Los gozos y las sombras (146 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Juan le miró sorprendido.

—¿Qué es lo de mi hermana?

—¡Ah! ¿No lo sabe? ¡Como es novia de Cayetano…!

Permanecía en la oscuridad, pero las luces del presbiterio iluminaban a Juan: brillaba la corbata de seda, brillaba la punta de los zapatos. Y la trinchera, abierta, dejaba ver el forro de tela escocesa.

—¡La novia de…!

Don Baldomero advirtió el gesto de sorpresa, la estupefacción de la mirada.

—He dicho novia, ¿eh?, y nada más que novia. ¡Buena es la gente del pueblo si fuera otra cosa! Y eso es lo que choca, dadas las costumbres de Cayetano.

—No lo puedo creer.

—Pues va para dos meses, y quizá más. ¡Con decirle que la gente ya no habla de eso…! Pero como usted y Cayetano siempre se llevaron mal, pensé que se habría usted enterado y que vendría a arreglarlo.

—No. No he venido por eso…

Le salió la respuesta ronca y un poco dramática.

—A juzgar por el traje, no parece que las cosas le hayan salido mal. Viene usted hecho un señorito… ¡Lo es, claro!

Un poco tarde, quizá. Juan agradeció el piropo con una sonrisa.

—Sí, no me han ido mal las cosas —echó hacia atrás la trinchera y recogió las manos a la espalda, sin soltar el sombrero—. Claro que podrían ir mejor. Pero estos socialistas…

—¿Es que no se lleva bien con ellos?

—¡Estamos a matar!

Don Baldomero rió.

—¡Pues anímese, hombre, que si yo me libro de ésta y me echo al monte le invitaré a la partida! El enemigo común une mucho.

Se apartó de la pilastra y quedó iluminado.

—Espere. Voy a apagar las luces, que si me descubre don Julián dirá que se consume mucho fluido…

Marchó hacia el presbiterio. Juan, con la cabeza agachada, caminó por la nave. Quedó la iglesia a oscuras y se oyeron los pasos de don Baldomero, que iba hacia la puerta.

—¡Con cuidado, no vaya a tropezar!

Seguía lloviendo. Don Baldomero recogió el paraguas de su rincón.

—¿Quiere que le lleve a alguna parte?

—No. Tengo que ver a Carlos, pero el pazo está muy lejos. Cogeré un automóvil.

Don Baldomero rió y le palmoteó la espalda.

—¡Un automóvil! Se ve que estamos en fondos, ¿eh? Pues ande, venga conmigo. Le dejaré en el garaje.

—¿Quiere un pitillo?

—¡Bueno! Vamos fumando. Siempre entretiene…

A Carlos le extrañó el ruido del motor en su jardín: creyó reconocerlo en medio del rumor de la lluvia y se asomó. El automóvil se había detenido y alguien se apeaba. Abrió la ventana y preguntó quién era. Juan levantó la cabeza.

—Soy yo, Carlos.

—¡Juan!

Carlos corrió por el pasillo. Retumbaron los pisos, se estremecieron las escaleras. Cuando llegó al zaguán, Paquito hacía reverencias y barría el suelo con la pajilla.

—¡Señor ministro, bienvenido! ¡Quítese el sombrero, señor ministro, que lo trae mojado! ¡Don Carlos, tenemos aquí al señor ministro!

Se abrazaron. El
Relojero
quedó un poco al margen, con la pajilla en la mano. Estuvo en silencio y sonriente, mientras ellos hablaban. Pero cuando Juan y Carlos empezaron a subir las escaleras, gritó:

—¿Compro más huevos, don Carlos? Porque supongo que al señor ministro lo convidaremos a comer.

—¡Pues claro, hombre! ¡Y hasta puedes hacer en su honor cualquier extraordinario!

En el pasillo ya, Juan preguntó:

—¿Lo tienes ahora de cocinero?

—Hemos llegado a un
modus vivendi
. Él prepara la comida y yo la cena. Así podemos mantener la independencia. Claro está que mis cenas no pueden compararse con sus comidas: es un buen cocinero.

—¿Y quién lo paga? ¿Tú?

—El pone los postres.

Al llegar al cuarto de la torre, Juan se quitó la trinchera y la dejó sobre una silla, con el sombrero. Dramático, con los ojos puestos en los de Carlos y las manos extendidas, apenas dijo:

—Ya estoy aquí otra vez.

—¿Con el escudo?

—¿Para qué voy a engañarte, Carlos? ¡Con el rabo entre piernas! Y más hundido aún por lo que acabo de saber. ¡Mi hermana es novia de Cayetano!

Carlos sonrió melancólicamente.

—Sí. Eso parece —le indicó un sillón—. ¿Por qué no te sientas? Acuérdate de Napoleón. Sentados, las cosas pierden dramatismo y podemos verlas con más claridad. Yo me paso la vida sentado, cuando no tumbado, y evito el drama. Ya conoces mi vieja teoría: no hay nada que, analizado, no pierda virulencia.

—Pero eso, ¿no será un modo de escapar a la realidad?

—Quizá, pero siempre para entrar en una realidad distinta. No se puede vivir en dos realidades a la vez, pero afortunadamente disponemos de varias para elegir, y a algunos privilegiados del Destino les es dado pasar de una a otra. Yo me cuento entre ellos.

Se había sentado. Juan se plantó delante, un poco abiertas las piernas —los zapatos habían dejado de brillar— y los largos dedos angustiosamente crispados.

—Pero ¿no te das cuenta de mi situación? ¡Ni casa tengo donde meterme! Porque, en esas condiciones, no voy a pedirle a Clara…

—Has venido aquí, Juan, y aquí tienes tu casa. Salvo si los blasones y la torre ofenden tu dignidad anarquista. Pero también eso puede analizarse. ¿Qué son, al fin y al cabo, los blasones y las torres, sino restos de un mundo muerto y enterrado? Con los hombres que labraron estas piedras, ni tú ni yo tenemos nada que ver. Yo vivo aquí porque carezco de otro lugar más a mi medida, pero no habito mi casa, bien lo sabes. Este cuarto no es el de un señor feudal, sino el de un intelectual moderno. Ya ves: libros, papeles y un poco de fuego, porque tener calefacción central está fuera de mis alcances. Aquí se puede hablar de todo, se puede demoler todo. Desde esa mesa he destruido las almas, y desde esa ventana destruyo, cuando puedo, los hombres y las cosas. No dejo títere con cabeza, palabra. Mi potente cerebro tritura la realidad, y la realidad, así desmenuzada, no me daña. Soy tan anarquista como tú, y me encanta la idea de que colaboremos en la pulverización del universo. Paquito el
Relojero
nos hará la comida.

Las manos de Juan se habían aflojado, los brazos caían a lo largo del cuerpo. Se sentó en el sofá y apoyó la cabeza en las palmas de las manos. Carlos le dijo:

—¿Qué te ha pasado en Madrid?

—He cometido un error político, Carlos. Serví de intermediario en unas conversaciones frustradas entre anarquistas y fascistas, e incluso abogué por un entendimiento. Ahora, el sambenito de fascista no me lo quita nadie.

—¿Y lo eres?

—No. Se trata de una combinación estratégica que no se me ocurrió a mí, pero que aprobé con entusiasmo. Al salir mal, me acusaron de agente del fascismo. Y tuve miedo…

Cerró las manos y se echó atrás en el asiento.

—Además, el dinero se iba acabando. No he ganado ni un solo real. Inés se marchó, y yo…

Metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes.

—Escasamente cien duros. Es todo lo que me queda para el resto de mi vida.

Abrió las manos y los brazos y los tendió a Carlos.

—¿Qué iba a hacer? Continuar en Madrid era arriesgado: allí la gente se mata. Y yo no tengo amigos ni pertenezco a un partido que me defienda. Ni una pistola poseo. Pensé que en Pueblanueva…

—¿Adónde se fue Inés? —preguntó Carlos.

Al extranjero, con Gay. Se han casado ya, o, al menos, eso me han escrito. Supongo que sí, porque mi hermana no es tonta. Tuve que hacerles un regalo. Compréndelo, hay que quedar bien. Ésa, al menos, ya está segura. Gay es un muchacho espabilado, y tengo la impresión de que se marcha huyendo de la quema. Porque aquí se va a armar…

—La última vez que hablamos a solas dijiste no sé qué de matar a un general rebelde.

Juan sonrió.

—No es fácil llegar a ellos ni averiguar quiénes son. ¡Qué más quisiera el Gobierno!

El fuego de la chimenea amortecía. Carlos se levantó y echó unos leños. Incorporado sobre el hogar, esquivando la mirada de Juan, preguntó:

—¿Viste a Germaine en Madrid?

—No.

—Ella llevaba tu dirección.

—Era una dirección falsa.

Carlos se incorporó con violencia.

—¿Por qué?

—Le mentí bastante, y no quería que descubriese la verdad.

—¿Cómo habrá hecho, la pobre, para sacar de contrabando su medio millón de pesetas? Porque contaba con tu ayuda.

Juan se encogió de hombros.

—No hubiera podido hacer nada por ella.

—¡Pues sí que llevará un buen recuerdo de los Churruchaos!

—¿No te has portado bien?

—Le di el medio millón; no había más.

—¿Y la casa?

—Cerrada, hasta que su excelencia pierda la voz y tenga que refugiarse en Pueblanueva.

—¿Tú crees?

—Heredó la voz de su madre, y, con la voz, la enfermedad; estoy seguro. Un día, el jilguero se habrá callado para siempre, y ese día, Dios quiera que se retrase, la Princesa Durmiente despertará y quizá recuerde que en un lugar del planeta hay una casa por la que no tiene que pagar alquiler. Quizá ese día se digne a enamorarse de ti.

Juan levantó la cabeza bruscamente. Carlos continuó:

—De todos nosotros, eres el único que le había caído simpático. Claro que si le diste una dirección falsa…

—No hemos sido con ella unos caballeros.

—Quizá…

Carlos se acercó a la ventana. Una inmensa masa gris llenaba el valle y lo enturbiaba. Juan se levantó y se aproximó a Carlos. Hizo con la cabeza un movimiento que quería señalar al pueblo borroso.

—Nuestra prisión.

Carlos tamborileó en los cristales. El agua los batía; los goterones se estrellaban contra la superficie lisa y resbalaban rápidos. En el antepecho de la ventana había crecido el musgo.

—Y lo de mi hermana, ¿qué es?

—¿Quién lo sabe? Yo, desde luego, no. Hace tres meses que no la veo.

—Eso hace mi situación más difícil. Porque yo no puedo ser más que enemigo de Cayetano. Es casi una cuestión de honor.

Carlos se volvió hacia él, miró a sus ojos, puso sus manos en los hombros impecables del traje.

—Cayetano es un buen muchacho. Ha cambiado mucho, ¿sabes? En el pueblo no se mueve una rata porque él lo ordena; pero, a cambio, nadie discute ya su mando. Hasta los pescadores… El astillero estuvo en peligro…, es una historia que ya te contaré. Hubo un momento de pánico. Entonces surgió una hermosa solidaridad entre los afiliados a la CNT y los miembros de la UGT ¡Los mismos que hace un año se apaleaban en nombre de Cayetano y de la Vieja! Es cierto que Cayetano no ha hecho nada por los pescadores, pero tampoco hizo nada en contra.

—¿Cómo va lo de los barcos?

—Cada día peor. Se pesca, se vende bien y no da para gastos. Ahora nos damos cuenta de que la Vieja hubiera sido capaz de arruinarse por sostener un negocio nada rentable. Cayetano tenía razón. ¡Si vieras, si escucharas a tus amigos! Están alicaídos, decepcionados, y empiezo a creer que rencorosos. Viven tan mal como antes, pero con la amenaza de que se lleven los barcos los acreedores. Yo voy a veces por la taberna del
Cubano
, y, mientras he podido, les he ayudado. Pero ya no dispongo de dinero y la situación, dentro de un mes, será gravísima. Dos pesqueros hipotecados, sin dinero para pagar las rentas de la hipoteca, y las letras de redes nuevas, y de otras cosas que se compraron, y que ya hemos renovado un par de veces, vencerán. Tu hermoso sueño fue también un fracaso.

—¿Sin remedio?

—¡Si el Estado ayudase…! Pero ¿quién se ocupará en Madrid de unas docenas de pescadores? Alguna vez, el
Cubano
mentó tu nombre: «Don Carlos, ¿no cree usted que Aldán podría…?». Le disuadí: «Aldán es un anarquista, y un Gobierno socialista no puede ver con simpatía a un tipo como Aldán». «Pero ¡aunque no fuese más que escribir sobre nosotros, que contar al pueblo lo que hemos hecho, lo que podríamos hacer, y las razones por lasque nos vamos a morir de hambre! Porque Aldán escribe en los periódicos…»

Miró a Juan y dejó caer la mano.

—Bueno. Yo no sabía si tú podías hacer algo o no. Preferí…

Aldán desvió la vista hacia la lluvia. Carlos sacó tabaco y le puso un pitillo en la mano.

—Acaso ahora que estás aquí…

—¿Crees de veras que se podrá hacer algo? ¿Que podré hacerlo yo?

—Hay dos personas en cuyas manos está el posible remedio de la situación de esa gente: una, Cayetano, si se presta a admitirlos en el astillero. Va viento en popa, y cuando bote el barco que tiene en construcción pondrá dos quillas para buques de mayor tonelaje. Necesitará gente. La otra es don Lino, el maestro. Ha salido diputado. Quizá él pueda conseguir del Estado un socorro, cualquier clase de ayuda. Cierto que ninguno de los dos siente la menor simpatía por los pescadores. ¿Serías tú capaz de hacérselos simpáticos?

Juan abandonó la ventana y se llegó hasta el sofá. Dejó el cigarrillo en el borde de la mesa, pareció que iba a sentarse, pero se acercó de nuevo a Carlos.

A Cayetano, desde luego, no. Y menos ahora. Antes, cuando éramos enemigos declarados, quizá.

—Lo de don Lino es menos seguro. Pero ¿quién sabe? Yo, en tu caso, aprovecharía su vanidad.

Juan arrimó la frente a un cristal de la ventana y miró a la mar lejana. Carlos se apartó. Los leños hacinados en el hogar se desmoronaron y uno de ellos, apenas quemado, humeaba fuera de la chimenea. Lo agarró con las tenazas y lo arrojó encima del montón.

—¿No traes equipaje?

—Lo dejé en la estación de los autobuses. El mozo me lo guarda —respondió Juan sin volverse.

—Hay que bajar al pueblo y traer un colchón y ropas para tu cama. Si quieres, puedo subirlo.

Juan, entonces, se volvió.

—¿Tienes que comprar todo eso?

—No te apures. En casa de la Vieja hay para elegir. ¿Lo prefieres de plumas o te contentas con uno de vulgar lana? Personalmente, te recomiendo el de lana: en esta casa hace un frío que pela. En cuanto a tu equipaje, el mismo mozo me ayudará a cargarlo.

—Son maletas y cajones…

—El coche podrá con todo.

Habían quedado frente a frente. Se miraban: Carlos, con una sonrisa triste; Juan, sin sonrisa.

El mozo de los autobuses dijo que iba a marcharse a comer, pero que, si quería, por la tarde podría subir el equipaje al pazo.

—Si escampa, claro. Porque con esta lluvia…

—Será mejor, entonces, que los deje ahora en casa de la señorita Clara, y yo mismo los cargaré luego.

—De aquí ahí…

—Voy a advertirla.

Arrimó el coche a un rincón, de modo que el caballo quedase al resguardo del agua: Un niño desharrapado le ofreció cuidarlo. «Sí, que no se mueva.» Le dio unas perras, y los ojos del crío resplandecieron.

—Verá qué bien se lo cuido. ¡Y si me dejase subir al pescante…!

Carlos le dio un cachete.

—Anda, súbete; pero no juegues con las riendas:

El mozo de los autobuses había empezado ya el transporte. Cuando Carlos entró en la tienda, Clara, con los brazos en jarras, contemplaba dos maletas nuevecitas. Levantó la cabeza y agitó una mano.

—¿Y esto? ¿Es de Juan?

Carlos sacudió la boina y la dejó encima de una silla.

—No te preocupes. Vivirá conmigo. ¿Cómo estás?

—Hecha una reina. ¿No me ves? Y, para ti, seguramente muy cambiada. Debe hacer unos tres meses que no pisas esta casa.

—Quizá no me hayas echado de menos.

—Seguro. Por eso no me recuerdo bien si son tres meses o tres meses y un día.

Entraba el mozo con dos cajones y los dejó arrimados a la pared.

—Faltan dos bultos más. Los traeré en seguida.

Clara zarandeó uno de ellos.

—Me gustaría saber qué guarda mi hermano aquí. Porque cuando marchó llevaba un maletín con dos camisas y un par de calcetines remendados.

—Verás qué elegante viene.

—¿Y de dinero? ¿Se ha hecho rico?

Acompañó la pregunta de un gesto. Carlos rió.

—Millonario. Unos cien duros escasos.

—¡Vaya por Dios! ¿Y mi hermana?

—Se casó ya.

—¡Menos mal!

Le dio la risa.

—Me cuesta imaginarla dándole un beso a un hombre.

—Alguna vez te conté que había cambiado mucho.

El mozo trajo los bultos que faltaban; Carlos le dio unas monedas.

—Gracias, señor. Si algo necesita de mí, ya sabe…

Se había quitado la boina, movía la cabezota y doblaba la espalda. Al salir empezó a contar el dinero. Clara miró otra vez la fila de maletas y cajones.

—Bueno, voy a cerrar.

—¿Me echas?

—¡A no ser que quieras comer conmigo…!

—No es cosa de que deje a tu hermano solo el primer día.

Clara cerró media puerta.

—¿Por qué no vino a verme? No creo que tenga queja de mí —cerró la puerta del todo, con violencia—. ¡Vamos, digo yo!

La mitad exterior de la tienda quedaba oscurecida; la luz grisácea de la ventana apenas iluminaba la otra mitad.

—Alguien le dijo que tienes novio y no se atrevió.

—¿Que tengo novio?

—O cosa así…

Clara le agarró del brazo. En la penumbra, le brillaron los ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada más que eso, Clara; lo que dijeron a tu hermano, lo que también me han dicho hace ya tiempo: que eres novia de Cayetano, o que, al menos, lo parece. Que viene a verte todos los días; que, a veces, salís juntos.

Los dedos de Clara se aflojaron. Se apartó de Carlos y pasó a la parte alumbrada de la tienda: encima del mostrador había cajas amontonadas.

—¿Y qué os parece? Quiero decir qué te parece a ti, porque Juan aún no habrá tenido tiempo de pensarlo.

Carlos se acercó al mostrador.

—Yo no puedo opinar, Clara. Si eres feliz, me alegro.

—Quiere casarse conmigo. ¿No piensas que es estupendo?

—¡Ya lo creo! Sobre todo para ti. Hace poco más de un año pensabas venderte a él por mil pesetas. Es un cambio importante.

Clara se acercó también al mostrador y derribó de un manotazo el rimero de cajas vacías. Carlos dio un paso atrás.

—¡No te apartes, hombre! Lo que quiero es verte los ojos y conocer tus intenciones, porque la gente como tú, en la oscuridad, engaña. Acércate.

Carlos salió de la sombra. Sonreían los ojos y la boca, y hasta las manos, tendidas sobre el mostrador, parecían sonreír. Clara preguntó:

—¿Por qué has dicho eso?

—Quizá un recuerdo inoportuno, pero inevitable. Reconócelo.

—Yo, cuando recuerdo cosas así, las borro del alma.

—A mí, en cambio, el recuerdo se me vuelve palabras.

—Pues te las tragas.

—A ti es difícil mentirte, Clara. Toda tú eres una invitación a la verdad. ¿Cómo iba a callarme? ¿Y por qué había de hacerlo? No hay ofensa en el recuerdo. Las cosas fueron así, y ahora son de otra manera, bastante menos penosa. Pero las situaciones felices lo son todavía más si se recuerdan las desdichadas. El contraste les da realce.

Clara golpeó el mostrador con el puño.

—¡Cállate! No soy feliz.

—¡Ah! Entonces, no digo nada. Pero tú me has hecho creerlo.

¡Y hubiera sido tan lógico! ¡A Cenicienta, por fin, le llega el Príncipe Azul!

—¡No seas cursi, Carlos! Y no intentes envolverme con palabras, como siempre. Sé sincero, si puedes: te molesta que Cayetano me pretenda, como le molesta a Juan. Ni uno ni otro sale de sus propios sentimientos para considerar los míos. Sólo pensáis que me he pasado al enemigo, que os he traicionado, como si alguna vez hubiera tenido la obligación de seros fiel, o como si vosotros lo merecieseis.

Apuntó a Carlos con el dedo extendido.

—Concretamente tú, ¿qué has hecho para evitarlo? Porque nadie habrá tenido a una mujer en sus manos como me has tenido tú, ni mujer alguna habrá perdido su dignidad por un hombre como yo la he perdido por ti. Empezaste por sacarme del secreto lo que tenía escondido, y acabaste por hacerme esperar toda una noche tu llegada, mientras dormías tranquilamente con una zorra.

Se apartó del mostrador. Caminando hacia atrás, la luz gris la envolvía. Carlos vio sus ojos húmedos, sus manos temblorosas.

—Me has dejado sola. Podías, al menos, haber sido mi amigo —levantó la cabeza y sacudió el cabello que le caía—. ¡Porque yo también necesito quien me escuche! ¡Estoy harta de hablar al cuerpo muerto de mi madre, de insultarla cuando necesito insultar y de llorarle cuando tengo ganas de hacerlo! Desde hace un año, ¿cuántas veces has venido a verme? ¡Se cuentan con los dedos de la mano!

—Vine una tarde —dijo Carlos desde la oscuridad—. Quizá porque estuviese triste y necesitase contarte mi tristeza. Pero vi a Cayetano hablar contigo tan amigablemente, y a ti escucharle tan contenta, que tuve miedo de estorbar. Y no volví, claro. Desde entonces, también estuve solo.

Clara volvió la espalda.

—Porque eres cobarde —giró sobre sí misma, encogida, y tendió los brazos—. ¿Por qué no entraste, dime? ¿Por qué no me disputaste aquí mismo? ¿Por qué no echaste a Cayetano de mi lado? ¡Te hubiera sido fácil, sin pelear, únicamente con tu labia, y más sabiendo que yo estaría de tu parte desde el primer momento!

Quedó en medio de la tienda: erguida, con una acusación en cada mano.

—Te lo voy a decir: por miedo a comprometerte; porque es más fácil acusarme y dolerse, sobre todo cuando se hace, como tú, con palabras elegantes, que quedarse a solas con la mujer que se acaba de ganar y portarse con ella como un hombre.

Bajó la cabeza y cruzó las manos sobre el vientre. El cabello le oscureció la frente y le cubrió los ojos.

—Después de todo, mejor ha sido así. Por lo menos no has quedado mal del todo. Pero sé honrado; reconoce tu culpa y no me acuses. Y ahora escucha.

Hizo una pausa. En la oscuridad se encendió una cerilla y vio el rostro de Carlos a su luz breve. No la miraba.

—Vas a saber la verdad de mis relaciones con Cayetano. Llegó aquí un buen día con intención de acostarse conmigo. No me lo dijo claramente, pero me lo dio a entender. Me creía una puta, y se encontró, de momento, con que al menos no era una puta fácil. Volvió al día siguiente, y al otro. Cambió de procedimiento, y no consiguió nada. Al principio no se explicaba por qué. Se le veía en los ojos, que me miraban como a una cosa rara. Un día me preguntó así, de repente: «Clara, ¿tú eres honrada?». Y yo le dije: «Sí». Quedó más sorprendido que nunca y hasta me pidió perdón por haberse equivocado. Poco a poco me fue teniendo respeto, y a mí me gustaba ver cómo ese respeto lo iba haciendo yo con mi conducta. Empecé a desear su llegada para ponerlo a prueba y no sé si también para probarme a mí, porque estaba desesperada y él era una tentación. Entonces, ya no me bastó que me respetase. Necesité que me quisiera de una manera honrada y no paré hasta conseguirlo. ¡Y conseguí muchas cosas más, todo lo que vosotros, con vuestras arrogancias, no habéis logrado! No te digo que haya hecho de él un santo, pero, al menos, ha olvidado sus odios. Cuando ganó las elecciones le vinieron deseos de venganza contra no sé quiénes que le habían perjudicado en su negocio, y le convencí de que no hiciera nada contra ellos; al contrario, de que les perdonase. ¿Te das cuenta? Cayetano no es peor que los demás, sino como todo el mundo, bueno y malo al mismo tiempo. Su madre, y la gente del pueblo, y quizá nosotros mismos, lo habían hecho cruel.

Se acercó un poco más. La brasa del cigarrillo iluminaba un poco el rostro de Carlos: un rostro atento, unos ojos como puntas de luz.

—Ahora, estos días, anda metido en líos con don Lino, que, desde que salió diputado, se las trae tiesas con él. No olvida que hace tiempo le puso los cuernos y quiere vengarse a su manera. A don Lino se le subió a la cabeza lo de diputado. Pretende ser el que mande. Y yo le digo a Cayetano: «A ti, ¿qué más te da?». Claro que no le da igual, pero algún día le convenceré de que don Lino no es enemigo para él y de que lo envíe a paseo. Estoy segura de lograrlo.

Carlos, entonces, salió de la sombra. Su mano, tajante, empezó a moverse.

—Estás equivocada. Cayetano es el mismo y lo será siempre. Nadie cambia de esa manera sino en apariencia. Todo lo que le sucede es resultado de tu fascinación. Lo reconozco, desde luego, como obra tuya y te felicito. Y no me extraña: tienes un cuerpo atractivo, un cuerpo que él desea y no consigue, un cuerpo que desea con más fuerza cuanto más se lo esquivas, y tienes además una personalidad poderosa a la que no está acostumbrado. Superior a la suya, avasalladora si quieres. Y él te ha dado ocasión para mostrarte fuerte y honrada. Es la primera vez que se tropieza en su vida con una mujer así: eres lo nuevo, lo desconocido, lo que atrae a un luchador como él, lo que necesita vencer, aunque sea casándose contigo. Pero ¿qué puede más en él, la atracción de tu cuerpo o la de tu personalidad? Por lo que sabemos de Cayetano, el secreto de su docilidad es la esperanza de tu cuerpo. Ahora bien, ¿qué sucederá cuando se canse de él, cuando al año de matrimonio haya descubierto todos sus secretos y empiece a fatigarse? Verás entonces cómo el Cayetano que todos hemos conocido no estaba muerto, sino sólo dormido; verás cómo despertará con más bríos que antes, y quizá entonces seas tú la primera víctima.

Clara movía la cabeza. Alzó la mano, y Carlos dejó de hablar.

—Las cosas del mundo no son como tú piensas, Carlos. En primer lugar, ¿quién te dice que voy a casarme con Cayetano?

—Cuando una mujer hace lo que tú, la cosa acaba en boda.

—Eso espera él, y eso es lo que me hace tener mala conciencia.

Se agarró, de repente, al borde del mostrador.

—Me casaría, quizá, si no hubieras venido hoy aquí. Pero has venido y mi cuerpo tembló al verte, y en esas condiciones no puedo casarme con nadie. Pero si un día puedo mirarte tranquila, ese día, tenlo por seguro, me casaré.

La mano de Carlos hizo en el aire un garabato rápido.

—Eso es invitarme a que desaparezca.

—Te lo he pedido hace tiempo.

—No me deja el Destino. ¡Qué más quisiera yo! Pero puedo no volver más por tu casa. Es como estar ausente.

Clara rió.

—Y, sobre todo, es más cómodo. Piensas que me haces un favor y no te metes en líos. ¡El ideal, Carlos, lo que llevas haciendo toda tu vida!

Le miró con tristeza y se encogió de hombros.

—Es tarde y tengo que guisar. Llévate esas cosas de mi hermano y dale recuerdos de mi parte.

Se coló por debajo del mostrador y abrió media puerta.

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