—Anda, es verdad, ¿cómo lleva el embarazo? Tiene que ser muy duro, con este calor.
—Sí, hasta que le compré el ventilador se volvía loca con este bochorno. Además, duerme mal, tiene calambres en las corvas, le resulta imposible tumbarse boca abajo, claro, y todo lo que tú ya sabes.
—Bueno, no creo, yo no lo sé —respondió Annika.
De pronto, Patrik cayó en la cuenta de lo que acababa de decir. Annika y su marido no tenían hijos, así que había metido la pata con su imprudente comentario. Ella intuyó su preocupación.
—Tranquilo. En nuestro caso, es por elección propia. Lo cierto es que nunca hemos querido tener hijos; nosotros tenemos más que suficiente con derrochar amor con nuestros perros.
Patrik notó cómo recuperaba el color.
—Vaya, temía haber dicho una inconveniencia. En cualquier caso, ahora mismo es una lata para los dos, aunque más para ella, claro. Lo único que queremos es que todo pase. Por si fuera poco, últimamente estamos siendo invadidos de vez en cuando.
—¿Invadidos? —preguntó Annika enarcando una ceja.
—Parientes y conocidos que opinan que Fjällbacka en el mes de julio es una idea excelente.
—Y se ofrecen a haceros compañía, ¿no es eso…? —dijo Annika con ironía—. Sí, sí, nosotros también sabemos lo que es eso. Al principio teníamos el mismo problema con la casa de veraneo, hasta que nos cansamos y dijimos que… ¡fuera caraduras! Desde entonces, no hemos sabido de ellos, pero enseguida te das cuenta de que tampoco los echas de menos. Los que son amigos de verdad, vienen también en el mes de noviembre. A los demás, tanto da tenerlos como perderlos.
—Sí, qué razón tienes —convino Patrik—, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Claro que Erica despachó a la primera pandilla que se presentó, pero ahora tenemos la segunda tanda de huéspedes y nos comportamos como los mejores anfitriones. Y la pobre Erica, que se pasa el día en casa, tiene que dedicarse a atenderlos —se lamentó con un suspiro.
—En ese caso, quizá deberías portarte como un hombre y arreglar las cosas, ¿no?
—¿Yo? —preguntó Patrik mirando a Annika como ofendido.
—Exacto. Si Erica está en casa estresada mientras tú te pasas los días aquí tranquilamente, tal vez deberías dar un puñetazo en la mesa y procurar que ella también disfrute de cierta tranquilidad. Para ella no debe de ser nada fácil, acostumbrada como está a tener su trabajo y su carrera, verse de repente ociosa y encerrada en casa con la barriga mientras que tu vida sigue su curso habitual.
—Vaya, pues no lo había considerado desde ese punto de vista —respondió Patrik con una expresión bobalicona.
—No, ya me figuraba yo que no. Ya sabes, esta noche te las arreglas para despachar a la visita, por más que Lutero te susurre al oído lo contrario, y luego te dedicas a mimar a la futura mamá como es debido. ¿Has hablado con ella siquiera? ¿Le has preguntado cómo se siente, tan sola encerrada todo el día? Supongo que tampoco puede salir con este calor, sino que estará prácticamente recluida en casa.
—Pues sí. —Patrik apenas podía hablar y respondió en un susurro. Era como si lo hubiese arrollado una apisonadora y sentía en la garganta la mano férrea de la angustia. No había que ser un genio para comprender que Annika tenía razón. Una mezcla de egoísmo miope y esa tendencia suya a dejarse absorber por la investigación le habían impedido pensar siquiera en cómo debía de estar pasándolo Erica. Se había figurado que sería agradable para ella estar de vacaciones y dedicarse sólo a su embarazo. Pero él sabía lo importante que era para Erica trabajar y lo difícil que le resultaba estar ociosa. Sin embargo, ahora comprendía que se había engañado a sí mismo porque le convenía a sus intereses.
—Así que ¿por qué no te vas hoy a casa un rato antes y te dedicas a cuidar un poco a tu pareja?
—Es que… estoy esperando una llamada —fue la respuesta que surgió de su boca de forma casi automática; pero la mirada de Annika le indicó que no era la respuesta adecuada.
—¿Quieres decir que tu teléfono móvil sólo funciona en el recinto de la comisaría? Pues es una cobertura un tanto limitada para tratarse de un móvil, ¿no te parece?
—Sí… —replicó Patrik angustiado antes de levantarse de un salto—. Bueno, pues me voy a casa. ¿Me desvías las llamadas al móvil?
Annika se quedó mirándolo como si fuese imbécil mientras él salía reculando. Si hubiese llevado gorra, se la habría quitado para inclinarse…
Sin embargo, una serie de sucesos imprevistos lo retuvieron una hora más.
E
rnst repasaba uno a uno los dulces de Hedemyrs. En un primer momento, pensó acudir a la pastelería, pero la cola de clientes que aguardaban allí le hizo cambiar de planes.
En pleno debate selectivo entre un bollo de canela o un
delicato
, atrajo su atención un terrible alboroto repentino procedente del piso superior. Dejó los dulces y fue a ver qué ocurría. El establecimiento tenía tres plantas: en la planta baja estaba el restaurante, el quiosco y una papelería; en la primera, la tienda de comestibles, y en la última había ropa, zapatos y artículos de regalo. Junto a la caja vio a dos mujeres que discutían tironeando de un bolso. Una de ellas llevaba en la camisa una chapa en la que se leía que pertenecía al personal de la tienda, en tanto que la otra parecía un personaje de una película rusa de bajo presupuesto: falda supercorta, medias de rejilla, un top más apropiado para una niña de doce años y pintada con tanto maquillaje como una puerta.
—
No, no, my bag!
—gritaba la mujer con voz chillona y en un inglés con fuerte acento extranjero.
—He visto que ha cogido algo —le respondía la dependienta, también en inglés, pero con clara entonación sueca. Al ver a Ernst, pareció aliviada—. Menos mal, detenga a esta mujer, agente. La he visto guardarse cosas en el bolso e intentar largarse sin más.
Ernst no lo dudó un instante. De dos zancadas se acercó a la sospechosa y la agarró del brazo. Puesto que no sabía inglés, no se molestó en hacer ninguna pregunta, sino que le arrebató bruscamente el bolso, que era bastante grande, y vació impertérrito su contenido en el suelo. Un secador, una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes eléctrico, un cerdito de cerámica con una corona de San Juan en la cabeza…, todo aquello salió del interior.
—¿Qué me dice de esto? —Ernst hizo la pregunta en sueco y la dependienta tradujo al inglés.
La mujer meneaba la cabeza, haciéndose la inocente, y dijo:
—No sé nada. Hablen con mi novio. Él lo arreglará todo. ¡Es el jefe de la policía!
—¿Qué dice esta mujer? —barbotó Ernst, indignado por tener que recurrir a otra mujer para que le ayudase con el idioma.
—Dice que no sabe nada y que hablen con su novio que, según ella, es el jefe de la policía…
La dependienta observaba presa del mayor desconcierto ya a Ernst ya a la mujer, que ahora exhibía una sonrisa de satisfacción y superioridad.
—Ah, sí, claro, desde luego que hablará con la policía. Y allí veremos si sigue con ese rollo del «novio jefe de policía». Puede que esa historia funcione en Rusia o de donde quiera que venga la señora, pero ya verá que aquí las cosas son de otro modo —le aseguró a la extranjera, gritándole a escasos centímetros del rostro.
La mujer no comprendía una palabra, pero, por primera vez desde el inicio del incidente, parecía un tanto insegura.
Ernst se la llevó de Hedemyrs sujetándola con brusquedad y cruzó con ella la calle en dirección a la comisaría. La joven iba arrastrándose tras él sobre sus tacones y los conductores reducían la velocidad de sus vehículos para contemplar el espectáculo. Annika los observó con los ojos desorbitados cuando pasaron ante la recepción.
—¡Mellberg! —se oyó retumbar en el pasillo la voz de Ernst. Martin y Gösta asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Ernst volvió a gritar en dirección al despacho de Mellberg—. ¡Mellberg!, ven aquí, te traigo a tu novia —vociferó riendo para sí, pensando que la joven haría un ridículo espantoso. En el despacho de Bertil reinaba un extraño silencio y Ernst empezó a preguntarse si habría salido mientras él iba a comprar los bollos—. ¡Mellberg! —gritó por tercera vez, con menos ahínco y confianza en que la mujer tuviese que tragarse en público su mentira. Tras un largo minuto de espera durante el que Ernst aguardó una respuesta con la mujer del brazo y en mitad del pasillo, ante las miradas perplejas de todo el personal, Mellberg salió por fin de su despacho. Con la vista clavada en el suelo y un nudo en el estómago, Ernst empezó a sospechar que aquello no tendría el desenlace perfecto que él había calculado.
—¡Bertil! —la mujer se zafó del policía y echó a correr en dirección a Mellberg, que se quedó petrificado, como un ciervo a la luz de los faros. La joven era unos veinte centímetros más alta que Mellberg, con lo que la escena, cuando ella lo abrazó contra su pecho, resultaba, como mínimo, ridícula. Ernst estaba boquiabierto y, con la sensación de que se lo tragaba la tierra, decidió empezar a elaborar mentalmente su solicitud de despido antes de que lo echasen. De hecho, comprendió con horror que el efecto de varios años de estudiadas lisonjas al jefe había quedado aniquilado por un simple y desgraciado error.
La mujer soltó a Mellberg y se volvió señalando con un dedo acusador a Ernst, que sostenía su bolso con una expresión bobalicona.
—Ese bruto me puso las manos encima. ¡Dice que he robado! Oh, Bertil, tienes que ayudar a tu pobre Irina.
Mellberg le dio unas tímidas palmaditas en el hombro, gesto que exigió que alzara la mano a la altura de su propia nariz, aproximadamente.
—Vete a casa, Irina, ¿de acuerdo? A casa. Yo iré después. ¿OK?
Su inglés podía calificarse de burdo chapurreo, pero la mujer lo entendió y no pareció contenta con el mensaje.
—No, Bertil. Me quedo aquí. Tú hablas con ese hombre y yo me quedo aquí para ver cómo trabajas, ¿OK?
Mellberg negó vehemente y la empujó con firmeza y suavidad hacia la salida. Ella se volvió preocupada y le dijo:
—Pero, Bertil, cariño, Irina no roba, ¿OK?
Acto seguido le lanzó una mirada malévola y triunfante a Ernst antes de salir de allí bamboleándose sobre sus tacones. Ernst, por su parte, seguía concentrado en la alfombra sin atreverse a afrontar la mirada de Mellberg.
—¡Lundgren, a mi despacho!
Aquellas palabras le sonaron a Ernst como la sentencia del juicio final. Siguió sumiso los pasos de Mellberg por el pasillo, aún flanqueado por las cabezas de los demás, todos boquiabiertos. Ahora, al menos, conocían el origen de los extraños cambios de humor de su jefe…
—Bien, ahora me vas a contar qué ha pasado —lo conminó Mellberg.
Ernst asintió abatido, con la frente bañada en sudor, aunque no a causa del calor en esta ocasión.
Le refirió a su jefe el tumulto que estalló en Hedemyrs y cómo, al acudir, vio a la mujer en plena batalla por el bolso con la dependienta. Con voz temblorosa, le reveló asimismo que él vació el contenido del bolso en el suelo, lo que le permitió comprobar que había dentro una serie de artículos por los que nadie había pagado. Una vez concluido el relato, aguardó la sentencia. Ante su asombro, Mellberg se retrepó en la silla lanzando un profundo suspiro.
—Desde luego, vaya embrollo en el que me he metido —dudó un instante antes de proseguir; después, se agachó, abrió un cajón y sacó algo que dejó sobre la mesa para que Ernst lo viera.
—Esto es lo que me esperaba… Página tres.
Presa de gran curiosidad, Ernst tomó lo que parecía un catálogo escolar y lo hojeó hasta la página tres. Estaba plagado de fotografías de mujeres con una breve descripción de estatura, peso, color de ojos y aficiones. De repente, comprendió qué era Irina: una «esposa adquirida por correo», aunque apenas había coincidencias entre la Irina real y la de la fotografía y la información que sobre ella ofrecía el catálogo. Se había quitado, como mínimo, diez años, diez kilos y un kilo de maquillaje. En la foto era guapa, inocente y miraba a la cámara con una amplia sonrisa. Ernst observó el retrato y después dirigió la vista a Mellberg, que alzó los brazos con impotencia:
—¿Ves? Eso es lo que yo esperaba. Estuvimos escribiéndonos durante un año y, al final, no aguantaba las ganas de traerla a casa —explicó señalando el catálogo que Ernst tenía sobre sus rodillas—. Hasta que llegó —dijo con un suspiro—. Fue una ducha fría, te lo aseguro. Y enseguida empezó con su letanía: «Bertil, querido, cómprame esto, esto y esto». Incluso la sorprendí registrándome la cartera cuando creía que no la veía. Mecachis, ¡qué cagada!
Acompañó aquellas palabras de un golpe en el nido de pelo de la coronilla que hizo que Ernst se preguntase dónde estaría aquel Mellberg tan preocupado por su aspecto físico. De nuevo llevaba la camisa llena de lamparones y las manchas de sudor bajo el brazo se veían tan grandes y redondas como platos de postre. En cierto modo, era tranquilizador. Las cosas volvían a su antiguo orden.
—Confío en que no irás contándolo por ahí.
Mellberg subrayó su advertencia agitando el dedo índice en el aire y Ernst negó vehemente con la cabeza. No diría una sola palabra. Experimentó una inmensa sensación de alivio pues, pese a todo, no iban a despedirlo.
—Entonces, ¿podemos olvidar este pequeño incidente? Yo me encargaré de resolverlo… con el primer avión, de vuelta a casa.
Ernst se levantó para salir del despacho, retrocediendo entre reverencias.
—Y dile al personal de ahí fuera que deje de cuchichear y empiece a hacer un trabajo decente.
Ernst sonrió satisfecho al oír renacer la aspereza en la voz de Mellberg. El jefe había vuelto a su habitual forma de ser.
S
i había abrigado la menor duda sobre lo acertado de la afirmación de Annika, dicha duda se disipó tan pronto como cruzó el umbral de la puerta. Erica se arrojó literalmente en sus brazos y Patrik vio el velo de agotamiento que empañaba su semblante. Allí estaba la conciencia, remordiéndole una vez más. Debería haber sido más solícito, haber estado más atento al estado de ánimo de Erica. En cambio, se había refugiado en el trabajo más que de costumbre y la había dejado sola, encerrada entre cuatro paredes, sin nada entretenido que hacer.
—¿Dónde están? —le preguntó en un susurro.
—En el jardín —le cuchicheó ella a su vez—. ¡Oh, Patrik, si se quedan un día más, no lo soportaré! Lo único que han hecho en todo el día es estar tumbados esperando que yo atienda sus necesidades y deseos. No puedo más.