Los hombres lloran solos (58 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Pilar asistía a esos diálogos. Había momentos en que detestaba a Núñez Maza porque éste había embarcado a tanta gente y ahora hacía marcha atrás. Otras veces se sentía prendada por su personalidad y por su léxico y porque ofrecía una alternativa, don Juan, del que —Pilar no podía olvidarlo— eran partidarias María Fernanda, Carlota y Esther. Sólo Marta le había dicho en una ocasión que don Juan «era un borracho y un mujeriego y que no serviría para gobernar España».

Mateo, de acuerdo con el gobernador, estaba convencido de que nadie le tocaría un pelo al Caudillo. No sólo por las declaraciones de Churchill a su favor sino por sentido común: a las dos democracias, Inglaterra y los Estados Unidos, no les convendría que los «rojos» volvieran al poder en la península Ibérica. Necesitaban de una plataforma para pararle los pies a Stalin y esta plataforma eran España y Portugal. Partiendo de esta base protegerían al Caudillo, aunque tal vez, para disimular, hicieran concesiones verbales a sus oponentes.

Cuando Ignacio y Ana María estaban presentes —a ambos les interesó conocer a Núñez Maza—, Mateo se sentía casi acorralado. La pareja opinaba lo que el ex consejero nacional, con una salvedad: que Núñez Maza no pretendiera ahora, si conseguía recobrar la salud, erigirse en líder de la oposición al Régimen. Había llegado demasiado lejos para que esto fuera tolerable.

—Siento hablarte tan claro —le decía Ignacio—, pero un hombre que fue uno de los soportes de Franco durante la guerra civil y que mandó a Rusia dieciocho mil combatientes, si ha llegado a la conclusión de que se equivocó lo que debe hacer es retirarse a una isla desierta, o casarse y tener hijos. Pero jamás adoptar ese aire prepotente que a menudo adoptas —Ignacio utilizaba su boquilla con anillo de oro—. Los conventos de clausura también sirven para ese menester.

A Núñez Maza le gustó Ignacio. Era brutalmente sincero, coherente, jamás hablaba por que sí. No llevaba la carga de dinamita que llevaba Mateo y tal vez ello explicase que uno ejerciera de abogado y el otro solamente se acercara renqueante al ecuador de la carrera.

Núñez Maza se defendía. Él no trataba de erigirse en líder. Simplemente, pretendía aprovechar su prestigio en pro de lo que creía que podía ser la salvación de España. De Madrid le llamaban constantemente y Caldetas era un desfile de falangistas decepcionados, porque los católicos les acusaban de ateos, los monárquicos, de totalitarios y su idea, que era «reducir la diferencia de clases», chocaba con la burguesía dominante.

—Si contribuyo a popularizar la candidatura de don Juan me daré por satisfecho y tal vez escuche tu consejo y me retire a un convento de clausura a escribir sonetos, que en el fondo es lo que más me gusta.

Mateo había leído un volumen de sonetos de Núñez Maza y le parecieron realmente espléndidos: un cerebro privilegiado. Le gustaba más que Antonio Machado, que cometió la torpeza de dedicar varios panegíricos a Líster, a la Rusia comunista y demás. Tal vez los sonetos de Núñez Maza tuvieran un defecto: demasiado exactos. Parecían labrados en piedra y no emanados de la sangre caliente. Mateo no era un experto en cuestiones literarias. Ana María había leído diez veces más que él; incluso había leído novelas francesas para señoritas. Y mucha literatura anglosajona, de la que Mateo estaba en ayunas. Ana María opinó que los sonetos de Núñez Maza eran excelentes.

—Estoy de acuerdo contigo —le dijo la muchacha— en que el papel de la Falange se acabó; pero yo no achacaría la culpa ni a los monárquicos, ni a los católicos, ni a los aliados, sino al propio Régimen. El Régimen se corrompió al día siguiente de la victoria. Yo era una niña y me di cuenta. De aquellas montañas de muertos y de héroes sólo ha quedado esto: la corrupción. Y te hablo así con conocimiento de causa, puesto que mi padre, que estuvo preso en el Uruguay, pasó luego factura y se dedicó a negocios ilícitos, hasta el punto de que ahora, que lo iban a cazar, se ha largado al Brasil…

Núñez Maza se agarró a este argumento.

—Es cierto… Mujer, te felicito. Esa espontaneidad la echo de menos en la gente que trato. Y ya ves con qué tipo de noticias pretenden deslumbrar al pueblo… Ahí tienes el
Amanecer
de hoy: treinta y cinco mil ferroviarios de la RENFE han aclamado al Caudillo, éste ha regalado un lote de carneros para que los musulmanes pobres puedan celebrar la Pascua de Aid-El-Que-bir y, sobre todo, la cosecha de capullos de seda que antes de la Cruzada era de ciento veinticinco mil quilos, este año ha sido de quinientos mil —Núñez Maza se sacó el pañuelo—. De modo que, ya lo sabes: nos salvaremos gracias a los capullos de seda.

Tanta ironía acabó por molestar a Mateo, quien dijo: «Basta ya… Voy a respirar aire fresco». Y se fue a la alcoba, donde en una cuna preciosa dormitaba el pequeño César.

Pilar se mantuvo en el comedor, a la luz de la lumbre. Enfadada consigo mismo porque no parecía tener criterio propio. Hablaba uno y pensaba: tiene razón. Hablaba otro y pensaba lo mismo. Pilar, sobre todo ante Ana María, se sentía acomplejada. Especialmente desde que ésta había «heredado» el chalet de San Feliu de Guíxols y el yate. ¡Menudo salto el de Ignacio! Claro que se lo tenía merecido… Mateo, el pobre, cojeando y especulando sobre si la Falange iba a desaparecer o no. Si desaparecía, ¿qué iban a hacer? Se acabaría el coche, se acabarían los troncos de leña, se acabaría el racionamiento extra —tal vez injusto…— y se acabarían las prebendas. Menos mal que nadie les quitaría a César… y tampoco la amistad de Marta, quien andaba preocupada por el porvenir inmediato.

* * *

Washington, 25 de enero de 1945.

Querida familia Alvear:

Estamos bien, y contentos por haber recibido noticias vuestras, por mediación de Matías. Enhorabuena a Ignacio, abogado ilustre, casado con un bombón y haciendo excursiones por la montaña. Enhorabuena a Pilar, madre jovencísima, diría yo. Claro, es de suponer que Mateo, acostumbrado a luchar, no le haga ascos a la familia numerosa, que según tengo entendido recibe un premio del general Franco…

Por aquí todo sigue igual. Los Estados Unidos son siempre los mismos; es decir, avanzan cada día varios quilómetros. Un día es en Normandía, otro en Italia, otro en Filipinas… Y en casa, no digamos. Investigación, investigación. Como continúen así, esos hombres son capaces de llegar a la Luna, aunque Amparo pretende que una vez allí se aburrirían de muerte.

He estado charlando con Rosendo Sarró. Le localicé a través de un amigo —de un «hermano»— y fui a Río de Janeiro, viaje de ida y vuelta. Le encontré un tanto desmejorado pero con ganas de luchar. Ha emprendido varios negocios, con éxito, al parecer. Dicho de otro modo, el hombre ha levantado cabeza. Sólo me dijo que, a veces, echa de menos a su mujer, Leocadia, si no me equivoco, a quien no tengo el gusto de conocer.

David y Olga, haciendo las maletas. Están convencidos de que de un momento a otro saltarán al aire los obstáculos y que podrán ir a saludaros otra vez. Yo no soy tan optimista, porque no acostumbro a analizar los hechos a través del sentimentalismo. Sospecho que la fruta no está todavía madura. No me quejo, que conste. Desde mi última carta la cosa ha mejorado mucho; pero en la vida hay que tener en cuenta los imponderables, palabra difícil, que Amparo no sabe en qué consiste exactamente.

El problema de los negros sigue igual. Lo peor son sus encías de color de rosa y el olor de su piel. Aunque los pequeños son una «monada». Hay un botones en el hotel que a gusto me lo ahijaría y lo mandaría a la escuela; pero el muy tunante de eso último no quiere ni oír hablar y me dice además que echaría de menos el servir el desayuno a las «viuditas» americanas en sus lujosas habitaciones…

Nada más por hoy. ¿Tenéis noticias de José Alvear? Supongo que vivirá en lo alto de la torre Eiffel. Roosevelt está muy mal. Lo maquillan antes de presentarse en público, pero está muy mal. Y ese Truman, nombrado
vice
, nadie sabe quién es. Creo que vendía corbatas o algo así. Pero este país funciona como la Iglesia Católica, por inercia. Nunca habrá una hecatombe, como no sea meteorológica.

Un abrazo a todos.

JULIO GARCÍA

Posdata: Me gustaría conocer al «renacuajo» Eloy. Le explicaría —le explicaré— en qué consiste el fútbol norteamericano.

* * *

Doña Leocadia llevaba un par de semanas en Gerona. Contenta porque veía a Ana María cada vez más enamorada de Ignacio, pero descontenta con la ciudad. Gerona le parecía estrecha y de pocos vuelos. En primer lugar, la humedad; luego, la falta de espectáculos: ni ballet, ni orquesta sinfónica, ni ópera… Ella estaba acostumbrada a esas veladas, con su marido o con alguna amiga. A las amigas de «su condición» las echaba mucho de menos. Además, en Barcelona hubiera dispuesto de coche y chófer, pero en Gerona eso hubiera sido un alarde casi de mal gusto. También le parecía diminuto el piso de Ana María. Ella estaba acostumbrada a los «grandes espacios», según frase de Ignacio, lo mismo en Barcelona que en San Feliu de Guíxols y el «nido» de amor de su hija la tenía sobre ascuas.

Por si fuera poco, no estaba enamorada de su marido —éste tenía demasiados defectos y olía siempre a tabaco—, pero le quería. En cuestiones de amor el análisis no contaba. Ella también echaba de menos a don Rosendo, que al margen de cualquier cuestión tenía una enorme personalidad, más enorme aún que su barriga. Doña Leocadia en el fondo se sentía halagada por la añoranza de don Rosendo e inmediatamente decidió darle la sorpresa y plantarse en el Brasil, a su lado.

Ana María e Ignacio trataron de hacerla reflexionar. ¿Y si aquello no le gustaba? ¿Y si significaba un estorbo? Al fin y al cabo, la alusión de Julio García podía ser una simple frase cortés. Doña Leocadia negó con la cabeza. Los masones —los «hermanos»— no hablaban nunca a la ligera. Ella conocía el paño. Debía irse al Brasil y sanseacabó.

Ignacio, por supuesto, tampoco insistió demasiado buscando argumentos en contra. Doña Leocadia era insoportable, y ello al margen del bocio en el cuello. Atildadita, como de porcelana, se pirraba por los caprichos. Se quejaba de todo: de Mari-Luz, la sirvienta, de la comida —lo compraban todo en el mercado negro—, de la falta de salones de té, de lo menguada que era la Rambla y del polen de los árboles de la Dehesa. ¡Y del frío! No tenían calefacción central. «Aquí algún día nos encontraremos yertos, como si estuviéramos en el frente ruso».

Ana María dio su consentimiento y el viaje fue un hecho. Don Rosendo vivía en Río, en el hotel Continental. Seguro que sería uno de los mejores de la ciudad. Por un momento doña Leocadia temió hacer el viaje trasatlántico sola; pero hubiera sido ridículo pedirle a Ana María que la acompañara. Mateo se ocupó del pasaporte con suma rapidez y el día 8 de febrero —día de la conferencia de Yalta, en la que iba a debatirse el porvenir del mundo—, doña Leocadia emprendió el viaje «hacia lo desconocido».

* * *

Otra vez solos Ana María e Ignacio. Les pareció que reemprendían la luna de miel. Ignacio quería mucho a su mujer, cumpliéndose con ello las predicciones de Ezequiel. Lo que más le gustaba de ella era el sentido común, innato, dada su falta de experiencia. Si alguna vez el muchacho no le hacía caso, fiasco seguro. Ana María le decía siempre: «tus mejores amigos en la ciudad son Manolo y Esther, Moncho y Eva, y
Cacerola
…» Bien sopesadas las cosas, la muchacha tenía razón.

Ignacio, en el bufete, cumplía como siempre —la Audiencia y la toga le eran ya familiares—, y adquirió la costumbre de darse a la salida una vuelta por Gerona, improvisando el itinerario. Lo mismo tomaba la dirección de la Dehesa, donde él no notaba polen de ninguna clase, como se daba una vuelta por el barrio antiguo, empezando por la catedral. Allí, a la izquierda, en el convento del Corazón de María se había educado Pilar. Ignacio quería también mucho a su hermana y la fachada de aquel edificio le emocionaba. También subía a las murallas —Dios mío, restos de una guerra ya lejana— y se iba al valle de San Daniel. De vez en cuando entraba en alguna iglesia. ¡Acompañó a Eloy al fútbol! El Gerona ganó por 1-0. Eloy, al marcarse el gol, saltó disparado al terreno de juego —
Amanecer
dijo: un espontáneo—, a abrazar al autor del tanto. Ignacio visitó asimismo a mosén Alberto y al padre Forteza. La cuestión religiosa le tenía turbado. Le había ganado una extraña indiferencia, sólo salpicada por Buda, por Confucio, por el hinduismo… ¡y por el emperador del Japón! Éstos tenían la ventaja de que no se habían proclamado «hijos de Dios». En cambio. Jesús el Cristo… Ignacio no quería de ningún modo socavar la posible fe de Ana María, quien a veces también se formulaba preguntas sin respuesta. Por supuesto, ni mosén Alberto ni el padre Forteza iban a solucionarle la papeleta, pero en ambas visitas preparó el terreno para ulteriores diálogos en torno al tema de lo «sobrenatural».

A los pocos días recibieron una larga carta del Brasil. Sus padres estaban perfectamente. El hotel Continental era para rajás y don Rosendo había recibido, en efecto, pronta y eficaz ayuda de los «hermanos», gracias a los cuales se había convertido en poco tiempo en un poderoso e influyente constructor de viviendas, que en realidad era lo suyo.

Ana María no pudo disimular su alegría. Con un suspiro de alivio le dijo a Ignacio: —Ya estoy más tranquila… —Luego añadió—: Y ahora sólo te tengo a ti…

Ignacio le acarició la larga cabellera.

—Procuraré librarte de todo mal…

—Amén —remachó Ana María, sonriendo.

* * *

La conferencia de Yalta (Livadia), según
Amanecer
podía resumirse en cuatro palabras. El gran vencido, Churchill; el gran responsable, Roosevelt; el gran vencedor, Stalin.

Éste jugó como quiso con sus dos «aliados». El reparto del pastel para después de la contienda le fue enteramente favorable. Se entregaba al comunismo la mitad de centroeuropa y todas las naciones del Este, desde Letonia, Lituania y Estonia hasta Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, Albania, etc. Berlín se lo repartirían todos los participantes en la guerra contra Hitler, incluida Francia. Churchill sólo consiguió poner el veto a la pretensión de Stalin y de Roosevelt de liquidar 50.000 alemanes para acabar con la casta de los oficiales prusianos. A cambio de esto, Stalin se comprometía a declarar la guerra al Japón —4.000.000 de japoneses estaban todavía en pie de guerra— y a no ocupar ninguno de los países mediterráneos, si bien en las Naciones Unidas —ratificación de la conferencia de San Francisco— se discutía su porvenir. La espada quedaba, pues, en alto con respecto a España y significó un alivio, por lo menos momentáneo, para el general Sánchez Bravo, el camarada Montaraz, Mateo y Marta. Mateo le dijo a Pilar:

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