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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (17 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Dios, que no necesita nada, da por amor la existencia a criaturas completamente innecesarias, a fin de que El pueda amarlas y perfeccionarlas. Crea el universo previendo —¿o deberíamos decir «viendo», pues en Dios no hay tiempo?— la zumbante nube de moscas en torno a la Cruz, Su espalda desollada contra el rugoso madero, los clavos hundidos en la carne atravesando los nervios, la repetida asfixia creciente a medida que el cuerpo desfallece, la reiterada tortura de la espalda y los brazos al enderezar el cuerpo una y otra vez para poder respirar. Si se me permite una imagen biológica, diría que Dios es un «huésped» que crea deliberadamente Sus propios parásitos; nos da el ser para que podamos explotarlo y «sacar provecho» de El. Esto es el amor. Este es el diagrama del Amor en sí mismo, el inventor de todos los amores.

Dios, como Creador de la naturaleza, implanta en nosotros tanto los amores-dádiva como los amores-necesidad. Los amores-dádiva son imágenes naturales de El mismo; cercanos a El por semejanza, no son necesariamente, ni en todos los hombres, cercanía de aproximación. Una madre abnegada, un buen gobernante o maestro pueden dar y dan, mostrando así continuamente esa semejanza, sin que llegue a ser semejanza de aproximación. Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios. Son más bien correlativos, opuestos; no como el mal es opuesto al bien, sino como la forma de una torta es opuesta a la forma de su molde.

Pero, además de estos amores naturales, Dios puede conceder un don muchísimo mejor o, más bien —ya que nuestras mentes tienen que dividir y compartimentar—, dos dones.

Él comunica a los hombres una parte de su propio Amor- Dádiva, diferente de los amores-dádiva que ha infundido en su naturaleza. Estos amores nunca buscan, así, simplemente, el bien del objeto amado por el bien del objeto en sí. Se inclinan en favor de los bienes que pueden conceder, o de los que ellos prefieren, o bien de los que se adecúan a una imagen preconcebida de la vida que ellos desean que se lleve a término; pero el Amor-Dádiva divino —el Amor en sí mismo que actúa en un hombre— es enteramente desinteresado y quiere simplemente lo que es mejor para el ser amado.

Dicho de otro modo, el amor-dádiva natural va siempre dirigido a objetos que el enamorado considera en cierto modo intrínsecamente dignos de amor: objetos hacia los que lo atraen el afecto o el eros, o un punto de vista que ambos comparten o, a falta de eso, se inclina hacia los que son agradecidos o hacia los que se lo merecen, o tal vez hacia aquellos cuyo desamparo conmueve y obliga a decidirse por ellos.

Pero el amor-dádiva en el hombre le permite también amar lo que no es naturalmente digno de amor: los leprosos, criminales, enemigos, retrasados mentales, a los amargados, a los orgullosos y a los despreciativos.

Y, finalmente, como por una gran paradoja, Dios capacita al hombre para que tenga amor-dádiva hacia El Mismo. Es claro que, en un cierto sentido, nadie puede dar a Dios nada que no sea ya suyo, y si ya es suyo, ¿qué ha dado el hombre? Pero si, como es obvio, podemos desentendemos de Dios, desviar de El nuestra voluntad y nuestro corazón, también, en ese sentido, podemos entregárselos. Lo que es Suyo por derecho, y que no existiría ni por un instante si dejara de ser Suyo (como la canción en el que está cantando), lo ha hecho sin embargo nuestro, de tal modo que podemos libremente ofrecérselo a El de nuevo. «Nuestras voluntades son nuestras para que podamos hacerlas Tuyas». Además, como todos los cristianos saben, hay otra manera de dar a Dios: cada desconocido a quien alimentamos y vestimos es Cristo. Y esto es amor-dádiva a Dios, lo sepamos o no. El Amor en sí mismo puede actuar en los que nada saben de El. Las «ovejas» de la parábola no tenían ni idea ni del Dios escondido en el prisionero al que visitaban ni del Dios escondido en ellas mismas cuando hacían la visita. (Pienso que toda la parábola se refiere al juicio de los gentiles, porque comienza diciendo, en griego, que el Señor convocará a «todas las naciones» ante El: presumiblemente, los gentiles, los
goyim
.)

Ese amor-dádiva viene por la Gracia, y todos estarán de acuerdo en que debería llamarse caridad. Pero debo añadir algo que quizá no sea fácilmente admitido. Dios, a mi modo de ver, concede dos dones más: un amor-necesidad de Él sobrenatural, y un amor-necesidad sobrenatural de unos para con otros. Con el primero no me estoy refiriendo al amor de apreciación por El, al don de adoración. Lo poco que tengo que decir sobre este tema tan elevado —elevadísimo— vendrá más adelante. Me refiero ahora a un amor que no sueña con el desinterés, sino a una indigencia sin fondo, como un río que va haciendo su propio cauce, como un vino mágico que al ser escanciado crea simultáneamente el vaso que lo contiene, así convierte Dios nuestra necesidad de El en amor-necesidad de El. Lo que es todavía más extraño es que cree en nosotros una más que natural receptividad de la caridad por nuestros semejantes, necesidad que está muy cerca de la voracidad, y como nosotros somos ya tan voraces, parece una gracia extraña; pero no puedo sacarme de la cabeza que esto es lo que sucede.

Consideremos primero ese sobrenatural amor-necesidad de Dios, concedido por la Gracia. Por supuesto que la Gracia no crea la necesidad. Esta existía ya, era «un dado» (como dicen los matemáticos) en el mero hecho de ser nosotros criaturas, e incalculablemente incrementada por ser nosotros criaturas caídas. Lo que la Gracia da es el pleno reconocimiento, la conciencia sensible, la total aceptación, más aún —con ciertas reservas—, la complacida aceptación de esta necesidad; porque sin la Gracia nuestros deseos y nuestras necesidades entran en conflicto.

Todas aquellas expresiones de indignidad que la práctica cristiana pone en boca del creyente aparecen ante los extraños como las degradantes, insinceras y abyectas palabras de un adulador ante el tirano o, en el mejor de los casos, como una
façon de parler
, como esa desvalorización de sí mismo de un caballero chino cuando se autonominaba «esta ordinaria e ignorante persona». En realidad, sin embargo, esas expresiones manifiestan el intento, continuamente renovado, porque continuamente necesario, de negar esa falsa concepción de nosotros mismos y de nuestra relación con Dios que la naturaleza, hasta cuando oramos, nos está siempre recomendando. Tan pronto como creemos que Dios nos ama surge como un impulso por creer que es no porque El es Amor, sino porque nosotros somos intrínsecamente amables. Los paganos obedecían a este impulso con cierto descaro: un hombre bueno era «caro a los dioses» porque era bueno. Nosotros, al estar más instruidos, recurrimos a un subterfugio. Lejos de nosotros pensar que tenemos virtudes por las que Dios podría amarnos, ¡pero qué magnífica forma tenemos de arrepentimos de nuestros pecados! Como dice Bunyan al describir su primera e ilusoria conversión: «Creía que no había en toda Inglaterra un hombre que agradara tanto a Dios como yo». Superado esto, ofrecemos luego nuestra propia humildad a la admiración de Dios. ¿Le agradará «esto»? O si no es esto, será nuestra clara percepción y el humilde reconocimiento de que aún carecemos de humildad. Así pues, en lo más profundo de lo profundo, en lo más sutil de lo sutil, persiste la persistente idea de nuestro propio, muy propio, atractivo. Resulta fácil admitir, pero es casi imposible mantenerlo cómo algo real por largo tiempo, que somos espejos cuyo brillo, si brillamos, proviene totalmente del sol que resplandece desde allá arriba en nosotros. ¿Pero no tendremos un poco, aunque sea un poco, de luminosidad innata? ¿Será posible que seamos «solamente» criaturas?

Este embrollado absurdo de una necesidad, aun si es un amor-necesidad, que nunca reconoce del todo su propia indigencia, es sustituido por la Gracia por una aceptación plena, ingenua y complacida de nuestra necesidad, una alegría en total dependencia. Nos convertimos en «alegres mendigos». El hombre bueno se duele por los pecados que han aumentado su necesidad, no se duele por la nueva necesidad que han producido. Y no se duele nada por la inocente necesidad inherente a su condición de criatura. Esta ilusión a la que la naturaleza se aferra como a su último tesoro, esta pretensión de que tenemos algo que es nuestro, que podríamos retener durante una hora por nuestra propia fuerza lo bueno que Dios pueda derramar en nosotros, nos había impedido ser felices. Hemos sido como bañistas que quieren tener los pies, o un pie, tocando fondo, cuando la pérdida de ese punto de apoyo significaría entregarse al delicioso vaivén de las olas. Las consecuencias de separarnos de nuestro último anhelo de intrínseca libertad, poder o reconocimiento son la libertad, el poder o el merecimiento realmente nuestros sólo porque Dios nos los concede, y porque sabemos que, en otro sentido, no son «nuestros». Anodos se ha liberado de su sombra.

Pero Dios también transforma nuestro amor-necesidad de unos para con otros, que requiere igual transformación. En realidad, todos necesitamos a veces —algunos de nosotros muchas veces— esa caridad de los otros que, al estar el Amor en sí mismo en ellos, ama lo que no es amable. Pero esto, a pesar de que es la clase de amor que necesitamos, no es la que deseamos: queremos ser amados por nuestra inteligencia, belleza, generosidad, honradez, eficacia. Al advertir por primera vez que alguien nos está ofreciendo el amor supremo nos produce un impacto terrible. Esto es tan sabido que las personas malignas pretenderán que nos aman con caridad, precisamente porque saben que eso nos va a herir. Decirle a alguien que espera una reanudación del afecto, de la amistad o del eros: «Como cristiano, te perdono» es, sencillamente, una forma de continuar la pelea. Quienes lo dicen están, por supuesto, mintiendo; pero no se diría esa mentira con el propósito de herir si, de ser verdad, no hiriera.

A través de un caso extremo se puede ver lo difícil que es recibir y seguir recibiendo de otros un amor que no depende de nuestro propio atractivo. Suponga usted que es un hombre que, al poco tiempo de casarse, es atacado por una enfermedad incurable que, antes de que le mate, le deja durante muchos años inútil, imposibilitado para todo, y con un aspecto espantoso y desagradable, teniendo además que depender de lo que su mujer gana; se ve usted empobrecido, cuando su ambición había sido la de enriquecerse; disminuido incluso intelectualmente, y sacudido por accesos de malhumor incontrolables y lleno de perentorias exigencias. Y supongamos que los cuidados y la piedad de su mujer son inagotables.

El hombre que pueda asumir esto con buen ánimo, que pueda sin resentimiento recibirlo todo y no dar nada, que pueda abstenerse de decir esas pesadas frases sobre lo despreciable que es uno, que no son otra cosa que una petición de mimo y de seguridad, ese hombre estará haciendo algo que el amor-necesidad en su simple condición natural no podría hacer. (Sin duda aquella esposa estará llevando a cabo algo que también sobrepasa el alcance del amor-dádiva, pero ahora no es ése nuestro tema.) En un caso como ése, recibir es más duro y tal vez más meritorio que dar; pero lo que ilustra este caso extremo es algo universal: que todos estamos recibiendo caridad. Hay algo en cada uno de nosotros que, de modo natural, no puede ser amado; no es culpa de nadie que eso no sea amado, porque sólo lo que es amable puede ser amado naturalmente; pretender lo contrario sería lo mismo que pedirle a la gente que le guste el sabor a pan rancio o el ruido de un taladro mecánico. Podemos ser perdonados, compadecidos y amados a pesar de todo, con caridad; pero no de otra manera. Todos los que tienen buenos padres, esposas, maridos o hijos pueden estar seguros de que a veces —y quizá siempre, respecto a algún rasgo o hábito en concreto— están recibiendo caridad, que no son amados porque son amables, sino porque el Amor en sí mismo está en quienes los aman.

Así Dios, admitido en el corazón humano, transforma no sólo el amor-dádiva sino el amor-necesidad; y no sólo nuestro amor-necesidad por El, sino el amor-necesidad de unos hacia otros. Esto, por supuesto, no es lo único que puede ocurrir; El puede venir con algo que quizá nos parezca una misión más tremenda, y exigirnos totalmente la renuncia absoluta al amor natural. Una vocación superior y terrible, como la de Abraham, puede constreñir a un hombre a dar la espalda a su propio pueblo y a la casa de su padre. Puede que el eros, dirigido a un objeto prohibido, tenga que ser sacrificado; en tales casos, el proceso, aunque difícil de sobrellevar, es fácil de comprender. Aunque lo que más probablemente nos puede pasar por alto es la necesidad de una transformación cuando al amor natural se le permite continuar.

En ese caso, el Amor Divino no «sustituye» al amor natural, como si tuviéramos que deshacernos de la plata para dejar sitio al oro. Los amores naturales están llamados a ser manifestaciones de la caridad, permaneciendo al mismo tiempo como los amores naturales que fueron.

Se advierte aquí inmediatamente una especie de eco o imitación o consecuencia de la Encarnación misma. Y esto no debe sorprendernos, pues el Autor de ambos es el mismo. Como Cristo es perfecto Dios y perfecto Hombre, los amores naturales están llamados a ser caridad perfecta, y también amores naturales perfectos. Como Dios se hace Hombre «no porque la Divinidad se convierta en carne, sino porque la humanidad es asumida por Dios», lo mismo aquí: la caridad no se rebaja haciéndose simple amor natural, sino que el amor natural es asumido —haciéndose su instrumento obediente y armónico— por el Amor en sí mismo.

Cómo puede suceder esto es algo que la mayoría de los cristianos sabe. Todas las actividades de los amores naturales (con la sola excepción del pecado) pueden, a su tiempo, transformarse en obras de feliz y audaz y agradecido amor-necesidad, o en obras de generoso y sincero amor-dádiva, y ambos son caridad. Nada es ni demasiado trivial ni demasiado animal para que pueda ser así transformado: un juego, una broma, tomar una copa con alguien, una charla ligera, un paseo, el acto de venus, todas esas cosas pueden ser modos con los que perdonamos o aceptamos el perdón, con los que consolamos o nos reconciliamos, con los que «no buscamos nuestro propio interés». Así, en nuestros mismos instintos, apetitos y pasatiempos, el Amor se ha preparado «un cuerpo» para sí mismo.

Pero he dicho «a su tiempo». El tiempo pasa pronto. La total y segura transformación de un amor natural en forma de caridad es un trabajo tan difícil que quizá ningún hombre caído se haya siquiera aproximado a realizarlo con perfección. Con todo, la ley de que los amores deben transformarse así es, me parece a mí, inexorable.

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