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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (18 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—No soporta que Ceuta rinda tantos beneficios al califa de Granada —comentó Vergino.

Y pensó, con amargura, cuántos trabajos y aflicciones acarrean las rivalidades de los poderosos. O quizá fuera que el escualo que deja de nadar se ahoga. De pronto, se sintió deprimido. Pensó en la confabulación de Felipe el Hermoso, en el papa vergonzosamente sometido, en los acechantes hospitalarios, en los banqueros italianos que se frotaban las manos ante la perspectiva de eliminar a su principal competidor. Y en la abrumadora responsabilidad que descansaba sobre su débil espalda: salvar a la Orden del Temple, casi desahuciada. El maestre De Molay se lo había dicho cuando lo abrazó al despedirlo: «Ahora todo está en vuestras manos.»

Siguieron monótonas jornadas de camino. Vergino, taciturno, intentaba olvidar la fatiga del viaje y el dolor de sus huesos pensando en la misión del Temple y en el modo, ciertamente providencial, en que los primeros caballeros habían recibido las revelaciones que constituían el tesoro más preciado de la encomienda de Nois.

A ratos, en los descansos de las horas más calurosas, o cuando paseaba a la luz de la luna, se le unía el joven Lucas. Éste le había confiado sus anhelos de profesar en la orden. La prolongada convivencia con los dos freires había reverdecido sus anhelos místicos y si no importunaba de continuo a los templarios para que le explicaran la regla de la orden y sus costumbres, así como la vida de los novicios en Tierra Santa o en las encomiendas de Francia, era porque recordaba las recomendaciones de su tío, el abad, para que no molestara. Al joven, que hasta entonces no había salido nunca de su tierra natal, le fascinaban recorrer el mundo y la aventura en la que estaba inmerso. A veces, a pesar de las recomendaciones de su tío, no podía evitar hacer cábalas sobre el motivo secreto por el que cuatro cristianos peregrinaban a La Meca, la ciudad prohibida, haciéndose pasar por musulmanes. Quizá de las observaciones de los dos templarios, o de lo que ellos fueran a buscar en La Meca, o donde quiera que se dirigiesen, surgiría el plan de una nueva cruzada. Sería estupendo, pensaba Lucas Cardeña, participar de modo tan destacado en el inicio de una nueva cruzada que no se contentara con recuperar los Santos Lugares sino que, además, atacara a los sarracenos en el santuario de su religión, les tomara la Kaaba y su piedra negra y les demostrara que estaban en el error.

Lucas, por la noche, mientras Huevazos roncaba en la tarima de al lado, se pasaba las horas contemplando las estrellas y soñando despierto. Soñaba que al término del viaje lo recompensarían admitiéndolo en el Temple y que en la nueva cruzada alcanzaría el grado de general y ganaría famosas batallas, pues estaba seguro de ser un estratega superior a Saladino. Al término de la guerra, el papa lo recibiría en su palacio, lo condecoraría en presencia de los reyes de la cristiandad y le ofrecería un puesto destacado en el ejército cristiano. Entonces él, con la mayor sencillez, manifestaría su deseo de retirarse del mundo, de refugiarse como simple freiré en una encomienda templaria para consagrarse al estudio y a la oración.

En el camino, mientras atravesaban los sembradíos y los olivares o cuando descansaban a la sombra de los palmerales, Lucas no se cansaba de preguntar sobre las hazañas de los templarios en Oriente. Vergino lo instruía de buena gana, aunque sin mencionar las presentes tribulaciones de la orden.

—Cualquier caballero cristiano puede profesar en la orden con tal de que no sea leproso ni epiléptico, ni sufra alguna otra enfermedad contagiosa, ni haya sido expulsado de otra orden —le decía—. Sin embargo, no es un camino fácil y muchos novicios renuncian al cabo de cierto tiempo sin haber llegado a sargentos. Tendrías que prescindir de tu nombre familiar y jurar los votos monásticos: pobreza, castidad y obediencia.

—Aunque provengo de familia de alcurnia, nunca hemos nadado en la abundancia, porque la vida en la frontera es apretada —decía Lucas—. Por lo demás, siempre he guardado castidad, aunque ya habrá notado que al lado de Huevazos, que es un salido capaz de tirarse un hormiguero, no faltan ocasiones de solazarse con mujeres; finalmente, estoy acostumbrado a obedecer, no he hecho otra cosa en mi vida, primero a mi padre, que en paz descanse, y ahora a mi hermano.

—Entonces sabrás que la obediencia es a menudo fatigosa. Por eso en el juramento de la orden se nos advierte: «Pocas veces harás lo que deseas; si quieres estar en la tierra allende los mares se te enviará a la de aquende, si quieres estar en Acre se te enviará a Trípoli o a Antioquía o a Armenia o al Pouille o a Sicilia, o a Lombardía, a Francia o Borgoña, o a Inglaterra. Si quieres dormir, se te hará velar, y si alguna vez te apetece velar, se te mandará reposar en tu lecho. Cuando estés a la mesa hambriento se te mandará ir a donde se tenga a bien, y jamás sabrás adonde. Tendrás que soportar, con frecuencia, palabras malsonantes. Considera, gentil y dulce hermano, si estás dispuesto a sufrir con paciencia esos rigores.»

A Lucas le parecía razonable. Se había acostumbrado a no expresar en voz alta sus deseos porque inmediatamente se le ordenaba lo contrario y para salirse con la suya opinaba lo contrario de lo que realmente pensaba o fingía desear lo que detestaba. Por ese lado no iba a tener problema. Pero ¿y la orden?, ¿cómo se organizaba la orden?

—La jerarquía es militar —le explicó Vergino—. A la cabeza está el gran maestre, asistido por un lugarteniente, el senescal; por un mariscal, que es el jefe de la tropa, y por tres consejeros que son a la vez comendadores nominales de Jerusalén, Trípoli y Antioquía. El comendador de Jerusalén es también el tesorero. Los altos cargos restantes son el pañero, que atiende a la intendencia; el turcoplier, que es comandante de los mercenarios; el submariscal y el alférez. Este último manda las tropas auxiliares voluntarias. Tú, como donado temporal del Temple, estarías bajo su mando si estuviéramos en campaña.

Lucas asintió, complacido. Le hubiera gustado estar en campaña. En sus fantasías no faltaban las hazañas junto a los muros de Jerusalén, admirado desde altas ventanas por sarracenas de sedosas pestañas; soñaba con la fama del guerrero invicto, se veía dirigiendo victoriosas espolonadas, regresando a su pueblo cargado de botín, de cautivos, de gloria…

Vergino le había hablado de las categorías en la orden. El gran maestre disponía de cuatro caballos y lo acompañaban dos consejeros, un capellán, un secretario de cartas latinas y otro de cartas arábigas, que solía ser sarraceno converso o cristiano sirio, además de un paje escudero. Pero cuando entraba en batalla lo rodeaban diez combatientes de élite, a pesar de lo cual muchos maestres morían en combate. Lucas, con las manos detrás de la nuca, mirando las estrellas, soñaba con pertenecer a ese grupo escogido que combatía junto al maestre. Estaba dispuesto a pasar el riguroso noviciado, a ser primero sargento y vestir el manto pardo y cono, con la cruz templaria en el hombro izquierdo, antes de llegar a caballero. A Huevazos seguramente lo admitirían como auxiliar. Había muchos auxiliares al servicio de las encomiendas: caballerizos, armeros, bodegueros, panaderos, boticarios, físicos. Quizá Huevazos sirviera para cocinero. De hecho hacía comidas muy sabrosas con los elementos más pobres (tan pobres que a veces era preferible no preguntar qué clase de carne contenía el guiso, ni comprobar si las ancas de rana eran, en realidad, de sapo, o si las albóndigas de trucha que servía, tan lejos de cualquier río, en medio de un pedregal, eran lagarto o serpiente).

A algunas leguas de allí, Lotario de Voss también pensaba en su responsabilidad y le asaltaba nuevamente la duda de si su hermano continuaría en el aposento soleado que exigió para él, junto con el rancho de un guardia, que incluía carne dos veces por semana, o si, por el contrario, el rufián de Dubon, el alcaide, lo habría devuelto a la lóbrega mazmorra infestada de chinches en cuanto la carroza de Nogaret se perdió de vista. Sacudió la cabeza rechazando el siniestro pensamiento. «De nada sirve darle vueltas —se reprochó—. Ya lo sabré todo cuando regrese a París y, entonces, ¡ay de Dubon si no mantuvo su palabra!»,

En la proa del barco, con la mano sana firmemente asida a un cabo del velamen, el teutón absorbía ansiosamente el aire marino, otra vez la estupenda sensación de navegar, la verdadera libertad. Tras dos años de ausencia, sentía bajo sus pies el maderamen del navío, respiraba el aire yodado y salobre de la fría mañana, haciendo planes. Primero la venganza: mutilar a Beaufort, cortarle las manos antes de rebanarle la garganta. Después negociar la libertad de Gunter. Finalmente, el regreso al mar, con la fortuna y riquezas que lo esperaban en Bizancio, cerca del emperador.

26

Túnez

El posadero parecía sinceramente desolado.

—Llegan en mal momento, sidi, ayer entró la caravana de la sal y hoy comienza el mercado anual. Las fondas están a rebosar. No encontraréis alojamiento por ninguna parte. No obstante, un cuñado mío tiene una casa en el camino de Sidi Bu Said y está dispuesto a cederla a viajeros sin acomodo por un precio razonable.

—Nos alojaremos en cualquier parte —dijo Beaufort.

El posadero titubeó un poco.

—La casa es excelente, ventilada y con buenos techos, pero está al lado del cementerio de la Jemaa —avisó.

—No creo que nos molesten los difuntos —comentó Beaufort con una sonrisa.

El posadero sonrió a su vez y, volviéndose, llamó a un criado para que acompañara a los viajeros.

Era una casa ruinosa de dos pisos, con el mar a un lado y el cementerio al otro; desde luego, un lugar tranquilo. Huevazos se proveyó de un cubo y fue a la playa cercana, donde había visto pescadores sacando el copo. Regresó con una carga de peces, morralla más que otra cosa, y preparó unos espetos en la arena, al resguardo del viento marino.

Después de cenar sortearon las guardias, extendieron las mantas sobre las polvorientas tarimas de la habitación más resguardada y se echaron a dormir. Los caballos piafaban en el cobertizo, nerviosos.

Mientras tanto, en el extremo opuesto de la ciudad, el puerto de Túnez parecía un hormiguero a la luz de las antorchas y los fanales. Una carraca turca y dos naves genovesas habían aprovechado la subida de la marea para atracar, y una muchedumbre de porteadores descalzos se afanaba en vaciar las bodegas antes de que la bajamar depositara las naves en el fango.

Un hombre de aventajada estatura, con la mano izquierda enguantada, contempló la interminable fila de porteadores medio desnudos que cargaban fardos y barriles sobre las cervices encallecidas. Como todos ellos eran de natural ladrones, había casi tantos guardias como estibadores, y debido a que los guardias tampoco eran muy de fiar, los capataces tenían que andar ojo avizor examinando corrillos e interviniendo a la menor sospecha, lo que acentuaba la confusión.

El del guante de cuero observó con indiferencia aquella muchedumbre laboriosa, hasta reparar en un hombre sentado en un montón de maderos apilados que parecía ocioso. Lo vigiló atentamente por espacio de unos minutos, hasta que lo sorprendió mirando en una determinada dirección, y notó que no perdía de vista a otro igualmente desocupado que parecía contemplar el tráfago portuario desde el ventanuco de un figón. El del guante de cuero descubrió el juego: a pesar de la vigilancia, una cuadrilla de ladrones, en connivencia con otra de estibadores, estaba aligerando parte del fardaje de la nave turca. Para ello habían preparado un conveniente ángulo muerto apilando un enorme montón de canastas en un punto por donde forzosamente debían pasar los porteadores en su camino al almacén. Con ojo experto, Lotario vio cómo desaparecían de la vista de los guardias durante un tramo para reaparecer un instante después con el mismo bulto a la cabeza unos metros más allá. Quizá fuera mejor decir con un bulto parecido, porque en la desenfilada le daban el cambiazo, dejaban el bulto de las sedas y las especias de Oriente y lo sustituían por otro de apariencia similar que llenarían con pieles apolilladas y calabazas vacías.

Lotario de Voss sonrió, y, descendiendo de su observatorio, se abrió paso entre la multitud. Así que había dado con la persona que buscaba: la Hiena Ensangrentada había dejado por fin el mar y se dedicaba a las labores más tranquilas de tierra.

Lotario de Voss apartó un par de carretillas de mano que le cerraban el paso y se internó por un callejón oscuro detrás de la pila de canastas. No había avanzado más de diez pasos cuando advirtió que lo seguían. Se volvió. Detrás de él, en la boca del callejón, dos sombras blandían puñales curvos. Era previsible que delante aguardaran otros sicarios para cortarle la retirada. Escudriñó el fondo de las tinieblas y, en efecto, allí estaban tratando de pasar inadvertidos. Lotario se sonrió al constatar lo acertado de sus cálculos. Lo aguardaban tres individuos, uno de ellos tan corpulento que ocupaba por entero el estrecho pasillo entre los canastos. En aquella angostura no se podía manejar la espada. Con un suspiro de resignación, Lotario desenvainó la daga y echó mano de un pequeño broquel de cuero. De esta guisa se arrimó a las canastas y, sin dar la espalda al trío que le cortaba el paso, desando su camino hacia la boca del callejón, donde lo esperaban los dos sicarios.

La pelea fue breve. Uno de los facinerosos, más bravo o menos avisado, se adelantó unos pasos y se puso en guardia, ligeramente flexionado, los brazos extendidos y el puñal delantero, pero Lotario le lanzó el cuchillo con tal tino que le acertó plenamente en la garganta y la punta le salió por la cerviz. Antes de que el herido cayera al suelo, Lotario recuperó el cuchillo con un movimiento circular que terminó de abrirle la garganta. El otro sicario, ciego de furor, se lanzó por encima del cadáver de su compañero, pero el broquel detuvo la puñalada y le sujetó el brazo armado el instante necesario para que el cuchillo lo degollara con un corte breve y profundo tras cortarle tres dedos de la mano con la que intentó protegerse.

—¡Por toda la mierda del culo del Koudi! —resonó una maldición al otro extremo de la calleja.

Lotario de Voss se volvió lentamente. Blandía todavía el puñal ensangrentado y mantenía la guardia, ligeramente agazapado, las manos separadas del cuerpo, pero con la expresión tranquila del que acepta la muerte como mero peaje de su sacrificado oficio. Se disponía a abrirse paso cuando identificó la voz del que había hablado y sonrió heladamente.

—¿Hiena Ensangrentada? —inquirió con voz ronca.

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