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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (16 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Lotario de Voss pensó en Gunter, que a esa hora estaría en su camastro del calabozo oscuro, sintiéndose el más desdichado del mundo, sin saber que su hermano se estaba acordando de él. Rechazó los pensamientos deprimentes, que no conducían a nada, y fantaseó con sus triunfos. En el plazo de dos meses, tres a lo sumo, habría arrebatado a los templarios el secreto del Arca. Entonces regresaría a la Berbería, pondría el talismán a buen recaudo y enviaría una carta a Nogaret con sus condiciones: una galera nueva, bien equipada, con Gunter a bordo y cincuenta libras tornesas. El intercambio se realizaría en una playa solitaria a la que acudiría con una escolta de confianza. Nogaret entregaría la galera, con Gunter y el oro a bordo, y sus hombres la pondrían a buen recaudo. Sólo entonces facilitaría el Arca al rey de Francia. Para los que creían en la magia del Arca, el precio sería razonable y hasta barato. Lotario de Voss no creía en magia alguna, solamente en el poder del oro, con el que un hombre decidido y capaz podría forjarse el futuro.

Lotario había planeado su propio destino y el de su querido Gunter. La coyuntura no podía ser más favorable. Un año antes, un aventurero aragonés llamado Roger de Flor, con unos cientos de almogávares de su tierra, se había adueñado de Bizancio. En sus correrías por el Mediterráneo, Lotario de Voss se había topado con partidas de almogávares. Vestidos de pieles, calzados con toscas sandalias y sin cota ni perpunte, aquellos guerreros temibles entraban en combate golpeando el suelo con sus chuzos y haciendo sonar las espadas contra los escudos al tiempo que proferían el grito de guerra: «
Desperta, ferro
!» Bizancio, la ciudad de las cien iglesias de mármol y diez mil estatuas de bronce, la heredera del Imperio romano, se había sometido a aquellos salvajes que olían a cabra. El emperador Andrónico II había otorgado a su caudillo los títulos de megaduque, general y almirante, y la mano de su sobrina, una verdadera princesa de Bizancio. Ahora los almogávares y su flamante general luchaban contra los turcos en Asia Menor, un lugar excelente en el que cualquier hombre arrojado haría fortuna. En sus años de pirata, Lotario de Voss había conocido a algunas tribus del litoral y sabía dónde contratar a buenos mercenarios, como los indómitos cenetes al servicio de Muhammad III de Granada, con los que se cruzaba a veces. No era difícil encontrar hombres: beréberes expulsados por el desierto, montañeses sicilianos, marinos cretenses, gentes rudas y arrojadas, disciplinadas, sufridas, que podrían igualar a los aragoneses de Roger de Flor. Sabía en qué puertos encontrar desertores de la Hansa, varegos de piel clara y trenzas rubias, descendientes de los vikingos, con la bravura de sus antepasados en la sangre. Sólo necesitaban un capitán que los dirigiera y botín y pelea que los estimulara. Sabía incluso a qué puerta debía dirigirse para ofrecer sus servicios. El califa turco Otman estaba extendiendo su reino por el mar de Mármara y no le importaba contratar mercenarios centroeuropeos.

Con estas ensoñaciones, Lotario de Voss se quedó dormido.

22

—«¡Valle de Almería, cuando te contemplo mi alma vibra como vibra al blandirse una espada de la India!» —declamó Vergino. Y volviéndose hacia sus acompañantes explicó—: Son versos de un poeta musulmán.

El valle de Almería lucía al sol con su bahía azul, sus muros pardos y su ciudad blanca. Era uno de los puertos más importantes del Mediterráneo, guardado por una fuerte alcazaba de la que partían dos lienzos de murallas torreadas que rodeaban el caserío y el puerto.

Beaufort pensó en Acre.

La puerta de la muralla estaba abierta y ante ella se habían congregado decenas de asnos y camellos cargados de mercaderías. Los arrieros, en corrillos, charlaban con un ojo puesto en la carga mientras esperaban turno para comparecer ante el caíd de la puerta. Todo el que entrara en la ciudad debía satisfacer un impuesto por su persona y otro por las mercaderías. El jefe de los guardas era un aduanero experto y sospechó del grupo que llegaba tan temprano sin carga. Se dirigió cachazudamente a Roger de Beaufort y le espetó:

—¿Quiénes sois y de dónde venís?

—Vamos a La Meca, sidi, a la peregrinación del profeta —se apresuró a responder el joven Lucas Cardeña.

—Se lo he preguntado a él —dijo el jefe de policía mirando a Roger de Beaufort fijamente a los ojos. Dos de sus hombres rodearon al interpelado, las lanzas listas.

Huevazos lanzó un ruidoso suspiro y miró con disimulo el bulto de ropa donde había ocultado su espada y su perpunte. Sólo había que apartar un pliegue y tirar de la empuñadura. En un santiamén, los dos guardias estarían muertos. Cruzó una mirada con su amo, pero Lucas parecía tranquilo.

—Estoy aguardando tu respuesta —se impacientó el jefe de policía. Había acercado su rostro al del viajero.

—El muchacho ha respondido por mí —objetó Beaufort suavemente—. Vamos a La Meca.

El árabe que hablaba Roger de Beaufort delataba su origen extranjero. El jefe de policía sonrió.

—¿De dónde provienes tú? ¿Egipcio, sirio?
¿Por
qué has intentado ocultar tu procedencia?

Por toda respuesta, Roger de Beaufort metió su mano derecha bajo el manto de viaje y extrajo el salvoconducto. El jefe de la policía palideció cuando vio el forro rojo de cuero con las insignias de Granada y el lema «Sólo Alá es vencedor» repujado en el centro. Aquellos viajeros que se aventuraban por los caminos sin escolta contaban con la protección directa del califa. No obstante, su obligación era hacer las comprobaciones pertinentes, y tampoco quería dar a entender a sus hombres que se amedrentaba ante un salvoconducto de la Alhambra. Abrió el estuche, extrajo reverencialmente el documento, lo desdobló y reconoció los sellos de plomo teñido y los adornos en bella cursiva cúfica que lo orlaban. Algunas veces había visto de lejos una carta bermeja, pero nunca había tenido una en la mano. La propia representación del poder. Pesaba y quemaba. Se la devolvió inmediatamente a su dueño.

—Sidi —tartamudeó inclinándose respetuosamente y llevándose la mano al pecho—, es un honor poner mi vida y mi espada a tu servicio.

Y como advirtiera que sus hombres, embobados, continuaban apuntando con las lanzas al forastero, propinó una patada en el trasero más cercano al tiempo que le gritaba:

—¡Asno, aparta del camino y abre paso a estos señores! ¡Despejad la puerta!

Roger de Beaufort guardó el documento.

—Creí que no salíamos de ésta —le confió, en francés, a Vergino.

—Querido hermano —le contestó éste—, san Juan nos allanará el camino.

Almena era una urbe rica y bien ordenada, un puerto privilegiado y un emporio comercial al que afluían productos de África y de Europa. Los barrios populares y los cuarteles ocupaban la falda del cerro, mientras que por la llanura se extendía el barrio residencial de los comerciantes y funcionarios. Al otro lado de un cauce seco, por el que discurrían carros de provisiones, estaba el barrio franco, donde residían los mercaderes cristianos. Este sector estaba separado del resto de la ciudad por una puerta que se cerraba de noche.

Los falsos peregrinos atravesaron el barrio de los francos, una calle ancha con los consulados a ambos lados disputándose el espacio: los venecianos, los genoveses, los florentinos, los pisanos, los lombardos; incluso los hanseáticos, que cambiaban ámbar del Báltico por oro africano y pimienta.

Cruzaron la ciudad y llegaron al famoso puerto, un recinto amplio y seguro, al amparo de una bahía abierta, con las aguas tan calmas que los musulmanes lo llamaban el espejo del mar. Se alojaron en una fonda del barrio musulmán. Mientras Vergino escribía cartas, los otros salieron a dar un paseo por el puerto. Lucas y su escudero nunca habían visto el mar y se sorprendieron ante el bosque de mástiles que se alzaba sobre las aguas quietas, las combas naves comerciales, altas como castillos, cerrados muros de madera en cuya bodega cabían cien toneles o más, los intensos olores de la brea de calafatear hirviendo en calderos, las estilizadas galeras de guerra, la confusión de banderas y gallardetes, el trasiego de fardos, las recuas de asnos que transportaban costales de trigo, el hierro, la lana, los arropes, las manufacturas, las seras de higos, las cajas de salazón, el hierro en lingotes, todo llamaba la atención de aquellos visitantes de tierra adentro.

Compraron unos buñuelos bañados en miel y le preguntaron al vendedor si zarparía algún barco para el Magreb.

—Todos esos barcos van a Ceuta —respondió el buñuelero señalando los muelles—. Desde que el califa Muhammad, Alá derrame sobre él sus bendiciones, conquistó Ceuta, hay tal trasiego con ella que parece que no existen más ciudades en el mundo. Ahora bien, os prevengo de que los buñuelos de miel que fabrican allí son de inferior calidad. ¿Os pongo dos docenas?

Por la tarde, el prefecto de la policía, alertado por el aduanero, llegó a la fonda para presentar sus respetos a los embajadores del califa que viajaban provistos de una carta bermeja.

—He sabido que habéis ajustado vuestro viaje a Ceuta en un barco que zarpa pasado mañana —dijo, haciendo la zalema—. ¿Estoy en lo cierto, sidi?

—Así es —respondió Vergino devolviendo el cumplido.

—Habéis elegido sabiamente, porque el patrón es persona de absoluta confianza, el barco sólido y la marinería experta. En fin —añadió viendo que no lo invitaban a sentarse—. No quiero perturbar vuestro descanso. Si en algo os puedo servir, consideradme vuestro criado. Mi casa y mi persona están a vuestra disposición.

—¡Que Alá recompense tus desvelos! —dijo Vergino mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Nos hemos alojado dignamente y no tenemos necesidad alguna. No obstante, cabe la posibilidad de que detrás de nosotros llegue un cristiano franco que pretende pasar a Ceuta. Sería de mucho servicio para el califa que ese nombre no embarcara.

—¡Oír es obedecer! —exclamó el policía—. Registraré sus equipajes, encontraré contrabando, lo internaré en una mazmorra de la Chanca y lo interrogaré personalmente. Romperé siete látigos, si es necesario, hasta que confiese que suministró la quijada con la que Caín mató a su hermano e instigó el asesinato. ¡A buscar pruebas inculpatorias no hay quien me gane, sidi!

—No lo dudo —convino Vergino disimulando el asco que le inspiraba aquel sujeto.

—También puedo decapitarlo o mutilarlo si ése es vuestro deseo —se ofreció el prefecto.

—No será necesario —dijo Vergino—. Con el calabozo será suficiente. Que no embarque en una buena temporada y tendremos en cuenta vuestro servicio cuando regresemos junto al califa.

El prefecto de policía se marchó contentísimo y ordenó que se redoblara la vigilancia de las puertas y los muelles.

23

Lotario de Voss había vendido el caballo en la última casa de postas y llegó a Almería caminando al caer la tarde. El teutón era de natural receloso y tenía por costumbre observar las ciudades antes de entrar. Se sentó a la sombra
de
un escuálido palmeral, frente a la puerta de Guadix, y almorzó tranquilamente pan candeal regado de aceite y manzanas agrias mientras contemplaba el trajín de la aduana. Lo que observó era preocupante: los guardas apenas prestaban atención a los arrieros cargados de fardos, pero interrogaban a los viajeros que llegaban solos.

Era evidente que buscaban a alguien. ¿A él, quizá? Si el rey de Francia tenía informadores dentro del Temple, era lógico pensar que también los templarios dispusieran de espías entre los oficiales reales. Probablemente, el gran maestre sabía que Nogaret había enviado un hombre en pos de Beaufort y Vergino. Los mercaderes lombardos estaban también en el secreto.

Quizá los cuatro hombres que había matado en Almuradiel no eran los únicos que lo buscaban.

Un chasquido a su espalda lo puso en guardia, pero resultó ser una falsa alarma: una cigüeña se había posado en la copa de una palmera. Lotario reanudó sus cavilaciones. Caminos hay muchos, pero los puertos de embarque para África son contados. El lugar idóneo para localizarlo era Almería. Templarios o lombardos, los dos eran enemigos suficientemente poderosos y bien relacionados como para sobornar al caíd de Almería y conseguir que lo cargase de cadenas en cuanto pisara la ciudad. Incluso era posible que la policía contara con una descripción suya razonablemente exacta. En cualquier caso sería mejor tomar precauciones.

En una ciudad portuaria con las puertas bien guardadas sólo se puede entrar por dos caminos: escalando la muralla o por mar. Lotario de Voss no disponía de escala ni contaba con un compinche que le arrojara una soga desde las almenas. Por un momento pensó en la posibilidad de sobornar a un arriero para que lo ayudara a entrar en la ciudad, pero rechazó la idea. El arriero aceptaría su dinero y luego lo denunciaría a las autoridades. Se imaginó escalando el muro con mil fatigas para encontrarse con una cuadrilla de guardias al mando de un prefecto de policía deseoso de hacer méritos.

Le quedaba el mar. Echó a andar y se alejó playa adelante. Pasó junto a media docena de barcas en una aldea de pescadores. Le echó el ojo a la que parecía más marinera y pasó de largo hasta que alcanzó la desembocadura del río Andarax, donde se ocultó dentro de un cañaveral espeso y se fabricó un lecho de juncos cómodo y fresco para esperar tranquilamente a que se hiciera de noche. Distrajo el hambre mordisqueando unos cuantos tallos blandos mientras contemplaba la puesta de sol. No tardaron en aparecer las estrellas, iluminando débilmente una noche sin luna. En las chozas de los pescadores se encendieron algunas lámparas. Cuando se apagaron, Lotario aguardó un rato antes de abandonar su escondite y regresar a la playa por la línea del mar, para que la marea creciente borrara sus huellas, y empujar hasta el agua la barca que había escogido. Encajó los remos tan sigilosamente como pudo y comenzó a remar mar adentro. Cuando se alejó suficientemente de la costa viró hacia poniente y mantuvo el rumbo en dirección a las luces del puerto. Había a su derecha una escollera que le pareció a propósito para desembarcar discretamente. Se dirigió hacia ella y ató la embarcación a un saledizo.

En el extremo opuesto de la escollera un centinela roncaba dentro de su caseta. Pasó junto a él sin hacer ruido y avivó el paso por la cresta del malecón, camino del puerto. Un poco más adelante comenzaban las atarazanas y los almacenes, separados por callejones donde pululaban bujarrones y pajilleras. Lotario de Voss, con su hatillo bajo el brazo, un gorro de fieltro en la cabeza y descalzo a usanza marinera, pasó de largo sin atender los requerimientos de unos u otras y se internó por el sector más iluminado de los mesones y los prostíbulos oficiales. Oculto detrás de una pila de cestas vacías, se adecentó hasta donde lo permitía su parco equipaje. Cuando reapareció calzado y peinado cualquiera lo hubiera tomado por un patrón de barco o por un contramaestre hanseático.

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