Sentado ante su escritorio, Gabriel se debatía en un estado de absoluto desconcierto. El mundo entero parecía del revés y todo iba a peor. Experimentaba la sensación de que el colmo de todo se hubiese producido en las últimas veinticuatro horas. A Jacob lo llaman a interrogatorio, el registro en Västergården, las extracciones de sangre a toda la familia y, ahora, Johan ingresado en el hospital debatiéndose entre la vida y la muerte. Había dedicado toda su vida a construir una tranquilidad y una seguridad que ahora se derrumbaban ante sus ojos.
En el espejo que colgaba de la pared de enfrente vio reflejado su rostro y lo miró como si fuera la primera vez. En cierto sentido, así era, en efecto. Él mismo veía hasta qué punto había envejecido en los últimos días. La vitalidad que caracterizaba su mirada había desaparecido, su semblante irradiaba preocupación y su cabello, por lo general bien peinado, aparecía ahora revuelto y sin brillo. Gabriel se vio obligado a admitir que se había decepcionado a sí mismo. Siempre se había considerado un hombre de los que se crecían con las dificultades y como alguien en quien la gente podía confiar cuando corrían tiempos difíciles. Sin embargo, era Laine quien se había manifestado como la más fuerte de los dos. Tal vez, en realidad, él siempre lo supo. Tal vez también ella lo sabía, pero lo dejó vivir en la ilusión, puesto que entendía que, de ese modo, él sería más feliz. Una cálida sensación lo invadió ante esa idea, un amor tranquilo, algo que había tenido escondido en lo más hondo de su ser, bajo su egocéntrico desprecio, pero que ahora tenía la posibilidad de aflorar a la superficie. Tal vez todo aquel desastre alumbraría, al fin, algo bueno.
Unos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilar.
—Adelante.
Laine entró despacio y Gabriel volvió a constatar el cambio que se había producido en ella. No quedaba ni rastro de la nerviosa expresión de su semblante ni del casi convulso y constante movimiento de sus manos; incluso parecía más alta, puesto que ahora caminaba erguida.
—Buenos días, querida. ¿Has dormido bien?
Ella asintió y se sentó en uno de los dos sillones que Gabriel tenía en el despacho para las visitas. La miró inquisitivo, pues las profundas ojeras que enmarcaban sus ojos contradecían su respuesta. Pese a todo, había dormido más de doce horas. El día anterior, cuando llegó a casa después de ir a buscar a Jacob a la comisaría, apenas tuvo tiempo de hablar con ella. Laine aseguró, con un hilo de voz, que estaba agotada y se fue a dormir a su habitación. Gabriel sospechaba que algo estaba pasando; ahora lo sentía claramente: Laine no lo había mirado a los ojos una sola vez desde que entró en el despacho, sino que tenía la vista fija en sus zapatos, como si estuviera estudiándolos. Sintió crecer el desasosiego en su interior, pero, antes de escucharla, la puso al corriente de lo sucedido a Johan. Laine se mostró sorprendida y, como él, compasiva, pero en cierto modo, como si la noticia no hubiese calado en ella realmente. Algo tan crucial debía de ocupar su pensamiento, que ni siquiera la agresión sufrida por Johan la hizo concentrarse en otro asunto. Todas las alarmas interiores de Gabriel se pusieron en marcha al mismo tiempo.
—¿Ha ocurrido algo? ¿Pasó algo ayer en la comisaría? Yo estuve hablando anoche con Marita, me dijo que habían soltado a Jacob, así que la policía no puede tener… —no supo cómo continuar. Las ideas se agolpaban en su cabeza, pero ninguna explicación le parecía adecuada.
—No, Jacob está libre de toda sospecha —confirmó Laine.
—¿Qué me dices? ¡Eso es estupendo…! —exclamó radiante—. Pero ¿cómo…, qué es lo que…?
El rostro de Laine mostraba la misma expresión ominosa y seguía sin mirarlo a la cara.
—Antes de que te lo cuente, hay algo que debes saber —Laine se mostró algo indecisa—. Johannes es…
Gabriel se retorcía impaciente en la silla.
—Dime, ¿qué pasa con Johannes? ¿Algo relacionado con la lamentable exhumación de su cadáver?
—Sí, podría decirse que sí. —De nuevo guardó silencio, lo que infundió en Gabriel deseos de zarandearla para que hablase de una vez. Después, Laine respiró hondo y la verdad fluyó de sus labios con tal rapidez que apenas se oyó a sí misma—. Le contaron a Jacob que habían examinado el cadáver de Johannes y que constataron que no se suicidó, sino que murió asesinado. —A Gabriel se le escapó el bolígrafo de las manos. Contemplaba a Laine como si la mujer hubiese perdido el juicio. Pero ella prosiguió—: Sí, ya sé que suena como un despropósito, pero al parecer están completamente seguros. Alguien mató a Johannes.
—¿Saben quién fue? —fue lo único que se le ocurrió preguntar a Gabriel.
—Está claro que no lo saben —le respondió Laine con un bufido—. Acaban de descubrirlo y después de tantos años…
—Pues sí que es una noticia, pero háblame de Jacob. ¿Pidieron disculpas? —inquirió Gabriel derecho al grano.
—Ya te he dicho que ha dejado de ser sospechoso. Han conseguido demostrar lo que nosotros ya sabíamos —constató Laine con una amarga sonrisa.
—Sí, desde luego no puede decirse que sea una sorpresa, era sólo cuestión de tiempo. Pero ¿cómo…?
—Mediante los análisis de las muestras de sangre que nos tomaron esta mañana. Compararon su sangre, en primer lugar, con los restos de esperma del asesino, y no coincidían.
—Bueno, eso podría habérselo dicho yo. Como de hecho hice, por cierto, si no recuerdo mal —dijo Gabriel en tono ampuloso mientras sentía deshacerse el gran nudo que tenía en el estómago—. Pero, en ese caso, lo que tenemos que hacer es brindar con champán, Laine. No comprendo a qué viene esa expresión tuya tan sombría.
En ese momento, Laine alzó la vista y lo miró directamente a los ojos.
—Porque también habían analizado tu sangre.
—Sí, pero la mía tampoco ha podido coincidir —dijo Gabriel entre risas.
—No, no con el asesino, pero… tampoco con la de Jacob.
—¿Qué quieres decir con que no coincidía? ¿En qué sentido?
—Comprobaron que tú no eres el padre de Jacob.
El silencio que siguió a aquellas palabras fue como una explosión. Gabriel entrevió una vez más su rostro en el espejo, pero en esta ocasión ni siquiera se reconoció a sí mismo. Era un extraño boquiabierto y con los ojos desorbitados quien lo observaba desde el cristal. No fue capaz de seguir mirándolo y apartó la vista.
Laine parecía liberada de toda la pesadumbre de este mundo y su rostro se iluminó. Gabriel entendió que sentía un gran alivio. De pronto cayó en la cuenta de lo duro que habría sido para ella guardar semejante secreto durante tantos años; después, no obstante, la empatía dio paso a la ira con toda la fuerza imaginable.
—¿Qué demonios estás diciendo? —rugió de tal modo que la hizo saltar en la silla.
—Tienen razón, tú no eres el padre de Jacob.
—¿Y quién coño es su padre entonces? —Silencio. Poco a poco, fue viéndolo claro y, en un susurro, pronunció el nombre cayendo abatido hacia atrás—. Johannes.
Laine no tuvo que confirmárselo. De pronto, para Gabriel, todo estaba más claro que el agua y maldijo su absurda necedad que le impidió darse cuenta antes. Las miradas furtivas, la sensación de que alguien había estado en casa mientras él estaba ausente, el extraordinario parecido de Jacob con su hermano.
—Pero… ¿por qué?
—¿Quieres decir que por qué tuve una aventura con Johannes? —la voz de Laine se había tornado fría, con un timbre metálico—. Porque él era todo lo que no eras tú. Yo fui una segunda opción para ti, una esposa elegida por razones de tipo práctico, alguien que debía ser consciente de cuál era su sitio y procurarte una vida tal y como tú la tenías pensada con el mínimo esfuerzo. Todo tenía que ser organizado, lógico, racional, ¡sin vida! —su voz se suavizó ligeramente—. Johannes no hacía nada que no quisiera hacer. Amaba cuando lo deseaba, odiaba cuando quería, vivía cuando quería… Estar con él era como vivir con una fuerza natural. Él me veía a mí,
me veía
de verdad, no sólo pasaba ante mí camino de su próxima reunión. Cada encuentro amoroso con él era como morir y volver a nacer.
Gabriel temblaba al oír la pasión que vibraba en la voz de Laine. Cuando se aplacó, ella se quedó observándolo con sobriedad.
—Puedes creerme, siento mucho haberte engañado con respecto a Jacob durante todos estos años, te lo digo de corazón y te ruego que me perdones. Pero… no pienso pedirte perdón por haber amado a Johannes. —Movida por un impulso, se inclinó hacia delante y posó sus manos sobre las de Gabriel, que reprimió el deseo de retirarlas y las dejó pasivamente donde estaban—. Tuviste tantas oportunidades, Gabriel… Yo sé que hay en ti muchos de los rasgos que caracterizaban a Johannes, pero tú no les permites aflorar. Habríamos podido pasar una larga vida juntos y yo te habría amado. En cierto modo, llegué a amarte, pese a todo, pero te conozco lo suficiente para saber que ahora no me permitirás que lo haga.
Gabriel no respondió. Sabía que ella tenía razón. Toda su vida había sido una lucha por no vivir en la sombra de su hermano y la infidelidad de Laine vino a herirlo donde más le dolía.
Recordaba las noches que él y Laine habían pasado en vela junto a su hijo en el hospital. En aquellos momentos, él habría deseado ser el único que estuviese junto a Jacob, para que su hijo comprendiese hasta qué punto eran prescindibles los demás, incluida Laine. En el mundo de Gabriel, él era lo único que Jacob necesitaba: eran ellos dos contra el resto del mundo. Ahora se le antojaba ridículo recordarlo. En realidad, él había sido la víctima. Era Johannes quien tenía derecho a estar con Jacob en el hospital, a cogerle la mano, a decirle que todo se arreglaría; y Ephraim, que le había salvado la vida. Ephraim y Johannes, aquel eterno dúo del que Gabriel nunca pudo formar parte ahora se le antojaba un dúo invencible.
—¿Y Linda? —conocía la respuesta, pero se vio obligado a preguntar, al menos para herir a Laine. Pero ella resopló antes de responder:
—Linda es hija tuya. De eso no cabe la menor duda. Johannes es el único hombre con el que mantuve una relación mientras hemos estado casados y asumiré las consecuencias.
Había otra pregunta que lo atormentaba.
—¿Lo sabe Jacob?
—Sí, lo sabe. —Laine se puso de pie, miró a Gabriel con tristeza y dijo quedamente—: Recogeré mis cosas hoy mismo. Me marcharé antes de que anochezca.
Él no le preguntó adonde iría. Tanto daba. Ya nada tenía importancia.
H
abían ocultado bien su intromisión. Ni ella ni los niños notaron que la policía había estado allí. Al mismo tiempo, se notaba un cambio, algo intangible pero presente, una sensación de que su hogar había dejado de ser ese lugar seguro de antes. Todo había sido manoseado por gente extraña, toqueteado, inspeccionado. Habían estado buscando la maldad ¡en su casa! Cierto que la policía sueca era bastante considerada, pero, por primera vez en su vida, entendió cómo debían de ser las cosas en alguna de las dictaduras y de los estados policiales que veía en las noticias de televisión. A ella le parecía lamentable y se compadecía de las personas que vivían bajo la amenaza constante de la irrupción ajena en sus hogares; sin embargo, nunca había comprendido realmente lo sucio que uno podía llegar a sentirse después ni el miedo ante el próximo episodio insospechado.
Echó de menos a Jacob en la cama aquella noche. Habría querido tenerlo a su lado, cogidos de la mano, como una garantía de que todo volvería a ser como antes. Sin embargo, cuando llamó a la comisaría la tarde anterior, le dijeron que su madre había ido a buscarlo, así que supuso que dormiría allí. A decir verdad, se dijo que bien podría haberla llamado, pero, en el preciso momento en que tuvo la idea, se maldijo a sí misma pensando que era una presunción por su parte. Jacob siempre hacía lo mejor para los dos y si ella estaba indignada porque la policía había estado registrando su casa, no podía ni imaginar siquiera cómo se habría sentido Jacob al verse encerrado e interrogado.
Con parsimonia, fue quitando la mesa del desayuno de los niños. Un tanto indecisa, tomó el auricular y empezó a marcar el número de sus suegros, pero cambió de idea y volvió a colgar. Seguramente, Jacob estaría aún descansando y no quería molestarlo. Justo cuando acababa de colgar, sonó el teléfono, que la sobresaltó. Vio en la pantalla que era el número de la finca, así que contestó ansiosa, convencida de que sería Jacob.
—Hola, Marita, soy Gabriel.
Marita frunció el entrecejo; apenas había reconocido la voz de su suegro, pues sonaba como la de un anciano.
—Hola, Gabriel. ¿Cómo estáis?
Enmascaró su inquietud con un tono jovial, pero en realidad guardaba tensa la respuesta. De pronto se le ocurrió que tal vez le hubiese ocurrido algo a Jacob, pero Gabriel se le adelantó antes de que ella acertase a preguntar.
—Llamaba para saber si Jacob está en casa.
—¿Jacob? Pero… ¿no fue Laine a recogerlo ayer? Yo pensaba que estaría con vosotros.
—No, aquí no ha venido. Laine lo dejó ayer en la puerta de vuestra casa —respondió Gabriel, tan aterrado como ella.
—Pero, ¡Dios santo! En ese caso, ¿dónde puede estar? —Marita se cubrió la boca con la mano, como luchando para no dejarse vencer por la angustia.
—Supongo que habrá… Debe de estar… —Gabriel no pudo concluir sus frases, con lo que sólo consiguió aumentar su desasosiego. Si no estaba en su casa ni en la de sus padres, no quedaban muchas más alternativas. De pronto, se le ocurrió una idea terrible—. Johan está en el hospital. Lo atacaron y lo agredieron en su casa ayer por la tarde.
—¡Madre mía! ¿Y cómo está?
—No saben si sobrevivirá. Linda está en el hospital y me dijo que me llamaría en cuanto supieran algo.
Marita se dejó caer pesadamente en una de las sillas de la cocina. El corazón le bombeaba en el pecho y le costaba respirar. Sentía como si tuviese una soga al cuello.
—¿Tú crees que…?
La voz de Gabriel era apenas audible.
—No, eso no puede ser. ¿Quién iba a…?
Entonces, ambos comprendieron al mismo tiempo que todas sus penurias se debían al hecho de que un asesino andaba suelto. Casi podía oírse el eco del silencio en el auricular.
—Marita, llama a la policía. Salgo para allá ahora mismo. —Después sólo se oyó cómo colgaba el auricular.
U
na vez más, sentado ante el escritorio y sin saber qué hacer, Patrik intentaba obligarse a buscar algo en lo que ocuparse en lugar de quedarse mirando el teléfono. Era tal su deseo de que le diesen los resultados de los análisis que casi lo podía mascar. El reloj seguía avanzando lento e implacable. Decidió adelantar algo de trabajo de administración y sacó los documentos. Media hora después, aún no había hecho nada con ellos, simplemente aguardar sentado con la mirada perdida en el vacío. Notaba el cansancio después de haber pasado tan mala noche. Tomó un trago del café que tenía en la mesa, pero puso cara de asco, pues ya se le había enfriado. Con la taza en la mano, se disponía a ir por otro, cuando, de pronto, sonó el teléfono. Se abalanzó con tal ímpetu que derramó el café frío sobre la mesa.