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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (17 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Porque, pese a las promesas del cónsul de España, se retrasaba la concesión del visado a la madre de Kyril. De hecho, el cónsul dejó de ponerse al teléfono cuando yo llamaba desde Madrid, y un día la telefonista del consulado me explicó que el señor cónsul había tomado sus vacaciones y no regresaría hasta pasado un mes. Kyril ya estaba en casa, impaciente, con poco dinero, escayolado y dirigiéndome miradas lastimosas, que a mí me traspasaban todo lo traspasable, cada vez que yo le informaba de que el viaje de su madre no terminaba de estar claro. La moto permanecía —para chatarra, según Kyril— en el depósito de la policía municipal para vehículos accidentados. Kalina tenía un impreciso certificado de la policía que le autorizaba a permanecer en España mientras se consideraba su solicitud de exención de visado por matrimonio con un residente. La madre de Kyril parecía ya resignada a no viajar nunca. Y Kyril decidió que eso no tendría demasiada importancia si, a cambio, el viaje lo podía hacer él.

—Hombre —me dijo—, ¿por qué no vienes con nosotros a mi país?

Yo acepté como un autómata lo que eso significaba: dejar de nuevo los asuntos del despacho, durante otra semana, en manos de mis socios y de una secretaria boquiabierta; comprar los tres billetes de avión, si bien el de Kalina costó poco más de lo que cuesta una comida de negocios, al aplicársele la tarifa balcánica para menores de veinticinco años; dedicar dos tardes completas a la compra de regalos, que consistieron exclusivamente en productos para baño y perfumería —una docena de tubos de pasta dentífrica, otra docena de pastillas de jabón, media docena de botes de gel para baño, una docena de botes de champú, media docena de envases de espuma instantánea de afeitar hipoalergénica, una docena de envases de desodorantes con pulverizador, todo ello de marcas distintas, aunque corrientes— y cajas de bombones y tabletas de chocolate. Por mi cuenta y riesgo, compré dos inenarrables figuras de Lladró: una pareja de bailarinas con tutú romántico y mariposas revoloteando a su alrededor, para la madre de Kalina, y un joven y sonriente
clochard
tocando el acordeón, para la madre de Kyril. Por un momento pensé que las señoras me estarían más agradecidas si les llevase una lavadora automática a cada una, pero consideré que contribuiría mejor a equilibrar la nueva sensibilidad eslava, acosada por el consumismo, con la finura y elegancia de Lladró. El cargamento de perfumería y cosmética se lo llevaron Kyril y Kalina para distribuirlo y empaquetarlo según sus destinatarios.

Guardo una cinta de vídeo dedicada por entero a aquel viaje. Ahora, viéndola, me doy cuenta de lo nervioso que puede ponerse Kyril, sobre todo si tiene razones para pensar que algo puede terminar mal. Y el viaje podía tener un final desastroso. En principio, Kalina no estaba autorizada a moverse de Madrid hasta que no se le entregase la tarjeta de residencia, si bien era cierto que el permiso provisional de la policía no lo advertía expresamente. Kalina había retirado sin problemas su pasaporte de la comisaría que tramitaba los asuntos de inmigración, y en mi opinión eso suponía la interrupción de los trámites de legalización de su estancia en España. Además, necesitaría un visado nuevo para regresar, y tal como estaban comportándose todos los consulados españoles no estaba claro que pudiera conseguirlo. Kalina, asustada, consideró incluso la posibilidad de quedarse en Madrid y que el viaje lo hiciéramos únicamente Kyril y yo. Pero Kyril quería que mi viaje interior fuese completo, que reuniese todos los ingredientes de incertidumbre, sacrificio, sofoco, sobrecogimiento, vértigo y catarsis que debe reunir un viaje interior como Dios manda; de lo contrario, no se entendía su empeño en que Kalina viniese con nosotros, aun a riesgo de tener que dejarla en Sofía por los siglos de los siglos. La situación, en cualquier caso, no era tranquilizadora —pese a que yo llevaba preparada otra carta de invitación, con la firma autentificada ante un notario que ya me la había autentificado hacía poco en dos cartas idénticas y debía de pensar que me proponía traer a todos los búlgaros, uno por uno—, y por eso a Kyril se le ve tan nervioso en la cinta de vídeo, en el aeropuerto de Barajas, poco antes de pasar el control de pasaportes y subir a un avión que lo haría todo irremediable.

Claro que no menos nervioso se me ve a mí. Y con razón. Por un lado, no estoy seguro de que me fuera indiferente el que Kalina pudiese o no regresar a su bullicioso hogar español, un hogar al que yo no era en modo alguno ajeno y que, sin ella, podía convertirse de nuevo en un albergue de botarates y en una guarida de búlgaras ligeras de cascos; prefería que Kalina estuviese allí, para controlar «nuestro» hogar. Por otro lado, tenía la sensación de estar viviendo un momento de plenitud, pionero de toda una experiencia sentimental comparable a la de una distinguida señorita de la capital que viaja a un poblachón para conocer a la familia, demasiado rural, de su prometido. Yo era el primero, entre todos los amigos con conexiones búlgaras, que viajaba a Bulgaria, y lo hacía como seguramente no estaba dispuesto a hacerlo ninguno de los demás, ni siquiera Gildo —sin duda alarmado por la posibilidad de contraer enfermedades todavía no catalogadas—, y mucho menos la Mogambo o la Tiralíneas o la Regina, incapaces de arriesgar una milésima parte de su sacrosanto confort: Kyril me había prohibido que me hospedase en un buen hotel y me obligaba a alojarme en su casa del barrio obrero de Drujba. Mi viaje interior se presentaba lleno de amenidades.

Tal vez para compensar el exceso de amenidad, Kyril me aseguró que el viaje en general, y mi viaje interior en particular, me saldría baratísimo.

—¿Cuánto?

—Con mil dólares para los tres hay de sobra.

Siempre he desconfiado de los presupuestos optimistas —desconfianza que me ha permitido en mi actividad profesional garantizarme unos balances anuales satisfactorios—, de modo que le encargué a Adela que pidiese dos mil dólares al banco, a cargo de mi cuenta personal. Conservaba algunos marcos de un reciente viaje a Frankfurt y pensé que serían suficientes en caso de emergencia. Ni siquiera le dije a Kyril que los llevaba conmigo. En cambio, los dos mil dólares íntegros se los di a él.

—Toma. Todos para ti.

Abrió mucho los ojos, con aquella expresión de asombro infantil y picaro que podía conseguir, de proponérselo, que yo le diera todo el departamento de divisas del Banco de España.

—¿Y tú?

—No me hacen falta. En tu país, tú serás el rico y yo seré tu invitado.

Los ojos se le llenaron de gratitud.

—Gracias, hombre —susurró, y me dio ceremoniosamente la mano.

Yo no podía consentir que Kyril regresara a su país como un pobre. Llevaba más de tres años fuera de Bulgaria y había salido para prosperar, para hacer fortuna, para comerse el mundo; yo no podía consentir que volviese como un fracasado. Es verdad que dos mil dólares no definen exactamente a un potentado, pero con dos mil dólares en Bulgaria él se sentiría rico, y eso era lo importante. Cierto que, a cambio, yo podía quedar ante toda Bulgaria como un perfecto gorrón. No me importaba. Supuse que eso tiene que formar parte de cualquier viaje interior que se precie.

Estábamos ya en el aeropuerto y no pude evitar que Kalina viese cómo le daba los dólares a Kyril: a partir de ese instante, ella se referiría a «nuestro dinero» con absoluta naturalidad. Los únicos dólares que no eran «nuestros» me los había dado Emil, también en el aeropuerto, para que yo se los entregase a sus padres cuando fuéramos a verles. Cien dólares.

Emil y Natalí fueron a despedirnos. Trajeron una bolsa que pesaba como los años de gestión centralizada sobre la petroquímica búlgara. No hacía falta escudriñar en su interior: más desodorante, más champú, más espuma de afeitar, más bombones. Producía cierta congoja comprobar que la higiene y el chocolate siguen siendo un lujo para algunas personas en el mundo.

Mientras facturábamos el equipaje, Emil y Kyril se enzarzaron en una discusión que yo no entendía hasta que Kalina me aclaró que Emil exigía la entrega de la cinta de vídeo donde estaba recogida su boda en la que Kyril y Kalina habían sido padrinos—, una boda llena de familiares de Natalí —entre ellos, aquella hija que crecía y se desarrollaba por horas— apelotonados en el raquítico despacho de la titular de un juzgado de Torrejón y que Kyril y Kalina consideraban mucho más desangelada que la suya. Tal vez por eso —aventuré yo—, Emil no quería que sus padres la viesen, para que no se murieran de tristeza al comprobar cómo había tenido que casarse su hijo. Pero luego Kyril me aclaró que no, que Emil lo que no quería era que sus padres descubriesen a la verdadera Natalí, tan diferente de la jovencita inexperta, delicada e hija de una familia de postín de la que él les había hablado. Pobre Emil. Pobre Natalí. Y qué afortunado era yo: Kyril y Kalina no sólo no se avergonzaban de mí, sino que me llevaban junto a los suyos para que —aparte de financiar como era de ley los gastos del viaje— pudieran agasajarme como yo me merecía.

Para empezar, con flores. Con muchísimas flores. Hubo un momento, en el aeropuerto de Sofía, en que llegué a sentirme difunto. La madre de Kyril, una mujer pequeña y regordeta que desprendía dulzura por todos los poros de su cuerpo, se abrazó a mí lloriqueando y repitiendo con toda su alma: mamá, mamá, mamá. Para ser búlgara y antigua enfermera de un hospital del ejército, tenía un concepto muy moderno y desprejuiciado de la maternidad política.

—Yo, papá —me dijo el padre de Kyril, y me estrechaba las manos entre las suyas como debe hacerlo cualquier suegro medianamente satisfecho de la felicidad de su hijo, pero con la especial emoción que el alma eslava es capaz de prestarle a la felicidad que los hijos felices trasladan a sus padres.

Kyril encontró a su padre muy viejo. Desde hacía un año estaba jubilado, lo que indicaba que, puesto que Kyril —hijo único— acababa de cumplir veinticinco años, la paternidad había sorprendido a aquel hombre algo mayor. Era de mediana estatura, delgado, de cabeza grande y huesuda y abundante pelo blanco, y Kyril se quejaba de que había sido durante toda su vida, en una fábrica de armamento de cuyo turno de noche había llegado a ser encargado, demasiado honrado y estricto. Le había quedado una jubilación mísera. Por suerte, el Estado le había devuelto algunas tierras confiscadas por el antiguo régimen al abuelo de Kyril y ahora criaba en ellas ganado porcino, gallinas, conejos y una vaca que le permitían obtener algunos ingresos complementarios. Kyril pretendía que su padre vendiera aquellas tierras y le diese el dinero para dar la entrada de un piso en alguna de las ciudades dormitorio de los alrededores de Madrid. Aparte de que el mercado búlgaro de pequeñas fincas rústicas no debía de ser muy boyante y quizás fuera necesario vender todo el país para comprarse un apartamento en Móstoles, Kyril —tan alto, tan fuerte, tan guapo, tan desaprensivo— era tan diferente de sus padres que por un instante pensé que no era, en realidad, hijo suyo. Viéndoles juntos por vez primera, me asaltó la angustiosa y quizás injusta impresión de que Kyril también habría dado la vida de sus padres por él.

Los padres de Kyril nos tenían preparada una cena invencible. El pequeño y decrépito piso del barrio obrero de Drujba —un barrio de edificios grises y lisos, todos iguales, todos víctimas prematuras de la pésima calidad de la construcción— parecía incapaz de albergar a todos los que habían ido a recibimos al aeropuerto: aparte de los padres de Kyril y de la madre y la abuela de Kalina, los padres de Assen y los de Dani, una amiga de la infancia de Kalina y su madre, una tía de Kyril y su hijo Stoyan, la mujer de Stoyan y la pequeña hija de ambos, y un hermano de la madre de Kalina que lo miraba todo y todo lo tocaba en silencio, y que desapareció sigilosamente con el palpable alivio de todo el mundo. Ya el viaje desde el aeropuerto a casa de Kyril, en el lada desvencijado de los padres de Assen, me había hecho sentirme peregrino hacia las ruinas de un santuario interior, sobre una ciudad oscura y apaisada en cuyas tripas la resignación iba transformándose en desprecio y desorden, como un músculo atrofiado que comenzara de pronto a latir introduciendo en el organismo una vitalidad inoportuna, inconveniente, maligna. Y eso que aún no había probado el
rakía
que el padre de Kyril me ofreció, nada más sentarnos a la mesa, a modo de bienvenida ineludible.


Nazdrave
!

Eran sólo dos dedos en un vaso pequeño y de cristal grueso y turbio, pero me obligaron a beberlo de un trago y sentí tal mazazo en el estómago, primero, y en la mitad del cerebro, después, que sospeché que aquel santuario interior iba a ser mi tumba. Momentos antes, mientras subía la escalera del bloque achaparrado y mohoso en el que Kyril había nacido y crecido, tuve ocasión de comprobar que mi obsesión sepulcral —los suburbios de Sofía, al anochecer, se me habían antojado construidos sobre antiguos depósitos de cadáveres— no era gratuita: en las puertas de al menos cuatro de los pisos que daban a la escalera estaban clavadas las esquelas de los muertos de la familia, supongo que todos recientes y todos jóvenes y de expresión —en las fotografías— desorientada e infeliz. La idea de que en el tercero izquierda estábamos celebrando un banquete desmesurado, mientras en pisos contiguos se prolongaban umbríos velatorios de difuntos de edad similar a la de Kyril, logró conmoverme, aunque remataba la impresión, nada tranquilizadora, de que el santuario interior al que yo estaba destinado en aquel viaje era más bien del modelo macabro. Por fortuna, Bulgaria, al sol, y apenas se aleje uno un poco de la capital, ofrece un aspecto mucho más esperanzador.

Aquella primera noche, sin embargo, padecí una experiencia mística que tuvo mucho de confirmación de mi nueva mismidad búlgara.

La madre de Kyril nos había suplicado que nos quedáramos a dormir en su casa. Por el contrario, Kyril y Kalina tenían previsto que nos trasladásemos al piso del padre de ella, vacío desde que el entrenador de halterofilia se había establecido en Berlín con su nueva mujer y la madre había vuelto a casarse con un escurridizo hombre de negocios turco que pasaba largas temporadas en Estambul, pero había querido establecer un hogar y una empresa de importación y exportación en Bulgaria. La madre de Kyril, la dulce y regordeta Yana Varimézova Marinova, insistió, sin embargo, en que durmiéramos bajo su techo aquella primera noche, tal vez por respeto a una tradición familiar que establece que los recién casados pasen la noche de bodas en casa de los padres del marido. Kyril y Kalina no estaban exactamente recién casados, ni aquélla sería desde luego su noche de bodas, ni yo —aunque la madre de Kyril me pusiera sin pestañear en el lote de la tradición familiar y me considerase, sin hacerse grandes preguntas, parte del matrimonio de su hijo— pintaba nada en los ritos conyugales que florecen en la intimidad de los barrios obreros de Sofía, pero la madre de Kyril, después de la cena —demoledora y amenizada con melodías muy melancólicas ejecutadas sabiamente al acordeón por el padre de Kyril y la madre de la amiga íntima de Kalina, fea y aturdida como un polluelo de pingüino en las fallas de Valencia—, desplegó una ceremonia de esponsales que yo personalmente recogí en la cámara de vídeo y que estaba llena de pequeños y pizpiretos gestos de bienvenida a la nuera, de dengues y maliciosas advertencias al hijo, de trajín repostero a costa de un macizo bizcocho que pasaba de boca en boca, y que acabó con un alarde textil durante el cual la madre de Kyril hizo entrega a Kalina de juegos de sábanas, juegos de toallas, albornoces, mantelerías y otras piezas de ajuar, todo bordado primorosamente. Después de aquello, todos comprendimos —incluida la madre de Kalina, una mujer demasiado joven y distante para compartir las tradiciones familiares de sus consuegros, pero no para entender cuándo había perdido la partida— que pasar allí la noche era inevitable.

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