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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (32 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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—Bueno, la maquinaria se destroza, de acuerdo. Pero… ¿y el papel?, ¿qué se hace con el papel? Porque las balas de papel son así. —Y con la mano indicó una alzada enorme.

El Grandullón, a quien el personal descubrimiento de que por la noche no habría guardia había animado, opinó:

—Una cerilla y ¡ale!, ¡abur, mariposa!

Los dirigentes de la CNT sonrieron, indicando que era un exaltado. El Responsable tiró al aire un cigarrillo que el Grandullón recogió.

—Nada de incendios, idiota. A ver si vas a quemar el edificio.

—Bueno… ¿y qué dice a todo esto el estudiante?

Ignacio alzó los hombros. Reflexionó un momento. Dudaba entre varias preguntas que se le ocurrían. Finalmente, se decidió por dar un viraje.

—Yo querría saber… antes que nada, si la acusación de
El Tradicionalista
es fundada.

—¿Cómo…?

La pregunta cayó como un martillazo.

—Sí. Si fuisteis vosotros quienes saboteasteis la vía del tren. —Ignacio, de repente, había recordado la huelga de los peones ferroviarios.

El Responsable le miró.

—No. No fuimos nosotros. —Luego añadió—. Pero si lo hubiéramos sido, ¿qué?

Ignacio vio todas las miradas fijas en él.

—Pues… la cosa cambia, ¿no es cierto? Porque… destruir una imprenta…

Blasco, que continuaba colocado de espaldas a la reunión, preguntó:

—¿Qué pasa…? ¿También hay algún inconveniente?

Ignacio entendió que debía hablar. Sobre todo porque el Responsable le había llamado por primera vez estudiante.

Con la mayor naturalidad posible explicó su punto de vista. Que la imprenta del Hospicio era la fuente de ingresos del establecimiento.
El Tradicionalista
les pagaba un alquiler crecido y luego hacían otros trabajos.

—Y les hace falta, ¿sabéis? El Hospicio… está peor aún que el Manicomio.

El Responsable no alteró uno solo de sus músculos. Los demás continuaban escuchando sin reaccionar.

—Por lo demás —prosiguió Ignacio, algo nervioso a fuerza de oír su propia voz—, en la imprenta es donde aprenden el oficio muchos de los hospicianos, que tienen también el taller de encuadernación allí. Si se destruye la maquinaria, ellos son los perjudicados.
El Tradicionalista
comprará otras máquinas y probablemente las instalará en otro local independiente. Así que…

El Grandullón fue el primero en cortar.

—Primero, un tío muerto —dijo fumando con la boca torcida y cerrando el ojo izquierdo a causa del humo—. Ahora, unos huérfanos.

Ignacio no se arredró.

—Lo siento —dijo—. Se me ha pedido la opinión, ¿no?

El Responsable parecía dispuesto a concederle beligerancia.

—¿Cuántos chicos aprenden el oficio en la imprenta? —preguntó.

—Diez o doce.

—¿Y cuántos hay en todo el Hospicio?

—No lo sé.

—Aproximadamente.

—Pues… entre niños y niñas, unos trescientos.

El jefe le sirvió más ron.

—¿Te parece que por diez muchachos, que además podrán aprender lo mismo en otra parte, vamos a dejar de contestar a ese individuo —señaló el periódico de nuevo— que pide que nos ahorquen?

Ignacio dijo:

—Yo no sé si hay que contestar o no. En eso no me meto.

El Grandullón tuvo entonces una intervención inesperada.

—Oye una cosa —dijo—. Has dicho que en la imprenta había taller de encuadernación, ¿verdad?

—Sí.

El muchacho miró al Responsable y señaló a Ignacio con el mentón.

—¿No será… de los de Víctor?

Todos comprendieron la alusión. Supusieron que Ignacio era… comunista y que defendía la causa de Víctor, jefe del taller de encuadernador!, pues si se destruía el taller el jefe comunista se quedaría en la calle.

Ignacio no pudo menos de sonreír con sarcasmo.

—¿Comunista yo…? Ahora empiezo a divertirme.

No obstante, el Responsable había empequeñecido sus ojos. La idea de perjudicar a Víctor le había penetrado certeramente, borrando todas las demás.

En aquel momento la hija mayor del Responsable entró y entregó a éste un papel en que había algo escrito. El Responsable lo leyó para sí, ante el súbito asombro de todos. Inmediatamente levantó la cabeza y preguntó a Ignacio:

—¿Tu padre es empleado de Telégrafos?

—Sí.

El hombre continuó:

—¿Se llama Matías?

—Sí. ¿Por qué?

—Nada. Mi hija dice que está segura de conocerte y que tú estuviste en un seminario.

—Sí, es cierto. Estuve cinco años.

El Cojo se irguió. Se oyó un rumor general.

—También dice que un hermano tuyo está aún allí.

—Es exacto. Está en el Collell.

El Responsable, que había dicho todo aquello en tono normal, de súbito se levantó y pegó un seco puñetazo sobre
El Tradicionalista
.

—¡He sido un imbécil confiando en tu primo de Madrid!

—¿Qué pasa? —preguntó Ignacio.

—¿Qué pasa…? Nada. Eso me enseñará a quitarme de la cabeza la manía de los sabios.

Blasco también se había levantado y todos parecían querer rodear a Ignacio.

El muchacho había recobrado su sangre fría. Se levantó a su vez. Comprendió que, si no reaccionaba, iba a salir de allí mal parado.

—A mí también esto me va a enseñar algo —dijo, sin saber a ciencia cierta a qué se refería.

—¿Ah, sí…? ¿Qué?

—¡Yo qué sé! —Se sintió molesto e indignado a la vez—. No meterme donde no me llaman.

—Aquí te habíamos llamado.

—Sí, pero suponía que se respetaban ciertas cosas.

—Nosotros no creemos en el respeto, sino en la acción —contestó alguien.

—¡Dejadle! —habló el Responsable—. ¡Que continúe!

Ante la actitud provocadora de todos, Ignacio adoptó un aire que hubiera admirado a doña Amparo Campo.

—No tengo por qué continuar. Ya lo he dicho todo.

—¿Qué querías decir con eso de respetar ciertas cosas?

—Hablaba en general.

—Aquí hablamos siempre en particular.

La hija intervino, inesperadamente:

—Quieres decir que lo que sabes es escuchar y luego contarlo todo al obispo, ¿no es eso?

Ignacio alzó los hombros. Recordó una frase de José y la repitió con automatismo que a él mismo le sorprendió.

—Lo que no sabría es andar con papelitos y luego exhibir por las calles un sargento.

—¡Animal! —gritó el Responsable. Y dominado por un furor súbito se le acercó—. ¡Los niños a beber leche!, ¿me oyes? ¡Leche! —gritó, siguiendo su costumbre de agarrar por las solapas.

Ignacio le dio un empujón involuntario, que le hizo retroceder. Miró a todos como desafiándolos y al mismo tiempo buscando la salida. La hija del Responsable era la persona que más rabia le daba en aquellos instantes.

Pero el Responsable, que casi se había quemado en la estufa, se había incorporado de nuevo.

—¡Somos idiotas! —gritó el Cojo—. ¡Trabaja en un Banco!

Ignacio se volvió hacia él.

—Anda y que te zurzan —dijo.

Entonces sintió un puñetazo en el rostro. Se llevó la mano a la mandíbula. Se abrió paso con fuerza. Avanzó sin darse cuenta. Se encontró frente al perchero. Tomó el abrigo. Intentó abrir una puerta, que no cedió. Finalmente halló la salida y se lanzó escalera abajo.

Al aparecer en la calzada oyó la voz del Grandullón que le decía desde una ventana bruscamente abierta:

—¡Y cuidado con hacer de soplón, mamarracho!

Al cabo de un rato vio un grupo de personas que andaban medio ocultándose. La mandíbula le dolía, pero a pesar de ello vio un sombrero hongo. Luego reconoció al doctor Rosselló. Dos pasos más adelante descubrió a Julio García, del brazo de un coronel esquelético.

Hizo un esfuerzo de memoria. ¿Qué significaba aquel grupo? Al cruzar el puente recordó que mucho tiempo atrás, cuando estaba en el Seminario, alguien le había dicho que, cerca de la calle de la Rutila, en la del Pavo, los masones tenían la Logia.

* * *

Inventó una historia. Contó que un carro de los que hacían el servicio de la estación a las agencias, al virar bruscamente le había dado con un tablón de madera que salía más de la cuenta. La herida no tenía nada de particular, pero se le hinchaba por momentos y adquiría un tono violáceo parecido al de la bandera de la República.

—No sé, no sé —decía su madre, mientras le aplicaba agua oxigenada—. ¿Dónde dices que te ha ocurrido eso, dónde?

Matías le examinó la mandíbula de cerca y pensó: «Eso es un puñetazo como una catedral».

* * *

Querido José:

Te escribo con la mandíbula hecha un asco gracias a un directo de tu amigo el Responsable. Sois de una especie muy difícil de clasificar y no comprendo que conociendo a aquella pandilla, y conociéndome a mí, les aconsejaras que me invitaran a una reunión. Chico, el anarquismo no sé lo que será, pero los anarquistas… Claro que me lo merezco por meterme donde no me importa. Con lo bien que se está en casa, estudiando. En fin, que sois unos birrias. Recuerdos a tu padre, a pesar de todo. Tu primo
IGNACIO.

En cuanto hubo echado la carta al correo le pareció que todo lo veía de otro modo. Recordó que Olga le había contado detalles muy penosos de la infancia de los componentes de la pandilla, especialmente del Grandullón. Por lo visto, el chico quedó solo, sin nadie, y se dedicó a robar gallinas. Ignacio regresó a su casa pensando que evidentemente un hombre que de niño ha robado gallinas y otro cuya madre ha cocinado los huevos rezando el Credo han de juzgar de muy distinta manera las imprentas.

Lo que con más fuerza le había quedado grabado de la reunión era el «No sé, te veo mucha corbata…» Lo asoció al «¡Jolín, bastantes señoritos tengo en casa!», de la criada en el baile. La verdad era que desde el primer momento, con sólo ver el aspecto de la habitación, se había sentido un extraño. En la calle le importaba poco andar con el Cojo, con quien fuera. Pero, por lo visto, alrededor de una mesa la cosa era distinta.

Y luego, todo lo que ocurrió le pareció absurdo. La reacción de aquellos seres por el hecho de que hubiera estado en un Seminario no tenía ni pies ni cabeza. ¡Admitía la infancia del Grandullón! Pero ¿qué culpa tenía él?

La infancia, la infancia… También había tenido una infancia penosa su padre, Matías Alvear. Y Julio García. Y lo terrible era pensar que
El Tradicionalista
tampoco tenía razón.

No obstante, se confesó, a sí mismo, que si en lo de la imprenta hubiera protestado en cualquier caso, en lo de la agresión personal tal vez no hubiera dicho nada si la víctima elegida hubiese sido «La Voz de Alerta». Pero don Pedro Oriol… Don Pedro Oriol le inspiraba un gran respeto. Gran propietario de bosques, de acuerdo. Pero se lo había ganado con su trabajo. Los propios empleados del Banco conocían la historia y le trataban con deferencia. Era un hombre que había vencido a fuerza de tenacidad y altruismo. Siempre decía: «A mí me ha salvado el hacer favores». Su mujer llevaba una vida muy retraída y era más sencilla que la hija del Responsable. Tenían un coche anticuado, que traqueteaba por la ciudad, pero que, al parecer, subía como un demonio y en los bosques se internaba hasta donde trabajaban los carboneros. En fin, que hasta el coche era simpático.

La única objeción era: ¿Por qué eligió a «La Voz de Alerta» como redactor jefe, y por qué permitía aquellos artículos con la «plebe» y demás? Según el subdirector, don Pedro Oriol se encontró con que «La Voz de Alerta» era la única persona en la ciudad que entendía algo de periodismo, y el dentista impuso como condición que en los editoriales tendría pluma libre… una vez por semana. Aquella semana habían elegido al Responsable. Y de resultas de esto él tenía la mandíbula hinchada.

Y además le habían gritado: «¡Cuidado con hacer de soplón!» En compensación… había visto a Julio del brazo de un coronel esquelético, el coronel Muñoz. ¡Julio del brazo de un coronel!

La curiosidad que sentía por el policía se renovó en él. ¿Y por qué no? Doña Amparo Campo era la primera en no dar importancia a lo ocurrido en el diván.

Masones, masones… ¿Qué diablos ocultaba aquella palabra?

Una cosa en contra de Julio. Se había encontrado por la calle con Pilar y en un tono, que al parecer había desconcertado a la chica, le había preguntado: «¿Qué, pequeña…? Te gusta más la primavera que el invierno, ¿verdad?» Y la había mirado descaradamente al pecho.

* * *

Habían entrado en Cuaresma y Carmen Elgazu prohibió muchas cosas, sobre las que ella empezaba dando ejemplo: no tomaría ni postre ni café.

Había prohibido silbar y cantar. En resumen, todo cuanto fuera frívolo o extemporánea manifestación de alegría. Había prohibido ir al cine. Y Pilar volvería directamente de las monjas a casa.

¿Qué hacer los domingos sino ir al cine? Ignacio se fue a ver a Julio. Por lo demás, éste le andaba diciendo: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿Te he ofendido en algo?»

El primer domingo, Ignacio encontró a Julio en un estado que Carmen Elgazu hubiera juzgado poco cuaresmal. El mueble bar estaba abierto y todas las botellas en desorden sobre la mesa. Julio daba la impresión de que, de haber eructado, se sentiría más ligero.

No obstante, tenía en los ojos la chispa especial de la cordialidad.

—¡Siéntate! Tomaremos coñac.

Ignacio se sentó, contento de que doña Amparo Campo estuviera ausente. Y Julio no perdió el tiempo. Le felicitó. Le sirvió coñac y le felicitó.

—Te felicito, muchacho. Sé que has estado en el Manicomio… y que te has ofrecido en el Hospital para dar sangre. ¡Chisssst te digo! Anda, bebe. ¿Y qué? —añadió—. ¿Ya sabes lo del análisis?

—No.

—¡Anda, brindemos! Primera calidad. Tienes sangre de primera calidad.

Julio tenía una expresión simpática, parecida a la que le conocía Matías Alvear las noches en que el policía iba a verle a Telégrafos. Y lo bueno de él era eso: siempre informaba de algo importante; por ejemplo, de que uno tenía sangre de primera calidad. Pero estaba completamente borracho.

De pronto señaló la mandíbula de Ignacio y gritó:

—¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?

Ignacio estaba tan cansado de mentir en casa, primero con lo de las comuniones y ahora con la historia del carro, que allí dijo la verdad. Por otra parte, el principal motivo de su visita, o uno de los principales, era explicarle a Julio el resultado de su experiencia anarquista. Quería saber su opinión.

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