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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (23 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Pasamos cuatro días agradables y muy ocupados —visitas a las bodegas, excursión al Coto, subida en barco por el Guadalquivir hasta Sevilla—, y desde luego me hice cargo de la factura del hotel. Todos los días pasaron por casa, pero jamás a la hora de la merienda. Cuando fueron a despedirse, sólo encontraron en casa a Remedios y me dejaron el encargo de despedirles de mis padres. Quedamos en vernos en Madrid a mi vuelta, a mediados de septiembre.

Sin embargo, tuve que adelantar el viaje. Kalina me llamó para decirme que habían detenido a Kyril.

XVI.
Donde todo se sabe

A últimos de agosto, Kyril tuvo un pequeño accidente con el porsche y lo llevó a un taller que Emil le recomendó. Dos días más tarde, la Guardia Civil se presentó en su apartamento con una orden de registro dictada por el juzgado número uno de Madrid.

—Lo miraron todo, hasta detrás de los cuadros y en las bandejas de cubitos de hielo del frigorífico, como si fuéramos unos terroristas —me dijo Kalina—. Y cuando Kyril, antes de salir esposado, me pidió que te llamara, uno de los guardias me advirtió que no avisara a nadie porque el teléfono estaba intervenido.

—¿Dijo Kyril mi nombre delante de ellos?

—Sí. Tu nombre y el de Cococha. Quería que os avisara en seguida a los dos. Lo siento.

Le dije que no se preocupara. Después de todo, Kyril seguía siendo mi chófer y era natural que, en un apuro, acudiese a mí. La policía no iba a extrañarse.

—Supongo que Kyril ha declarado que el coche se lo compró a un polaco que lo trajo de fuera. Aún tenía matrícula búlgara, ¿no?

—Sí. Pero es que dicen que no es verdad. Dicen que ese coche está robado en España. Y además no es sólo lo del coche.

Estábamos en la terraza de una cafetería, donde habíamos quedado para hablar porque Kalina no se fiaba del teléfono, incluso temía que los guardias, durante el registro, hubieran escondido algún micrófono en el apartamento, como en las películas. Claro que quizás en Bulgaria, hasta hacía poco, aquello no era sólo cosa de películas. En Bulgaria, desde luego, no los habrían tratado con tanto miramiento, a pesar de todo lo que encontraron.

—¿Qué más encontraron, Kalina?

Dudó un poco antes de responder, como si buscara la forma menos alarmante de decirlo.

—Se llevaron todos los papeles de Kyril. Y mi agenda. Y la cadena de música, el radiocaset del coche, los dos vídeos; de nada de eso teníamos factura. También se llevaron la escopeta y la pistola de aire comprimido, aunque de eso la factura de la tienda sí que la teníamos, porque Kyril acababa de comprarlas. Habíamos salido una noche con Emil y con Cococha a cazar. Pero lo peor no es nada de eso, Daniel. Lo peor es otra cosa.

—¿Qué cosa, Kalina? —ya me estaba impacientando.

—Las bolsas —dijo ella, bajando la voz.

—¿Qué bolsas?

—Dos bolsas. Con polvos blancos. Los guardias dijeron que seguro que era cocaína.

Estuve a punto de entrar en coma. Según Kalina, las dos bolsas juntas habían pesado, en la báscula del cuarto de baño, un kilo y doscientos gramos. Allí hacía falta un abogado urgentemente. Le dije a Kalina que no se preocupase por el dinero; el abogado corría de mi cuenta. Kyril llevaba veinticuatro horas en unas dependencias de la Guardia Civil, por la zona de Reina Victoria, y a Kalina le habían prometido que sobre las seis de la tarde le dejarían verle durante unos minutos; le diría que yo estaba ya ocupándome de todo, para que se tranquilizase lo poco que pudiera tranquilizarse, y procuraría enterarse de lo que Kyril de verdad había declarado, porque su primera reacción, cuando los guardias encontraron las bolsas, fue negar de manera rotunda que aquello fuera suyo.

Aquellas bolsas a lo mejor eran, dijo, de las personas que antes habían tenido alquilado el apartamento, ya que ellos acababan de mudarse.

Era cierto. Llevaban poco más de un mes en el nuevo apartamento y los anteriores inquilinos —una extraña pareja de músicos que habían conseguido un contrato de un año en una sala de fiestas de Canarias— dejaron unos cuantos muebles y otros enseres en uno de los dormitorios; en ese dormitorio precisamente habían encontrado las bolsas. Por lo visto, Kyril y Kalina —sobre todo ella— habían puesto tal cara de sorpresa que Kalina pudo librarse de que la detuvieran también. Claro que ella sospechaba que la habían dejado libre para vigilarla y ver si descubrían toda la trama, en el supuesto de que hubiese una trama. En Bulgaria lo hacían así.

—Pero ¿las bolsas eran o no eran de Kyril? —estaba procurando no sofocarme—. Si vamos a contratar un abogado, al abogado hay que decirle toda la verdad. ¿Eran las bolsas de Kyril?

—Creo que sí, pero no estoy segura —contestó Kalina muy cautelosamente. Entonces comprendí que Kalina podía fingirse candorosa o abiertamente imbécil, pero sin duda sabía de todo mucho más de lo que daba a entender. De todo.

—¿Y es cocaína?

—No lo sé —me di cuenta de que algo sabía y no quería decirlo—. No estoy segura. De verdad. Tengo que hablar con Cococha.

Con Cococha hablamos Kalina, el abogado y yo. El nombre y el teléfono del abogado me los dio la Ley de los Angeles. Cuando Kalina se fue para ver a Kyril, me pasé por la Puerta del Sol y allí estaba el abogado mercantilista practicando el mercantilismo duro a diestra y siniestra. Acababa de regresar de Agadir, después de un mes de vacaciones, y traía el mercantilismo emberrenchinado. Le dije que necesitaba hablar con él. Le obligué a jurarme, en nombre del secreto profesional, que no contaría a nadie nada de lo que iba a decirle. Me lo juró. Le conté todo lo que sabía y todo lo que me imaginaba. Me advirtió:

—Los penalistas son caros. Y si hay droga por medio, mucho más. Me parece estupendo y entiendo perfectamente que quieras ayudar a tu novio, si es que sigue siendo tu novio, pero te va a salir por un ojo de la cara. Y eso suponiendo, como supongo, que tú con todo eso no tienes nada que ver. Aparte de lo que me contaste un día sobre lo de la documentación del coche, claro. Mira, guapa: yo en tu lugar me lo pensaría bien antes de meterme en un lío. Pero si decides seguir adelante, que las musas del derecho, y hasta las del revés, te protejan. Apunta este nombre y este número.

Los apunté. Porque claro que quería seguir adelante. A pesar de la advertencia de la Ley de los Angeles. A pesar del consejo de Vicente Murcia, la Tiralíneas, a quien fui incapaz de ocultarle lo que ocurría y puso el grito en el cielo porque una mujer honrada no puede ir por la vida dándole cobertura a un delincuente, porque a ella no le cabía la menor duda de que mi novio —o mi chófer, o lo que fuese mío— era un delincuente. A pesar de la sosegada pero, en el fondo, dura recomendación de Adelardo Taormina, la Mogambo, que me animó a descubrir y a perseverar en ese punto intermedio desde el que se percibe, sí, el perfume de la selva, pero se está a salvo de la selva propiamente dicha. A pesar también de que yo había aceptado que de Kyril ya no podía esperar nada. A pesar de todo. Porque sería mezquino por mi parte, e impropio de un caballero, abandonar a Kyril a su suerte en aquellas circunstancias.

Por fortuna para todos, el abogado puso mucho empeño y mucha habilidad en su trabajo y Kyril demostró gran aplomo y presencia de ánimo. El abogado era de la cofradía de la media vuelta, como me había indicado la Ley de los Angeles, así que comprendió a la perfección que yo estuviera dispuesto a todo con tal de sacar de prisión a mi chófer. Además, se quedó fascinado con Cococha, cuyas luces desde luego no estaban en proporción con el resto de sus atributos, al menos por lo que podía deducirse a simple vista sobre el resto de los atributos del mocetón. Uno de sus atributos más sólidos y admirables era su gallardo sentido de la amistad.

—Lo que dice Kyril es cierto —nos confesó al abogado y a mí, cuando nos reunimos con Cococha y Kalina, una hora antes de que el abogado visitase a Kyril por primera vez—. Esas dos bolsas no son suyas. Son mías. El me las guardaba. Y el polvo no es cocaína, qué más quisiera yo. Es cafeína. La usamos en el gimnasio y, cuando trabajamos por la noche, para no amuermarnos.

El abogado y yo nos miramos, incrédulos. Yo estaba convencido de que la cafeína era como el Nescafé, marrón oscuro.

—¿Estás seguro de que no es cocaína?

—Segurísimo. Que me la corten si miento.

El abogado y yo nos volvimos a mirar, esta vez alarmados. Aquel ejemplar no debería jugarse nunca ciertas cosas.

—Pero entonces —prosiguió el abogado— Kyril sabía que esas bolsas estaban en su piso. —Cococha lo confirmó con la cabeza—. De modo que lo que ha declarado Kyril es sólo «casi» cierto. Y si lo de la cafeína es «completamente» cierto, ¿por qué no dice la verdad? La cafeína no está catalogada como estupefaciente.

Cococha y Kalina se miraron, como si hubieran estado entrenándose.

—Kyril nunca dirá nada que pueda perjudicarme. Imagínate que la policía ha puesto algo en las bolsas después de llevárselas. Nos caeríamos los dos con todo el equipo. Pero si hay juicio y le acusan de tráfico de drogas, yo me presento y digo la verdad.

El abogado y yo nos miramos por tercera vez, en esta ocasión admirados. Todo parecía pensado y repensado, y quizá no durante los últimos días. A Cococha nunca le cortarían nada fundamental.

—Una última pregunta —dijo el abogado—. ¿Quién te vendía la cafeína? ¿Y cómo se toma? ¿A cucharadas? ¿Se esnifa? ¿Se disuelve en el colacao? ¿Se echa en el baño como las sales?

—Esas son muchas preguntas —dijo Cococha, burlón.

Pero las contestó todas. La cafeína se la vendía un empleado de un laboratorio. En cuanto a la manera de tomarla, a cucharadas salía muy caro, si se esnifaba podía producir alergias, en el colacao estaba riquísima, y si la ponías en el baño había que medir bien la dosis porque si no acababas como un timbre. ¿No era una respuesta graciosa?

Al abogado le pareció bastante graciosa, pero pensó que era preferible esperar a que todo se fuera aclarando para ver quién reía más y quién reía el último. Ya nos contaría cómo había ido la entrevista con Kyril y cómo se había portado mi chófer en la declaración oficial que tendría que hacer en las dependencias en las que estaba detenido, en las próximas veinticuatro horas, antes de pasar a los juzgados. Yo me fui al despacho y traté de concentrarme en un par de asuntos que parecían condenados al archivador de fallidos. A última hora de la tarde, cuando ya estaba a punto de salir para casa, el abogado me llamó, muy exuberante, y me describió al detalle todas y cada una de las gestiones que había realizado y que podían dar buenísimos resultados a poco que nos acompañara la suerte. Al parecer, Kyril había hecho una excelente declaración, había dado sin titubear el nombre y la dirección del polaco que le vendió el coche por ochocientas mil pesetas —la Guardia Civil comprobó que, efectivamente, en aquella dirección había vivido hasta comienzos del verano un polaco con ese nombre y las características físicas que Kyril había descrito—, explicó sin contradicciones cuándo y cómo había comprado la cadena de música, los vídeos, el radiocaset y, sobre todo, la escopeta y la pistola de aire comprimido. E insistió, sin vacilaciones, en que las bolsas con aquel producto blanco no eran suyas y no sabía que estuvieran allí. El abogado, durante la entrevista a solas, le había informado de la reunión que había tenido con Cococha, con Kalina y conmigo, por lo que estaba al tanto de todo y consideraba preferible de momento mantener aquella línea de declaración, ya habría tiempo para pedir una ampliación y cambiarla si fuera necesario. Me felicitó por el chófer tan aparente —y, eso sí, tan pluriempleado— que tenía a mi servicio. Me prometió llamarme en cuanto tuviera novedades, contando con que Kyril al día siguiente comparecería ante el juez. Y, por último, me aconsejó que no dijera demasiadas cosas por teléfono, sólo por una cuestión de prudencia.

—¿Es que ha dicho algo de mí?

—Por supuesto. Ha dicho que trabaja para ti. Ha dado tu nombre y apellido. No te preocupes, no le han dado la menor importancia.

Pero eso me inquietó. ¿Y si era cierto que el teléfono estaba intervenido? ¿Y si llamaban a la puerta y era la policía con una orden de registro y lo ponían todo manga por hombro? ¿Y si me requisaban la máquina de escribir, cotejaban el tipo de letra y me veía en los periódicos como Bonnie al lado de mi Clyde? Lo primero que hice al llegar a casa fue hacer una lista de objetos y otras pertenencias que podían comprometerme. Además de la máquina de escribir, un icono de imitación y una especie de daga del uniforme de gala de los soldados búlgaros, que Kyril me compró en Sofía después de recoger en el consulado el visado de Kalina; un buen número de fotografías de o con Kyril, con Dani, en casa de Gildo llena de búlgaros, en Bulgaria, en el Coto de Doñana, en el vapor que navegaba hasta Sevilla por el Guadalquivir; algunas revistas pornográficas, no precisamente llenas de mujeres; unos desnudos explícitos a más no poder que un fotógrafo alemán me hizo siendo yo muy joven… Tal vez, el maletín de piel que Kyril me regaló en nuestro primer cumpleaños y en el que yo, como recuerdo, había mandado pegar una discreta chapa de plata con su nombre y la fecha en que me hizo el regalo, pero preferí pensar que cualquier chófer puede hacerle a su jefe un bonito obsequio sin que eso tenga que despertar sospechas. Aunque, me dije, si cualquiera de esas cosas podía significar un contratiempo, y si Kyril ya no era efectivamente más que un chófer, ¿por qué tenía que sufrir, arriesgarme y gastarme mi dinero por él? Fui al dormitorio. Me miré al espejo. Cerré en seguida los ojos para no verme la cara. Me dije:

—Daniel, no seas miserable.

A partir de ese momento, no tuve la menor duda de que estaba haciendo no lo que debía, sino lo que quería hacer. Lo que no hubiera dejado de hacer por nada del mundo. Ayudarle cuanto pudiera.

El abogado no me llamó hasta dos días después, domingo por la tarde.

—Kyril está en Carabanchel —me dijo—. No pude hacer nada.

—Dios mío, ¿desde cuándo está allí?

—Desde el sábado por la noche. Lo subieron a los juzgados a media tarde, pero Kyril fue el último en declarar, pasadas las doce. Había otros búlgaros, todos por lo del asunto de los coches robados. Es una especie de mafia. Sin embargo, el juez los puso a todos en libertad, en espera del juicio. Si sólo hubiera tenido lo del coche, también Kyril estaría ahora en su casa. Pero el juez ha decretado prisión provisional hasta no conocer los resultados del laboratorio. Lo siento. Lo he intentado todo. El pobre chico estaba bastante asustado. Pero quiero decirte dos cosas: si yo hubiera sido el juez, habría hecho lo mismo; y a Kyril le vendrá bien una semana en la cárcel, para que comprenda lo que se juega si sigue por ese camino.

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