neill y John Reed.

Perdidos ya sin rumbo por entre las calles estrechas y arboladas en Grove Street, entre Bedford y Hudson Street, veo una estrecha verja a través de la cual descubro un amplio jardín. Al fondo del mismo hay unas casas muy semejantes a las coloniales inglesas. Fueron construidas a mediados del siglo XIX. En el año 1902, la hija del escritor O'Henry, cuyos célebres relatos se consideran hoy día piezas clásicas de la narrativa breve norteamericana, se vino a vivir aquí. De este lugar salió su relato
La última hoja
, que cuenta la historia de dos muchachas, Sue y Johnsy, que llegan a Nueva York buscando fama y fortuna como artistas. Apoyado sobre la verja veo el movimiento de personas entre la frondosidad de árboles centenarios. No se inmutan por nuestra presencia, lo que me decepciona al pensar que están acostumbradas a este tipo de miradas furtivas.

De aquí para allá, en la confluencia de la calle 9 y la Quinta. Avenida, estuvo antiguamente una casa por donde pasaron Washington Irving y Mark Twain. La casa es ahora una inmensa mole que, al menos, ostenta en su fachada una placa conmemorando este acontecimiento para las letras norteamericanas y universales, al tiempo que nos recuerda que la voracidad inmobiliaria es un mal sin fronteras.

Washington Square aparece de repente. La reconozco por el esbelto Arco del Triunfo levantado en mármol blanco. Es uno de los lugares más literarios de Nueva York. Edith Wharton colocó aquí la acción de su novela
La edad de la inocencia
, cuando a finales del siglo XIX éste era el centro de la alta sociedad neoyorquina. La escritora vivió una temporada en el número 7. Henry James por su parte nació junto al 21 de Washington Place. Escribió la novela
Washington Square
cuando, en el año 1881, se fue a vivir a Inglaterra. El retrato de la sociedad burguesa provinciana de Nueva York quedó aquí descrita con su habitual sarcasmo e ironía. La gran plaza conserva parte de los edificios de pocas plantas con los que ambos escritores convivieron. Más contemporáneamente fue vecino John Dos Passos, otro de los novelistas que tomaron la ciudad de Nueva York como decorado. El pintor Edward Hooper pasó aquí casi toda la vida y murió en el año 1966. La mayor parte de los grandes edificios que conforman este amplio cuadrilátero pertenecen a la Universidad de Nueva York. En otros tiempos esta tierra fue pantanosa y albergó un cementerio del cual se exhumaron más de diez mil esqueletos. Lugar de duelos, compartió la muerte por honor con el deshonor de las ejecuciones públicas. El olmo de los ahorcados luce aún sus robustas ramas con las heridas de las pesadas cordadas. Otros muchos escritores, artistas plásticos y arquitectos dejaron aquí sus huellas.

Sentado en un banco para descansar de tanto ajetreo, me imagino a esos hombres y mujeres como si fueran Wallace Stevens, William Carlos Williams, Stephen Crane o Duchamp, quien desde lo alto del Arco del Arco del Triunfo proclamó la independencia de este distrito. Duchamp vivió en el número 71 de la Rue Jeanne d'Arc en su Rouen natal y sus restos se encuentran en el Cementerio Monumental de la misma ciudad, bajo una lápida cuyo epitafio dice lo siguiente:
«D'ailleurs, c'est toujours les autres qui meurent
» («Por otra parte, son siempre los otros los que mueren»). Observo vitalidad en los rostros anónimos. Cada generación da nueva vida a los lugares de la memoria de la anterior.

Perdidos en este laberinto de Greenwich Village, como aquella ciega interpretada por la flaca Audrey Hepburn en
Sola en la oscuridad
, rodada en St. Luke's Place, retornamos hacia nuestro punto de partida. Aunque estoy cansado por la larga caminata, no dejo de observar las fachadas de estas bellas casas. Veo entonces en el número 35 de West 9th Street una pequeña placa de metal junto al lado izquierdo del portal. Es un bloque de elegantes apartamentos. El portero está apoyado en el quicio contrario viendo pasar el tiempo. La placa es tan diminuta que tengo que acercarme más a ella, invadiendo una de las hojas de la puerta de cristal. El portero me mira y no se inmuta mientras apunto el contenido:
«LastHome of Marianne Moore (1887-1972). Pulitzer Prize-Winning poet. Baseball Enthusiast and Life long New Yorker»
. Me quedo doblemente sorprendido. Primero por hacer este descubrimiento inesperado y luego porque no sabía que la poeta fuera tan aficionada al béisbol. Probablemente la placa se debe a los representantes del club deportivo más que a los lectores. En su biografía se hace referencia a que, en 1968, el mismo año en que obtuvo el Premio Nacional de Literatura, inauguró la temporada de béisbol con un saque de honor en el Estadio de los Yankees. Aunque a mí no me interesa ningún deporte, en el caso de que así fuera, ¿dejaría que al lado del reconocimiento de la pureza poética apareciese ese barbarismo?

Cuando leí en antologías poemas sueltos de Marianne Moore me pasó lo mismo que cuenta W. H. Auden, los versos «no parecían tener ni pies ni cabeza». Para empezar, «no podía “escuchar” su verso…». Luego, al leer la
Poesía reunida
me fui adentrando en ese
collage
lingüístico, a veces intraducible, en esa experimentación novedosa y enigmática. Gran parte de su obra poética versa sobre animales. Los animales siempre han estado presentes en la literatura de diversas maneras. A través de la fábula, del símil, del emblema alegórico, del encuentro romántico entre el hombre y el animal, y los animales como objeto de interés y afecto humanos. Los poemas de Marianne Moore sobre animales, como escribe Auden, «son manifiestamente los de un naturalista. Los animales que elige son aquellos que le gustan —excepto la cobra— y casi todos sus animales son exóticos». La escritora se trasladó a Nueva York en el año 1918. Fue profesora, bibliotecaria y directora de las revistas del Greenwich Village Group. Al tener que cerrar las publicaciones, en 1929, se retiró a Brooklyn para dedicarse únicamente a la poesía. Bajo esa aparente mirada naturalista y científica esconde una búsqueda espiritual a través de ese mundo de la vida menor (animal, vegetal y mineral). «Podemos hablar más de la luz del sol / que del lenguaje, pero el lenguaje / y la luz / se ayudan mutuamente…», escribe en el poema «Luz es lenguaje». Y en «Digiere durísimo hierro»: «El poder de lo visible es lo invisible». Hay una foto de Marianne Moore con su habitual tricornio por sombrero y una capa negra, bajo el Puente de Brooklyn. Quizás esta foto le inspiró a otra gran poeta norteamericana, Elizabeth Bishop, el largo poema
«Invitation to Miss Marianne Moore
», que comienza así:
«From Brooklyn, over the Brooklyn Bridge, on this fine morning, / please come flying
…», que más completo se traduciría así: «Desde Brooklyn, por el puente de Brooklyn, esta hermosa mañana, / te lo ruego, ven volando. / En una nube de ígneas y pálidas sustancias químicas, / te lo ruego ven volando, / hasta el rápido redoble de miles de pequeños / tambores azules / que descienden del cielo caballa / por la lustrosa tribuna de agua portuaria, / te lo ruego, ven volando…». Sin embargo, para mí el poema más extraordinario de la Moore es el titulado «El reparador del campanario». Está entre ese número indefinido de versos que a uno le hubiera gustado escribir alguna vez: «Durero habría encontrado una razón para vivir / en una ciudad como ésta, con ocho ballenas encalladas…».

El Mercedes de Murado nos acaba conduciendo a un restaurante chino para cenar. Veo en la carta que hay sopa de aleta de tiburón. Por respeto a nuestra poeta, excuso esta petición, que otros hacen. Alguien vuelve a mirar la carta y se da cuenta de que sólo ese plato cuesta casi diez mil pesetas de las antiguas. Levanta la mano, y sin consultar, anula este pedido. Me imagino entonces a la Moore sonriendo, pensando que esa extremidad animal vale más que cualquiera de las nuestras.

Ha sido una tarde extraordinaria en la que cada uno de los amigos hemos compartido la soledad por estas calles tan alejadas de nuestro ombligo. A los postres, cortamos un dulce chino y en mi ración aparece la sorpresa que todos aguardábamos. Abro el delicado papel y leo lo que está escrito en él en caracteres chinos y en inglés:
«Friends long absent are coming back to you»
(«Amigos, largo tiempo ausentes, van a visitarte»). Y me da los números de mi suerte; 13, 15, 17, 29, 31 y 33. Entonces recuerdo que yo nací un 14. ¿O quizás fue un 13, a punto de cumplirse las veinticuatro horas de aquel día? «Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo…», escribe Paul Auster en
La trilogía de Nueva York
.

American Poet's Córner (Nueva York)

«¿Quién no ha preferido un pequeño rodeo / a ir directamente a donde estamos?», dicen estos versos de Auden. Y yo los cumplo, pues en Nueva York sólo se pueden dar rodeos para alcanzar la infinidad de metas que queremos cumplir y jamás cumpliremos. Herman Melville nació en esta ciudad y vivió en ella gran parte de su vida. Aquí murió sin haber conseguido reconocimiento a su impresionante obra, parte de la cual él ni siquiera llegó a ver impresa. Había nacido, en el año 1819, en el 6 de Pearl Street, en pleno casco antiguo de Manhattan. La casa natal no existe pues fue derrumbada para levantar un moderno —ahora ya no nos parece tanto— edificio de oficinas. Tampoco se mantuvo en pie el inmueble que lo acogió durante sus últimos años de existencia, donde tuvo lugar su fallecimiento, en el 104 East 26th Street, entre Park Avenue South y Lexington Avenue. Desde 1863 vivió aquí hasta 1891. Entre otras obras compuso
Billy Budd
. Me desaconsejan este paseo para ver tan sólo una insignificante placa de bronce, pero cómo no rendir ese pequeño tributo a tan insigne navegante de las letras oceánicas. Mientras hago el camino recuerdo los versos que Hart Crane le dedicó: «…
often beneath the wave, wide from this ledge the dice of drowned men s bones he saw be queath an embassy…»
(«A menudo, debajo de la ola, desde este arrecife, los dados de los huesos de los hombres ahogados que él vio mandan una embajada»). Mi embajada, que llega del otro lado del mar, aún es de vida. Al dar noticia de su óbito, algún periódico escribió simplemente que Herman Melville era
«formerly a wellknown author
». Ese «En otro tiempo» se ha convertido en «todo» tiempo. Sólo el tiempo puede ser juez de sí mismo y de los demás.

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