El domingo por la noche cenó en casa de Alfonso Reyes. Fue, también, un encuentro afortunado. Julio quería mucho al cajero del Banco Arús, al que en tiempos había hecho varios favores, aprovechándose de su amistad con el director. Se interesó por su trabajo en el Valle de los Caídos, del que Matías le había hablado. Ahí Julio se llevó la gran sorpresa. Alfonso Reyes seguía en sus trece: fuera resentimientos. Prefería almacenar buenos recuerdos y descartar los malos. En el Valle vivió horas inolvidables de compañerismo, y no sólo entre los condenados, sino entre éstos y los vigilantes. Cuando pasó al economato, no le faltó ni comida ni tabaco. Reconocía que el Régimen cercenaba libertades elementales y que había cometido abusos sin nombre. Pero ¿y en los comienzos de la guerra civil? ¿Qué hizo la República? Entregar las armas al pueblo. Primero se adueñaron del cotarro los anarquistas y luego los comunistas. Se hablaba de siete mil sacerdotes asesinados. Él se había jurado a sí mismo no creer nunca más en medallas de una sola cara. Ahora vivía tranquilo, no metiéndose con nadie y posando a menudo para un formidable pintor que decía llamarse Félix Reyes.
Julio admiró la entereza y la campechanía de su anfitrión. En cuanto a Félix, al término de la cena le sacó un apunte a Julio, en el que le arrancó las entrañas. Un apunte al carbón, ligero al parecer, pero de una profundidad psicológica que desconcertó al ex policía. «¿Dónde has aprendido todo esto?». «Mi profesor es Cefe. Debe usted acordarse de él…» «¿El de la pajarita en el cuello?». «Pajarita y melena. Y discípulo de Miguel Ángel».
Puesto que era de noche, Alfonso y Félix le acompañaron al hotel, en cuyo vestíbulo le estaba esperando el cónsul, míster John Stern. «No debe usted andar por las calles a estas horas —le recriminó el cónsul, con cierta aspereza—. No pienso convertirme en su niñera. A partir de ahora, juéguese el tipo cuantas veces quiera».
El martes almorzó en casa de Ignacio y Ana María. Ésta impresionó mucho a Julio García. Aparte la comida, que fue espléndida, la muchacha rebosaba clase por los cuatro costados. Naturalmente, Ana María le preguntó por su padre, don Rosendo Sarró. «Sé que se han visto ustedes un par de veces. Me gustaría saber cómo está, si ha cambiado mucho». «Ha engordado —le contestó Julio—. Pero continúa trabajando como si tuviera treinta años. Lleno de energía y de ambición. No puedo decirte lo mismo de tu madre, que no logra acostumbrarse al Brasil. Yo les aconsejo que se vengan a Washington y que, cuando puedan, pidan también la nacionalidad norteamericana. Pero tu madre es testaruda. Dice que por nada del mundo renunciaría a ser española y olé».
Ana María se interesó vivamente por el tema de la masonería. Ahí había un misterio que ella nunca pudo desentrañar. Julio hizo un expresivo ademán. «Háblame de lo que quieras, pregúntame lo que quieras, pero no toques este tema. Es demasiado serio para hablarlo entre plato y plato o en una sobremesa. En Gerona teníais un especialista: el subdirector del Banco Arús. Era compañero de Ignacio. Por desgracia le mataron y no puede informarte. Pero Ignacio aprendió mucho con él».
—Poca cosa —protestó Ignacio—. Era la suya una visión desde fuera, libresca. Sé algo del triángulo, de la plomada, del martillo, de los ritos de iniciación… Pero no alcanzo a comprender cuál es vuestro vínculo de unión, que abarca toda la tierra… —Ignacio guardó un silencio—. Sé, por ejemplo, que Roosevelt fue masón, que lo son Truman y Churchill. Mi pregunta es: «¿Cómo, teniendo tanta fuerza, se dejaron ganar la batalla en Yalta y en Potsdam?». Yo diría que han hecho ustedes el ridículo y que con su chaqueteo le han asestado un golpe mortal a la democracia…
Hubiérase dicho que Julio no se daba por enterado. Se arrellanó en el sillón, sosteniendo entre los dedos la boquilla de oro, humeante. Finalmente replicó, en tono aparentemente humilde:
—No puedo satisfacer tu curiosidad… yo no soy más que una especie de monaguillo de la logia Cavour, de Washington. Como lo era también en la logia Ovidio, de la calle del Pavo, de la que seguramente te acordarás…
—¡Monaguillo! Si usted era monaguillo en la calle del Pavo —ironizó Ignacio—, yo soy aquí el cardenal primado…
Julio se puso serio.
—Por favor, no insistáis… —y pidió permiso para ir al lavabo.
Al regreso, el clima se había distendido. Hablaron de la próxima maternidad de Ana María. «¿Todo bien, por el momento?». «Todo bien». «Tu padre, Ana María, no consigue entender que os vendierais el chalet de San Feliu y el yate…» «Mi padre es mi padre, y nosotros somos nosotros». «¿Has logrado aclimatarte en Gerona? En alguna de las cartas destilabas una cierta añoranza…» «Donde esté Ignacio, allí estaré yo». «¡Bravo! Es lo mismo que contesta Amparo cuando le preguntan si se aburre en Washington».
El comentario no acabó de gustarle a Ana María. Una cierta frialdad se apoderó del ambiente, que los esfuerzos de Ignacio no lograron aminorar.
* * *
Era el 4 de abril de 1946. Carmen Elgazu estaba preparando la cena para Matías y Eloy. Tal vez luego pasara Julio García a rematar la jornada. De repente, Matías y Eloy oyeron otra vez «¡plaf!» en la cocina. Corrieron hacia allí. Otra vez Carmen Elgazu en el suelo. Entre los dos la llevaron a la cama y Matías preparó con toda urgencia el vaso de azúcar y el chocolate. Sudores fríos, fatiga, mareos, un hambre atroz. Lo mismo que la otra vez.
—Anda, tómate esto… Es el azúcar. Luego te daremos el chocolate.
Entretanto, Eloy llamaba desesperado a Moncho. Por fortuna, estaba en su laboratorio.
—Voy corriendo… ¿La tenéis en la cama?
—Sí.
—En seguida estoy ahí.
La diferencia con la otra crisis estribaba en que esta vez Carmen Elgazu no reaccionaba. Al contrario. Cada vez más pálida, más sudores, apenas si acertaba a balbucear: «Más azúcar… Más». Matías no sabía qué hacer. Le tomaba el pulso, débil, le secaba el sudor de la frente, controlaba su respiración, un tanto agitada: ¿Y si le pusiera una inyección de insulina? Moncho les había dicho que no.
Moncho llegó como un rayo. Carmen Elgazu vivía aún. Moncho miró el vaso de azúcar, que estaba vacío y sin soltar una sílaba le inyectó una dosis de suero glucosado. La auscultó y su rostro no acertó a disimular la desesperanza. Masaje cardíaco. Carmen Elgazu había cerrado los ojos y balbuceaba palabras inconexas, que Matías intentaba comprender. Eloy, al borde de la cama, se había arrodillado y rezaba jaculatorias. De repente, el muchacho se levantó y fue a la alcoba conyugal a buscar un rosario e intentó colocarlo en las manos de «tía Carmen», pero Moncho se lo impidió.
No hubo nada que hacer. A las nueve menos cuarto, Carmen Elgazu expiró. Moncho hizo un gesto de impotencia y Matías cayó materialmente sobre la cama. La almohada casi chorreaba. «Coma diabético…», repetía Moncho. «El corazón ha fallado». Eloy se dio cuenta de lo que ocurría y se precipitó a besar también a «tía Carmen». Eloy no había visto nunca una persona muerta, pero con «tía Carmen» le bastó. Comprendió que la muerte era la absoluta inmovilidad, era el vacío inmenso, la mudez, la nada. Moncho cerró los párpados de Carmen Elgazu y ahora sí depositó en sus manos el rosario.
Matías enloquecía. Perdió la serenidad. Hubiérase dicho que todavía le quedaban esperanzas porque ponía la mano sobre la frente de su mujer, que se estaba enfriando por momentos.
—¡Moncho…! —y se le echó al cuello.
—No me esperaba yo esto… —admitió el muchacho.
—Moncho, yo querría morirme también…
El analista no supo qué decir.
* * *
El teléfono se puso en marcha y a la media hora el piso estaba repleto. El primero en acudir fue mosén Alberto, que le administró la extremaunción. Luego acudieron Ignacio y Ana María, Pilar y Mateo, Manolo y Esther, Paz Alvear, Manuel Alvear, los contertulios del café Nacional, ¡Julio García! En la habitación ardían dos cirios y el semblante de Carmen Elgazu revelaba una gran paz. La crispación y el llanto se había apoderado de los que quedaban. Carmen Elgazu pertenecía ya al reino de la otra orilla, que no se sabía dónde estaba, que no se sabía lo que era, ni en qué consistía, puesto que nadie había regresado de ella. Marta hizo también su aparición. Y
Cacerola
… Y todas las vecinas de la Rambla. En cambio, faltaron el camarada Montaraz y «La Voz de Alerta».
Mosén Alberto hubiera querido rezar un rosario, pero los llantos y el entrar y salir de las personas se lo impidieron. Llamó aparte a Mateo, que era el que se mostraba más sereno, para programar el funeral y el entierro. A Mateo le pareció una responsabilidad excesiva y llamó a Ignacio, quien tenía los ojos enrojecidos y el alma rota. El funeral en la parroquia del Mercadal, al día siguiente a las cuatro de la tarde. En el acto del entierro, en vez de caballos, la furgoneta de la Funeraria. El dueño de ésta se personó en la casa. Ellos cuidarían de todo: del ataúd, de las flores, del nicho, de los recordatorios… De todo, menos de devolverles a Carmen Elgazu.
—¿Quieren que traigamos el ataúd hoy, o mañana por la mañana?
—Mañana por la mañana.
Querían verla en la cama un poco más… Matías se sintió incapaz de cualquier gestión y Moncho tuvo que cuidar de él. Ignacio hizo de tripas corazón y fue recibiendo y abrazando a quienes entraban. Paz estaba también al cuidado, pendiente de que llegara la Torre de Babel. Al verle, suspiró.
—Creí que no venías…
—¡Mujer, no faltaría más!
Aparecieron Alfonso Reyes y Félix. Éste llevaba la carpeta, por si venía a cuento sacarle un apunte a «la muerta». Pronto renunció a su proyecto y abandonó la carpeta y los apuntes en un rincón.
Pilar no se movía de la cama. Dejaron en casa, en manos de Tere, a César y se arrodilló a los pies de su madre y no había forma de que se apartara de allí. «Mamá, mamá…» Le pareció que el mundo era injusto y al ver el rosario depositado en manos de Carmen Elgazu miró la crucecita como diciendo: «Hubieras podido evitar esto». Llegó Eva, la esposa de Moncho y le tranquilizó. Moncho andaba preguntándose si, después de la primera crisis, no hubo imprevisión por su parte.
—Que no, que no… Que pasó porque tenía que pasar.
Ninguno de los presentes quería ausentarse del piso e irse a su casa a dormir. Pero tampoco podían quedarse todos y pasar la noche en vela. Finalmente se acordó que se quedarían los miembros de la familia, además de Manolo y Esther y de Julio García. Era la primera vez que Matías veía a Julio García llorar. Mateo no saludó al ex policía. Siempre se las arreglaba para mirar hacia otro lado o para entrar en la cocina a prepararse otra taza de café. Fue una noche lenta, preñada de fantasmas. Por el ventanal del Oñar se veían las lucecitas de las casas de enfrente. De vez en cuando llegaba, como un eco, la voz del sereno, anunciando la hora con la apostilla: «¡Ave María Purísima!». Cuantas veces Carmen Elgazu había oído aquella cantinela, mientras iba pensando en todos y cada uno de los miembros de la familia, especialmente en César y en la hija muerta que nació de Pilar.
Mosén Alberto repetía:
—Conformidad, conformidad… y sus palabras resonaban como un trueno.
* * *
A las cuatro de la tarde del día siguiente, el funeral en la parroquia del Mercadal. El templo estaba abarrotado. Matías apenas si se mantenía en pie. Ignacio, a su lado, le sostenía disimuladamente por el codo. Ignacio aparecía sorprendentemente sereno, porque se dio cuenta de que alguien debía desempeñar ese papel. Si él se hundía, el barco se iba a pique.
Había gente de toda edad y condición. Los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda. Las mujeres no podrían ir al cementerio: era la regla. Incluso la muerte —la muerte de Carmen Elgazu— era varonil.
Por fortuna, mosén Alberto dio con las palabras adecuadas para no encrespar a los deudos y para no suscitar en el ánimo de los demás presentes comentarios malévolos. No habló para nada de «la suerte de Carmen Elgazu, que les había precedido en el disfrute de la gloria». Tampoco dijo nada sobre «las gracias que desde allí ella podía derramar sobre todos nosotros, especialmente sobre la familia». No dijo: «Alegraos. Un ángel ha entrado en el cielo, a la mayor gloria de Dios». Pidió resignación, esto sí e imitar a la fallecida en todas sus virtudes. «Puedo garantizar que era un alma cristiana, que sembraba el bien por dondequiera que pasaba».
El silencio en el templo era tan absoluto que se palpaba que el duelo no era sólo protocolario. Los espíritus estaban de luto. Manuel Alvear, en el altar, ayudaba con unción a mosén Alberto y su cabeza rapada infundía un extraño respeto.
Julio García llevaba años sin asistir a una ceremonia religiosa. No pudo evitar la comparación entre un funeral y un rito de iniciación. Miraba fijamente el féretro, a los pies del altar y las iniciales: C. E. L. Carmen Elgazu Letamendía… ¡Letamendía! Hay apellidos que se arrinconan para siempre, incluso a la hora de la muerte.
La comitiva salió hacia el cementerio. La furgoneta, lenta como la noche en el piso de los Alvear. La familia detrás, Mateo, cojeando. Una gran multitud. Sólo hombres. Las mujeres se quedaron en el piso de la Rambla, ocupándolo por entero rezando el rosario.
Una vez más el cementerio se convirtió en la gran noticia. Como cuando fue fusilado el comandante Martínez de Soria. Y el coronel Muñoz. Y mosén Francisco. Y César. Y José Alvear. Y los maquis. Aquél era el punto de cita de los gerundenses. Tarde o temprano todos se reunían allí, a contarse unos a otros su anecdotario y a jugar la última, la eterna, partida de dominó. Era una tarde radiante, que se prolongaba para dar tiempo al tiempo. Los panteones relucían, especialmente el de los padres de Jorge de Batlle y el destinado a «La Voz de Alerta», a Carlota y al pequeño Augusto. Los cipreses no se movían. Sólo la Torre de Babel podía comparárseles. Paz recordó a su padre, muerto en Burgos y cesó de llorar. El camarada Montaraz —que por fin, después de discutirlo con María Fernanda, asistió— llevaba su uniforme falangista de gala y era como una mancha blanca que desentonaba del resto.
Los sepultureros, sin prisa, con la boina en la cabeza —sin la colilla en los labios—, emparedaron a Carmen Elgazu. La lápida ajustó plenamente: sólo unas paletadas en los bordes. Allá dentro quedaba para siempre aquella mujer que había parido tres hijos y había hecho feliz a un hombre cabal llamado Matías Alvear. Sus hermanos del Norte —Josefa, Mirentxu, Jaime y Lorenzo— llegarían al día siguiente. La muerte andaba más de prisa que los trenes.