Los gozos y las sombras (4 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Si escribiera a Zarah Krämer: «Hoy he conocido a una especie de medio pariente mío», y luego, por toda descripción, le hablase de la distinción de sus rasgos, Zarah se reiría y le contestaría en seguida: «Querido Carlos. ¿Es que estás traicionándonos, o bien empiezas a traicionarte?» Y añadiría a continuación que la ortodoxia exigía conclusiones biológicas, psicológicas y sociales, por este orden, pero nada más. «Tú no eres un artista ni un hombre de mundo, sino un psicólogo que ha intentado pasar de la escuela de Freud a la de Jung.»

Zarah también significaba algo. Significaba la rebelión contra la Escuela de Viena y la invitación a emigrar a Alemania. Era húngara, ocultaba su condición judía, y proclamaba la esperanza en la redención de los hombres por medio de la ciencia tudesca. Se había presentado en su cuarto, un día, vestida ya de viaje, y con el maletín en la mano. «No aguanto más. Me marcho.» Pero se sentó en el borde de la cama y empezó a hablar. La noche anterior había cenado con unos compañeros que celebraban el fin de los estudios. Dos de ellos, servios, habían expuesto sus proyectos profesionales. «Reconoce, Carlos, que esos dos tipos no pasan de investigadores de cloacas. Yo no estoy dispuesta a convertirme en eso. Me voy a Alemania.»

Se fue. Supo de ella pocos días después. «En el sanatorio donde trabajo hay lugar para ti. Ésta es otra vida, Carlos. Mucho más seria y limpia que la de Viena. Ya sé que tú no serás nunca lo que los servios, pero Viena es peligrosa. Te dejas llevar demasiado por la sensibilidad, y tu formación profesional exige que sacrifiques la música, la poesía, y todas esas aficiones tuyas. Aquí se trabaja con rigor y método, ascéticamente. ¿Por qué no vienes? Además, te necesito.»

Tenía que escribirle a Zarah. Le había prometido hacerlo desde París, además de telegrafiarle. «Querida Zarah: Estoy en París, hace unas horas, y las que todavía me quedan me sobran enteramente.» Así podía empezar la carta, y sería verídica. Se metió en un café, pidió coñac, y se puso a escribir la carta a Zarah.

«Querida Zarah: Estoy en París hace sólo unas horas, y las que todavía me quedan de estar aquí las pasaré aburrido. La verdad es que todo me recuerda nuestro último viaje.»

Y ¿por qué empezar así, si era mentira? No la había recordado en todo el día. Quizá un deseo inconsciente ejercía la censura sobre el recuerdo. Porque debiera haberla recordado.

«Bueno. Si he de serte sincero, no te he recordado hasta ahora mismo. Esta mañana, adquirí en una librería algo sobre Localizaciones cerebrales, que debería interesarte; no pensé en ti, al comprarlo. Te lo enviaré, porque a mí no me importa gran cosa, y a ti te servirá: pero conviene que sepas que no lo compré para ti. Y ahora me pregunto: ¿Por qué no te he recordado?

»Mira: realmente estuviste presente en mi recuerdo desde que nos despedimos en la estación de Potsdam hasta que me quedé dormido. Quizá entonces el tren hubiera pasado ya de Leipzig. Cuando me desperté, empezó a obsesionarme un recuerdo infantil, que te brindo para que lo analices, a ver si me descubres un complejo: Mi casa es vieja y tiene torre; hace muchos años, la puerta de la torre estaba cerrada con llave y cerrojos, pero, al cumplir yo los diez años, mi madre la mandó tapiar. ¿Por qué? Supongo que no será la habitación de Barba Azul lo que así se ocultó a mi curiosidad. Pero, desde que desperté en el tren, deseo echar abajo el tabique y conocer la habitación de la torre. Y ahora que lo pienso, es tal deseo lo que mueve mis actos desde hace un par de meses. He intentado engañarme a mí mismo convenciéndome de que regreso a España para cuidar de mis intereses, abandonados desde la muerte de mi madre; o para hacerme catedrático de alguna universidad; o para montar una casa de locos. Pero no son más que pretextos. En realidad, me atrae la puerta tapiada. No puedo remediarlo. Me atrae desde que, hace algún tiempo, la recordé, no sé en qué ocasión ni por qué. ¿Qué opinas de esto?

»Debes sentirte defraudada. No puedo evitarlo. Han bastado unas horas de separación y unos kilómetros de distancia para que todos los proyectos comunes hayan dejado de interesarme. Pero ahora me pregunto: ¿cómo pudieron haberme interesado nunca? Recuérdalos bien: Nos iremos al Brasil y allí montaremos un sanatorio. Viviremos mientras nuestros cuerpos sean capaces de placer. Después, nos suicidaremos.

»¿Es posible que tú, tan perspicaz, no hayas averiguado lo poco que me importa el placer? Casi tan poco como esa ciencia que no conseguí aprender en años tan largos. ¿Te sorprende esto? También a mí, pero acabo de descubrirlo. Hasta ahora, dos mujeres me han llevado por caminos que no eran míos. Primero, mi madre: por complacerla me hice médico. Después, tú: fui tu amante no sé por qué.

»Ahora pienso que algo de esto lo sospechabas. De ahí tu insistencia en retenerme, incluso en comprometerme. Si hubiera aceptado el puesto que me ofrecían en el hospital —y que

buscaste para mí—, me esperarían unos cuantos años en Alemania, repartidos entre la investigación, la clínica y tu cama. ¿Cuál de estas tres cosas me importa menos?

»¡Cómo he perdido el tiempo, y qué vacío me encuentro! Tengo treinta y cuatro años y estoy como un muchacho a quien aconsejan que tome una decisión, salvo que a mí nadie me aconseja y que yo no puedo decidirme porque no tengo en qué elegir. Llevo algunas horas, pocas, entregado a los impulsos espontáneos. Te avergonzaría saber que no he elaborado un solo proyecto, que no sé qué voy a hacer dentro de unos minutos, cuando me canse de escribir. Esta carta tampoco estaba prevista., y menos sus palabras. Es probable que no te la envíe.

»Lo que parece una decisión, no lo es. O lo es negativamente. O lo es sin elección. Pienso que se elige cuando varias cosas atraen en mayor o menor medida, y se toma una de ellas, renunciando a las demás. Pero yo, al decidirme a no volver, no he puesto nada de mi parte. No fue un acto voluntario. Fue como si tú, y todo lo que significas, estuvierais sobre mí como una costra y os hubierais desprendido. No creas que por eso me considero más ligero. No. Estoy lo mismo, sólo que sin ti.

»Lo bueno del caso es que el mundo hacia el que voy tampoco parece importarme mucho. Esta mañana estuve con un viejo chiflado y mentiroso, que, en cierto modo, es medio pariente mío, y me habló de cosas de allá. ¿Es eso de lo que él me habló lo que voy a encontrarme? Me interesa saber lo que hay detrás de la puerta tapiada, me interesa como a un niño. En realidad, es el interés de niño el que ahora surge, tal como entonces era, sin ninguna modificación. Y pienso si habrá dentro de mí muchas cosas como ésa, enterradas y puras. Pienso también si volverán a salir y qué haré con ellas. Lo correcto hubiera sido que hubiesen madurado conmigo, y tuviesen mi edad y mi color, pero los años no las han cambiado. Están aquí, intactas, y me dan algún miedo.

»Empieza a parecerme que lo de la puerta no es más que un símbolo, y que lo que verdaderamente me atrae es la libertad. No fui libre nunca desde que abandoné mi pueblo. Hace de eso, si cuento bien, diecisiete años. Mi madre no me dejó volver jamás. Me escribía todas las semanas y, durante las vacaciones, me visitaba. Cada carta suya era un decálogo, y yo la obedecía; así hasta que murió. Pero, cuando ella murió, ya habías aparecido tú. ¡Qué extraña coincidencia de fondo entre mi madre y tú! Las dos queríais hacer algo de mí, y yo jamás logré interesarme por lo que de mí queríais. Ignoro todavía cuál era el propósito de mi madre, y jamás he logrado saber cuáles son tus verdaderos propósitos. A ella, como a ti, debía serviros para algo que no era mi carrera, o más bien mi carrera debía de serviros para algo que no he sabido nunca. Es el caso que tú ordenaste mi vida como antes la había ordenado mi madre. Tus decálogos eran aún más duros y exclusivos.

»Por esto sospecho que lo que verdaderamente me aleja de ti es la necesidad de ser libre. Si lo quieres, animalmente libre. La puerta cerrada ponía un límite a mi libertad que, entonces, existía de veras. ¿Será por eso por lo que quiero abrirla? Quizá oculte una habitación vacía, y quizá la libertad sea también como una habitación vacía.

»Pero, en cualquier caso, necesito experimentar la libertad. Si andaba su apetito por debajo de mi conciencia, ahora lo reconozco y lo acepto. No tengo la menor idea de lo que me pueda pasar, pero voy a ver qué pasa.

»Sé que te reirás. Tú no crees en la libertad, ni la amas: para ti no es más que una palabra que designa una ilusión científicamente destruida. Si no estás irritada, quizá intentes analizar lo que es mi deseo a la luz de la ciencia, y probablemente encontrarás una palabra más precisa con que designarlo. Bueno. Yo sigo llamándole apetito de libertad. Mi ciencia es la tuya, y sé que si pensase un poco llegaría a encontrar la misma palabra, pero renuncio. De momento, no me creo interesante como tema de investigación.

»Ya ves a lo que ha llegado esta carta empezada con los mejores deseos. No pensaba escribírtela todavía, ni en estos términos, sino engañarte, no en una, en varias cartas. Primero te diría que te echaba de menos; luego, que las cosas me retenían en España. Confiaba en que, mientras tanto, hallarías a alguien dispuesto a colaborar contigo durante algunos años y a suicidarse contigo cuando todo se hubiese terminado. Esa persona la hallarás de igual manera. Me permito recordarte al doctor Motcha. Es judío como tú, estaba enamorado de ti y quedó muy triste, en Viena, cuando marchaste. Él no se atreve a ir a Berlín ni a desertar de la ortodoxia freudiana, pero, en cambio, le creo dispuesto a emigrar a Brasil. También tú tendrás que emigrar: no te valdrán de nada tu admiración por los prusianos, y tu tremendo complejo de inferioridad ante ellos, tu deseo de pasar por prusiana; te cortarán la cabeza o te echarán de Alemania a causa de tu nombre, de tus orejas y de tus talones; lo sabes perfectamente. Al doctor Motcha le sucederá algo parecido si los nazis entran algún día en Viena. Huirá. Sabe mucho de psiquiatría; ganará dinero. Y, sexualmente, es mucho más apto que yo para hacerte compañía. Por qué no le escribes?

»Me estoy cansando, Zarah. Podría decirte muchas cosas más, pero no tengo gana. Adiós.»

Metió la carta en el bolsillo, pagó el coñac y salió a la calle. Había comenzado a llover y caminó un rato bajo los soportales de la calle de Rivoli. Finalmente, se encaminó a su hotel: pasaba el Puente Nuevo cuando, con una gran risotada, recordó que había escrito a Zarah en español. Rompió la carta en pedazos, y los arrojó al río. «Le enviaré el libro sobre
Localizaciones cerebrales

II

Era día feriado. La baca del coche comenzó a poblarse de aldeanas con cestas de hortalizas y sacos con crías de cerdos, y una hubo que intentó meter en el coche una ternera lechal. Dentro y fuera armaban una feroz algarabía en lengua vernácula, aumentada por los gruñidos de los animalejos. Peleaban entre sí, peleaban con el cobrador, pelearían con la luna si les llevase la contraria. Carlos, encaramado en el más alto y desamparado de los bancos, reía a cada incidente. A su derecha, una vieja, con cara de raíz de árbol, no había dejado de chillar desde su llegada; a la izquierda, una mujer joven, envuelta en un grueso mantón, no había abierto la boca en todo el camino, aunque la vieja se dirigía a ella exclusivamente. Pero, cuando comenzó a llover, la joven ofreció a Carlos un cobijo bajo el mantón. Y sólo entonces habló:

—El señor va a mojarse.

Y como Carlos declinase el ofrecimiento, la vieja de la derecha intervino:

—Dale el mantón, mujer. ¡Pues no faltaba más!

Prefirió compartirlo a dejarla a la intemperie. El mantón, cubriéndoles las cabezas, les dejó aislados del exterior. El griterío quedaba fuera, como lejos, y con el rumor de la lluvia se alejaba cada vez más, hasta quedar todo en silencio. La moza era rubia; dos trenzas le caían apretadas sobre los pechos.

—El señor es don Carlos Deza, ¿verdad? —preguntó la muchacha después de un rato.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—El señor no tiene por qué tratarme de usted. Soy Rosario; la hija del
Galán
, un casero del señor. Soy como la criada del señor.

—¿Quiere decir que vive usted en mi casa?

—No. Mi padre lleva arrendadas unas tierras del señor, y una casita. Las lleva desde hace muchos años. Ya en vida de mi abuelo. La que va a su lado es mi madre.

No había sido caridad el ofrecimiento del mantón, sino pleito homenaje. Estuvo tentado de desembarazarse de él y mojarse: no entendía bien aquellas cosas.

Rosario no le había mirado de frente. Hablaba sin volver la cabeza, en un castellano forzado, de acento muy abierto. Carlos se fijó en ella, estudió su perfil. Podía ser una aldeana francesa, ancha de pómulos, rubia, colorada. Las ropas eran de buena calidad y corte ciudadano: sólo el mantón y el pañuelo atado a la cabeza denunciaban a la campesina. Sobre el escote bailaba una medalla de oro, grande. Las manos, también grandes, no deformadas por la labranza, ni sucias del trabajo, sino limpias, con las uñas bien cortadas. Le preguntó indirectamente:

—Luego, ¿trabaja usted mis tierras?

—Yo, no, señor. Mi padre. Yo soy costurera. Y ya le dije al señor que no me trate de usted.

Sacó la cabeza del mantón, y habló con su madre. Le habló en gallego. Carlos no entendió bien lo que decía, aunque comprendió que se refería a él. La madre, entonces, metió baza, y le hizo mil ofrecimientos humildes. Desde que la madre habló, Rosario volvió a su mutismo. Llevaba las manos cruzadas sobre el regazo. Carlos vio entonces, en sus muñecas, pulseras de oro fino, pulseras gruesas, de traza moderna.

La vieja había iniciado una retahíla de quejas: la tierra daba poco y doña Mariana les había subido la renta a quince duros anuales. ¡Quince duros, señor, por unos ferrados de tierra y una casa! Era cosa de doña Mariana. Ni el padre del señor, ni su madre, que Dios tuviera en la gloria, habían tocado nunca la renta antigua, los siete duros que pagaban desde hacía cincuenta años.

El autobús subía una larga cuesta, jadeando. Se detuvo dos o tres veces. El conductor cogió agua en un regato y la echó al motor, que humeaba. Lograron alcanzar la cima. Entonces, Rosario dijo:

—Ya llegamos, señor.

Y señaló, con un gesto, el fondo del valle. Pueblanueva del Conde aparecía envuelta en lluvia menuda y gris, irguiéndose en una colina, entre dos ríos. El de la derecha venía limpio; el de la izquierda, sucio de escorias. Se juntaban y se prolongaban en la ría, cada vez más ancha, dando vueltas a los montes, hasta perderse, lejos, en la mar abierta.

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