Esta última promesa le causó bastante angustia, pero, para su sorpresa, pareció justo la decisiva, la que marcó la diferencia: un leve temblor en la mano de Johan, un ligero movimiento del dedo índice, como si intentase devolverle a Robert sus caricias. No fue mucho, pero fue cuanto necesitaba. Aguardaba impaciente a que Solveig volviese, deseaba contarle que Johan volvería a estar bien.
—
M
artin, al teléfono hay un chico que dice tener información sobre la agresión a Johan Hult —le dijo Annika, asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Martin se detuvo y se dio la vuelta.
—Joder, ahora no tengo tiempo.
—¿Le digo que llame más tarde? —preguntó Annika sorprendida.
—No, hombre, no, lo cojo ahora mismo. —Martin entró a la carrera en la oficina de Annika y tomó el auricular que ella le tendía. Tras escuchar con suma atención durante unos minutos y después de hacer un par de preguntas, colgó y salió corriendo de la oficina.
—Annika, Patrik y yo tenemos que irnos. ¿Puedes localizar a Gösta y pedirle que me llame al móvil enseguida? Y, por cierto, ¿dónde está Ernst?
—Gösta y Ernst se han ido a almorzar juntos, pero los llamo al móvil.
—Bien. —Martin se marchó a toda prisa y, segundos después, apareció Patrik.
—¿Localizaste lo de Uddevalla, Annika?
La recepcionista le mostró un pulgar hacia arriba.
—Todo listo, están en camino.
—¡Perfecto! —se disponía a marcharse, cuando se detuvo a medio camino—. Oye, por cierto, como es lógico, ya no tienes que seguir perdiendo el tiempo con la lista de niños sin padre…
Después, también él desapareció a buen paso en dirección al pasillo. De pronto, la energía había vuelto a reinar en la comisaría con una intensidad casi tangible. Patrik la había puesto al corriente de las novedades y Annika sintió cómo la excitación recorría todo su cuerpo. Resultaba tan liberador saber que por fin habían llegado a algo concreto en aquella investigación…, y cada minuto era crucial. Se despidió de Martin y de Patrik cuando los vio pasar ante la ventanilla de la recepción en dirección a la calle.
—¡Suerte! —les gritó, aunque no supo si la habían oído. Rápidamente, marcó el número de Gösta.
—
S
í, Gösta, es patético. Tú y yo aquí sentados, mientras los gallitos dominan la situación. —Ernst abordaba su tema favorito y Gösta hubo de admitir que ya empezaba a cansarse de oír siempre lo mismo. Aunque se había enojado con Martin aquella mañana, era más bien a causa de la amargura que le provocaba verse reconvenido por un colega al que le doblaba la edad, pero, bien mirado, tampoco era tan grave.
Fueron en coche hasta Grebbestad y se sentaron a almorzar en el restaurante Telegrafen. En Tanum, la oferta no era muy variada, de modo que uno se cansaba pronto del repertorio y Grebbestad estaba a tan sólo diez minutos.
De repente sonó el teléfono de Gösta, que estaba sobre la mesa, y ambos vieron en la pantalla el número de la centralita de la comisaría.
—¡Joder, pasa de contestar! Tú también tienes derecho a almorzar tranquilamente, ¿no? —Ernst extendió el brazo para cortar él mismo la llamada en el móvil de Gösta, pero la mirada del colega lo paralizó a medio camino.
Estaban en plena hora del almuerzo y había quien no veía con buenos ojos que nadie se atreviese a mantener una conversación por el móvil en el restaurante, así que Gösta lanzó una mirada retadora a su alrededor y respondió en un tono más alto de lo normal. Cuando terminó, dejó un billete sobre la mesa, se levantó y le dijo a Ernst que hiciese lo propio.
—Tenemos trabajo.
—¿Y no puede esperar? Aún no he probado bocado —se quejó Ernst.
—Te lo comes luego en la comisaría. Ahora tenemos que ir a buscar a un tipo.
Por segunda vez en la misma mañana, Gösta recorrió el trayecto en dirección a Bullaren, aunque en esta ocasión era él quien conducía. Informó a Ernst de lo que le había revelado Annika y, en efecto, una vez en su destino, media hora más tarde, un chico los aguardaba en la carretera, a cierta distancia de la granja.
Detuvieron el coche y salieron.
—¿Eres Lelle? —preguntó Gösta.
El chico asintió. Era corpulento y fuerte, tenía el cuello de un boxeador y unos puños gigantescos. «Ideal para ser portero», se dijo Gösta. O traficante, como era el caso, aunque, al parecer, un traficante con conciencia.
—Nos has llamado, así que habla —continuó Gösta.
—Sí, será mejor que empieces a cantar cuanto antes —le advirtió Ernst en tono provocador, lo que le valió una mirada de reconvención por parte de Gösta: aquella misión no requería ningún tipo de exhibición de machismo por su parte.
—Bueno, como le dije a la chica de la comisaría, Kennedy y yo hicimos algo muy tonto ayer.
«Algo muy tonto», se dijo Gösta. Desde luego, el muchacho no era de los que exageraban.
—¿Sí? —le dijo animándolo.
—Le dimos un poco a ese tipo, el que es pariente de Jacob.
—¿A Johan Hult?
—Sí, eso, así creo que se llamaba. Juro que no sabía que Kennedy iba a ensañarse con él de esa manera —aseguró con voz un tanto chillona—. Sólo iba a charlar un rato con él y amenazarlo un poco. Nada serio.
—Pero al final no fue así —sugirió Gösta, intentando adoptar un tono paternal, aunque sin éxito.
—No, se le fue la olla, vamos. Se puso a decirle la tira de cosas sobre lo bueno que es Jacob y que Johan le había machacado la vida no sé cómo y que había mentido sobre algo que Kennedy quería que retirase y cuando Johan dijo que no, pues Kennedy empezó a flipar y a darle sin parar.
En este punto, se vio obligado a detenerse para recobrar el resuello. Gösta creía que se había enterado, pero no estaba del todo seguro. ¿Por qué los jóvenes de hoy no podían hablar como las personas normales?
—¿Y qué hacías tú mientras tanto? ¿Arreglabas el jardín? —preguntó Ernst burlón, lo que le valió otra advertencia muda por parte de Gösta.
—Yo lo sujetaba —dijo Lelle en voz baja—. Lo sujetaba por los brazos, para que no pudiese devolver los golpes, pero, joder, yo no sabía que Kennedy iba a perder los papeles. ¿Cómo iba a saberlo? —lloriqueó mirando a los dos policías—. ¡Qué pasará ahora! ¿No voy a poder quedarme en el centro? ¿Iré a la cárcel?
Aquel joven grandullón estaba a punto de echarse a llorar. Parecía un niño asustado, de modo que Gösta no tuvo que esforzarse para dar a su voz un tono paternal, pues así sonó, de hecho.
—Bueno, ya lo veremos después y encontraremos una solución. Ahora lo más importante es que hablemos con Kennedy. Puedes esperar aquí si quieres, mientras nosotros vamos a buscarlo, o acompañarnos en el coche. Como prefieras.
—Iré con vosotros en el coche. De todos modos, los demás se enterarán de que fui yo quien se chivó.
—De acuerdo, pues vamos.
Recorrieron los cien metros que los separaban de la granja, donde los recibió la misma mujer que les abrió la puerta a Gösta y a Martin aquella mañana. Estaba aún más irritada.
—Pero ¿qué pasa ahora, qué queréis? Si seguimos así, tendremos que poner una puerta batiente para vosotros. En mi vida he visto nada igual, después de la estrecha colaboración que hemos tenido con la policía durante tantos años…
Gösta la interrumpió alzando la mano y la miró con expresión grave, antes de explicarle:
—No tenemos tiempo para discusiones. Queremos hablar con Kennedy enseguida.
La mujer se percató de que no había lugar para la protesta y llamó a Kennedy. Cuando volvió a dirigirse a ellos, lo hizo en un tono más suave.
—¿Qué queréis de Kennedy? ¿Ha hecho algo?
—Os daremos todos los detalles después —intervino Ernst con brusquedad—. En este momento, nuestro único cometido consiste en llevar al chico a la comisaría para hablar con él. Nos llevaremos también a Lelle, el grandullón.
Kennedy apareció de entre las sombras. Vestía pantalón oscuro, camisa blanca y, con el cabello bien peinado, parecía un muchacho de un internado inglés, no un antiguo pendenciero alojado en un centro de menores. Lo único que malograba la imagen eran los arañazos de los puños. Gösta maldijo para sus adentros. Eso era lo que había visto aquella mañana; eso era lo que tenía que haber recordado antes.
—¿En qué puedo ayudar a los señores? —tenía una voz bien modulada, aunque quizá demasiado. Se notaba que se empeñaba en hablar bien, lo que destruía el efecto.
—Hemos estado hablando con Lelle. Como comprenderás, tienes que venir con nosotros a comisaría.
Kennedy bajó la cabeza sin decir nada, dando a entender que así lo haría. Si algo le había enseñado Jacob, era a asumir las consecuencias de sus acciones con el fin de poder mostrarse digno a los ojos de Dios.
Lanzó una última ojeada melancólica a su alrededor: echaría de menos la granja.
E
staban sentados y en silencio, uno frente al otro. Marita se había llevado consigo a los niños a Västergården para esperar allí a Jacob. Los pájaros trinaban fuera, pero en el interior de la casa reinaba la calma. Las maletas seguían al pie de la escalinata. Laine no podía marcharse antes de saber si Jacob se encontraba bien.
—¿Sabes algo de Linda? —preguntó indecisa, temerosa de perturbar la paz provisional declarada entre ella y Gabriel.
—No, aún no. Pobre Solveig —dijo Gabriel.
Laine pensó en todos los años de chantaje, pero no pudo por menos de estar de acuerdo. Una madre no puede más que sentir simpatía hacia otra cuyo hijo ha sido maltratado de ese modo.
—¿Crees que también Jacob…? —las palabras se le helaron en la garganta.
Con una actitud inesperada, Gabriel le tomó la mano.
—No, no lo creo. Ya has oído lo que ha dicho la policía, seguro que está en algún sitio intentando pensar en todo esto. Y la verdad es que le han dado en qué pensar.
—Sí, es cierto —admitió Laine con amargura.
Gabriel no replicó, pero mantuvo la mano sobre la de ella. Experimentó tal sensación de consuelo…, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en muchos años que Gabriel le mostraba tanta ternura. Una inmensa calidez inundó todo su cuerpo, mezclada con el dolor de la despedida. No era su deseo dejarlo, había tomado la iniciativa para ahorrarle la humillación de tener que echarla de casa; sin embargo, ahora no estaba tan segura de haber hecho lo correcto. Al cabo de un rato, él retiró la mano y todo pasó.
—¿Sabes?, yo siempre he tenido la impresión de que Jacob se parecía más a Johannes que a mí. Lo interpretaba como una ironía del destino. A simple vista, podía parecer que Ephraim y yo teníamos una relación más estrecha: él vivía aquí, yo heredé la finca y todo eso, pero no era verdad. Ellos dos discutían tanto porque se parecían demasiado. A veces era como si Ephraim y Johannes fuesen la misma persona. Y yo siempre me quedaba fuera. Así que, cuando nació Jacob y vi que había en él tanto de mi padre y de mi hermano, pensé que se me ofrecía la posibilidad de entrar a formar parte de su núcleo. Si conseguía tener una relación estrecha con mi hijo y conocerlo a fondo, sentiría que conocía a Ephraim y a Johannes, sería parte de ese núcleo suyo.
—Lo sé —admitió Laine con dulzura, aunque Gabriel pareció no oírla, concentrado como estaba, con la mirada perdida en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana.
—Yo envidiaba a Johannes porque creía sinceramente en las mentiras de nuestro padre, aquello de que nosotros éramos capaces de curar a la gente. ¿Te imaginas la fuerza que otorgaba tal creencia? Mirarte las manos y vivir sabiendo que eran la herramienta de Dios. Ver a la gente levantarse y caminar, devolver la vista a los ciegos y saber que es uno quien lo ha hecho posible. Yo, en cambio, sólo veía el espectáculo. Veía a mi padre entre bastidores, organizando y dirigiendo, y odiaba cada minuto de la función. Johannes sólo veía los enfermos que tenía delante, él sólo reconocía el canal que lo comunicaba directamente con Dios. ¡Qué dolor debió de sentir cuando se cerró! Y yo no lo apoyé lo más mínimo. Antes al contrario, estaba encantado. Johannes y yo seríamos por fin niños normales, por fin podríamos ser iguales que los demás. Pero nunca fue así. Johannes siguió fascinando a la gente, mientras que yo… —no pudo seguir, pues se le quebró la voz.
—Tú tienes lo mismo que tenía Johannes, Gabriel. Sólo que no te atreves a mostrarlo. Esa es la diferencia entre vosotros dos. Pero créeme, es así.
Por primera vez en todos sus años de convivencia, lo vio llorar. Ni siquiera cuando más enfermo estaba Jacob, se atrevió a ceder a sus sentimientos. Laine le tomó la mano, él se la apretó con fuerza y le dijo:
—No puedo prometerte que llegue a perdonarte, pero sí que voy a intentarlo.
—Lo sé. Créeme, lo sé —aseguró Laine con la mano de Gabriel en su mejilla.
L
a preocupación de Erica crecía según pasaban las horas. Era como un dolor sordo que se concentraba en la espalda y que la hacía masajearse distraída con los dedos. Llevaba toda la mañana intentando localizar a Anna, tanto en casa como en el móvil, pero no obtuvo respuesta. Consiguió el móvil de Gustav a través del servicio de información telefónica, pero él sólo supo contarle que había llevado a Anna y a los niños a Uddevalla el día anterior y que, desde allí, se fueron en tren a Estocolmo. Deberían haber llegado por la tarde.
A Erica la indignaba que no mostrase la menor preocupación. Simplemente, le ofreció, con la mayor tranquilidad, una serie de explicaciones lógicas como que tal vez estaban cansados y habían desconectado el teléfono, que el móvil no tenía batería o (y aquí se rió) que tal vez Anna no había pagado la factura del teléfono. Ese comentario la hizo estallar, de modo que le colgó sin más. Si no estaba ya bastante preocupada, aquella conversación la inquietó aún más.
Intentó llamar a Patrik para pedirle consejo o, al menos, para que la tranquilizase, pero no contestaba ni en el móvil ni en su número directo. Llamó a la centralita y habló con Annika, que le dijo que estaba fuera y que no sabía cuándo regresaría.
Obsesionada, siguió llamando a Anna. La sensación de peligro latente no la abandonaba. Justo cuando pensaba desistir, alguien respondió en el móvil de su hermana.
—¿Hola? —dijo una voz infantil. Erica pensó que sería Emma.
—Hola, bonita, soy la tía Erica. ¿Dónde estáis?
—En
Eztocolmo
—ceceó Emma—. ¿Ha nacido ya el bebé?
Erica sonrió.
—No, todavía no. Oye, Emma, quería hablar con mamá. ¿Me puedes pasar con ella?