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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (34 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Y luego se cantaba. Ignacio no olvidaría jamás la impresión que le produjo oír cantar a su madre al aire libre, entre unos prados verdes y un olivar, en dirección a una ermita. «Ahora sí puedes cantar, hijo.» «¡Perdonadnos, Señooooor!» La voz de Carmen Elgazu salió frenética, algo chillona, pero con tal sinceridad que la de Raimundo, en el orfeón, era ridículamente frívola a su lado. «Perdonadnos, Señooor.» Al final se prolongaba como si cada ser tuviera escondido un eco en la garganta. ¿De qué debía perdonar el Señor a su madre? A él, sí, que manchaba la amistad, que llegaba un momento en que oía sin pestañear que lo que hacía falta eran inyecciones y no mártires. Pero a su madre, con la mantilla en la cabeza, el rosario colgándole de los dedos, tacones altos a pesar del camino pedregoso…

En la duodécima estación Cristo moría, y se hubiera dicho que la voz del sacerdote abría también en canal el paisaje, despedazaba las rocas. Pocas veces el cielo se cubría de tinieblas amenazando tempestad. Casi siempre era el sol el que presidía la ceremonia, un sol grandioso que se iba cayendo como una Hostia, tras las montañas de Rocacorba.

Todo terminaba de pronto, con sencillez, y entonces las mujeres descansaban en los bancos de piedra delante de la ermita y los más presurosos regresaban a la ciudad, guardando aún el silencio. Otros más valientes continuaban subiendo hasta las dos Oes, dos arcos, restos de muralla, que coronaban toda la comarca.

Ignacio regresaba a su casa del brazo de su madre. Si Pilar los acompañaba, a Carmen Elgazu le invadían grandes escrúpulos. Porque se sentía tan madre, tan orgullosa entre los dos, que casi se olvidaba de que el camino por el que bajaban conducía al Gólgota. Pero se recobraba y decía: «Con qué devoción lee mosén Alberto, ¿verdad? ¿Habéis oído en la duodécima estación?»

A Carmen Elgazu, una de las cosas que más le impresionaban, sin saber por qué, era lo de Simón Cirineo; en cambio, a Pilar le impresionaba lo de la Verónica. En Ignacio imprimía huella especial la palabra de Cristo a San Juan: «Juan, aquí tienes a tu Madre».

Era difícil, desde luego, subir al Calvario y sentir que se acercaba Semana Santa sin ir a confesar. ¿Cuántos de aquellos que cantaban entre los olivos estaban en pecado mortal? Tal vez él fuera el único, como en tiempos le ocurrió en el dormitorio del Seminario.

Y, sin embargo, al llegar a casa y entrar en su cuarto, se distraía. Y se ponía a estudiar. Y a veces a la media hora escasa se sorprendía silbando. Y entonces hacía lo que Pilar: se llevaba, asustado, la mano a la boca.

De este modo llegó el Domingo de Ramos. Sin ir a confesar, a pesar de la palabra de Cristo a San Juan.

Y en ese domingo se excusó aún, porque mejor que de penitencia le pareció un oasis de alegría en medio de las Estaciones. Las palmas de los niños, la evocación de la entrada triunfal en Jerusalén.

Pero luego vino el Lunes Santo, y el Martes y el Miércoles… Y no sólo en las iglesias dieron comienzo los grandes sermones de meditación, sino que de pronto Carmen Elgazu cubrió con un pedazo de tela morada el Sagrado Corazón del comedor. Aquella visión obsesionó a Ignacio, pareciéndole a la vez tenebrosa y dulce. La tela ocultaba la imagen, pero silueteaba su contorno, el de la cabeza e incluso el del globo terráqueo que llevaba en la mano. Todos los años ocurría lo mismo. La pequeña Virgen del Pilar del cuarto de la niña era cubierta también por una especie de capuchón morado, lo mismo que los crucifijos de las cabeceras. Y Matías veía desaparecer su radio galena en el fondo del armario de la alcoba.

¿Qué hacer ante aquel acoso de las fuerzas del alma? Incluso en el Banco, en aquellos días, se notaba como una tensión. El dinero se escurría de las manos como algo pasajero. A Padrosa le resultaba difícil imaginar que al llegar a su casa se pondría a estudiar el trombón, sustituto del órgano de la Catedral y del clavicémbalo. Y la Torre de Babel se iba al Ter, pero su triple salto era menguado. Y el de Cupones pasaba raudo con la bicicleta por las calles, pero tocaba el timbre lo menos posible.

El silencio dominaba la ciudad, convirtiéndola en fantasmal y nocturna. Incluso personas como los arquitectos Ribas y Massana admitían „ que nunca las piedras milenarias adquirían tan alto sentido como en aquella Semana. Y al llegar Jueves Santo, desde cualquier balcón contemplaban el discurrir de la gente visitando monumentos. Familias enteras entrando en la iglesia, y saliendo a poco, mujeres con peineta y mantilla, vestidas de negro, algunas con claveles rojos en el pecho y en el pelo. Había algo hermoso y oloroso en el ambiente y tenía gracia que los poco habituados hundieran las manos en las pilas de agua bendita sin acordarse de que en aquellos días estaban vacías.

Ignacio se decía: «Todo el mundo está de acuerdo. Y yo sin confesar. Y mañana la Procesión, a las diez de la noche, bajo la luna llena».

¡Ah! La procesión era distinto. La procesión de Viernes Santo tenía muchos, muchísimos detractores.
El Demócrata
entendía que había algo dantesco en el conjunto, inventado para dar miedo a los niños, Cosme Vila sentenciaba: «Es el carnaval de la Iglesia».

* * *

Pero los detractores no pudieron impedir nada. El Viernes Santo llegó, y todo ocurrió en él como desde siglos. Las tres horas de Agonía por la tarde, trágico sermón que hizo estremecer a Carmen Elgazu. Arena sembrada a lo largo de todo el itinerario que seguiría la procesión, para que los que llevaran los Pasos no resbalaran. Unas horas de suspensión total de la vida, porque todo el mundo sabía que Cristo estaba muerto.

Luego, hacia las nueve de la noche, los primeros penitentes subieron hacia la Catedral, lugar de concentración. Y la multitud abrió los balcones y empezó a situarse en ellos silenciosamente. Sería preciso ceñirse mucho: tantos eran los que tenían que caber. Y era necesario calcular que en el momento de pasar el Santo Sepulcro tendrían que arrodillarse.

Los detractores no pudieron impedir nada, la concentración de fieles era ingente, la Procesión se iba a celebrar. No pudieron impedir ni siquiera que de pronto la luna apareciera, en efecto, tras la línea de Montjuich, redonda y gigantesca, derramándose sobre los tejados.

Su aparición fue saludada por miradas de agradecimiento. Todo el mundo sabía que a la luz de la luna los colores serían más hermosos, las llamas de las antorchas temblarían más misteriosamente.

Todo estaba preparado. En la sacristía de la Catedral, un notario —el notario Noguer—, un dentista —«La Voz de Alerta»—, el director de la Tabacalera, don Emilio Santos, y un comerciante en maderas —don Pedro Oriol— sostenían sobre sus hombros el Paso de la Dolorosa, esperando la señal de partida.

Las Cofradías estaban alineadas, cada una con su color. Hábitos blancos —redención—, hábitos negros —luto—, hábitos amarillos, hábitos rojos —sangre derramada—. Y los capirotes, ocultando el rostro. Capirotes blancos, negros, amarillos y rojos se mantenían enhiestos bajo la bóveda de la catedral, esperando la señal de partida.

De cada hábito surgía una mano que sostenía un cirio o una antorcha. Todas estaban apagadas. Pero de pronto una se encendió. Y aquella primera llama fue transmitiendo a las demás el fuego sagrado. Nacían las lenguas de fuego como nacen en la noche en los camposantos.

El subdirector llevaba el pendón de la Adoración Nocturna con orlas y letras doradas. Don Santiago Estrada llevaba otro que ponía: «Instituto de San Isidro».

Un coro de monaguillos esperaba, partituras en la mano, y lo dirigía el director del orfeón, el de la gran cabellera al que todo el mundo quería pintar.

Las autoridades llevaban chaqué y sombrero de copa; afuera esperaban los penitentes. Los que irían descalzos, los que llevarían una cruz a la espalda, o arrastrarían cadenas. Todos habían hecho promesas: «Si se me cura el pecho; si mi hijo vuelve al buen camino». Examinando con atención los pies descalzos, se descubría un crecido porcentaje de mujeres.

Todo el mundo estaba en su lugar. Carmen Elgazu le había dicho a Matías: «¿No te das cuenta? Todos los hombres van a la procesión menos tú, todos hacen algo», Matías había contestado: «No seas así, mujer. Si no hubiera gente en los balcones, perdería su gracia».

Y, además, Matías entendía que con un representante de la familia Ignacio, había bastante.

Los detractores no pudieron impedir que a las diez en punto mosén Alberto, con una suerte de báculo de plata, pegara tres golpes en las losas de la Catedral, muy cerca del lugar en que Carmen Elgazu las había besado, y que al oír la señal la comitiva se pusiera en marcha, al compás del redoblar de los tambores.

El descenso de las escalinatas de la Catedral, con la doble hilera de cirios y antorchas, parecía el descenso hacia un lugar ignoto, hacia un valle místico y desconocido en el que se iba a celebrar el juicio de la ciudad.

Por lo menos, así se lo parecía a Ignacio. Porque Ignacio era uno entre mil. Ignacio llevaba capuchón y hábito negros. Formaba parte de la Cofradía de la Buena Muerte. Era uno más entre los dolorosos fantasmas.

Bajo el capuchón, en el fondo de los dos agujeros que se abrían en él desorbitadamente, sus ojos titilaban inquietos. El muchacho sabía perfectamente cuál era su aspecto de fantasma, pues al vestirse en su cuarto se miró al espejo del armario. El hábito hasta los pies le impresionó enormemente; las mangas anchas, la faja, la punta del capirote tocando el techo. Pilar se había quedado pasmada y le dijo: «¿Por qué no te pones en el capuchón la estrella blanca del Belén, para que te conozcamos?» Pero Ignacio sabía que lo bueno era que nadie reconociera a nadie, que sólo se vieran capuchas, hábitos de distintos colores, ojos inquietos y manos anónimas que surgieran sosteniendo un cirio o una antorcha, descendiendo las escalinatas.

Ahora sabía la impresión que hacía llevar en la cabeza un gran capuchón erecto, sentirse enfundado como las imágenes de los altares. Daban ganas de rezar y de llorar. ¡Y todo era visible gracias a los dos agujeros a la altura de los ojos! ¡Cuánta importancia la de los ojos! Los ojos bastaban para ver y vivir el mundo.

Ignacio ponía buen cuidado en no quemar con su antorcha al que tenía delante. ¿Quién era? Alto, altísimo. ¿No sería la Torre de Babel? En el centro, detrás, el Cristo enorme, el desgarrado, el que según
El Demócrata
llegaba a los balcones. Hombres forzudos, con fajas transversales, lo llevaban y se relevaban a cada momento. No llevaban capucha. Se les veía la cabeza, se percibía el esfuerzo de sus músculos. Eran un panadero, dos matarifes, dos o tres campesinos. En el Banco se decía que cobraban por aquel trabajo.

Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la procesión los caballos que abrirían la marcha. Seis caballos montados por oficiales del Ejército, el comandante Martínez de Soria en cabeza. Y detrás de los animales, uno de los personajes más importantes de la procesión: un vejete, Ernesto, hombre de sesenta y cinco años, con blusa azul, un capazo y una paleta, para ir recogiendo los excrementos.

Mosén Alberto lo dirigía todo y era evidente que servía para ello. Hacía una señal, y los tambores se callaban. Pegaba un golpe en el suelo y los monaguillos se ponían a cantar: «Miserere nobis». Las monjas del convento del Pilar, tras las celosías, contemplaban aquella gran sinfonía de colores negros, amarillos, blancos y rojos y veían cerrando la comitiva un pelotón de soldados custodiando el Santo Sepulcro iras el cual el señor obispo caminaba lentamente, entre pajes que sostenían cojines morados.

La población no participaba aún de la ceremonia. En la Rambla, en la calle de la Platería, en la plaza Municipal, en las aceras y balcones, se decía solamente: «Ya ha salido, ya baja los escalones de la Catedral».

Ignacio no conocía el itinerario. Prefirió no saberlo. Prefirió descubrirlo. Ahora pensaba en el índice de Julio diciéndole: «¿Tú llevarás capucha negra?» «¿Qué rezaría en aquellos momentos la mujer del Responsable?» Probablemente, los misterios dolorosos.

De pronto comprendió Ignacio que, en vez de atacar la bajada de San Fermín, se bifurcaba hacia la Barca: era preciso, por lo tanto, cruzar de parte a parte el barrio de las mujeres de mala nota.

¡Santo Dios! Ésta fue la segunda gran impresión que recibió. Porque en cada ventana había dos de ellas, o tres, con mantilla, cara ingenua, enharinada, la mayoría con rosarios en las manos. Algunas guardaban su abanico cerrado y lo abrirían, emocionadas, al pasar el Santo Sepulcro…

El Santo Sepulcro… Ignacio había visto muchas veces la imagen de aquel Cristo yacente, de color de pergamino. Era el más inmóvil de todos los Cristos que había contemplado.

Pero ahora el Santo Sepulcro quedaba atrás, no le veía. Tampoco veía los Pasos del Nazareno, de la Flagelación, de la Coronación de Espinas, pues iban mucho más adelante; ya debían de estar desembocando en la parte céntrica de la ciudad. Él se hallaba entre el Gran Cristo y el Paso de la Dolorosa, el que llevaban, sudando y respirando con fatiga, el notario Noguer, «La Voz de Alerta», don Emilio Santos y don Pedro Oriol.

Impresionaba, mucho más aún que en el Vía Crucis del Calvario, el ruido de los pies arrastrándose. La arena sembrada crujía, y, además, eran muchos centenares de pies. De pronto se callaba el coro, se callaban los tambores y se hacía el silencio absoluto. Cristo estaba muerto. Entonces volvían a oírse los pasos arrastrándose y las llamas silueteaban en los muros conos fantásticos.

Cruzaron la calle de la Barca. Aquello era ya la ciudad. Ahora ya la multitud participaba de la ceremonia. Todo el mundo apiñado en los balcones y ventanas, en las esquinas. En las esquinas había gitanos, niños, mujeres de las que en verano comían arenques y sandías en las aceras. Un crío muy pequeño, sentado en un alféizar, llevaba una nariz de cartón con gafas de alambre.

Ignacio no reconocía a nadie. Eran muchas caras con los ojos asombrados. ¡En la puerta de su establecimiento, el patrón del Cocodrilo! Se había quitado la minúscula gorra y se le veía la casi afeitada nuca.

Se avanzaba lentamente, había gente incluso en los faroles. Los ojos miraban para arriba, para abajo. Arriba, el gran misterio de la noche, abajo el de la cera de las antorchas derritiéndose. Formaba estalactitas que de repente resbalaban y quedaban petrificadas. A veces la llama chisporroteaba. Se notaba en la mano una humedad caliente. «Cuidada, era preciso no quemar al que iba delante.»

Y de repente, entraron en la Platería. Y la ciudad fue un abanico que se desplegaba. Todas las muchachas hermosas estaban en los balcones, reclinadas en las barandas. Doña Amparo Campo presidía el suyo, con peineta y mantilla. Ya no eran gitanas, mujerucas; las calles ya no eran angostas. Era la ciudad que se abría, los altos edificios, las familias volcadas al exterior sobre las tiendas, tiendas mudas y avergonzadas. Un murmullo de admiración corría a ras de las azoteas; se disponía de espacio para maniobrar; las perspectivas eran majestuosas.

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