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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (21 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Abandonaron las ruinas y caminaron hacia la playa. Estaba la mar muy baja y al otro extremo de la inmensa llanura de arena las olas batían cansinamente. Bandadas de gaviotas sobrevolaban la mar y se congregaban a lo lejos. Los dos templarios habían guardado silencio mientras caminaban. A la orilla del agua, Beaufort se volvió hacia su compañero.

—¿Qué haremos ahora? ¿Debemos seguir?

Vergino reflexionó.

—Hay un historiador antiguo, un tal Polibio, tan antiguo en verdad como la ciudad que hemos visto… Polibio dice que la historia no está toda en manos de los hombres, que al lado de la voluntad de los grandes que hacen y deshacen está la
tyche
, es decir, lo imponderable, o sea, el azar. Polibio era un pagano, quizá quería decir que la Providencia a veces lanza los dados y acepta que el resultado no sea el que ella misma determina. Todo parece indicar que Dios ha abandonado al Temple, pero quizá Dios haya dejado algo al azar...

—¿Qué cosa?

—Nosotros, hermano Roger. Dos templarios libres. Dos templarios a salvo del rey de Francia; dos templarios que conocen la existencia del Arca, enviados a buscarla. La orden nos ha educado para que seamos como flechas que una vez en el aire buscan el blanco, incluso si el arquero ha sucumbido después de dispararlas. La orden nos ha enviado a conquistar un talismán que reúne el poder de Dios sin otro propósito que ponerlo nuevamente al servicio de la cristiandad. Creo que nuestra misión está por encima de las contingencias temporales, incluyendo en ello el encarcelamiento y hasta la disolución de la orden. Por otra parte, si hay un proceso justo, al final se conocerá la verdad y el Temple recuperará su honor.

Pasearon en silencio a lo largo de la playa.

—Vergino, hermano —dijo Beaufort con una sombra de preocupación—. ¿Dónde está la encomienda de Nois, a la cual pertenecemos tú y yo? ¿Por qué nunca me han enviado allá?

Vergino se detuvo y miró a su camarada.

—Nois es una encomienda sin territorio —declaró—. Está en la casa del Temple, en París.

—¿Una encomienda sin territorio? —se extrañó Beaufort—. ¿Para qué puede servir una encomienda sin tierra?

—Sirve para estudiar y esclarecer la condición humana —dijo Vergino—. Para estudiar a Dios.

—Es la orden de Sión, ¿verdad?

Vergino dirigió una mirada suspicaz a su compañero.

—¿Dónde has oído hablar de esa orden?

—En los quince años que llevo en París he oído decir que algunos hermanos pertenecían a Sión.

Vergino asintió.

—Supongo que debo confiarte ese secreto. En realidad no sé si tendrá mucho sentido guardarlo ahora dadas las circunstancias y en cualquier caso nadie tiene más derecho a conocerlo que tú, como portador de la Palabra.

Tomaron asiento sobre los restos de una barca medio enterrada en la arena y Vergino prosiguió:

—Esta idea de obtener el Arca y utilizar contra los sarracenos el propio poder de Dios la tuvo un hombre santo hace mucho tiempo. Por eso se fundó la Orden del Temple y se otorgó el solar del Templo de Salomón. Entonces creían que debajo del Templo existía un subterráneo en el que, en los tiempos de la destrucción, los judíos habían ocultado el Arca para preservarla de los enemigos.

—¿No pudieron usarla contra ellos? —aventuró Beaufort.

—El Arca actúa solamente ante la invocación del nombre secreto de Dios. El rey sacerdote de los judíos conocía el Nombre, pero a veces, debido a las disensiones que surgían entre ellos, el depositario del Nombre no militaba en el bando de los que custodiaban el Arca.

—Comprendo.

—El caso es que los primeros templarios excavaron afanosamente en el solar del Templo de Jerusalén, removieron toneladas de escombros ahondando hasta donde no había llegado nadie, acribillaron la montaña sagrada en busca del escondite del Arca y los tesoros, pero no dieron con él. Al propio tiempo trataron con las sectas cristianas establecidas en Tierra Santa desde el tiempo de Cristo y conocieron la verdad del nacimiento de la Iglesia de Roma, un secreto que no podía divulgarse sin poner en peligro la autoridad del papa y el fundamento mismo, no sólo de la cruzada, sino del orden del mundo. Por eso decidieron que este conocimiento peligroso no saliera de un círculo restringido de iniciados y fundaron la Orden de Sión, un Temple secreto dentro del Temple.

—Sin embargo a mí me destinaron a la orden de Sión, en su encomienda de Nois, y nadie me ha revelado esos secretos terribles.

—Tu ingreso en la orden fue accidental. El maestre Guillermo de Beaujeau, en su agonía, te confió el secreto del Nombre de Dios, el más recóndito secreto de la Orden de Sión. Por eso te enviaron a París y te confinaron en la casa madre, a pesar de tus reiteradas solicitudes para regresar al combate. La orden no puede permitirse que muera el portador del Nombre. Si ahora te ha puesto en peligro enviándote en busca del Arca es porque sólo el portador del Nombre puede acercarse a ella. En la situación desesperada en la que se encuentra el Temple, su supervivencia puede depender de tu memoria.

—Aún no me has revelado esos secretos de Sión—. Vergino reflexionó.

—Creo que, en las actuales circunstancias, debes saberlos. Espero que lo que vas a oír no te escandalice. —Guardó silencio un momento mientras ordenaba sus pensamientos y prosiguió—: En las excavaciones del Templo de Jerusalén, los primeros templarios no encontraron nada, pero cuando indagaron entre las pequeñas sectas cristianas que no obedecían a Roma, y leyeron documentos que Roma no controlaba, descubrieron la verdad del cristianismo: Cristo era un príncipe de sangre que luchaba contra los romanos para recuperar su trono.

—¿Es posible? —exclamó Beaufort sin ocultar su sorpresa.

—Cuando Cristo murió —prosiguió Vergino—, sus incondicionales se dividieron en dos grupos, el de Juan y el de Pedro, pero poco después se formó un tercer grupo que seguía a Pablo. Éste fue más inteligente que sus competidores, se hizo con el poder y fundó la Iglesia. Para ello se inventó un Cristo completamente falso que se ajustaba a sus propósitos. Cuando san Bernardo y Hugo de Payens conocieron la verdad decidieron fundar la Orden del Temple, que en realidad engloba dos órdenes, la exterior, a la que todos los freires pertenecemos, y la interior y secreta, que es la encomienda de Nois, o sea, la Orden de Sión. Desde entonces, los templarios de la Orden de Sión hemos abrazado al verdadero Jesús, hemos rechazado la Iglesia de Pablo, y nos hemos convertido en juanistas y petristas. Eso es lo que significan las dobles advocaciones de nuestros santuarios, los dos caballeros que comparten el caballo, o el doble trazo de las cruces de nuestras iglesias. San Pedro, nuestro santo, lleva en las manos una llave de oro y otra de plata. La de plata representa al Temple que tú conoces; la de oro, al Temple que no conoces aunque pertenezcas a él, a la Orden de Sión. El Dios de nuestra orden no es el de la Iglesia, es el Dios único de la sabiduría, un Dios que es común a la humanidad, más antiguo que las Escrituras, que las sectas y que las religiones.

30

Vergino hizo una pausa. Había dibujado en la arena una especie de tablero en el que se cruzaban y entrecruzaban líneas en orden geométrico. Lo borró todo con la palma de la mano y volvió a empezar.

—Dentro de unas semanas —prosiguió— pasaremos bajo la sombra de las pirámides, en el país del Nilo. ¿Has oído hablar de las pirámides?

—Creo que sí —repuso Beaufort—. Unas montañas de piedra construidas por un rey de los romanos.

—Algo así —dijo Vergino—. Son tan antiguas que ya estaban ahí cientos de años antes de que naciera Moisés y de que Dios se le revelara en el monte Sinaí. Moisés conoció por los egipcios la existencia de un Dios único al que adoran distintos pueblos, un Dios cuya única exigencia es el amor y la armonía, la justicia y la piedad.

Beaufort permaneció en silencio. Las olas iban ganándole terreno a la playa a medida que subía la marea.

—Pues ¿cómo era el Jesús verdadero? —preguntó al fin.

—No era hijo de un humilde carpintero ni tuvo que refugiarse en Egipto. Era un príncipe de la estirpe de David, el heredero del reino de Israel.

Beaufort, sorprendido, miró al anciano.

—¿Es posible?

Vergino asintió gravemente y prosiguió:

—En Israel existían dos dinastías paralelas: por una parte, la de David, que representaba a la realeza; por otra parte, la de Aarón, el sumo sacerdote, que representaba al Templo. El Mesías rey y el Mesías sacerdote estaban estrechamente asociados. Jesús, como descendiente de David, representaba a la realeza, mientras que Juan el Bautista, como descendiente de Aarón, representaba al Sumo Sacerdocio. El descendiente de Aarón legitimaba al descendiente de David. Eso es lo que hizo Juan cuando bautizó a Jesús: conferirle la investidura real necesaria para que el pueblo lo aceptara como legítimo rey. Por eso Herodes eliminó al Bautista.

Beaufort estaba tan impresionado por aquellas revelaciones que se sintió desfallecer. Agarró de la manga a Vergino y le confesó:

—Hermano, todo esto me aturde.

Vergino asintió.

—Lo sé, Roger, pero será mejor que conozcas estas cosas antes de seguir adelante en una tarea que quizá sea demasiado pesada para nosotros dos, porque ahora estamos solos y no podemos contar con la ayuda de nadie.

—Jesús y Juan el Bautista —prosiguió Vergino—, la casa real y la sacerdotal unidas.

—Entonces —murmuró Beaufort—, ¿de quién era hijo Jesús?

—De Judas el Galileo, también llamado Judas de Gamala, el heredero del trono. Los romanos lo capturaron y lo ejecutaron en el año seis, durante la rebelión del Censo, cuando Jesús tenía unos diez años de edad. También habían ejecutado a su abuelo, Ezequías.

—Estoy anonadado —confesó Beaufort—. Sé que soy un ignorante, pero jamás hubiera pensado que Jesús tuviera sangre real.

—Era el heredero de una dinastía expulsada por los invasores extranjeros —precisó Vergino—. Con ayuda de los patriotas intentaba recuperar su trono en justa guerra. Jesús aspiraba a que su pueblo lo reconociera como Mesías. Los primeros templarios abrazaron esa doctrina, y desde entonces tuvieron por apóstol a Juan el Bautista. De hecho, en la Orden de Sión veneramos a san Juan a través de su única reliquia: la cabeza cortada.

—¿Es ése el Bafomet por cuya causa dice el hermano Alain de Perrault que nos acusan ahora de idolatría?

Vergino asintió.

—Durante siglos, los cristianos juanistas veneraron la cabeza del Bautista en la basílica de Damasco. Luego, los sarracenos conquistaron Siria y transformaron en mezquita la basílica, pero continuaron venerando la cabeza de san Juan en su templete de mármol, hasta el punto de que la transformaron en símbolo de la doctrina secreta. El tiempo ha ido enriqueciendo este símbolo.

—No comprendo lo que quieres decir —confesó Beaufort.

—Quiero decir que con el símbolo de la cabeza de san Juan se pueden entender otras cosas. La cabeza representa la legitimidad del sacerdocio de Aarón, y la distinción de la estirpe de Jesús, pero también la sabiduría que debe buscar el templario. Esa sabiduría es, en última instancia, la garante de la paz y el progreso. La Orden de Sión no se conforma con prometer a los fieles un paraíso en la otra vida, quiere que también sean felices en ésta; aspira a instaurar la paz universal después de terminar con las injusticias y con las guerras.

A Beaufort aquellas revelaciones le aclaraban muchas cosas pero, al propio tiempo, le planteaban interrogantes sobre otras que hasta entonces había admitido con fe.

—Pero el Jesús que nos describen las Escrituras es muy distinto de ese que me cuentas.

—Las Escrituras se compusieron muchos años después de morir Jesús. No son fiables. Los que las escribieron obedecían las consignas de la Iglesia de san Pablo, y ofrecieron la imagen de Cristo y de los acontecimientos que convenía a sus intereses. —Tomó un trozo de madera y trazó signos y rayas en la tupida arena—. San Pablo era un mercader y se había propuesto vender una religión al mundo romano, aunque para ello tuviera que incorporar al cristianismo muchos mitos paganos absurdos. Por lo tanto suprimió al Jesús histórico, se inventó al celestial y consiguió imponer como religión oficial del imperio ese cristianismo inventado por él. En manos de la Iglesia, Jesús dejó de ser el rey de Israel y el representante de la estirpe de David para convertirse en Dios mismo encamado. Por eso se perdió la verdad: Jesucristo, un príncipe depositario de los derechos que el Arca y el
Shem Shemaforash
representan, no un humilde carpintero que hacía milagros. En tiempos de Jesús, los judíos creían que la venida del Mesías era inminente y que la dinastía davídica iba a ser restaurada por el
res galutha
, o sea, el rey de Israel, el heredero del mundo.

—Entonces Jesús no era Dios —concluyó Beaufort.

—Ya sé que es difícil pensarlo —convino Vergino—. ¿Crees tú que Dios podría enviar a su hijo a la cruz para expiar un supuesto pecado de la Humanidad, siendo Él el propio juez de esa Humanidad? ¿No sería más fácil, y más sensato, perdonárselo directamente? Por otra parte —prosiguió Vergino—, ¿de qué pecado se trata? De un pecado que cometieron Adán y Eva. ¿Crees propio del Dios justo castigar a todos los hombres por un pecado cometido por dos remotos antepasados?

—No; no me parece justo —repuso Beaufort—, pero así nos lo han enseñado.

—El mundo es una cadena de injusticias, muchas de ellas consentidas cuando no cometidas por la religión. El objetivo de la Orden de Sión consiste en facilitar el advenimiento de un orden nuevo, ayudar a construir un mundo en el que reinen la armonía y la justicia. Eso es lo que Dios quiere.

—Si los templarios sostenemos que Jesús no es Dios, entonces hay algo de verdad en las acusaciones del rey Felipe —observó Beaufort.

Vergino asintió,

—Es posible que algunos miembros de la encomienda de Nois hayan confesado en el potro de tormento. Nadie puede soportar indefinidamente la tortura. Y si el papa conoce estas doctrinas no es extraño que pretenda acabar con los templarios. Su pontificado no es más que un poder temporal que tiende a perpetuarse. La Iglesia de san Pablo se convirtió, desde su mismo inicio, en una cueva de mercaderes atentos sólo a los beneficios y ebrios de poder. Crucificarían de nuevo a Jesús si volviera a nacer.

Las olas batían sobre las rocas emergentes de la playa, vestigios de un antiguo embarcadero púnico, levantando crestas de espuma. Beaufort las contemplaba sin verlas, devorado por la fiebre de las revelaciones.

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