Los gozos y las sombras (150 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Descorrió los cerrojos del postigo y lo abrió. La golondrina salió volando, atravesó el aire limpio y se perdió entre los árboles.

Aparecía la mañana luminosa y dulce. Un verde nuevo apuntaba en los árboles y el sol dorado pegaba en las piedras verdinegras y arrancaba colores a las gotas de rocío. El
Relojero
, en mitad del umbral, estiró los brazos y bostezó.

—¡La primavera!

Salió a la plazoleta. El barro se había secado y endurecido, y entre la hierba del jardín apuntaban flores amarillas. Se inclinó, recogió unas cuantas y las olió.

—Este año San José os ha enviado tarde. ¡Y pocas todavía! No sé si habrá para un ramo.

Siguió recogiendo flores y, con ellas, briznas de hierba, tréboles recién nacidos, ramitas de hinojo. Consiguió hacer un ramo que apenas abarcaban sus dedos. En medio de la plazoleta miró al cielo, riendo; arrojó al aire las flores y las hierbas y las recibió en la cabeza desnuda.

—¡Jujujuy!

Súbitamente echó a correr. Saltaba setos, troncos derribados, muretes y bancadas. Recorrió el jardín saltando en el aire y repitiendo el grito de alegría.

—¡Jujujuy!

Hacía calor y empezó a sudar. Allá abajo, aún en sombra, Pueblanueva se envolvía en una niebla azul. Junto al muelle humeaba un vaporcito, y una barca, lenta, atravesaba la dársena de los pescadores. El
Relojero
había llegado a la glorieta. Agarrado a la verja oxidada miró al fondo del precipicio.

—¡Jujujuy!

Los ojillos bizcos se le metían en los lagrimales y un mechón de pelo gris le caía encima de la oreja. Estornudó. Al otro lado del valle, como un estampido, la sirena del astillero lanzó un grito ronco, prolongado. De un costado de la chimenea salía un chorro de vapor.

—Las ocho.

Volvió a correr. Entró corriendo en el zaguán, subió las escaleras, se metió en la cocina. Tanteó en la oscuridad hasta llegar a la ventana y la abrió de par en par. El sol inundó el ámbito enorme, grisáceo, y sacó brillos dorados a los cobres de las herradas. Le dio el relumbre en la cara.

—¡Jujujuy!

Encendió el fuego y colocó la cafetera sobre las trébedes: también relucía el níquel en la penumbra del llar. Colgada de un clavo, en un rincón, una toalla sucia: la mojó en agua y se la pasó por la cara, por los ojos. Después se miró en un pedazo de espejo. Tenía barba de una semana.

—Estás hermoso, Paco. Estás hecho un mancebo.

Hizo una mueca, arregló el nudo de la corbata y se abrochó el chaleco y la chaqueta.

—Un mancebo como Dios manda. Cincuenta años de aguantar palizas y cabronadas, pero llega la primavera y te olvidas. ¡Jujujuy!

Llevó la mano diestra al corazón, estiró el brazo izquierdo y se puso a bailar un vals con pasos anticuados. Inclinaba la cabeza junto al oído de la pareja invisible, entornaba los ojos y pronunciaba palabras a media voz. Hasta que silbó el pitorro de la cafetera. Entonces se inclinó y señaló un banco.

—Hazme el favor de descansar durante esta tocata. Vuelvo en seguida.

Siguió con la mirada a su pareja, volvió a saludarla; pero arrugó la frente y tendió los brazos, imperativos.

—¡Hacer sitio, rapaces, y tenerle respeto! La señorita es mi novia. Ya os daré unos caramelos si no os metéis con ella.

Dio media vuelta. En el aparador había dos bandejas. Las colocó sobre la mesa, una al lado de otra. Puso en ellas las tazas, el pan, las cucharas, las servilletas. Mezcló en las tazas la leche y el café. Cogió la más pequeña, la más destartalada, y la llevó al cuarto de Aldán. Entró sin llamar, dejó la bandeja sobre la mesa de noche y abrió la ventana.

—El café. Son las ocho. Y mañana no podré servírselo.

Juan se revolvió en la cama, abrió los ojos.

—¿Qué sucede?

—El café.

Salió. Llamó a la puerta de Carlos, esperó a oír respuesta. Por las rendijas salía claridad. Entreabrió la puerta y miró. Carlos, incorporado, leía.

—Pasa algo, Paquito?

—El café. Ahora se lo traigo.

Marchó corriendo a la cocina y regresó con la bandeja. Carlos había cerrado el libro.

—Te oí pegar gritos en el jardín. ¿Te pasa algo?

—La primavera, don Carlos. Estoy cachondo.

—Enhorabuena. Es una noticia excelente.

El
Relojero
se había arrimado a la cama y le miraba con ojillos inquietos.

—Es que mañana me voy.

Carlos abrió las manos desoladas.

—¡Qué le vamos a hacer!

—Comprendo que es una mala faena, don Carlos. ¿Cómo van a arreglarse con Aldán en casa? Pero no puedo dejar a mi novia con un palmo de narices. El deber es el deber.

—De acuerdo, Paco. Que seáis felices.

El
Relojero
se había agarrado a los barrotes de la cama y sacudía la cabeza.

—Si fuera cuestión de quedarse, me quedaría; pero, don Carlos, no iba a servir de nada. Cuando llega la primavera no puedo trabajar. Usted lo sabe. Y no me aguanto. Mañana violaría a una muchacha y me meterían en la cárcel. Ya pasó otras veces. Y yo no quiero. El trato fue de que al llegar la primavera yo marcharía.

Carlos echó las piernas fuera de la cama y buscó las zapatillas. El
Relojero
señaló un jirón del pijama.

—A ese traje que se pone usted para dormir hay que echarle un remiendo.

—Cuando estés de regreso. Mientras, me arreglaré.

Carlos se acercó a la ventana y respiró el aire fresco.

—Tienes mucha razón, Paco. Ahí está la primavera.

El sol había remontado las colinas y envolvía a Pueblanueva de una luz dorada. Azuleaba la mar, y en las laderas, sobre el verde oscuro de los pinos, nacían verdes suaves.

—¿Y usted se queda tan tranquilo, don Carlos?

—Yo no soy como tú. Entre mi cuerpo y la primavera se interpone mi cerebro, y lo que tengo en él es capaz de estropearlo todo, hasta la primavera.

—Es una lástima. Porque, como se dice en los Libros Santos, al cuerpo lo que es del cuerpo, y al alma lo suyo. Aunque no sé por qué en los Libros Santos al cuerpo le llaman César. ¿No se había fijado?

—Y al alma le llaman Dios.

—Sí, pero eso está más claro.

Carlos se volvió hacia él, lo cogió por los hombros y le miró a los ojos.

—¿Qué harías tú en mi caso?

—Casarme con Clara Aldán. Se lo vengo diciendo hace más de un año. No hay mujer como ella. ¡Y tiene un cuerpo…! ¡Rediós! Ya se lo dije también. A mí la francesa no me gustaba.

—Tuvo poca fortuna con nosotros.

—Si usted me hubiera hecho caso habría mandado a la mierda a esa zorra de Rosario. Porque es una buena zorra, usted lo sabe mejor que yo. Total, ya ve: todo el invierno sin venir…

—Le dije que no lo hiciera.

—¿Y qué? La obligación es la obligación.

—Ahora tiene a su marido.

—¡Su marido! ¡Buena vida que se dan a cuenta de usted!

Una golondrina cruzó el aire y se metió en el alero de la torre. Se oyó el ladrido de un perro y el zumbido lejano de un motor.

—¿Se sabe algo de los barcos?

—No oí nada. Aún es pronto. Y el tiempo no estuvo malo. Frío, sí; pero en esos mares siempre lo hace.

Carlos abandonó la ventana, se acercó a la mesilla de noche y cogió la taza del desayuno.

—Bébalo ya, que se le va a enfriar.

Carlos tomó un sorbo.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana, que es domingo. Tengo que arreglar la flauta y comprar los regalos.

—Que seas feliz y que vuelvas pronto.

El
Relojero
se asomó a la ventana. Carlos vertió agua en la palangana y empezó a lavarse. Tenía el pijama roto por los sobacos y los dedos de los pies le asomaban por los agujeros de las zapatillas.

Don Lino llegaba a Pueblanueva los sábados, en el autobús de la tarde, y regresaba el lunes por la mañana. Le esperaban en el casino, donde contaba las últimas novedades de la política nacional, y le esperaban en su casa, donde explicaba a su mujer las cosas de Madrid: el precio de las patatas, la renta de los pisos y cómo debía vestirse la mujer de un diputado. Se había hecho en Madrid un par de trajes y usaba cinturón con los colores de la bandera republicana. Llevaba siempre consigo una gran cartera negra, abultada, que nunca abría. Los periódicos los guardaba en el bolsillo de la chaqueta, con los folletos, proclamas y manifiestos. Adornaba el ojal con una miniatura en metal de gorro frigio.

Carlos y Juan le esperaron a la llegada del autobús. En el cielo malva alborotaban los vencejos, y en la plaza, entre los puestos vacíos, una banda de niños jugaba a indios y vaqueros. Carlos fumaba su pipa con la mirada perdida y Juan daba paseos cortos, impaciente. El autobús llegó con retraso. Venía casi vacío, y don Lino ocupaba un lugar al lado del conductor. Le esperaba también un hijo suyo, al que entregó la maleta. Se despedía del revisor, cuando se le acercó Carlos. Juan, rezagado, le saludó quitándose el sombrero. Don Lino pareció sorprenderse.

—¿Que quieren hablarme? ¿Ahora mismo? ¿Aquí?

—Donde usted quiera, don Lino, y cuando quiera. Pero es muy importante.

Juan se había adelantado y tendía la mano.

—Y nos gustaría que fuese en secreto.

Don Lino se volvió a su hijo.

—Llévate eso a casa y que no lo abran hasta que llegue. Iré en seguida.

—Podemos, si le parece, dar un paseo =sugirió Carlos—. Hace muy buena tarde.

—Pero no lejos, ¿eh? Traigo la natural impaciencia por ver a mi señora y, además, van a venir a buscarme en automóvil para asistir a una reunión en Negreira.

Bajó la voz y miró alrededor, desconfiando.

—Estamos preparando las elecciones de presidente. Saldrá Azaña…

Carlos señaló el pórtico de la iglesia.

—¿Le parece bien allí?

—¿En la iglesia?

—Nada más que a su sombra, no se inquiete. Podemos pasear por el pórtico. Es un lugar discreto y los ateos del pueblo suelen meterse en él, al menos cuando llueve.

Don Lino hizo un gesto de resolución, casi grandioso.

—Vamos allá.

Echó a andar decidido. Carlos y Juan le siguieron en silencio. A la mitad del camino, rebasadas las trincheras donde un grupo reducido de vaqueros se defendían de los sioux, don Lino se volvió.

—Y los que nos vean, ¿no pensarán…?

—Si lo prefiere, podemos llegar hasta su casa. Allí, en la sala:…

—No, no. Mi casa no está preparada para reuniones políticas. Es la casa de un modesto maestro de escuela. Lo de salir diputado, como ustedes saben, fue una sorpresa.

Habían llegado ante la iglesia. Aldán abrió la verja del pórtico. Don Lino alzó la mano.

—No entremos. Mejor aquí, en la acera. Estamos recibiendo los últimos rayos del sol.

—Como usted quiera Juan carraspeó y se colocó al lado de don Lino—. Se trata de los pescadores.

—¿Los pescadores? Pero ahora que recuerdo, ¿usted no andaba por Madrid, Aldán?

—Sí. Pero he venido llamado por ellos.

—Y aquella hermana suya, ¿no se había marchado también?

—Acaba de casarse con un profesor de Literatura, socialista.

Don Lino arrugó la frente.

—¿Socialista? ¡Quién había de decirlo! Porque ella era muy religiosa, ¿verdad?

—Como todas las mujeres.

—Es verdad. La mía también cojea de ese pie, y por más que hago… Pero dígame, dígame, ¿qué les pasa a los pescadores?

—Están en una situación desesperada, de la que sólo el Estado puede sacarles.

—¿El Estado? ¿Y ustedes piensan que yo…?

—Usted es su diputado, don Lino. Todos ellos le han votado, y sus mujeres. Le consta.

—Sí, es cierto.

Paseaba con las manos atrás y el pecho adelantado. Por la abertura de la chaqueta se le veía el cinturón patriótico. Carlos le agarró del brazo.

—Usted conoce mi intervención en este asunto. He ayudado hasta donde he podido, pero ya no puedo más. Y ya no quedan más que dos caminos: ponerse en manos de Cayetano Salgado, es decir, amarrar los barcos, o que el Gobierno arbitre una fórmula de socorro.

—El Gobierno —atajó Juan— no puede ver con malos ojos un ensayo de explotación sindical que, si fracasa, será por las condiciones económicas del país, no porque la experiencia en sí sea disparatada.

Don Lino se detuvo. Miró a Juan severamente.

—El país va viento en popa, amigo mío. Las huelgas y todo eso son crisis de crecimiento, meros accidentes. Pero la peseta es fuerte, y el crédito de la República en el exterior…

Carlos le tiró de la manga, y don Lino, sin volverse del todo, inclinó la cabeza.

Aldán se expresó mal —dijo Carlos—. Quería dar a entender que el capitalismo español está atrasado en relación con el resto del mundo capitalista. Porque en un país adelantado, pongamos los Estados Unidos, no habría dificultades para una explotación sindical, a condición de que se presentase como una sociedad anónima. Pero aquí, ni con ésas.

Don Lino alzó una mano solemne y la dejó caer en el hombro izquierdo de Carlos.

—¿Es que también entiende usted de economía, doctor?

—¡Oh, no, no se asuste! El que entiende es Aldán. Eso que acabo de decir se lo oí a él muchas veces.

Don Lino recobró la calma y sonrió, jovial.

—La cosa está bien vista, ya ve. Le felicito. Yo no soy marxista del todo, usted lo sabe: menos aún sindicalista. Pero comprendo que nuestro capitalismo está en mantillas. ¡Ya lo creo! Un capitalismo que, en el campo, es casi feudalismo. Nuestros problemas se derivan de ahí. Un capitalismo avanzado no excluye la participación de los obreros en las ganancias, ni, como ustedes sugieren, una forma de propiedad colectiva enmascarada en el anonimato de una sociedad de este nombre. Porque eso sí, la ley es la ley, y hay que someterse a ella. Existe una ley de sociedades anónimas, pero no una ley de propiedad sindical colectiva.

—Le insinué que los pescadores constituyen ya una sociedad anónima. Fue la fórmula que me ofreció el mejor abogado de Vigo.

—En ese caso…

Levantaba un brazo, y la mano abierta prometió una larga perorata. Juan alargó la suya, tajante.

—Espere. El problema político local no está todavía aclarado. Nosotros creemos en la necesidad de conservar un núcleo independiente, un núcleo libre de votantes. Los pescadores lo serán mientras vivan de la pesca, y dejarán de serlo cuando se vean en la necesidad de solicitar su admisión en el astillero. Fíjese bien lo que le digo: un núcleo libre, sesenta familias que no dependen económicamente de Cayetano y que, por tanto, y dado que llegue el caso, no se verán en la necesidad de obedecerle. Más aún: que pueden oponerse a él si las circunstancias políticas lo exigen.

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