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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (22 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Dos días después de aquella incursión vespertina en el karma de la parsimonia, muy temprano, Remedios entró en mi habitación —como siempre, sin avisar— y me anunció:

—Niño, te llama por teléfono un extranjero.

Era Kyril.

—Perdona, hombre —dijo—. Ya sé que es muy temprano. ¿Estás bien? Hombre, ¿has tenido un problema de corazón?

—¿Qué demonios estás diciendo, Kyril?

—Hombre, dime, ¿estás bien?

—Claro que estoy bien. Estoy perfectamente. ¿Qué pasa?

—Mañana vamos a verte. Kalina, yo y el gatito —Kyril siempre decía «gatito» de una forma que parecía que estaba pellizcándolo con mala idea—. ¿Sigues estando bien del corazón?

Regular, la verdad. Kyril se reía como si estuviera impaciente por heredarme. Confié en que aquella taquicardia repentina se me pasara con un poco de aire fresco. Abrí la ventana del gabinete. Kyril me había dicho que llegarían a eso de las cuatro de la tarde, y yo le expliqué lo mejor que supe la manera de llegar hasta la casa. Dijo que era muy feliz por poder pasar unas vacaciones conmigo. Kalina también era muy feliz. Y supongo que el gatito era más feliz que nadie. Las vacaciones conmigo, por desgracia para todos, iban a ser muy cortas; sólo cuatro días, porque Kyril y Kalina tenían que incorporarse el jueves, sin falta, a sus respectivos trabajos en sus respectivas discotecas. Bueno, el gatito, al parecer, no tenía que incorporarse a ningún trabajo en ninguna discoteca, así que a lo mejor se quedaba con mamá, con Remedios y conmigo, merendando todos los días como un señor, rebosante de felicidad, hasta la festividad de los Reyes Magos. Había que organizado todo en seguida.

No necesité consultarlo con mi madre para decidir que en casa —sin servicio desde las cuatro de la tarde, con Remedios suficientemente agobiada por el solemne trajín de la merienda, con las habitaciones de invitados sin arreglar porque mis hermanas y los maridos de mis hermanas habían impuesto sus presupuestos restrictivos, con el jardín hecho una lástima— Kyril y Kalina no se encontrarían nada cómodos. El gatito, menos cómodo todavía. Menos mal que cerca de casa acababan de construir un hotel y, para mi alivio, tenían habitaciones libres; ni se me ocurrió preguntar si admitían gatitos. A mi madre le advertí que recibiría al día siguiente la visita de unos amigos vagamente relacionados con un asunto profesional —la petroquímica búlgara estaba resultando al final una especie de hada madrina, útil para cubrirme y justificarme ante cualquiera y en cualquier circunstancia—, amigos que me habían atendido muy cariñosamente en mi reciente viaje a Bulgaria y a los que debía una mínima hospitalidad.

—¿Búlgaros?

—Búlgaros, mamá.

—¿Y son católicos?

—Ni idea, mamá. En cambio, puedo asegurarte que no son caníbales.

—Daniel, por Dios, no bromees con esas cosas.

Por la cara que puso, me entró la duda de si a mi madre lo que le repelía era que pudieran comernos vivos, o más bien que, a la hora de zamparse a toda la familia, no supieran utilizar los cubiertos adecuadamente.

—¿Y a qué hora dices que llegan?

—Sobre las cuatro de la tarde, mamá. O quizás se retrasen un poco. Vienen en coche.

—O sea —dijo mi madre, con el desaliento de quien ve cómo se confirman sus más negros presagios—, a la hora de la merienda.

En efecto: exactamente a la hora de la merienda.

Yo mismo bajé a abrir la cancela para que Kyril pudiera aparcar en el jardín. No me pareció prudente que aquel coche tan tentador se quedara en la calle, y eso que mis cuñados habían aparcado en el primer hueco que encontraron, a considerable distancia de la casa. Porque mis hermanas y los maridos de mis hermanas estaban allí, todos expectantes, todos a la espera de sabía el cielo qué aparición. Mi madre había llamado a mis hermanas para darles la noticia y las invitó a merendar, porque así ella se sentiría más acompañada. Y, desde luego, conozco a mi madre y sé que puede controlar sus emociones, pero me bastó observar cómo parpadeó al ver a Kyril bajar del coche para imaginar la visión que tenía en aquel preciso momento: aquel hombretón con pinta de salteador de caminos, engullendo a la familia Vergara en pleno y, lo que era peor, arrancándonos nuestros muslos, nuestros brazos, nuestras pechugas y nuestro todo lo demás con aquellas manazas abarrotadas de sortijas, antes de hincarles el diente.

Menos mal que la presencia de Kalina tranquilizó un poco a todo el mundo. Tan rubia, tan sonrosada de piel, con un conjunto blanco de dos piezas que le dejaba al aire la cintura y le daba un aspecto fresco y perfumado, con el gatito en brazos, despertó en seguida las simpatías de al menos la mitad masculina de la familia Vergara. Kalina era ese tipo de chica que gusta a todos los hombres, pero, de modo especial, a los hombres maduros. Kyril, por supuesto, lo sabía, pero no era en absoluto celoso. De Kalina, en cambio, no podía decirse lo mismo. Kalina estaba convencida de que Kyril —con su chándal verde, su pelo fuerte y largo, su barba cerrada y sin afeitar desde hacía dos días, su envergadura contundente, sus movimientos siempre un poco cautelosos, su sonrisa maliciosa, sus ojos claros y tristones— era irresistible para todas las mujeres. Para todas, quizás no, pero mi madre desde luego podía estar a punto de desmayarse.

Remedios, por indicación de mi madre, había dispuesto todo para la merienda en el comedor principal. En primer lugar, porque no había por qué pensar que todos los búlgaros sólo son capaces de apreciar una buena tienda de campaña. En segundo lugar, porque éramos muchos —hasta mi padre había decidido no perderse el acontecimiento— y en la terraza chica estaríamos incómodos. Y en tercer lugar, porque a partir del mediodía el cielo se había encapotado y, en efecto, poco antes de que Kyril y Kalina llegasen había empezado a chispear. El jardín iba adquiriendo un aspecto brillante y flexible que tapaba un poco el «déficit de jardinería» —según la selecta expresión de Javier, el marido de mi hermana Carmen.

Creo que Kyril y Kalina venían hambrientos, aunque sospecho que no más que el gato. Pero Kyril se comportó durante las dos horas largas de la merienda, limitada como siempre a té y café y ligerísimas tortas de aceite de Casa Guerrero, con una prudencia y un respeto admirables. El gato desapareció en busca de algo más consistente, y a Kalina empezaron a gruñirle las tripas de tal manera que llegué a temer que, de un momento a otro, se lanzara al canibalismo. Kyril, sin embargo, dio muestras de un estoicismo casi nipón. Sin duda —recordando que yo había soportado con entereza las comilonas búlgaras y que había conseguido siempre poner cara de felicidad mientras su padre tocaba el acordeón—, entendió a la perfección que la merienda, tan imperturbable, era una milenaria y sagrada tradición familiar, algo así como un ágape sacro ante los dioses sintoístas, todo gobernado por una lentitud y una contención de raíz oriental, quizás —se me ocurrió de repente— emparentadas con las acrisoladas sutilezas del alma eslava; a lo mejor Kyril, como yo en Sofía la primera noche, estaba a punto de entrar en éxtasis. Remedios vigilaba la liturgia como una sacerdotisa incorruptible.

Kyril y Kalina apenas hablaron durante la merienda. Mi madre y yo también estuvimos muy callados. Mi padre se dedicó a quejarse de los niñatos que se dedicaban ahora el corretaje sin el menor respeto a las normas antiguas y a los acuerdos no escritos entre caballeros. Mis hermanas y los maridos de mis hermanas volvieron a ponerse pesadísimos con la limitación del presupuesto para reparaciones, con lo poquísimo que rendían las acciones de la bodega que recibieron como pago cuando la bodega se vendió, con el escándalo que mis cuñados pensaban organizar en la próxima junta de accionistas hasta ver si lograban echar al nuevo gerente, y con otros pleitos de familia, sin respeto alguno a la regla que prohibe airear ese tipo de intimidades en presencia de extraños. Claro que, bien mirado, Kyril y Kalina —y hasta el gato, si me apuraban— no tenían por qué ser considerados allí más extraños que Javier, el marido de mi hermana Carmen, o José Manuel, el marido de mi hermana Amparo. Aparte formalismos judiciales o parroquiales, ¿no había que considerar a Kyril y Kalina tan hijos políticos de mi madre y de mi padre como aquel par de cantamañanas? Si quisieran, Kyril y Kalina tenían todo el derecho del mundo a expresar su opinión sobre el presupuesto para jardinería y reparaciones o sobre la estrategia a seguir en la junta de accionistas de la bodega para conseguir el cambio del gerente. A propósito de esto último: seguro que a Kyril se le ocurrían estrategias infalibles.

Lo único que necesitaba Kyril para sacar a relucir su talento natural era encontrar algún estímulo que le rescatara de aquella especie de parálisis temperamental, tan sorprendente, en que le había sumido la merienda. Como no podía ser menos, ese estímulo le llegó a través de la cámara de vídeo.

Kalina sacó el artilugio —y pidió permiso con una sonrisa encantadora—, supongo que como una manera de poner fin a aquella parsimoniosa tortura. Kyril le pidió en seguida la cámara. Ahora, en la cinta de vídeo, veo a toda la familia Vergara un poco espantada por la irrupción de aquella especie de vampiro electrónico que se demoraba en nuestras caras, en nuestras manos, en nuestras tazas y platos y cubiertos con una delectación que a mi madre le pareció —se le nota en los ojos— pura impertinencia. Al principio, las imágenes son un poco melancólicas, creo que porque Kyril estaba aún medio adormecido por la larga ofrenda a los dioses sintoístas, pero conforme Kyril fue espabilando y volviendo a su ser el rodaje se animó, todos nos animamos, mi padre y mi hermana Amparo incluso llegan a saludar a la cámara como zangolotinos en una procesión televisada, y Kyril hace excursiones vanguardistas a algunos detalles de la decoración del comedor principal de la casa: las cortinas, un cuadro, el jardín visto a través de los cristales de la ventana… De pronto, en uno de esos
travellings
atrevidísimos para un vídeo doméstico, la imagen sufre una especie de tropezón, se desenfoca, describe una parábola saturada de grises confusos e inciertos —en realidad, Kyril se olvidó de interrumpir la grabación al retirarse la cámara del rostro— y se oye la voz rediviva de mi chófer que dice:

—Mira, Kalina.

Se refería al aparador.

El aparador era un mueble inmenso, excelente por la calidad de la caoba y la sencillez del diseño, nada agobiante a pesar de sus dimensiones. Allí estaba, expuesta, la plata buena de la familia. Bandejas, candelabros, jarrones, ajuar de mesa —saleros, azucareros, aguamaniles—, tabaqueras, bomboneras… Casi todo, de la familia de mi madre.

—Qué precioso —dijo Kalina.

Kyril se echó la cámara de vídeo a la cara. Afuera, había empezado a despejar y la intensidad de la luz había crecido hasta el extremo de cambiar el color de la atmósfera del comedor. El aparador había recuperado en aquel instante un antiguo color rojizo y jugoso, y la plata parpadeaba como la piel de un gato montés después de un aguacero. Kyril se fue acercando al mueble, a las piezas de plata de ley, y parecía empeñado en recoger con la cámara todas y cada una, como si fuera un botín. Miré a mi madre; se le había puesto cara de pánico. Estaba claro que se sentía como si la estuviesen desvalijando. Mi padre parecía desconcertado. Mis hermanas sonreían comprensivas y nerviosas, y los maridos de mis hermanas habían optado por una mueca burlona que no lograba ocultar su incomodidad. Yo recordé el espantoso mural de formica de la casa de los padres de Kyril y su conmovedora colección de envases de desodorante, laca o espuma de afeitar, y lo orgullosos que posaron delante de ellos para que yo, malicioso, los retratara con mi cámara. Si a mí se me hubiera ocurrido en aquel momento elogiar la colección de envases, seguro que me los habrían ofrecido todos. Mi madre, en cambio, estaba a punto de sucumbir a un sopetón ante el interés y el deslumbramiento que aquel búlgaro con aspecto de salteador de diligencias sentía por la plata de la familia, como si los nuevos bárbaros fueran a requisársela. Kyril se mostraba incapaz de apartar del aparador el ojo de la cámara. Tintineaba en la oreja de Kyril el signo del dólar. Mi padre comenzaba a inquietarse. Mis hermanas y los maridos de mis hermanas empezaron a cuchichear. Menos mal que Remedios eligió aquel momento para preguntarme:

—Niño, ¿los señoritos búlgaros van a quedarse a dormir?

Todos dimos un respingo.

Antes de que a mi madre le diese una apoplejía o contestase alguna inconveniencia, me apresuré a precisar:

—No, Remedios, gracias. Dormirán en el hotel.

Dentro del alivio general, creo que los que más se aliviaron fueron Kyril y Kalina. Y el gato. Pero Remedios insistía.

—¿Por qué, niño? Hay habitaciones libres. Aquí estarán estupendamente. Es una lástima que se vayan al hotel.

—Remedios, no te preocupes, los señoritos búlgaros —dijo mi hermana Carmen, con mucho retintín— prefieren un buen hotel a esta antigualla de casa. ¿Verdad?

Mi hermana Carmen siempre tuvo una especial habilidad para poner a la gente en aprietos. Por supuesto, quedó claro que esperaba una respuesta.

—Sí. Bueno, no —balbuceó Kyril.

—No queremos molestar —dijo Kalina, más hábil y diplomática—. Aunque la casa es preciosa.

Remedios era, al parecer, la única que intuía que Kyril, Kalina y el gato tenían perfecto derecho a quedarse a dormir en casa. Si el señorito Javier o el señorito José Manuel podían hacerlo cada vez que se les antojara, ¿por qué no iban a hacerlo los señoritos búlgaros? La verdad es que me avergoncé. Pero yo llevaba algún tiempo convencido de que aquella historia había llegado a su fin —Kyril y yo nos veíamos cada vez menos, utilizábamos muy de tarde en tarde el francés, con Kalina hablaba ya por teléfono como se habla con una vecina de lo carísimo que está todo, ellos en general tenían dinero suficiente para independizarse por completo de mí—, y todo lo que había ocurrido aquella tarde, durante la merienda, me confirmaba que cada vez más ellos harían su vida por su cuenta —acababan de mudarse de piso— y nos encontraríamos de vez en cuando para cenar juntos o ayudarles en alguna gestión que tuvieran que hacer. Kyril, Kalina y el gato nunca se sentarían conmigo y con mis hermanas y los maridos de mis hermanas en el consejo de la bodega. Tenía claro que mi familia nunca la formarían Kyril, Kalina y el gato; mi familia la formarían siempre y sólo, para mi consuelo y mi pesar, mi madre y mi padre, Remedios, mis hermanas y los pesadísimos maridos de mis hermanas. Además, sólo a Remedios se le podía ocurrir llamar a Kyril y a Kalina —y al gato, si se terciaba— «señoritos».

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