La conversación fue breve y no aportó ninguna novedad. Oficialmente, nada que temer. Ahora bien, él conocía a los falangistas y los sabía capaces de todo. Especialmente los ex divisionarios, acostumbrados a ver la muerte de cerca en Rusia, no le daban importancia a la vida, ni a la propia ni a la de los demás. Contra ellos, en tanto que cónsul, nada podía hacer para protegerle. «Hablé con el gobernador. Sabe que estoy a su lado. Les habrá advertido de lo que supondría que usted sufriera el menor daño. Pero yo no podré evitar que un par de locos se tomen la justicia por su mano y le descerrajen a usted un par de tiros».
El cónsul se marchó y Julio cerró la puerta por dentro. En una reacción infantil, incluso la atrancó con la mesa y la butaca. Y se acostó. Había sido un día cargado de vivencias. Fue adormeciéndose mezclando las imágenes. Le daban una semana de respiro. Buena gente. Se acordó del ¡plaf! de Carmen Elgazu en la cocina. Del «ilustre yanqui» con que le había saludado Ignacio. Imaginó al obispo. Vio al patrón del
Cocodrilo
dándole con la puerta en las narices. Le invadió un sueño pesado. Apagó la luz. Y acabó soñando que Ramón, el camarero, se encontraba en Washington haciéndole la corte a su mujer.
* * *
Despertó tarde. Su estado de ánimo era distinto. Una semana de tregua. «Soy un veterano luchador», repitió varias veces, mientras hacía sus ejercicios de gimnasia ante el espejo. El miedo se volatilizó. Contribuyó a ello que los
croissants
del desayuno estaban muy ricos.
Le trajeron
Amanecer
. Había olvidado que era el 1 de abril, séptimo aniversario de la Victoria. Habría un desfile en la Rambla, en el que tomarían parte el Frente de Juventudes, la Sección Femenina y trescientos productores. Supuso que «productores» equivalía a «obreros». Luego, audición de sardanas. En los cuarteles, rancho extraordinario. Un donativo del gobernador para las familias más necesitadas.
Miró a la calle por la ventana. Muchas colgaduras en los balcones: la bandera nacional y la de Falange, azul y roja como antaño la de la FAI. Pocos transeúntes. Casi ninguno llevaba el periódico debajo del brazo. En su mayoría se habían «endomingado», pese a lo cual no podían ocultar su raquitiquez. Pocos coches.
Matías le había dicho: «No compararás esto con Nueva York».
Cerca del mediodía se bajó y salió en dirección al piso de la Rambla, con el pasaporte en el bolsillo. Con los comercios cerrados, la ciudad parecía más triste aún. Pasó una patrulla de la guardia civil. Amparo se lo había advertido: «Tiene uno la sensación de que viven en estado de libertad vigilada». En el puente de Piedra, un mutilado de guerra, Arroyo, dirigiendo el tráfico, moviendo los brazos como aspas de molino. Matías le había hablado de él. «Está allí, plantado, desde la terminación de la guerra. Y a veces se sirve de su pata de palo para esconder alguna joya y venderla de estraperlo».
Llegó al piso de la Rambla a las once y media. El desfile empezaba a las doce y vio instalado enfrente el tablado para las sardanas. ¡Pilar y el pequeño César! Pilar hizo de tripas corazón. A Mateo le sentó como un tiro que fuera a saludarle, pero la muchacha le dijo: «Le daría a mi padre un gran disgusto».
—¡Pilar, hija…! Cuando me fui eras una niña…
—Pues ahora, ya ve usted —le besó en las mejillas, brevemente y le dio en brazos a César, quien le serviría de escudo.
César llevaba en la mano derecha el chirimbolo con campanillas que le trajo Amparo. Era un detalle. Estaba hecho un hombrecito. Tenía cinco años. Se podía hablar con él. Por lo visto, en el colegio era el más travieso. Se llamaba Santos Alvear. ¡Santos! Claro, Mateo Santos, que llegó el año 1933 a fundar la célula falangista de la ciudad.
Julio se daba poca maña para tratar a los Ángeles, por lo que devolvió el pequeño a su madre y le dedicó a ésta un par de requiebros muy merecidos. Pilar volvía a tener un espléndido aspecto, gracias a que Mateo no le daba ningún disgusto y Esther buenos consejos estéticos. Carmen Elgazu también parecía totalmente recuperada del trauma de la víspera, aunque Moncho a primera hora había pasado a «echarle un vistazo».
—Matías, el hotel Peninsular es estupendo. Silencio. He dormido toda la noche de un tirón.
—¿Y los ronquidos del cónsul?
—Los americanos tienen prohibido roncar fuera de casa…
Se oyó a lo lejos un toque de tambores. El desfile estaba ahí. Todos salieron al balcón y vieron a Mateo encabezando la banda de trompetas y tambores del Frente de Juventudes. Al atacar los primeros pasos de la Rambla la cojera se hizo más visible. Pilar se alborotó y le decía a César: «¡Mira, papá!». Julio García, viendo al muchacho, pensó mil cosas a la vez. Frases suyas le quedaron grabadas de cuando los interrogatorios: «Nosotros trabajamos para que España recobre su identidad de Imperio». «No nos asusta la violencia. Estamos acostumbrados a ella. Es nuestro pan de cada día». ¿Pensaría ahora lo mismo Mateo? Era posible que sí. Ni siquiera movió la erguida cabeza para mirar al balcón. Matías sonrió. «Caramba, Pilar. Una miradita no le hubiera costado un céntimo». César no dijo «papá» porque se encandiló con los tambores. Quien sí miró al balcón fue Eloy, dedicándoles su mejor sonrisa.
Después del Frente de Juventudes desfiló la Sección Femenina. Marta en cabeza. Julio experimentó de nuevo un hormigueo. La muchacha tenía buen aspecto, con su camisa azul y su boina roja. Recordaba a su padre, el comandante Martínez de Soria. Tampoco miró al balcón. Las chicas tenían aire alegre y apariencia saludable. Seguro que las había llegadas del campo para la ocasión. ¿Y las autoridades? ¿Dónde estaban las autoridades? Matías le informó: «Sencillamente, no están… De hecho, no se trata de un desfile, sino de un acto de presencia. El desfile se celebra el dieciocho de julio».
Trescientos «productores». Enfrente, el delegado sindical, camarada Revilla. Bien alineados, cantaban
Cara al sol
y levantaban el brazo. Se les veía convencidos y arrogantes. Eran obreros. Las mujeres, desde los balcones, les saludaban agitando pañuelos. ¡Si vieran aquello los ciudadanos americanos que creían que Franco se comía crudos a los trabajadores! ¡Si vieran aquello los arquitectos Ribas y Massana! ¡Y David y Olga! Julio se impresionó vivamente al oír de boca de Pilar que en Madrid debían de desfilar unos trescientos mil…
Julio no daba abasto recibiendo impactos, como si fuera un monigote de pim pam pum. Apenas alejado el último «productor» se acercaron al tablado, vacío, Quintana y sus muchachos. La cobla de sardanas. Subieron, riendo y fueron instalándose en sus puestos. Carmen Elgazu era una ferviente admiradora de las sardanas y se acodó en la barandilla del balcón. Mientras afinaban los instrumentos, Julio se acordó del altercado que armó José Alvear el día en que interrumpió la audición y aboñegó el trombón golpeándolo contra la madera. «¿Te acuerdas, Matías?». «Claro que me acuerdo. Aquel día conocimos a David y Olga».
Sonó el flabiol y a continuación la cobla atacó
l'Empordá
. Se formaron los ruedos y las manos se juntaron siguiendo el ritmo. En cada ruedo había un director, al que a veces obedecían, a veces no. Julio se emocionó viendo a hombres casi ancianos, a jóvenes parejas, a chiquillos, enlazados al son de la música. ¡Pasos largos, pasos cortos, todos a saltar! De pronto, Matías advirtió, debajo de los soportales, la presencia de un matrimonio singular, visiblemente absorto ante el espectáculo: «La Voz de Alerta» y Carlota. «Eh, Julio, mira quién está allí». Julio reconoció a «La Voz de Alerta», que fue desde siempre uno de sus enemigos. «Le hubiera reconocido a la legua». A su lado, Carlota, condesa de Rubí. «¿Condesa?». «Lo que oyes. Y separatista. Para que te enteres. En los últimos tiempos hemos tenido a la esposa del alcalde, separatista. Ahora el alcalde es el hermano de Marta, que también debe de andar por ahí».
Julio llegó a una conclusión: tenía que revisar sus esquemas. Matías le empujó en esa dirección.
—La Falange ha perdido fuerza, porque era muy aparatosa; pero eso del Sindicato Vertical, que se presta a tanto chiste, hay que tomarlo en serio. A la chita callando va haciendo su labor. Pilar te ha hablado de trescientos mil productores en Madrid… Creo que se ha quedado corta. Yo calcularía medio millón.
Terminada la audición de sardanas, entraron en el piso. Pilar pidió excusas y se fue, con el crío en brazos, sin invitar a Julio. Éste tuvo la impresión de que ya no volvería a ver a la muchacha.
* * *
Después de almorzar, Matías le dijo a Julio:
—Hoy es sábado. ¿Sabes lo que eso significa?
—Pues no…
—Que tenemos tertulia en el café Nacional.
¡Eureka! Julio se relamió los labios.
—Vamos los dos, y veremos qué pasa… Primero nos dedicamos al chismorreo y luego jugamos al dominó.
Se despidieron de Carmen Elgazu y cruzaron la calzada. En el café Nacional estaban todos presentes, excepto el librero Jaime. El único que, al ver entrar a Julio, se levantó ostentosamente y salió del local fue Marcos. «¿Qué mosca le ha picado?». Los demás, Galindo y Grote, «también depurados», mostraron su satisfacción por poder estrechar la mano de Julio.
Tomaron asiento alrededor de la mesa de mármol, mientras Ramón volvía a saludar a Julio y a servirles las correspondientes tazas de café. Julio les invitó a todos a tabaco americano y todos aceptaron, excepto Matías. «Perdona, pero yo prefiero la picadura y liármelo yo mismo».
Orden del día: anecdotario nacional. Julio prestó oídos. Matías se ajustó el sombrero y empezó: «El ingeniero español García Tirado ha declarado que ha construido una maquinaria capaz de captar la fuerza cósmica y susceptible de producir fluido eléctrico». Galindo, que pensaba siluetear con su máquina de escribir el perfil de Julio, aportó la noticia siguiente: «En Ciudad Real, un gitano apadrinó a un hijo de un guardia civil en el acto del bautismo. Luego el gitano invitó a dulces, champán, cantó y bailó». Grote no se quedó atrás: «El presidente de las Cortes hizo el solemne voto de defender la Asunción de la Virgen al cielo y la mediación universal». Ramón intervino a su vez: «Los veterinarios rinden un especial homenaje al jefe del Estado». Matías le dijo a Julio:
—Ahora te toca a ti.
Julio, que entendió la jugada y se desternillaba de risa, reflexionó un momento y finalmente se decidió:
—A mí lo que más me ha impresionado es que una jerarquía del Régimen haya declarado: «¡No podemos tolerar que un delantero centro gane más que un coronel!».
—¡Bravo, bravo!
Los espejos del Nacional, al igual que antaño, reflejaron hasta el infinito la figura del ex policía. La conversación se generalizó, en contra de lo acostumbrado. Todos, y no sólo Ramón, querían saber cosas de Norteamérica. Se produjo un choque, puesto que lo que quería Julio era saber cosas de España. Ganó la mayoría, de suerte que al recién llegado no le cupo más remedio que contar una serie de tópicos sobre su país de adopción. Los avances técnicos, los tres mil aviones fabricados diariamente, el patriotismo, las banderitas, la Quinta Avenida, la revolución estudiantil. «En el cine veréis reflejados todos los aspectos de la vida de Norteamérica. En el cine se abre en canal la sociedad y se ridiculizan desde la policía hasta la figura del presidente. La mejor cualidad de los norteamericanos es que creen en el trabajo de equipo, que aquí sólo se utiliza para bailar sardanas. El trabajo de equipo es el secreto de ese gran país».
—Tendrán algún defecto… —sugirió Grote.
—¡Uy, muchos! Aunque no lo parezca, el quince por ciento de la población, inmigrantes en su mayoría, llevan una vida miserable. Otro defecto: la soberbia. Otro defecto: la ignorancia de todo lo que no es Norteamérica. Un embajador al que enviaron a Ceilán preguntó al recibir la noticia: «¿Y dónde está eso?». A los europeos nos miran como a una raza residual, que ha creado algunos monumentos y algunas obras de arte. Sin tener en cuenta que, a no ser por los europeos, aquella gente todavía andaría con plumas en la cabeza…
Julio se sentía incómodo. No le gustaba sintetizar. Corría el riesgo de deformar la realidad. Apenas hacía una afirmación le venían a las mientes docenas de razones que probaban lo contrario. Además, ¿qué sabía él de los Estados Unidos? Apenas si había salido de Washington y del Imperial Hotel. No había visitado el campo, las granjas, no sabía nada de las diferentes leyes que regían en los diferentes estados, excepto aquellos en que estaba permitido el divorcio. Se dedicó a contar anécdotas más o menos graciosas, con un denominador común: Amparo. Su querida mujer, Amparo Campos. Alérgica a cualquier idioma que no fuera el castellano, sólo podía cotillear con los hispanoparlantes. Sus grandes amigos eran los botones del hotel, que habían aprendido unas cuantas palabras para hacerla feliz y recibir copiosas propinas. Todos sabían decirle: «guapa». Y el día que el limpiabotas le dijo «cachonda», ella le largó cinco dólares y se fue a la peluquería, pasando antes por una sauna.
Cuando las risas se apagaron, Julio les conminó a que le hablaran de España.
—He venido a eso. A ver y a enterarme…
Grote se disponía a complacerle, cuando entraron en el café el capitán Sánchez Bravo, acompañado de León Izquierdo y de Pedro Ibáñez. Se hizo un silencio.
—¿Qué ocurre, si puede saberse?
—Han entrado dos sabuesos. Dos ex divisionarios. Mejor que juguemos al dominó…
EN LOS DÍAS SUCESIVOS JULIO GARCÍA se dedicó a vagar por la ciudad. Tenía miedo y se hacía acompañar por Matías, por Ignacio o por Paz Alvear. Cada vez se hundía más y más en los recuerdos. Entró en la catedral, para contemplar el Tapiz de la Creación. Entró en San Félix, para contemplar el Cristo yacente —«las reliquias de san Narciso eran de madera», subrayó— y subió al Museo Diocesano, donde mosén Alberto le hizo una discreta inclinación de cabeza. Nunca dejaba de mirar hacia el piso que antaño ocuparan él y doña Amparo y en el que ahora tenían el bufete Manolo e Ignacio. Esperaba que éste le invitara en nombre de Manolo y Esther; pero Ignacio se callaba. Julio llegó a la conclusión de que los jefes de Ignacio también le rechazaban.
El domingo almorzó en casa de la Torre de Babel y de Paz. Fue un almuerzo afortunado. Paz se desahogó con su huésped, en quien reencontró viejas ideas en cierto modo olvidadas. Quedó claro que detestaban las mismas cosas, sobre todo el fascismo en cualquiera de sus manifestaciones. Hablaron de la democracia. Era la fórmula política ideal; era la libertad. Por eso Paz admiraba a los Estados Unidos, los cuales, a su entender, fueron quienes ganaron la guerra. La Torre de Babel dijo que, en política, el ideal no existía, que el ideal era Agencia Gerunda, puesto que lo resolvía todo, incluso los problemas que planteaba una mujer ambiciosa y contradictoria como Paz. Julio se derritió contemplando a la sobrina de Matías, la cual no tenía necesidad de ir a la sauna ni de que le llamaran «cachonda» para subirse al séptimo cielo. Con un ramo de flores rojas le bastaba. Y con alusiones a aquellos tiempos en que galvanizaba a las parejas cantando en la
Gerona Jazz
y en que regalaba sobrecitos de la perfumería Diana. La Torre de Babel se interesó por el funcionamiento de los bancos en Norteamérica. Julio le contestó: «Yo, de esto, no entiendo ni jota. Tengo mis ahorros en el
National Bank
y cuando necesito dinero voy y me lo dan».