Los hombres lloran solos (82 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Los exiliados le querían. Había ayudado a muchos. A los arquitectos Ribas y Massana; a don Carlos Ayestarán, tío de Moncho; a Antonio Casal, siempre muerto de miedo; a David y Olga, cuyo negocio editorial era próspero y de cuyas ganancias él percibía un suculento porcentaje. En París se instaló en un confortable piso de la avenida Foch, en el que organizaba cenas con la élite y por el que se paseaba con un batín de seda. Cuando la ocupación alemana se trasladó a Londres, de donde huyó hacia Washington por temor a los bombardeos. Su mujer, Amparo, siempre a su lado. En París, aprendiendo a decir
bon jour
y
madame
; en Washington, aprendiendo a decir
ockey
.

No tenía miedo, pese a que Matías, en su última carta, le decía que «esperara un poco más». Además del pasaporte tenía en la mano varios triunfos: él salvó a Marta al comienzo de la guerra civil, llevándola en el propio coche de la jefatura de policía hasta depositarla en casa del fotógrafo Ezequiel, y más tarde había salvado de una muerte segura a don Emilio Santos, padre de Mateo, sacándolo de la checa de San Elías. Marta y Mateo se acordarían de aquello… ¡Seguro que sí! Esas cosas no se olvidan. Los dos muchachos actuarían de «Detente bala», que era el escudo con el que se protegían los requetés. Sabía que el Tribunal de Responsabilidades Políticas había abierto expediente contra él, pero no se atreverían a tocarle un pelo a un ciudadano norteamericano.

Amparo le había pintado un programa más bien macabro de la España actual. Oligarquía. Unos cuantos arriba y el rebaño abajo; con una zona intermedia —como los Alvear— que aceptaban la situación como si fuera normal, o que no moverían un dedo para modificarla. ¿Muchos retratos de Franco y de José Antonio? ¡Qué más daba! Él estaba cansado de ver los retratos de Roosevelt y de Truman. ¿Fanatismo patriótico? También existía en los Estados Unidos. Él vivió el regreso de los combatientes al término de la guerra mundial, cuando la rendición del Japón. El número de banderitas fue inconmensurable y más que regresar de Europa y del Pacífico parecían regresar del planeta Marte. Y por encima de todo, confiaba en su «corazonada». Nunca le traicionó. Ni siquiera cuando en el año 1933 ganó Gil Robles las elecciones. Tenía un sexto sentido, un amuleto en forma de tatuaje que se llamaba Berta.

* * *

Llegado a Bilbao, siguió la misma trayectoria que doña Amparo. Llamada telefónica a Matías —con voz trémula—, y el tren hasta Barcelona. Matías le aconsejó —también con voz trémula— que en Barcelona alquilara un taxi que le depositara directamente en el piso de la Rambla. «A tu mujer, en este último trayecto, le dieron dos bocadillos que le sentaron fatal. Tú enseña un paquete de dólares y verás que te tratan como si fueras Clark Gable».

Julio siguió las instrucciones. La estación de Barcelona le pareció la antesala del infierno. Cafarnaúm. Riadas humanas se cruzaban de un tren a otro y en los andenes mucha gente —muchos soldados— en el suelo, dormitando, con la mochila por almohada. Tuvo que ir a los urinarios y casi salió vomitando. Compró varias revistas y periódicos —
¡La Vanguardia!
— y salió fuera de la estación. Una hilera de taxis con gasógeno que apestaban. Eligió un chófer de mediana edad y le dijo, entregándole el equipaje: «A Gerona». «¿A Gerona?», le preguntó el taxista, asombrado. «Sí, a Gerona. ¿Es que no figura en el mapa? Si mal no recuerdo la distancia es de cien kilómetros». «De acuerdo. Pero aguarde un momento… Voy a decirle a un compañero que avise a mi mujer».

Poco después enfilaron la carretera. El taxista llevaba a la derecha del volante una imagen de la Virgen de Montserrat, una chapa con la efigie de san Cristóbal y un retrato de Franco. También un ramillete de flores. El hombre, completamente calvo, andaría por los cincuenta. Hubiera resultado inútil pedirle más velocidad. «El gasógeno, sabe usted… Y ya ve cómo está la carretera».

Julio iba acordándose de los nombres de los pueblos. Badalona, Montgat… De repente, otra vez el mar. Le sorprendió que no hubiera controles, como en aquellos tiempos de la FAI. Controles de guardia civiles. En América no cesaban de despotricar contra la guardia civil y el poema que les dedicó García Lorca aparecía en todas las publicaciones literarias.

—¿De dónde es usted, si puede saberse? —preguntó Julio.

—De Logroño.

—¿Qué tal el negocio del taxi?

—Psé…

Julio se dio cuenta de que el hombre no le contestaría más que con monosílabos. Por lo visto era algo completamente fuera de lo corriente una carrera de cien kilómetros. Probó hablarle de la guerra… «¿Dónde estuvo usted?». «Por ahí, pegando saltos, como todo el mundo». «Yo vengo de América… Llevaba tiempo fuera de España». «Ya…».

Le ofreció un cigarrillo americano.

—¡Oh, muchas gracias! —y el hombre lo tomó y lo encendió con fruición.

Julio encendió uno a su vez, con su boquilla de oro, que provenía de su estancia en la avenida Foch. Se ladeó un poco más el sombrero, como siempre y desplegó
La Vanguardia
. ¡Por todos los santos, por todas las logias del mundo! Marzo, 30. Pasado mañana, gran desfile de la Victoria. A eso se le llamaba hilar delgado. Pasado mañana, 1 de abril, séptimo aniversario de aquel 1 de abril de 1939, en que Franco firmó el histórico parte: la guerra ha terminado. Julio notó que se le revolvían las tripas. Franco aparecía vestido de Generalísimo y medio periódico era hagiográfico. ¡Qué lenguaje! Seis, siete, ocho artículos laudatorios, desde todos los ángulos, destacando el del director, Luis de Galinsoga, quien proclamaba a Franco «El eco de Dios». Julio empezó por sonreír. Luego soltó una carcajada. «¡Ja, ja!». El taxista le miró por el espejo retrovisor, pero no soltó una sílaba. Y Julio, sin ánimo para seguir leyendo, de repente se sintió un poco cansado y se adormeció.

* * *

¡Gerona!

—¿Dónde le dejo?

—Hotel Peninsular…

—¿Conoce usted el camino?

—Cuando yo le avise, tuerce a la derecha…

Julio hubiera deseado prolongar aquel instante. Le faltaban ojos para mirar. Reconocía los comercios, los edificios. Amparo le había advertido: «El hotel Peninsular está en la calle José Antonio Primo de Rivera, antes calle Francisco Ascaso». Allí se hospedaba también el cónsul norteamericano, míster John Stern. Llegaron frente al hotel, un mozo salió por el equipaje y Julio arregló cuentas con el taxista, añadiendo una propina que le hizo temblar.

El recepcionista le reconoció. Era evidente que le reconoció. Y al ver el pasaporte norteamericano expresó su asombro. Tampoco hizo el menor comentario y Julio rellenó la ficha. Inmediatamente después subió a su habitación, se duchó, se mudó de ropa y por fin llamó al piso de la Rambla, al piso de los Alvear.

Matías estaba esperando la llamada y al oír el ringgg pegó un salto.

—¡Julio!

—¡Matías!

—Vente en seguida… Te acordarás del camino, ¿verdad?

—¡Lo intentaré!

Minutos después, en el piso de la Rambla los dos hombres se fundían en un fuerte, interminable abrazo. A seguido Julio abrazó a Carmen Elgazu, a la que encontró muy desmejorada; Matías, en cambio, era el de siempre, con algunas canas más y las gafas, que le sentaban muy bien.

—¡Estás hecho un chaval! —dijo Julio.

—Sí, del Frente de Juventudes…

Julio parpadeó unos instantes.

—¡Ah, claro! Ya caigo…

Eloy salió de su cuarto y ofreció la mano a Julio. Éste le correspondió. Amparo le había hablado del muchacho: «Se llama Eloy y se pirra por el fútbol». «Pues le llevaré una pelota de rugby, con la que podrá presumir».

Julio y Matías no cesaban de mirarse, mientras Carmen Elgazu les preparaba sendas tazas de café-café. Un manantial de recuerdos brotó en sus cerebros, desde el Madrid que ellos habían conocido hasta el día en que Matías le pidió al ex policía que le buscara un empleo para Ignacio, que finalmente resultó ser el de botones en el Banco Arús.

—Ya no te acordarás del chotis…

—¡Cómo! En Washington no se baila otra cosa…

—¡Ja, ja!

Julio preguntó:

—¿Y la tertulia del café Neutral?

Matías sonrió.

—Aquí no hay nada que sea neutral, excepto un seguro servidor… Ahora se llama Nacional… —marcó una pausa—. ¡Pues la tertulia sigue adelante! Claro que con los nombres cambiados. Ahora hay un tal Marcos, que está conmigo en Telégrafos; un tal Galindo; un tal Grote… ¡Y Ramón, el camarero! Ése sigue todavía.

—¡No me digas! ¿Con su manía por los viajes?

—Exactamente.

—¡Pues le invitaré a que se venga conmigo a América!

—No lo hagas, que le da un colapso y se nos muere…

Julio, al oír «se nos muere», palideció. La alusión a la muerte, soltada inesperadamente, le trajo otro tipo de recuerdos. Recordó los inicios de la guerra civil y luego las playas de Argeles y de Banyuls-sur-Mer, convertidos en campos de refugiados. A Matías le ocurrió lo propio y se acordó de César. Por fortuna, Carmen Elgazu estaba al quite y les sacó del atolladero.

—¿Un poco más de café?

—No, gracias.

—¿Y tu mujer, Amparo? ¿Se marchó contenta?

—¡Cómo! Me dijo textualmente: no hay palabras para agradecerles a los Alvear lo que han hecho por mí…

—Bah. Aquello fue un soplo y se marchó… —Matías añadió—: Me pareció que Gerona, la Gerona actual, no acababa de gustarle.

—¡Bueno! Ya sabes. La tengo mal acostumbrada.

—Me pareció que lo que más le dolía era no poder llevar sombrero…

—¡Je, qué curioso! Como siempre, has dado en el clavo…

Matías interrumpió el diálogo.

—¿Qué te parece si llamo a Ignacio para decirle que estás aquí?

—¡Ignacio! ¿Cómo no se te ha ocurrido antes? Y yo que creí que toda la familia estaría esperándome…

Matías llamó al bufete de Manolo y a los diez minutos Ignacio llegaba, saltando los peldaños de dos en dos.

—¡Ignacio, ilustre abogado…!

—¡Julio, el ilustre yanqui…!

Se fundieron también en un abrazo. Julio quedó impresionado ante el aspecto del muchacho. Era la viva estampa del vencedor. Cabeza despejada, ojos negros y un bigotito que, al igual que las gafas a Matías, le sentaba muy bien.

—¿Qué tal el viaje?

—Agua… ¡Mucha agua!

—Pues aquí hay una sequía que no veas.

—Tengo ganas de conocer a Ana María…

—Comienza a estar un poco gordita.

—¡Ah, pillín!

—Lo natural, ¿no es cierto?

Julio echó una bocanada de humo.

—Para quien crea en la especie humana, sí…

* * *

La noticia de que Julio García estaba en Gerona corrió de boca en boca. Quedaba claro que el nombre les resultaba familiar incluso a los llegados después de la guerra civil. Más conocido que las moscas, que las moscas de San Narciso. «¡Ahí va!», exclamó la Andaluza. «¡Ahí va!», exclamó el patrón del
Cocodrilo
. Y algo parecido exclamaron Dámaso, el perfumista-peluquero, y Quintana, el compositor de sardanas, y el notario Noguer, y Jorge de Batlle, y los hermanos Costa y un largo etcétera. La Torre de Babel le dijo a Paz: «Ya tienes aquí a tu hombre». Paz había oído hablar tanto de Julio García que ardía en deseos de conocerle. Ahora tendría ocasión. Rogelio, en la cafetería España comentó: «Me gustará que entre aquí a pedir una copita de coñac. Le pondré un poco de dinamita dentro y que Dios reparta suerte».

La tónica general fue la curiosidad. Excepto para las autoridades y para los falangistas. Don Isidro Moreno, el comisario de Policía, que tenía en comisaría un expediente de unos trescientos folios que decía: «Julio García», barbotó: «Algo hay que hacer». Lo mismo pensaba el camarada Montaraz, quien a través de Miguel Rosselló se conocía la vida y milagros del ex policía. Miguel Rosselló reaccionó como Rogelio y el general Sánchez Bravo, que una vez más se había reconciliado ya con su hijo, le dijo a doña Cecilia: «Esto es intolerable». «La Voz de Alerta» y mosén Alberto se quedaron con la boca abierta. «¡Qué osadía! ¡Qué provocación!». Sólita le dijo al doctor Andújar: «Ahí tiene usted un cerebro digno de estudio».

Reunión urgente en el Gobierno Civil, al igual que cuando llegó la primera noticia de la entrada de los maquis por la frontera del valle de Arán. Todo el mundo estaba de acuerdo. «Algo hay que hacer». Pero ese «algo» no era nada fácil. Rogelio tenía razón: se merecía una buena carga de dinamita o vaciarle en el pecho un cargador entero. Sin embargo, había un inconveniente, ya previsto por el interesado: el pasaporte norteamericano. Era obvio que el cónsul, míster John Stern, estaría al quite y que los dos hombres se darían un paseo juntos por la Rambla para que todo el mundo les identificara. «Para mayor inri, los dos se pasearían hablando inglés».

A la reunión asistieron incluso José Luis Martínez de Soria y Mateo. El único miembro de las fuerzas vivas que no hizo acto de presencia —estaba «acatarrada»— fue Marta. Tampoco asistió
Cacerola
. Se discutió la jugada desde todos los ángulos. «Algo hay que hacer». Se descartó la pena de muerte, que hubiera sido lo correcto, a juicio de don Isidro Moreno. Pero a éste, precisamente, los Estados Unidos le tenían la moral ganada. En su lugar, los ex divisionarios León Izquierdo y Pedro Ibáñez, junto con Miguel Rosselló, se ofrecieron voluntarios para pegarle «la paliza del siglo», mucho más cruenta que la que recibiera en su día el librero Jaime. La propuesta ocasionó un momento de perplejidad. «Tal vez fuera factible».

Pero hubo tres votos en contra.

El del camarada Montaraz:

—No puede tocársele ni un pelo.

El del alcalde, José Luis:

—Yo no puedo opinar, porque salvó a Marta.

Y, sobre todo, el de Mateo:

—Yo tampoco puedo opinar, porque salvó a mi padre.

—Si empezamos con salvaciones, ¡estamos condenados a no hacer nada! —argumentó León Izquierdo, director de la Biblioteca Municipal a raíz del suicidio de Ricardo Montero.

—¡Es masón, como lo fue mi padre! —terció Miguel Rosselló—. Y mi padre está enterrado en el penal de Santa María.

Pedro Ibáñez, empleado en Abastos, obsesionado por las cartillas de racionamiento, apuntó que tal vez pudiesen secuestrarlo por espacio de tres o cuatro días y tenerlo a pan y agua.

Todas las propuestas caían por sí solas, ante la indiferencia general, exceptuando a don Isidro Moreno, que hubiera querido aceptarlas y ponerlas en práctica todas a la vez.

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