—Es en la taberna del
Cubano
, algo así como el Cuartel General de los pescadores. Ve con cautela.
Carlos salió corriendo. Al pasar, cogió del perchero su gabardina, y se la puso mientras descendía las escaleras. Iba destocado, y sintió sobre la cabeza la lluvia menuda. Al alejarse de casa de doña Mariana sosegó el paso, y así llegó a la taberna, como el que pasea. No había encontrado a nadie en el camino, pero, de la parte del astillero, llegaban voces. Se detuvo frente a la taberna. Alguien discutía dentro, y la sombra de una mujer pasaba y repasaba por los vidrios de la puerta. La empujó. La taberna era pequeña. Un grupo de marineros rodeaba la mesa del rincón. La muchacha que iba y venía traía ahora una palangana llena de agua y una toalla. Al verle, se detuvo y todas las voces callaron. El grupo de los marineros se abrió: estaba entre ellos Xirome, con la boina puesta y un gran chirlo en la frente.
—Buenas noches. Soy médico, y pensé… Si ha pasado algo…
Un hombre sentado a la mesa y vuelto de espaldas se levantó y fue hacia él. Era largo, delgado, pelirrojo. Sujetaba con la mano, sobre la cabeza, una toalla ensangrentada. Le tendía la otra mano.
—¡Carlos! ¡Carlos Deza! Soy Aldán. ¿No recuerdas?
Carlos señaló la cabeza.
—¿Estás herido?
—¡Oh; no es nada, no te preocupes! ¿Cómo estás? Ya sabía que habías llegado.
También Aldán le mostraba afecto, aunque pareciese que deseaba hacerlo público, que se gozaba en abrazarle precisamente delante de los marineros. Se volvió en seguida a ellos y les explicó que era «el doctor Deza», de quien tantas veces les había hablado. Le fueron dando la mano, uno a uno, silenciosos, pero con un brillo caliente en las miradas, con un respeto franco y esperanzado. Los últimos fueron el
Cubano
y la moza de la palangana. Aldán la había olvidado, y ella, con voz plantada y briosa, innecesariamente briosa, le dijo:
—Yo soy Carmiña. Éste —señaló al
Cubano
— es mi padre.
Espigada, morena, de pómulos anchos; llevaba con gracia el vestido aldeano, y con una toquilla negra refrenaba la osadía juvenil de sus pechos.
El
Cubano
dijo:
—Está bien. Ahora vete, y deja al señor en paz.
—¡Vaya! ¿Y la herida de Juan?
Sin hacer caso a su padre, dejó la palangana sobre la mesa y atrajo a Juan por un brazo, hasta sentarlo. Descubrió la herida.
—¿Quiere verla? Me parece que no es nada.
Carlos se acercó. Era una brecha pequeña, bien lavada ya. Mientras Carmiña secaba la sangre, Aldán explicó que le habían tirado una piedra, y que la reyerta había sido entre trabajadores del astillero y marineros.
—Ya sé. Los de la UGT contra los de la CNT. Para ser más precisos, entre esclavos y hombres libres —respondió Aldán, con énfasis; y con un gesto circular mostró a los hombres libres.
Y el
Cubano
agregó, apasionadamente:
—Eso, eso. Entre esclavos y hombres libres. Nosotros defendemos la libertad.
Pero Carmiña estaba en desacuerdo. Mientras retorcía la toalla, corrigió:
—No haga caso, señor. Tan locos unos como otros. Lo que les gusta es darnos pesar a las mujeres. ¡Libres y esclavos! ¡Si cada cual pensase en lo suyo, y se dejasen de peleas!…
Envolvió con la toalla húmeda, a guisa de turbante, la cabeza de Aldán.
Ahora aguarda así, hasta que llegue el boticario. Digo, si el señor no manda otra cosa. Podemos echarle aguardiente, si le parece mejor.
Carlos comprendió que se esperaba un consejo profesional; que quedaría muy bien respondiendo a Carmiña: «Sí; échale un poco de aguardiente»; pero se limitó a decir:
—No es nada y está limpia.
—El boticario ha ido por árnica y esparadrapo.
Carmiña se encogió de hombros y salió. Aldán, agarrada la toalla, empezó a contar lo que había sucedido.
—Pero eso es una agresión —le respondió Carlos—. ¿Por qué no los denuncias?
Los marineros y Aldán se miraron, sonriendo.
—¿Denunciarlos? ¿No sabes que el espolique de Cayetano es oficial del juzgado?
—Considera —intervino el
Cubano
— que el señor es recién llegado, y que no sabe…
Le explicaron que Cayetano tenía un hombre de confianza en el Ayuntamiento, otro en el juzgado, otro en la parroquia. Gente adicta, bien pagada. Romperían la denuncia, y, además, cualquier noche darían una paliza al denunciante.
—Nosotros —añadió el
Cubano
al final del relato— estamos contra esto. No somos asalariados de nadie. Yo trabajé en Cuba y sé lo que es la libertad.
Mostró una pierna de palo.
—Por defenderla en una huelga, perdí la pierna.
Los pescadores asentían, como si hubieran sido testigos. Debía ser una historia muy conocida, que confería al
Cubano
autoridad y heroísmo.
—Sí, fue en el catorce, el mismo año de la guerra. Yo estaba de capataz en el «Sarna», un ingenio de azúcar.
Se abrió la puerta y entró un caballero de media edad, con un paraguas chorreante, un impermeable negro, muy deteriorado, y una gorra de visera a cuadros. Fue derecho a Aldán.
—Vaya. Aquí está el árnica. ¡Llueve a Dios dar agua!
Aldán señalaba a Carlos con la mano libre. El recién llegado se volvió.
—¡Ah! ¿Usted? ¡Entonces, ya no hace falta el árnica!
Se secó la mano y la tendió a Carlos.
—Soy Piñeiro, Baldomero Piñeiro, farmacéutico. ¿Cómo está usted? He conocido a su padre. Claro que yo era, entonces, un rapaz, pero lo recuerdo bien, muy señor, de buena figura, siempre solitario. De una raza que no hay.
Carlos respondió con unas cortesías. Piñeiro retenía, aún, su mano.
—¡Ah, si hubiese hombres como su padre! No nos veríamos como nos vemos, bajo esta tiranía.
Se volvió a Aldán.
—¿Le explicaste?
Aldán afirmó con la cabeza.
—A esto llaman libertad —continuó Piñeiro—. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», que dijo no sé quién. Usted lo sabrá, acaso.
—No lo recuerdo.
—No importa. Yo, tampoco. Tenía razón. ¡Ya lo creo que tenía razón!
De pronto frunció la frente.
—Oiga. No me tome usted por uno de éstos —señaló a los marineros agrupados—. No soy de la CNT, sino monárquico. Los señores y yo somos amigos, a pesar de la discrepancia política, y aliados contra el enemigo común.
Olía a aguardiente. Carlos examinaba su rostro arrugado y expresivo, la nariz colorada de bebedor, los ojos azules, un poco velados. Por debajo de aquella cabeza de carácter, a la que la visera daba el aire de un pájaro en esquema, algo apasionado e inteligente, rompía con destellos agudos el velo de la mirada.
—Monárquico. De los de antes, claro. Absolutista.
Y como Carlos pareciera no entender, preguntó:
—¿Sabe usted lo que es el absolutismo? ¿No oyó hablar nunca de eso?
Se disponía a informarle, pero la intervención de Aldán, reclamando el árnica, dejó a Carlos en provisional ignorancia. Don Baldomero limpió de nuevo la herida, le aplicó un apósito y lo sujetó con el esparadrapo. Carlos se había sentado, y alguien le servía una taza de vino. Carmiña salió de la cocina y le puso delante un plato de sardinas fritas.
—Otra cosa no habrá, pero vino y sardinas las hallará siempre en esta su casa.
Don Baldomero explicaba al auditorio el contenido del absolutismo y su conveniencia para la redención de las clases humildes. En tiempos de los grandes reyes, la monarquía y el pueblo se habían aliado contra los tiranos y los habían vencido.
Hubo un momento en que la presencia en público de Carlos pareció agotar sus efectos, o en que quizá unos minutos más entre los marineros le pusiesen en riesgo de familiaridad excesiva, o simplemente que allí no hubiese ya nada que hacer. De repente, y como sin causa, Aldán y don Baldomero mostraron deseos de marchar y ofrecieron acompañar a Carlos hasta su casa, y, sin que él hubiese accedido, se levantaron. Xirome echó un vistazo a la calle, por si había enemigos; dijo que no, y esperó, sujetando la puerta, hasta que los otros salieron. Todos los marineros se habían puesto en pie, y como Carlos quisiera darles la mano, Carmiña intervino:
—¡Vaya! Dígales adiós, y basta. Lo mismo hicieron cuando vino el diputado. Como si no tuviera más que andar dando la mano a todo el mundo.
Tenía autoridad entre ellos. Los —marineros, el propio
Cubano
, retiraron las manos. Carlos, embarazado, golpeó a alguno en las espaldas, dio las gracias al
Cubano
por las sardinas y el vino, y prometió volver otro día, más temprano y con mejor apetito.
Iba Xirome delante, y Carlos entre Piñeiro y Aldán, cobijado por el paraguas del boticario. Por encima del rumor de la lluvia se oían las olas golpear contra el pretil; Carlos las escuchaba con más atención que la charla de Piñeiro, un poco gárrula, repitiendo lo ya dicho sobre Cayetano y su tiranía. Las había escuchado durante la tarde entera, desde que la sirena del astillero había hecho callar el estruendo de las remachadoras, y los ruidos naturales de la lluvia y la mar, las voces lejanas de las gentes, reaparecieran.
—… pero lo que sucede es que en este país, desde que vinieron los liberales, no hay autoridad.
—Mejor sería decir desde que los liberales no supieron hacer un estado.
—¿Un estado liberal? ¡Prefiero la anarquía, que, al menos, es el desorden sin careta!
Carlos se sentía ajeno y sin embargo, comprendía que aquellos problemas debieran interesarle. Se esforzó por seguir a don Baldomero en su razonamiento, pero no lo entendía.
—Bueno —intervino una vez—. ¿Y por qué aquí no se gobierna la gente en paz, como en el resto del mundo?
Don Baldomero se detuvo.
—Es que no estamos en el resto del mundo.
Lo dijo con énfasis, y Carlos tampoco comprendió la razón del énfasis.
—¿Y qué?
—España no pertenece al mundo. España, ¿entiende?, es un mundo por sí sola.
Aldán, al detenerse, había quedado fuera del paraguas. Acercó a las otras su cabeza aquilina.
—Carlos no ha vivido en España los últimos años, y no nos puede comprender. Pero quizá…
Se detuvo un instante.
—Somos como Rusia. ¿Comprendes, Carlos? Un país como Rusia. Al margen del mundo. Por eso hay aquí absolutistas, como Piñeiro, y anarquistas, como yo.
—Usted está loco, Aldán. No me venga con monsergas. Usted no es anarquista porque España sea como Rusia, sino porque ya no hay Inquisición.
Cogió a Carlos fuertemente por un brazo.
—Voy a explicarle… Pero no; aquí no. ¿Por qué no vamos a mi casa?
—¿A estas horas?
—¿Qué importa la hora? Venga. Tomaremos unas copas y le presentaré a mi señora.
Carlos indicó que, si tardaba, doña Mariana podría preocuparse.
—Le mandaremos recado por Xirome, que va hacia allá. ¡Venga, venga!
Tiró de él, hacia arriba, por una calleja empinada, por cuyas losas resbalaba el agua con rumor suave.
—Y usted también, Aldán. Vamos a mi casa. Hay un brasero y una botella.
Sin embargo, don Baldomero no pudo dar las explicaciones anunciadas. Llegaron a la botica y entraron a la trastienda. Una mujer, vestida de trapillo, con bigudíes en el pelo, leía, sentada en una mecedora, a la luz de una lámpara con pantalla verde. Apenas se movió al ver a Piñeiro; pero cuando Carlos asomó por la puerta, dio un grito y salió corriendo hacia el fondo.
—¡Ay! ¡Cómo me cogió!
—Creo —indicó Carlos— que no debiéramos haber venido sin avisar.
—No se preocupe. Ya sabe cómo son las mujeres.
La rebotica era una estancia alargada y húmeda, con anaqueles en que los paquetes de específicos se mezclaban con libros envejecidos y rollos de periódicos. Había un par de retratos —los Reyes Desterrados— y una estampa grande, antigua, descolorida, del Sagrado Corazón de Jesús.
—La pobre Lucía no tiene mucha salud —continuaba Piñeiro—. Se pasa el día leyendo, cuando no está en la iglesia. Es muy religiosa, pero, como todas las mujeres, un poco coqueta.
Lucía regresó después de un rato. Se había peinado y emperifollado. Traía una bandeja con galletas y vino dulce, y después de dejarla sobre la camilla, tendió a Carlos una mano delgada y febril. Se excusaba de la huida.
—Este marido mío tiene la costumbre de llegar, de repente, con visitas, y una…
Tendría treinta años. Un poco pálida bajo los polvos y el colorete que se había echado precipitadamente. Bonita y un poco vulgar. Al hablar, no terminaba las frases, como si la presencia de Carlos la intimidase.
—Si quieres, puedes acostarte. Venimos a hablar de política.
—¡Vaya por Dios! La tienes a una sola todo el día y para una vez que…
Se volvió a Aldán:
—¿Fue una pedrada? Ya me dijo Baldomero…
Y, en seguida, a Carlos:
—Ya le habrán explicado quién es Cayetano. Se lo habrás explicado, ¿verdad, Baldomero?
Y como si la explicación de Piñeiro no hubiera sido suficiente, agregó:
—Una vergüenza. Sobre todo, para las mujeres. No respeta a nadie.
—Mujer, tú, por fortuna, no puedes decirlo.
—¿Qué sabéis los hombres? ¿O es que no hay otros modos de faltar al respeto que tocar o decir groserías? Hay también miradas, y de las miradas de Cayetano no se ha librado ninguna, ni yo misma. Aún ayer…
Se detuvo, como si fuera a decir algo inconveniente.
—Y eso que ahora, desde que tiene a la
Galana
, anda un poco más calmado. Lo malo son los días entre una querida y otra. Le aseguro que nos mira a todas como si fuese al mercado, a ver a quién va a comprar.
Carlos preguntó por la
Galana
.
—Ahí tiene usted: una moza decente. Costurera. Se hubiera casado con un hombre de su igual. La vio Cayetano, le dijo dos cosas, y metió a su padre y a su hermano en el astillero. ¿Qué iba a hacer ella?
—¿Qué iba a hacer? Mandarle a paseo. Es lo que haría una mujer decente. Lo que pasa es que, en este pueblo, no hay moral.
—¿Qué sabrás tú?
—Digo que no hay moral. Un pueblo donde todo tiene su precio, y donde el único que puede comprar es Cayetano, es un pueblo sin moral. Entiéndalo, Carlos. Ha caído usted en un pueblo donde todo puede comprarse y donde no hay más que un comprador.
—Todo, no, Baldomero. A mí no puede comprarme Cayetano —dijo Lucía, como ofendida.