Martin miraba a su alrededor sin ver otra cosa que árboles. Llevaban un cuarto de hora transitando por estrechas carreteras, bosque a través, y empezaba a preguntarse si no se habrían despistado.
—Tranquilo, lo tengo perfectamente controlado. Ya he estado aquí antes, en una ocasión en que uno de los chicos se puso difícil, así que daré con el sitio.
Patrik tenía razón. Pocos minutos después, giraban para entrar en el jardín.
—Parece un buen sitio.
—Sí, tiene muy buena fama. Al menos, esa es la fachada. Yo, por mi parte, empiezo a sospechar en cuanto profieren demasiados aleluyas, pero será cosa mía. Aunque la intención de estas asociaciones de iglesias libres en principio sea buena, suelen terminar atrayendo a un montón de gente de lo más curioso. Ofrecen una estrecha unión, una sensación de gran familia muy atractiva para los que no se sienten en casa en ninguna parte.
—Se diría que conoces el tema.
—Bueno, mi hermana estuvo metida en asuntos feos durante un tiempo. Esos años de búsqueda de la adolescencia, ya sabes. Sin embargo, salió bien parada de todo aquello, así que nunca llegó a ser tan grave, pero aprendí lo suficiente sobre el funcionamiento de este tipo de instituciones como para contemplarlas a la luz de un saludable escepticismo. Aunque, como te digo, nunca he oído nada negativo sobre esta en concreto, así que imagino que no hay razón para pensar que no sean buenas personas.
—Ya; de todos modos, tampoco tendría nada que ver con nuestra investigación —observó Martin.
Sonó como una advertencia y, de hecho, esa fue en cierto modo su intención. Patrik solía conducirse con serenidad y comedimiento, pero el tono de desprecio con que habló de esos centros hizo que Martin se preguntase algo inquieto hasta qué punto influiría ello en el interrogatorio de Jacob.
Fue como si Patrik le hubiese leído el pensamiento.
—No te preocupes —lo tranquilizó con una sonrisa—. Es uno de mis caballos de batalla, pero ya sé que no tiene nada que ver con el caso.
Aparcaron el coche y salieron. Había una actividad febril. Chicos y chicas parecían trabajar tanto fuera como dentro de la casa. Había un grupo bañándose en el lago y sus gritos se oían desde lejos. Era un ambiente casi idílico. Martin y Patrik llamaron a la puerta y un chico de unos dieciocho años acudió a abrirles. Ambos se sobresaltaron al verlo. De no ser por lo sombrío de su mirada, no lo habrían reconocido.
—Hola, Kennedy.
—¿Qué queréis? —preguntó en tono poco amistoso.
Tanto Patrik como Martin se quedaron mirándolo perplejos. El largo cabello que siempre le ocultaba el rostro había desaparecido, al igual que la ropa siempre negra y el aspecto poco saludable. El joven que ahora tenían ante sí estaba tan aseado y tan bien peinado que, simplemente, resplandecía. Sin embargo, sí reconocieron su mirada, tan hostil como la que ostentaba cuando lo detenían por algún robo en un coche o por tenencia de drogas, entre otros muchos motivos.
—Tienes muy buen aspecto, Kennedy —comentó Patrik con amabilidad, pues el muchacho siempre le había inspirado compasión.
Kennedy no se dignó responderle siquiera, sino que simplemente repitió la pregunta:
—¿Qué queréis?
—Queremos hablar con Jacob. ¿Está en casa?
Kennedy les cortó el paso.
—¿Para qué lo queréis?
Aún afable, Patrik le advirtió:
—Eso no es asunto tuyo, así que te preguntaré otra vez: ¿está dentro?
—Vais a dejar de acosarlo y a su familia también. Ya me he enterado de lo que pretendéis hacer y os diré que es inadmisible. Pero tendréis vuestro castigo. Dios lo ve todo y también dentro de vuestros corazones.
Martin y Patrik intercambiaron una mirada muy elocuente.
—Sí, y seguramente estará bien, Kennedy, pero será mejor que te apartes de nuestro camino.
El tono de Patrik resonó en esta ocasión amenazador y, tras un instante de tensión de fuerzas, Kennedy retrocedió y los dejó pasar, aunque a disgusto.
—Gracias —dijo Martin secamente antes de seguir a Patrik pasillo adentro. Parecía como si su colega supiese adónde iba.
—Su despacho está al fondo del pasillo, si no recuerdo mal.
Kennedy los seguía a un par de metros, como una sombra silenciosa. Martin sintió un escalofrío en medio de aquel calor.
Llamaron a la puerta. Jacob estaba sentado ante su escritorio cuando entraron. No parecía muy sorprendido.
—Vaya, mira lo que tenemos aquí: el brazo de la ley. ¿No tenéis a ningún criminal de verdad al que perseguir?
Kennedy aguardaba detrás de ellos en el umbral, con los puños cerrados.
—Gracias, Kennedy, puedes cerrar la puerta cuando te marches.
El chico obedeció la orden sin replicar palabra, aunque no demasiado satisfecho.
—Entonces, supongo que sabes por qué estamos aquí.
Jacob se quitó las gafas que usaba para el ordenador y se inclinó hacia delante. Se lo veía estragado.
—Sí, mi padre me llamó hace una hora y me contó no sé qué historia descabellada sobre mi querido primo, que dice haber visto a la chica asesinada aquí, en mi casa.
—¿Es descabellada la historia? —preguntó Patrik sin apartar la vista de Jacob.
—Por supuesto que lo es —aseguró Jacob tamborileando con las gafas sobre la mesa—. ¿Por qué iba a venir esa joven a Västergården? Por lo que he leído, era turista y Västergården no está precisamente en la zona turística. Y con respecto al llamado testimonio de Johan pues…, bueno, a estas alturas, ya sabéis cuál es nuestra situación familiar y, por desgracia, Solveig y los suyos aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros. Es triste, pero hay personas que no tienen a Dios en su corazón, sino a alguien muy distinto…
—Es posible —observó Patrik con una sonrisa complaciente—, pero resulta que, por nuestra parte, sabemos qué habría podido venir a hacer la joven a Västergården. —Creyó ver un destello de inquietud en los ojos de Jacob, antes de continuar—. No había venido a Fjällbacka como turista, sino para buscar sus raíces y tal vez averiguar algo más acerca de la desaparición de su madre.
—¿De su madre? —preguntó Jacob, desconcertado.
—Así es. Era la hija de Siv Lantin.
Al oír el nombre, las gafas tintinearon contra la mesa. ¿Era auténtico o fingido aquel asombro?, se preguntó Martin, que decidió dejar a Patrik las preguntas para, entretanto, dedicarse a observar las reacciones de Jacob durante la conversación.
—Vaya, eso sí que es una noticia, lo admito, pero sigo sin entender qué había venido a hacer a Västergården.
—Como te decía, al parecer pretendía averiguar qué le ocurrió a su madre. Y teniendo en cuenta que tu tío era el principal sospechoso de la policía… —Patrik no concluyó la frase.
—Confieso que todo esto me suena a especulaciones por vuestra parte. Mi tío era inocente, pero lo abocasteis a la muerte con vuestras insinuaciones. Una vez desaparecido él, se diría que queréis pillar a cualquiera de nosotros. Dime, ¿qué fibra se os ha roto en el corazón para que tengáis tal necesidad de destruir lo que han construido otros? ¿Es por nuestra fe y por la alegría que nos procura por lo que nos envidiáis?
Jacob había empezado a sermonearlos y Martin comprendía que fuese tan apreciado como predicador. En efecto, aquella forma suya de subir y bajar el tono de voz como en oleadas resultaba encantadora.
—Sólo hacemos nuestro trabajo.
Patrik respondió tajante y tuvo que contenerse para no manifestar el desprecio que le inspiraba toda aquella palabrería religiosa. Sin embargo, también él hubo de admitir para sí que había algo especial en el modo de hablar de Jacob. Cualquiera más débil que él podía dejarse llevar por aquella voz y verse atraído por su mensaje.
—Entonces, dices que Tanja Schmidt nunca vino a Västergården, ¿no es así? —prosiguió Patrik.
Jacob alzó los brazos.
—Juro que jamás he visto a esa chica. ¿Algo más?
Martin pensaba en la información que les había facilitado Pedersen: que Johannes no se había suicidado. Aquella noticia conmocionaría a Jacob, desde luego. Sin embargo, sabía que Patrik tenía razón: no habrían tenido tiempo de salir de la casa siquiera cuando ya estarían llamando por teléfono al resto de la familia Hult.
—No, creo que hemos terminado, pero cabe la posibilidad de que volvamos en otra ocasión.
—No me sorprendería.
La voz de Jacob había perdido el tono predicador y volvía a sonar suave y tranquila. Martin estaba a punto de poner la mano en la manivela para abrir la puerta, cuando ésta se abrió ante él sin el menor ruido. Kennedy estaba al otro lado y la abrió en el momento preciso, de lo que dedujo que había estado escuchando. Sus dudas se esfumaron en cuanto vio el negro fuego que ardía en sus ojos. Martin retrocedió ante la carga de odio que transmitían. Jacob le habría enseñado más sobre la máxima de «ojo por ojo» que sobre la de «ama a tu prójimo».
R
einaba un ambiente tenso en torno a la pequeña mesa, aunque no porque antes hubiese sido alegre; al menos, no desde la muerte de Johannes.
—¿Cuándo terminará todo esto? —preguntó Solveig con la mano en el pecho—. Siempre tenemos que acabar hundidos en el barro. Es como si todos creyeran que no hacemos más que esperar a que nos pisoteen —se lamentó—. ¿Qué va a decir la gente ahora, cuando oigan que la policía ha exhumado su cadáver? Y yo que creía que dejarían de murmurar cuando encontrasen a la última chica desaparecida, pero ahora parece que todo vuelve a empezar.
—¡Déjalos que hablen, joder! ¿Qué nos importa lo que la gente se dedique a murmurar en sus casas?
Robert apagó el cigarrillo con tal fuerza que volcó el cenicero. Solveig apartó enseguida su álbum.
—¡Robert! ¡Ten cuidado, vas a quemar el álbum!
—Estoy tan harto de tus malditos álbumes… Día tras día, no haces otra cosa que pasarte las horas ahí sentada recolocando esas viejas fotografías. ¿No entiendes que eso ya pasó? Es como si hiciera cien años, y ahí estás tú, suspirando y ordenando las fotos. Papá está muerto y tú ya no eres la reina de la belleza. Si no me crees, ¡mírate!
Robert tomó los álbumes y los arrojó de la mesa. Solveig se lanzó con un grito a recoger las instantáneas que se habían esparcido por el suelo. Su reacción hizo que la ira de Robert aumentase aún más. El joven ignoró la mirada suplicante de su madre, se acuclilló, recogió un puñado de fotos y empezó a rasgarlas en pedazos.
—No, Robert, por favor, mis fotos no. ¡Por favor, Robert! —al gritar aquellas palabras, su boca parecía una herida abierta.
—Eres una vieja gorda y fea, ¿no lo entiendes? Y nuestro padre se ahorcó. Ya es hora de que lo pilles.
Johan, que había estado todo el tiempo impasible ante la escena, se levantó y le agarró la mano a Robert. Le arrebató los restos de las fotografías que su hermano tenía arrugadas en la mano y lo obligó a escuchar.
—Cálmate, esto es exactamente lo que ellos pretenden, ¿no lo entiendes? Quieren enfrentarnos, nos quieren desunidos. Pero no vamos a darles esa satisfacción, ¿me oyes? Hemos de mantenernos unidos, así que ayuda a mamá a recoger sus álbumes.
La ira de Robert se esfumó como el aire que se deja escapar de un globo. Se frotó los ojos y contempló horrorizado el desorden que había a su alrededor. Solveig estaba tendida en el suelo como una blanda masa de desesperación, sollozando y dejando caer entre los dedos los trozos de fotografías. Su llanto era desolador. Robert cayó de rodillas a su lado y la abrazó. Con mucha ternura, le retiró un grasiento mechón de pelo de la cara y la ayudó a levantarse.
—Perdona, mamá, perdón, perdón, perdón. Te ayudaré a recomponer el álbum. No puedo reparar las fotos rotas, pero no son muchas. Mira, las mejores están enteras. Fíjate qué guapa estás aquí.
Sostuvo entre sus manos una fotografía de Solveig, con el consabido traje de baño y con una banda en el pecho en la que se leía «Reina de Mayo, 1967». Y desde luego que era hermosa. El llanto cedió y se convirtió en entrecortados sollozos. Solveig tomó la fotografía y sonrió.
—Sí, ¿verdad que era guapa, Robert?
—Sí, mamá, eras muy guapa. La más guapa que he visto jamás.
—¿Lo dices de verdad?
Solveig sonreía coqueta mientras le acariciaba el cabello y Robert la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.
—Sí, de verdad. Palabra de honor.
Poco después lo habían recogido todo y Solveig estaba de nuevo sentada y feliz mirando sus álbumes. Johan le hizo una seña a Robert invitándolo a salir. Se sentaron en la escalinata de la entrada y encendieron un cigarrillo.
—Joder, Robert, no puedes perder los papeles así precisamente ahora.
Robert apartaba la gravilla con el pie, pero no dijo nada. ¿Qué iba a decir?
Johan dio una calada y dejó escapar el humo entre los labios.
—No podemos hacerles el juego. Te lo digo como lo pienso, tenemos que mantenernos unidos.
Robert seguía sin hablar. Estaba avergonzado. A sus pies, en la gravilla, se había formado un agujero. Arrojó en él la colilla y lo cubrió con arena; una medida absurda por demás: la tierra que los rodeaba estaba repleta de viejas colillas. Transcurridos unos segundos, se volvió hacia Johan.
—Oye, eso de que viste a la chica en Västergården… —dudó un instante, antes de terminar—, ¿es verdad?
Johan dio la última calada, tiró la colilla al suelo y se levantó sin mirar a su hermano.
—Pues claro que es verdad, joder.
Y dicho esto, entró en la casa.
Robert permaneció allí sentado un rato más. Por primera vez en su vida, advirtió que se abría un abismo entre él y su hermano. Y se sintió morir de miedo.
L
a tarde discurría en aparente calma. Patrik no quería precipitarse hasta tener más detalles sobre el cadáver de Johannes, de modo que podía decirse que no estaba haciendo otra cosa que esperar a que sonase el teléfono. Se sentía muy inquieto, así que salió a la recepción para charlar un rato con Annika.
—¿Qué tal os va? —le preguntó, como de costumbre, por encima de las gafas.
—Este calor no facilita las cosas, precisamente —al mismo tiempo que respondía, notó una fresca brisa que surgía de la recepción de Annika. Un ventilador enorme zumbaba sobre su mesa y Patrik cerró los ojos con cara de satisfacción.
—¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí también? Le compré uno a Erica, podría haber comprado otro para mi despacho. Será lo primero que haga mañana, te lo aseguro.