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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (15 page)

BOOK: Los cuatro amores
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No quiero decir, por supuesto, que le vayan a construir altares o que le dirijan oraciones. La idolatría de la que hablo puede apreciarse en la equivocada interpretación de las palabras de Nuestro Señor: «Sus pecados, que son muchos, le son perdonados porque ha amado mucho» (Lucas 7, 47). Del contexto, y en especial de la precedente parábola de los deudores, resulta claro que debe significar: «La magnitud de su amor por Mí es prueba de la magnitud de los pecados que le he perdonado». (El «por» es aquí como el «por» en la frase: Por estar todavía su sombrero en el perchero del vestíbulo, no puede haber salido. La presencia del sombrero no es la causa de que esté en casa, sino una posible prueba de que se encuentra ahí.) Pero miles de personas lo toman en un sentido muy diferente. Primero suponen, sin ninguna prueba, que sus pecados eran contra la castidad, aun cuando, por lo que sabemos, bien pueden haber sido la usura, el comercio fraudulento, o la crueldad con los niños. Y entonces suponen que Nuestro Señor estaba diciendo: «Perdono su falta de castidad porque estaba muy enamorada». La deducción es que un gran eros atenúa —casi permite, casi santifica— toda acción a la que él le conduce.

Cuando los enamorados dicen de algún acto que nosotros podríamos censurar, «El amor nos llevó a hacerlo», debe advertirse el tono en que lo dicen. Un hombre que dice: «Lo hice porque estaba asustado» o «Lo hice porque estaba enfadado», habla de modo muy diferente. Está adelantando una excusa por algo que, según el, necesita disculpa. Pero los enamorados rara vez hacen eso. Notemos qué trémulamente, hasta con devoción, pronuncian la palabra «amor», no tanto alegando una «circunstancia atenuante», sino como apelando a una autoridad. La confesión casi puede llegar a ser ostentación. Quizás pueda haber en ella incluso un matiz de desafío. Se «sienten como mártires». En casos extremos lo que expresan sus palabras es, en realidad, una recatada pero inamovible adhesión al dios del amor.

«Estas razones han pasado a ser buenas en la ley del amor», dice la Dalila de Milton. «En la ley del amor»: ésta es la cuestión. «En el amor» tenemos nuestra propia «ley», una religión propia, nuestro propio dios. Cuando un eros real está presente, la resistencia a sus órdenes se considera como apostasía, y aun cuando según las normas cristianas son tentaciones, hablan con la voz de los deberes, deberes casi religiosos, actos de piadoso fervor al dios del amor. El construye su propia religión en torno a los enamorados. Benjamín Constant señaló cómo, en unas cuantas semanas o meses, crea para ellos un pasado que les parece inmemorial. Vuelven continuamente a él con asombro y reverencia, como los Salmistas vuelven a la historia de Israel. De hecho es como el antiguo testamento de la religión del amor; el recuerdo de los juicios y gracias del amor hacia la pareja elegida, hasta el momento en que descubrieron por primera vez que estaban enamorados. Después de eso empieza su nuevo testamento. Están ahora bajo una nueva ley, la que corresponde, en esta nueva religión, a la gracia: son criaturas nuevas: el «espíritu» del eros sobrepasa todas las leyes, y ellos no deben «agraviarle».

El «espíritu» del eros parece sancionar todo tipo de acciones, que de otro modo no se habrían atrevido a realizar. No me refiero únicamente, o principalmente, a actos que violan la castidad; es igualmente probable que se trate de actos contra la justicia, o faltas de caridad contra el mundo de los demás. A ellos les parecerán muestras de fervor y piedad hacia el eros. La pareja puede decirse —el uno al otro— casi con el tono de quien ofrece un sacrificio: «Es por causa del amor que he descuidado a mis padres… que he dejado a mis hijos… engañado a mi socio… fallado a mi amigo en su mayor necesidad». Estas razones en la ley del amor pasan por buenas. Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito especial en estos sacrificios, porque ¿qué ofrenda más costosa puede dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?

la broma siniestra es, siempre, que este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero. Es notorio que es el más mortal de nuestros amores. El mundo atruena con las quejas de su inconstancia. Lo que resulta desconcertante es la combinación de esta inconstancia con sus protestas de permanencia. Estar enamorados de verdad es, a la vez que prometerlo, estar dispuesto a ser fiel durante toda la vida. El amor erótico hace promesas que no se le piden; no hay modo de convencerle de que no las haga. «Seré siempre fiel» son casi siempre las primeras palabras que pronuncia. No por hipocresía, sino sinceramente. Ninguna experiencia adversa conseguirá curarle de esta ilusión. Todos hemos oído hablar de personas que vuelven a enamorarse cada pocos años; siempre sinceramente convencidos de que «“esta” vez sí que es la definitiva», que sus andanzas han terminado, que han encontrado su verdadero amor, y que serán mutuamente fieles hasta la muerte.

Y, en un cierto sentido, el eros tiene razón al hacer estas promesas. El hecho de enamorarse así es de tal naturaleza que hacemos bien al rechazar como intolerable la idea de que pudiera ser transitorio. De un solo salto se traspasa el macizo muro de nuestra individualidad; el mismo apetito erótico se hace altruista, deja a un lado la felicidad personal como una trivialidad e instala los intereses del otro en el centro del propio ser. Espontáneamente y sin esfuerzo hemos cumplido (hacia una persona) con la ley al amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Es una imagen, un sabor anticipado de lo que llegaríamos a ser para todos si el Amor en sí mismo imperara en nosotros sin rival alguno. E incluso, bien usado, es una preparación para ese Amor. El sólo hecho de recaer, el simple «desenamorarse» otra vez, es —si se me permite acuñar tan fea palabra— una especie de «desredención». El eros es llevado a prometer lo que el eros por sí mismo no puede cumplir.

¿Podemos estar en esta desinteresada liberación durante toda una vida? Apenas una semana. Entre los mejores enamorados posibles, su alta condición de tales es intermitente. El antiguo yo vuelve pronto a manifestarse no tan muerto como pretendía, sucede lo mismo que después de una conversión religiosa. En uno y otro caso puede quedar momentáneamente postrado el yo; pero muy pronto volverá a levantarse, si no sobre sus pies, sí al menos apoyándose en un codo; si no rugiendo, sí al menos volviendo a sus ásperas quejas o a su lamentoso gimoteo. Y entonces venus retrocede con frecuencia hacia la mera sexualidad.

Pero estas contrariedades no pueden destruir un matrimonio entre dos personas «decentes y razonables». La pareja cuyo matrimonio sí puede ciertamente verse en peligro por causa de ellas y, posiblemente, quedar expuesto al fracaso, es la que ha idolatrado el eros' Pensaron que tenía el poder y la veracidad de un dios. Esperaban que el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente, todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa queda defraudada, culpan al eros o, con más frecuencia, se culpan mutuamente. En realidad, sin embargo, el eros, habiendo hecho su tan gigantesca promesa y después de haber mostrado, como en un destello, lo que tiene que ser su función, ha «cumplido con su cometido». El, como padrino, hace los votos; somos nosotros quienes debemos cumplirlos. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra vida cotidiana concuerde más plenamente con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar los trabajos de eros cuando eros ya no está presente. Esto lo saben todos los buenos enamorados, aun cuando no sean reflexivos ni sepan expresarse, y sólo sean capaces de unas pocas frases convencionales sobre la necesidad de «aceptar lo desagradable junto con lo agradable», de «no esperar demasiado», de tener «un poco de sentido común» y cosas parecidas. Y todos los enamorados que son buenos cristianos saben que este programa, aunque parezca modesto, no podrá cumplirse sino con humildad, caridad y la gracia divina; pues realmente eso es toda la vida cristiana vista desde un ángulo particular.

Así el eros, como los demás amores —pero de modo más impresionante debido a su fuerza, dulzura, terror y atractiva presencia—, revela su verdadera condición. No puede por sí mismo ser lo que, de todos modos, debe ser si ha de seguir siendo eros. Necesita ayuda; por tanto, necesita ser dirigido. El dios muere o se vuelve demonio a no ser que obedezca a Dios; lo que sería bueno si, en ese caso, muriera siempre; pero es posible que siga viviendo, encadenando juntos, sin piedad, a dos personas que se atormentan mutuamente, sintiendo cada una en carne viva el veneno del odio enamorado, cada uno ávido por recibir y negándose implacablemente a dar, celoso, desconfiado, resentido, luchando por dominar, decidido a ser libre y a no dar libertad, viviendo de hacer «escenas». Leamos
Ana Karenina
y no pensemos que esas cosas suceden sólo en Rusia. La vieja hipérbole de los enamorados que se «devoran» mutuamente puede estar terriblemente cerca de la verdad.

Capítulo VI: Caridad

William Morris escribió un poema titulado
El amor basta
, y se dice que alguien lo comentó brevemente con estas palabras: «No basta». Ese ha sido el tema principal de mi libro: los amores naturales no son autosuficientes. Algo inicialmente descrito de un modo vago como «decencia y sentido común», se revela luego como bondad y, finalmente —en una relación determinada—, como la vida cristiana en su conjunto, que debe venir en ayuda del sólo sentimiento, si el sentimiento quiere conservar su dulzura.

Decir esto no es empequeñecer los amores naturales, sino indicar dónde reside su verdadera grandeza. No es menospreciar un jardín decir que no puede cercarse o desbrozarse por sí mismo, ni podar sus propios frutales, ni cortar la hierba de su césped; un jardín es algo bueno, pero ésas no son las clases de bondad que posee. Un jardín seguirá siendo un jardín —distinto de un lugar agreste— solamente si alguien le hace todas esas cosas. Su verdadera gracia es de una especie muy distinta. El hecho mismo de que necesite ser constantemente desbrozado y podado testimonia esa misma gracia suya. Está rebosante de vida, brilla con sus colores, y huele que da gloria, y en cada hora de un día de verano exhibe una belleza que el hombre no hubiera podido crear jamás, y tampoco imaginar. Si queremos ver cuál es la diferencia entre su contribución a esa belleza y la del jardinero, pongamos la maleza más basta que produce junto a los azadones, rastrillos, tijeras y paquetes de herbicidas: habremos puesto belleza y fecundidad junto a cosas estériles y muertas.

Del mismo modo, nuestro «sentido común y nuestra decencia» aparecerán como algo gris y muerto al lado de la genialidad del amor. Y cuando un jardín está en la plenitud de su esplendor, la aportación del jardinero a ese esplendor seguirá siendo, en cierta forma, algo mezquino comparado con la contribución de la naturaleza. Sin la vida que surge de la tierra, sin la lluvia, sin la luz y el calor que descienden del cielo, el jardinero no podría hacer nada; cuando ha hecho todo lo que tenía que hacer, no ha hecho más que ayudar aquí e impedir allá fuerzas y bellezas que tienen diferente origen. Pero la participación del jardinero, aunque pequeña, es no sólo laboriosa sino indispensable.

Cuando Dios plantó un jardín puso a un hombre a su cuidado, y puso al hombre bajo El mismo. Cuando El plantó el jardín de nuestra naturaleza, e hizo que prendieran allí los florecientes y fructíferos amores, dispuso que nuestra voluntad los «vistiera». Comparada con ellos, nuestra voluntad es seca y fría, y a menos que Su gracia descienda como descienden la lluvia y el sol, de poco serviría esa herramienta. Pero sus laboriosos —y por mucho tiempo negativos— servicios son indispensables; si fueron necesarios cuando el jardín era el Paraíso, ¡cuánto más ahora que la tierra se ha maleado y parecen medrar desmesuradamente los peores abrojos! Pero no permita el cielo que trabajemos con espíritu encogido o al modo de los estoicos. Mientras cortamos y podamos, sabemos muy bien que lo que estamos cortando y podando está lleno de un esplendor y de una vitalidad que nuestra voluntad racional no podría proporcionarle nunca. Liberar ese esplendor para que llegue a ser con plenitud lo que está intentando ser, para llegar a tener altos árboles en vez de enmarañados matorrales, y manzanas dulces en vez de ácidas, es parte de nuestro proyecto.

Pero sólo parte; porque ahora debemos abordar un tema que he postergado largamente. Hasta ahora casi nada se ha dicho de nuestros amores naturales como rivales del amor a Dios. La cuestión no puede ser ya eludida por más tiempo. Mi dilación obedecía a dos razones.

Una —ya mencionada— es que esta materia no es por donde la mayor parte de nosotros necesita empezar. Rara vez se dirige «a nuestra natural condición» al comienzo. Para la mayor parte de nosotros, la verdadera rivalidad radica entre el yo egoísta y el yo humano, no inicialmente entre el yo humano y Dios. Resulta peligroso imponerle a un hombre el deber de llegar más allá del amor terreno cuando su verdadera dificultad consiste en llegar a él. Y sin duda es bastante más fácil amar menos a nuestros semejantes e imaginar que esto sucede porque estamos aprendiendo a amar más a Dios cuando la verdadera razón puede ser bien diferente: es posible que sólo «estemos tomando las flaquezas de la naturaleza por un aumento de Gracia». Mucha gente no encuentra difícil odiar a su mujer o a su madre. Mauriac, en una hermosa escena, describe a los otros discípulos pasmados y asombrados de ese extraño mandamiento, pero no Judas Iscariote: éste se lo traga fácilmente.

Pero destacar antes en este libro esa rivalidad entre los amores naturales y el amor de Dios hubiera sido prematuro también en otro sentido. Ese recurso a la divinidad al que nuestros amores acuden tan fácilmente puede ser refutado sin necesidad de ir tan lejos. Los amores demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque ni siquiera pueden permanecer como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios. ¿Por qué molestarse en probar que algún insignificante principillo no es el Emperador legítimo, cuando sin la ayuda del Emperador ni siquiera puede conservar su trono, subordinado a él, ni puede mantener la paz por medio año en su pequeña provincia?

Incluso por su propio interés, los amores naturales deben aceptar ser algo secundario, si han de seguir siendo lo que quieren ser. En este sometimiento reside su verdadera libertad: «Son más altos cuando se inclinan». Cuando Dios manda en un corazón humano, aunque a veces tenga que derrocar a algunas de sus originarias autoridades, mantiene a menudo a otras en sus puestos y, al someter su autoridad a la Suya, da por primera vez a ese corazón una base sólida. Emerson ha dicho: «Cuando se van los semidioses, llegan los dioses». Esta es una máxima muy dudosa. Digamos mejor: «Cuando Dios llega, y sólo entonces, los semidioses pueden quedarse». Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios. Solamente en Su nombre pueden, con belleza y seguridad, «esgrimir sus pequeños tridentes». La rebelde consigna «Todo por amor» es, en realidad, la garantía de la muerte del amor (la fecha de la ejecución, por el momento, está en blanco).

BOOK: Los cuatro amores
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