Bajaban por una carretera pina, de curvas pronunciadas. Rosario, en una de ellas, tocó el codo de Carlos.
—Mire, señor. La casa del señor.
Carlos miró. A la derecha, sobre una roca enorme casi cortada a pico sobre la mar, estaba su casa. Un grupo de árboles altos medio la ocultaban. Vio una esquina de la torre, cubierta de hiedra.
—Va a pasar mucho frío en esa casa. ¡Tanto tiempo sin vivir nadie en ella!
—¿Estuvo usted allí alguna vez? —dijo Carlos, por decir algo.
—Cuando murió la señora. Asistí al velorio. Ya va para cuatro años.
Terminada la cuesta, el autobús entró en un puente largo, luego en una calle de casas pobres, apoyadas de una parte, en los restos de las murallas. El otro lado de la calle lo bordeaba un pretil de piedra que lamían las aguas. Había gente en las ventanas y junto al pretil: Le miraron al pasar el autobús y siguieron mirándole cuando ya había pasado; Carlos no lo advirtió: estaba distraído por un rumor lejano, como de muchos martillos o de máquinas taladradoras, que llenaban el espacio. Al volver una esquina, se hizo más próximo y agudo. Carlos preguntó qué era.
—Es el astillero, señor —respondió Rosario. Y al hacerlo, volvió por primera vez el rostro. En su mirada y en su voz había cierto orgullo, casi como si hubiera dicho: mis astilleros.
El autobús llegó a la plaza, y se detuvo. Los de arriba y los de abajo se hablaban a gritos. Carlos pudo bajar, amenazada su cabeza por el saco de los lechones. Rosario no había querido descender antes, pero, entre la cabeza de Carlos, y sus piernas, permitió que interpusieran el saco. No obstante, y sin quererlo, vio Carlos que las tenía lindas, y que sus medias y zapatos eran finos, muy finos, impropios de una costurera hija de labradores. Se encogió de hombros pensando que quizá Pueblanueva no fuese tan medieval como siempre había creído, a pesar de todos aquellos rostros, casi mogólicos, que llenaban la plaza; vueltos hacia él, todos los rostros vueltos hacia él, y todas las miradas: como un anillo de curiosidad y silencio alrededor de aquel bullicio que armaban los viajeros; como un anillo de esperanza que empezara a decepcionarse. Duró unos instantes profundos. Luego, las cabezas se tornaron, después de haber sonreído todos los rostros. Sólo el hombre que parecía un espantajo se le quedó mirando con sus ojuelos bizcos y vivos, de esclerótica enrojecida. Vestía desaliñado; iba sin abrigo, como si quisiera exhibir la gran corbata verde; y se tocaba de un sombrero de paja anticuado y recomido. Bajo, enteco, rechupado. Las dos manos apoyadas en un bastón de caña gruesa, con anchos anillos metálicos en. los nudos. Desentonaba. Carlos improvisó un diagnóstico de urgencia: paranoide. Le hubiera estudiado más; le hubiera, quizá, saludado. Pero la dama del paraguas le hacía señas, y prescindió del loco.
La dama del paraguas también desentonaba. No lo llevaba ella, sino una sirvienta que, desde atrás, lo sostenía muy en alto, para que no estorbase. La dama del paraguas fue rápidamente identificada como doña Mariana. Quedaba un poco lejos del autobús, arrimada a la pared de una casa, como buscando la protección inútil del alero, pero la sonrisa era bien visible. Carlos se detuvo unos instantes, y recordó algo de que había hablado, días atrás, Gonzalo Sarmiento. Evidentemente, aquel «nosotros» dicho sin gana, entre una mentira y otra, significaba algo, aunque sólo fuese algo biológico. Doña Mariana, frente a él, pertenecía al «nosotros»: como Carlos, era alta, huesuda, pelirroja. Como Carlos, como Gonzalo, como Germaine, como aquel otro Churruchao con quien Carlos había sido —una vez— confundido. Por lo menos en un lugar del mundo, «nosotros» parecía significar algo. No en París, claro: Gonzalo había exagerado. Mucho menos en Berlín o en Viena: para Zarah, Carlos era un pelirrojo asténico como otros pelirrojos asténicos. Pero en Pueblanueva era otra cosa.
Doña Mariana le había visto vacilar. Se desentendió del paraguas y fue hacia él con gesto abierto. Era, en cierto modo, normal. Adelantaba los brazos, y la expresión del rostro era sinceramente afectuosa: ¿por qué? No se conocían más que a través de las cartas cambiadas durante cuatro años. A las gentes no se les cobra afecto verdadero más que tratándolas un día y otro.
—¡Carlos, querido Carlos!
La voz le temblaba. Carlos se dejó abrazar y la abrazó también. Respondió como pudo a las preguntas sin orden, por las que doña Mariana parecía querer enterarse en un minuto de treinta años de vida.
Desentonaba. Las gentes que les miraban, las vendedoras del mercado, los próximos y los lejanos, eran de otra manera, y, desde luego, de otra clase: abigarrados, gesticulantes, chillones. Trajes de pana, pañuelos de colores y hablar rápido e incomprensible, en gallego silbante y cantarín. Doña Mariana se movía con calma y preguntaba en voz baja. No era la dama de provincias, un poco rancia, que Carlos esperaba hallar, sino algo perteneciente a un mundo ya muerto y enterrado, pero lleno de resplandor y distancia.
—¡Qué mal día traes, criatura! ¿Cómo se te ha ocurrido venir ahí encaramado? ¡Con el frío que hace!
No eran cumplidos triviales, ni tampoco lo que se dice por llenar un vacío, sino palabras sinceras.
—¡Bah! Este frío no es nada, y esa mujer me tapó con su mantón.
Señaló a Rosario, que permanecía junto al autobús, recogiendo los fardos que su madre la enviaba desde lo alto.
Doña Mariana sonrió.
—¡Buena pieza está hecha la Rosario!
Se habían mirado, un instante, las dos mujeres. Carlos vio cómo la costurera saludaba tímida, sumisa, y escondía luego el rostro bajo el mantón. Fue muy rápido. Rosario dejó en seguida de existir para doña Mariana.
—Vámonos ya. No te preocupes de tu equipaje.
Le cogió del brazo, empujándole. La sirvienta traspasó a Carlos el paraguas y caminó detrás.
Bajaron por una calle estrecha y empinada, llena de tiendas pequeñas con la mercancía asomada a las puertas. Doña Mariana seguía preguntando, y Carlos respondía. Pudo ver alguna cabeza que fisgaba a su paso, que le examinaba, que se volvía para comentar con alguien escondido en la sombra. Llegaron a la orilla del mar, pasaron el largo puente y se desviaron de la carretera, por una calle adoquinada que bordeaba la playa.
—¿Recuerdas mi casa? —preguntó doña Mariana.
—No. Casi no recordaba la mía —respondió Carlos señalando el pazo encaramado en el roquedo, enfrente de ellos—. Hubiera pasado sin verla, pero aquella muchacha del autobús me la enseñó.
—Tu casa está hecha una ruina. El tiempo que pases aquí serás mi huésped.
Carlos se estremeció. ¿Si también doña Mariana, como su madre, como Zarah, pensaría gobernarle y someterle a decálogo? Instintivamente se soltó de su brazo y miró su perfil. Parecía enérgica e inteligente. Los rasgos, un poco duros; pero quizá en su juventud hubiera sido hermosa. Se parecía al retrato de Germaine que traía en la maleta para entregarle.
—Quizá me quede poco tiempo. Aquí…
Hizo un gesto vagamente negativo.
—Es natural. ¿Qué vas a hacer en Pueblanueva? Tengo ganas de oír tus proyectos. Esto es el último rincón del mundo: sólo una vieja loca como yo puede vivir aquí, pero aún me queda bastante que hacer.
Habían llegado. Carlos miró la casa y se sorprendió. Era un edificio grande, con fachada de piedra labrada, muy francesa y neoclásica en las líneas, muy proporcionada: ventanas pintadas de blanco, ancha de zaguán. Se continuaba en una tapia encalada hasta el final de la calle: por encima de las bardas asomaban las copas de unos magnolios. No había en ella nada de pueblerino, menos de aldeano. En el fondo del zaguán, relucían los cobres de la puerta interior. Un enorme felpudo cubría el suelo. De las paredes laterales colgaban dos farolas de bronce.
La criada se adelantó a abrir, y doña Mariana empujó suavemente a Carlos. Había acudido otra criada, joven, que sostenía la puerta y saludó al entrar: «Bienvenido, señor», como si la hubieran ensayado. Carlos se vio ante un enorme espejo colgado en el vestíbulo. Se vio modesto y escueto, con sus pantalones arrugados y su chaqueta de pana deslucida, al lado de doña Mariana, elegante y anticuada, y se sintió inferior. Todo cuanto le rodeaba era rico y sólido. Ni siquiera lo que recordaba de su casa podía compararse. En el espejo, su figura y la de doña Mariana contrastaban, y, sin embargo, había entre las dos algo de común, además de la facha. Ella también miraba al espejo.
—Eres como tu padre. Claro que él vestía mejor que tú, pero os parecéis.
—Usted sabe que yo no lo recuerdo.
—No puedes recordarlo. Apenas tenías un año cuando… cuando murió.
—¿Cuándo murió?
Iba a añadir: ni usted ni yo sabemos cuándo murió mi padre. Pero decidió callarse. Decirlo, significaba iniciar con doña Mariana un modo de conducirse que quizá fuese inoportuno; que lo era, sin duda, en aquel momento, mientras ella le sonreía, con verdadero afecto, desde el espejo.
—Tienes preparado el baño, y lista una habitación que da a la mar. Te gustará. Mientras te bañas, habrán llegado las maletas. Muévete en mi casa con entera libertad. No es un ofrecimiento; es un ruego.
El gesto de él, al darle las gracias, quería decir claramente: ¿por qué guarda usted conmigo tanta cortesía? Soy, para usted, un desconocido.
—No somos apenas parientes —añadió ella—, pero tu padre y yo fuimos amigos, y tú eres la única persona que me interesa en el mundo.
Decir a Carlos: «Eres la única persona que me interesa en el mundo», no podía formar parte de las fórmulas corteses; pero a Carlos, más que las palabras, le había sorprendido el tono con que doña Mariana las había dicho, casi abrazándole otra vez —con las palabras, porque su tono era como si abrazasen, como algunas palabras que deben decir las amantes o las madres—. No cabía duda de que, formal y realmente, él era la única persona que interesaba a doña Mariana, pero, ¿por qué? Lo pensó mientras su cuerpo se demoraba en el agua caliente, mientras se friccionaba y secaba. No sabía por qué. El amor de doña Mariana tenía que ser el resultado de sucesos pretéritos, de sucesos ignorados, de vidas anteriores que él desconocía, que aparecían ahora en el ardor de unos ojos y en el temblor de unas palabras. «Eres la única persona que me interesa en el mundo.»
Llamaron a la puerta del baño, y la mano de la criada introdujo púdicamente su traje planchado, una muda interior, una camisa limpia. Mientras se vestía, paró mientes en que las paredes estaban revestidas de caoba y no de mármol o azulejos. «Un baño antiguo, el baño de personas que desconocen la ducha fría como fuente de salud y la higiene como obligación moral, para quienes el agua caliente es un placer debilitante.» Carlos solía ducharse en una habitación con cuatro tonos de blanco; se duchaba muy deprisa, porque a las nueve tenía que entrar en la clínica, y Zarah, que siempre remoloneaba unos minutos en la cama, pedía a gritos que le dejase el sitio. El agua fría y la prisa no le permitían entonces pensar. Pensar, lo que se dice pensar, así por las buenas, libremente, no se lo habían permitido nunca, ni su madre, ni Zarah, ni sus maestros. Todos habían actuado como duchas frías y urgentes. Habían separado lo importante de las bagatelas, y habían dicho: por aquí, sólo por aquí, para llegar a esta conclusión, que es la verdad. La verdad en forma de ducha fría. Quizá, bajo la ducha fría, las palabras de doña Mariana no hubieran vuelto a su memoria ni las hubiera analizado; no las hubiera hallado incomprensibles, o al menos aparentemente fuera de lugar. Concluyó que el baño caliente no era tan perjudicial como decían: su cuerpo descansaba y había podido pensar, pero de otra manera, dejando que el pensamiento fuera y viniera, fluente y libre, no por un cauce predeterminado.
Pues no estaba tan mal, así vestido, con las mismas ropas del viaje, sus únicas ropas, que parecían otras después de cepilladas y planchadas. Se vio en el espejo. La suntuosidad de la caoba parecía pedir, sin embargo, otro sujeto: un sujeto envuelto en batín de seda, con pañuelo al cuello, con tupé y bigotes engomados, quizá con un monóculo. Pero él no estaba mal. Hizo el nudo de la corbata un poco más abajo de su lugar, para esconder las partes deslucidas del tejido, y salió al pasillo. La criada joven, cuyo nombre ignoraba todavía, esperaba junto a la puerta.
—¿No quiere nada más el señor? ¿No necesita nada?
Hablaba en un castellano forzado, de fonética abierta y dura, como Rosario, la chica del autobús.
—La señora le espera.
Entró en el comedor. Se detuvo un momento, sorprendido. Era grande, rico, lujoso; buenos cuadros en las paredes y mucha plata en las vitrinas. Pendía, sobre la mesa, una gran lámpara de cristal. Todo francés y antiguo. Sus recuerdos de Pueblanueva no casaban con aquella suntuosidad.
—Pareces otro.
Dijo que sí con la cabeza. Doña Mariana se había sentado a la mesa, y le señalaba un lugar junto a ella. Sonreía abiertamente, con una sonrisa que abreviaba circunloquios, que parecía suprimirlos. Carlos fue a sentarse. Hizo un gesto con las manos que, al mismo tiempo que aceptaba, mostraba su incomprensión. Añadió:
—Es usted muy amable conmigo.
—¡No, hijo! Por ahora, no lo soy contigo, sino con tu padre.
Carlos sonrió.
—¿Heredero?
—Tu padre fue el mejor hombre del mundo.
Todo aquello podía reducirse a fórmulas conocidas, pero, por algo muy atractivo que había en el rostro de doña Mariana, prefirió dejar para más tarde cualquier meditación sobre el asunto. Doña Mariana le sonreía, le miraba, le hablaba abiertamente. Todo era en ella franco y simpático, y el tono de su voz conservaba la calidez. «Alguna vez —pensó Carlos— habló a mi padre así. No debo hacerme ilusiones.» Se le pasó por las mientes organizar un sistema de cautelas, pero apenas pudo iniciarlo.
—Naturalmente, tú lo ignoras. Probablemente no sabes nada de tu padre, y lo que puedas saber no le será favorable. Es cierto. Tu padre desapareció cuando eras niño, y no se volvió a saber de él. Tu madre…
—Mi madre me habló de él muy pocas veces.
—… tenía toda la razón para odiarlo, y no seré yo quien se lo discuta. Sin embargo, tu padre fue el mejor hombre del mundo. Desapareció por un exceso de bondad.
La criada había entrado con la sopa, y la servía. Cuando salió, doña Mariana continuó hablando.
—Lo has ignorado siempre. Quizá eso haya estado bien cuando fuiste un niño, porque te hubiera perjudicado escuchar de tu madre palabras violentas contra tu padre. Ella supo callar, porque creyó que era su obligación, y siempre la he admirado por eso. Pero hace unos años que debieras saberlo todo. No se puede cortar a un hombre toda relación con el pasado, no se puede mandar a nadie por el mundo sin raíces, como tu madre quiso hacerlo. Aunque el pasado sea doloroso, aunque hayamos de avergonzarnos de él, nos pertenece tanto como le pertenecemos, y tenemos derecho a conocerlo.