Pero me sentía inquieto, y trataba de no dar hospitalidad en mi alma de caballero a aquellos sentimientos de mala conciencia y de pobreza de espíritu que pugnaban por arruinarme el día. Rogaba también a todos los santos que ninguna loquivíbora de la Puerta del Sol me sorprendiera en aquel trance. En los cónclaves hispanobúlgaros de la Puerta del Sol todos estaban convencidos de que yo había tenido que pagar diez millones de fianza para que Kyril saliera en libertad, y algunos se atrevieron a reprochármelo con mucho encampanamiento, como si los millones hubieran salido de sus bolsillos. Quizás, en momentos de gran apuro, todos fueran buenas chicas, pero se morían por una intriga y un sobresalto lo más teatrero posible. Así que me dije: tendréis intriga y sofocación, loquixirgus, y me encargué de convencerlas, dando a entender que trataba de hacer lo contrario, de que el rumor era verdad, pero la que fuera pobre y no pudiera permitirse un novio delincuente que se conformara con un oficinista, que salen más baratos, pero mucho más aburridos. Kyril estaba encantado y decidió propagar el mismo infundio entre sus compatriotas: aquello nos convertía a los dos en inalcanzables; ningún búlgaro tan hábil e irresistible como él; ningún español tan pródigo como yo. Y, sin embargo, allí estábamos, camino del Monte de Piedad, como en un folletín costumbrista, obligados por la resignación o por la entereza a sacrificar, Kyril el oro, y yo el amparo.
—Así es mejor —dijo él, y me pareció adivinar, a pesar de su esfuerzo por parecer animoso, un fondo de reproche—. Tendré que volver para recuperarlo y así nos veremos pronto. Hombre, no creas que es tan sencillo librarse de mí.
Lo dijo sonriente, bromista, pero también a mí se me había ocurrido que podía estar haciendo trampa. A lo mejor albergaba la oscura intención de asegurarme su regreso, aunque fuera momentáneo, o quizás fugado de la resignación y dispuesto como un cíclope a empezar de nuevo. Pero aquello no era un pensamiento, era sólo un espasmo, típico de los procesos terminales. Un caballero sabe cuándo una aventura ha llegado a su fin. Y hacía lo único que me quedaba por hacer: acompañaba a Kyril hasta el miserable altar del sacrificio. Pero el sacrificio tenía que hacerlo él.
La sala de pignoración ofrecía un aspecto mucho menos siniestro de lo que yo me había imaginado. La misma palabra —pignoración—, grabada en una placa dorada junto a la puerta de acceso al recinto, resultaba limpia, técnica, incluso elegante. Había algo de misericordioso en la elección del término, como en esos hospitales que utilizan expresiones demasiado científicas, oblicuas o metafóricas para designar graves diagnósticos o atender sufrimientos terribles. Parece menos doloroso y humillante, sin duda, pignorar que empeñar. Claro que ese detalle de compasión no surtía efecto en Kyril, él era inmune a las cualidades sedantes o abrasivas de algunas palabras de nuestro idioma. A él no le alcanzaba la pusilánime piedad del vocabulario. Kyril iba a dejar todo su oro a cambio de un mísero porcentaje de su valor y yo no haría nada por impedirlo. Así de amargo. No sé qué tragedia habrían escrito los griegos con una situación semejante.
La sala tenía un aspecto tan higiénico como cualquier otra institución dedicada al comercio con las necesidades humanas. Seguramente, la ventilaban bien durante la noche, limpiaban con cuidado cualquier huella de congoja o desesperación. A aquellas horas de la mañana, y en contra de lo que yo había supuesto, muy pocas personas enajenaban sus menudencias de valor. Un hombre todavía joven y fuerte que se cruzó con nosotros en la entrada parecía cargar con una pesada herida en el estómago. Un muchacho de aspecto indeciso, como si se esforzara en fijar sus cavilaciones en algo distinto a lo que estaba haciendo, esperaba a que le reclamasen, por el marcador electrónico, en las ventanillas de pagos. Una pareja mayor, vestida con raída distinción, se encontraba ante uno de los empleados, resignados a la modesta valoración de pequeñas joyas familiares. Nadie más. Había un extraño ambiente de recogimiento, de discreción vergonzosa, y una actitud de disimulada conmiseración en las personas que había al otro lado de los mostradores. Kyril eligió a un tasador gordo y de aspecto bonachón y se dirigió a él con la decisión de un mártir encaminándose al potro del tormento. Yo, a su vera, tenía muy claro mi papel: también los parientes de los mártires deben mantener la compostura.
Dudo que la imagen de santa Leoncia —a quien los sicarios de Nerón le arrancaron de los brazos a sus dos hijos de corta edad y a una sobrina que estaba pasando el verano con ella, antes de destinarla a una casa de lenocinio para desahogo de rijosos centuriones— fuese más desgarradora que la de Kyril despojándose, pieza a pieza, de su oro. Comenzó quitándose los anillos, como si se desprendiera de su habilidad manual, y los fue dejando con una lentitud muy doliente en la bandeja que el tasador había puesto delante de nosotros. La prudencia me aconsejaba no mirar, pero me resultaba imposible apartar la vista de aquellos dedos repentinamente desnudos, quizás inválidos, y en algún momento incluso temí que el dedo entero acabase en la bandeja ante la resistencia del anillo a acabar en manos de un centurión rijoso como las más valiosas prendas de santa Leoncia. No era un espectáculo amable. Eso sí, sospeché que Kyril lo tenía perfectamente calculado. Sabía que me lastimaría hasta estrangularme la respiración. Era insoportable ver cómo, con dificultades tal vez un poco exageradas para acentuar el dramatismo, se desabrochaba las esclavas y pulseras que, al caer en la bandeja, levantaban un sonido muy lastimero. Se diría que con las pulseras estaba desprendiéndose de la flexibilidad y elasticidad de sus articulaciones. Habría sido muy diferente si Kyril hubiese llevado todo el oro en una bolsa y la hubiera vaciado de golpe en manos del tasador. Pero así, poco a poco, como si estuviera descuartizándose a sí mismo, resultaba sádico. Incluso me pidió que le ayudara a desenganchar del cuello del jersey el broche de una de las cadenas. Sentí que estaba ayudando con mis propias manos a degollarle.
—¿Es todo? —preguntó el tasador. Era atento, pero lo bastante profesional como para cometer la torpeza de mostrarse apesadumbrado.
—Es todo —dijo Kyril, muy digno—. Ya no hay más.
El tasador manipuló las piezas con un cuidado y un respeto casi quirúrgicos. Las pesó en una balanza de precisión. Ejecutó con pulcritud el trámite de comprobación de la calidad del metal. Efectuó las operaciones matemáticas con esa limpieza y ese distanciamiento que imponen los modernos instrumentos de cálculo.
—Sesenta mil pesetas —dijo el empleado—. ¿Le interesa?
Logré no mirar a Kyril. Ni siquiera resultaba suficiente para pagar el coche. Sabía que él estaba esperando que le mirase. Y comprendí en ese momento que él aún tenía guardada una última carta. Pero ya era tarde.
—Un momento —dijo.
Vi cómo retiraba de la bandeja una de las pulseras.
—Esta no —la tenía sobre la palma abierta de la mano—. Haga el cálculo otra vez, sin esto.
Era la pulsera que yo le había regalado en nuestro primer cumpleaños.
Entonces sí que le miré. Sonreía. Dudo que en cualquier otra sonrisa pueda caber tanta picardía afectuosa. Este caballero estaba a punto de doblar. El bajó un poco más la muleta.
—Si las cosas me van mal y no puedo venir a recuperar eso, esta pulsera no quiero perderla.
Ese fue el descabello.
Me volví al tasador y le dije olvídelo, no nos interesa. Yo mismo, con mis propias manos, recuperé todo el oro de Kyril. No tenía que preocuparse del dinero que le faltaba para el coche. Ojalá llegasen con él hasta el fin del mundo. Media hora más tarde, en casa, mientras rellenaba el talón por doscientas mil pesetas —Kyril hizo con rapidez y precisión, muy emocionado, las cuentas del dinero que tenía, el que le faltaba realmente para poder comprar el coche, más algunos pequeños gastos adicionales, y no necesitaba cien, sino doscientas mil—, me dije:
—Alma mía, qué tonta eres.
Pero es que hasta el pensamiento de un caballero, bajo el pretexto de la lucidez, tiene momentos ruines. Sólo el alma del caballero es generosa hasta el final.
Y ya llegó el final. Kyril y Kalina se han ido.
Al parecer, han encontrado una casa barata cerca de Denia. Probarán allí, dicen. En realidad, ni siquiera sé si han llegado a instalarse. Puede que se hayan quedado en el camino, o que hayan pasado de largo. O que nunca pensaran seriamente en vivir allí. Se fueron hace veinte días y no he vuelto a saber de ellos. Luis, el abogado, consiguió el sobreseimiento del sumario en el caso de la cafeína y de las armas, por lo que Kyril dejó de tener la obligación de ir a firmar al juzgado los días 1 y 15 de cada mes. Se han llevado pocas cosas. Llegaron a un acuerdo con el dueño del piso de Madrid para dejarle el dormitorio de diseño increíble, la mayoría de los electrodomésticos y todos los detalles decorativos, hasta que pudieran enviar a recogerlos. Tal vez después del verano. Quieren ir en verano a Bulgaria, tenga o no Kalina el permiso de residencia en España, para casarse, como Kalina había soñado desde niña, en la iglesia de Alexandr Nevski.
—Volveremos —dijo Kyril.
—¿Seguro?
—Más que seguro —y se llevó la mano derecha al lugar del corazón, confiando sin duda en que yo haya dejado de creer que los búlgaros no tienen ahí un corazón, sino una patata.
Estaban ya en el coche, a punto de emprender un viaje que ninguno de los tres sabíamos a dónde iba a llevarles; en cualquier caso, estén donde estén, Kyril sigue siendo mi chófer, lo que no deja de ser, en estos tiempos de crisis, una notable contribución a la reforma del mercado del trabajo.
—Tenéis que prometerme una cosa —les dije.
—Lo que quieras —dijo Kyril.
—Que me llamaréis de vez en cuando.
—Mañana mismo.
—Mañana, no, Kyril. De vez en cuando. ¿Lo harás?
Movió la cabeza de un lado a otro. Sonrió. Dijo:
—Sí.
Pero, en estos tiempos, es como si el mundo desapareciera cada día. «De vez en cuando» es un tiempo que no existe. Es inútil apostar por él. Durante más de dos años yo aposté, con cuerpo de perdida y dignidad de caballero, por un tiempo inexistente. No me quejo. No me arrepiento. Puse algo de dinero. Un gramo de locura. Un montón de afecto. Quizás amor.
—
Nazdrave
!
Afortunadamente, el amor ya no es lo que era.
EDUARDO MENDICUTTI, nace en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, en 1948. En 1972 se traslada a Madrid, donde obtiene el título de periodista, pasando a colaborar desde entonces en distintos periódicos y revistas. En 1974, aparece su primera novela corta,
Cenizas.
Tusquets Editores
ha ido publicando, con creciente éxito de crítica y de público aquí y en el extranjero,
Una mala noche la tiene cualquiera. Tiempos mejores
y
Ultima conversación
(La flauta mágica 14, 18 y 27). Desde aquellas brillantes narraciones de
Siete contra Georgia
(La sonrisa vertical 54), que nos revelaron la voz particularísima de
uno de nuestros mejores novelistas,
hasta
El palomo cojo
(Andanzas 145), la obra de
Mendicutti
ha ido trazando, desde distintos aspectos, una auténtica
«crónica ética»
de un mundo marginal, pero que convive con todos nosotros sin que de él conozcamos de la misa la mitad. El
humor,
que siempre empapa toda su obra, adquiere en esta
sexta novela
suya,
Los novios búlgaros,
matices agridulces, tal vez porque es el
humor
de un hombre que prefiere comprender a juzgar y que intenta no perder pie «en estos tiempos en que es como si el mundo desapareciera cada día».