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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (29 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Exhibía dos grandes sortijas en los dedos y la montura de sus lentes era de oro. Sus editoriales y artículos de fondo tenían fama en la provincia por su agresividad. Todo el mundo se preguntaba: «¿Has leído lo que dice "La Voz de Alerta"?»

Ante el triunfo derechista volvió a pasear por Gerona su sonrisita triunfal. El comandante Martínez de Soria le dijo: «Mi comandante, a ver si el Ejército vuelve a ser lo que era».

El comandante Martínez de Soria parecía menos mordaz. Tenía poca confianza en la posible labor de los vencedores. En su opinión lo que fallaba era el sistema. «Una República en España es imposible», decía siempre. No obstante, siempre era mejor convivir con las derechas que con los otros. Y por lo demás, en un momento dado las derechas podrían facilitar las cosas.

El comandante era un aristócrata, alto, ligeramente encorvado, con nariz borbónica y cara enrojecida a causa del alcohol, del que abusó cuando la guerra de África. Vivía con su esposa y su hija en un piso espléndido —otros dos hijos estudiaban en Valladolid— sin contacto con nadie que no comulgara con sus ideas. Por ello era amigo del dentista, de «La Voz de Alerta». Su único acto democrático consistía en ir a afeitarse de tarde en tarde en la barbería de Raimundo… a causa de los carteles de toros. El comandante era un apasionado de los toros; a Raimundo, al verle entrar le temblaban los bigotes. No sabía por qué, pero el comandante le daba miedo.

Según frase de «La Voz de Alerta» en el Casino, el comandante «amaba apasionadamente a España». Pero comprendía que con el ambiente de la Peña ciclista y los limpiabotas, lo que tenía que hacer era callarse. Sus aficiones eran montar a caballo, lo cual hacía en la Dehesa; y la esgrima, que ejercitaba en la Sala de Armas. A «La Voz de Alerta» le dijo: «No se haga usted ilusiones, que por ahora el Ejército no volverá a ser lo que era».

Otro que irguió la cabeza fue el subdirector. El subdirector del Banco estaba tan contento que erraba todas las sumas. «Este año me ha tocado la lotería», decía. La CEDA había ocupado el primer plano de la actualidad.

El hecho de que Julio se hubiera abstenido de toda participación en la propaganda electoral, se comentó mucho en el Neutral… Y es que el policía vio claramente que las derechas iban a ganar y quiso salvar la fachada. Ahora decía: «No sé lo que va a pasar».

En Bilbao estaban tristes porque las aspiraciones vascas tropezarían sin duda con serias dificultades, pero Carmen Elgazu se encogía de hombros. «La religión ante todo.»

En cuanto a los Alvear… sólo se recibió una postal de José, dirigida a Ignacio, en la que aquél parecía satisfecho del resultado.

Esto era lo evidente en Gerona: el Responsable y los anarquistas en bloque estaban contentos, mientras por el contrario Izquierda Republicana, socialista y demás no podían quitarse de la cabeza que a los dos años de haberse proclamado la República hubieran perdido.

La teoría del Responsable era simple: «Ahora las derechas abusarán. Nosotros seremos los primeros en dar la cara y nos ganaremos a las masas». Los dos anarquistas-yogas volvieron a subir a los escenarios a hablar de la respiración rítmica y de las ventajas de dormir sentados. El Responsable dijo; «La CNT, como Sindicato, poco podrá hacer por ahora… Ahora hay que dar impulso a la FAI». Contaba con varios anarquistas veteranos, como Blasco, su boina y sus mondadientes. Con su sobrino el Cojo, costras en los labios. Con sus dos hijas rubias, con el sargento novio de una de ellas, escribiendo en la mismísima comandancia de Estado Mayor… Con un muchacho de cara pecosa al que llamaban el Rubio, con otro al que llamaban el Grandullón. No obstante, al Responsable le hurgaba en la cabeza que necesitaba alguien de cierto prestigio: ¡Si hubiera podido contar con Julio García!

David y Olga reaccionaron en forma irónica ante el resultado. «Bien, bien. No nos tocará más remedio que cantar en el Orfeón, o comprarnos un caballete e irnos a pintar.» En Estat Català, el arquitecto Ribas, que no perdía nunca el buen humor, al verlos entrar puso en la gramola una Marcha Fúnebre.

Era evidente que la procesión andaba por dentro. Lo demostró el hecho de las caravanas que se formaron cuando, de pronto, murió en Barcelona el presidente de la Generalidad, Maciá, símbolo de la región por sus años de exilio y por su cabeza venerable. La compañía de autobuses Vila anunció: «Salida de Gerona para el entierro, a las siete y media de la mañana. Regreso a la una de la madrugada, después de los espectáculos». Seis coches llenos, y unas quinientas personas en tren, entre las que se contaron David y Olga… y Julio García.

Todo el mundo regresó emocionado. El entierro constituyó una de las más grandes manifestaciones de duelo conocidas en Barcelona. Los asistentes llevaban en la solapa temblorosas tiras con las cuatro barras de sangre.

En el fondo el golpe había sido muy duro para cuantos habían confiado en que la República elevaría en pocos años la nación al nivel «de los otros países democráticos de Europa». Porque, a su entender la intención de las derechas se vio clara desde el primer día. Alardeaban de republicanismo, pero volvían a todos los atrasos de antes, que llamaban «tradiciones». Y resultaba evidente que el ataque había sido preparado concienzudamente. «Militares, financieros… y altas jerarquías de la Iglesia.»

Por lo pronto, aquellas Navidades no serían tan alegres como las dos anteriores en casa de los que habían empleado con frecuencia la palabra revolución. Por el contrario otras personas volverían a comerse el pollo sin miedo a que les atragantara un hueso. Sólo había que ver por la Rambla a los hijos de las familias pudientes de la localidad internos en algún colegio. Llegaron a Gerona de vacaciones y prácticamente agotaron los vermuts. Los dos hijos de don Santiago Estrada, muchachos algo más jóvenes que Ignacio, refiriéndose a la República, pusieron de moda el estribillo: «Pobrecita. Era bonita y al año y medio se murió».

Los hermanos de la Doctrina Cristiana estaban contentos, las monjas del convento del Pilar estaban contentas. Los ayos del Seminario, al salir de paseo jueves y domingos tenían un aire más despreocupado y los seminaristas se beneficiaban de ello. Ignacio, que nunca podía tropezar con éstos sin emoción, especialmente al ver a los de su curso —de sesenta y dos que habían empezado sólo quedaban dieciocho—, pensaba: «Están contentos, es natural. Y, sin embargo, lo que es ahora lo de la calefacción…»

El partido monárquico organizó aquellas Navidades una tómbola para la reconstrucción de varios edificios de Andalucía destruidos por los extremistas. La CEDA quiso estimular la construcción de belenes y anunció un concurso con premios. Un jurado pasaría por los pisos a puntuar. Los vendedores de turrones se vengaban atando los paquetes con estruendosas cintas republicanas, y lo mismo los vendedores de lotería. Era la rueda del año que seguía su curso, ceñida a las mismas costumbres.

Lo que más le llamó la atención a Pilar fue el concurso de belenes. Quería inscribirse en él. Al contemplar el suyo en su cuarto, con el cielo pintado nuevamente, y una estrella colgando de unas rocas, estaba segura de sacar premio.

Matías la desanimó.

—¿No ves que no ganarías? Lo que más cuenta es el portal y a ti te ha salido peor que el año pasado. —Al ver el disgusto de la chica añadió—: ¡No te lo tomes así, pequeña! ¿No comprendes que se llevará el premio alguien de la CEDA?

* * *

A Ignacio, su caída con la mujer de Julio le había desconcertado mucho más que las elecciones. Al salir le había entrado tal vergüenza que quiso ir a confesar. Pero no lo hizo en seguida. Y luego le entró una extraña pereza y unas ganas de correr un telón sobre el asunto.

Claro está, no podía a causa de la presencia de Julio. El policía continuaba mostrándose amable con él, como siempre; pero Ignacio no podía ya verle sin enrojecer. «¿Qué misterio era aquél que de repente uno perdía el derecho moral de estrecharle la mano a un hombre? Otra cosa resultaba evidente: no era cierto que los policías lo supieran todo…»

Ignacio inició un movimiento de huida. Rehuía la presencia de Julio. En cambio doña Amparo Campo parecía tan campante.

La complicación del muchacho era todavía mayor en su casa. ¿Cómo arreglárselas para que su madre no se diera cuenta de que no iba a comulgar ni en la Misa del Gallo ni el día de su cumpleaños?

El día de su cumpleaños —dieciocho— no tuvo otro remedio que acercarse al altar como todo el mundo, simular que se mezclaba entre la gente y regresar al banco con los ojos bajos.

Y por la noche, 31 de diciembre, último día de 1933, con un frío intensísimo, los doce besos a las losas de la Catedral no fueron tan fervorosos como el año anterior. Ni a la salida las estrellas tan hermosas.

También le sorprendió comprobar la facilidad con que aceptaba la muerte de su amigo Oriol. Por lo visto, la ausencia, que era un hueco, disolvía el recuerdo con más rapidez que la tierra el cuerpo.

Y a pesar de todo, continuó creyendo en el Espíritu Santo. Porque no sólo intentó salvarle antes de la caída, sino que luego le incitaba al arrepentimiento. Por un camino extraño: el de situarle ante la alegría, con la sensación de no merecerla. Porque le ocurría algo singular: no podía abrir la boca sin que los demás se echaran a reír. No acertaba a explicárselo, pero era así. Por lo visto, de repente había adquirido gracia por arrobas, tal vez a causa de su aparente seriedad. En el Banco, en todas partes. Pronunciaba frases sencillas y corrientes, y veían que su interlocutor se quedaba mirándole y soltaba una carcajada. «¡Caray, chico —le decía el cajero—, qué bien te han sentado las elecciones!»

Ignacio no comprendía, pero era así. Se constituyó en el contrapeso del pesimismo que sin él hubiera invadido el Banco, por haber visto denegadas sus bases de trabajo… Los hacía reír, porque a la larga acabó contagiándose, algo halagado. Acabó inventando formas extrañas de humor.

—¡A ver! —preguntaba a Padrosa—. ¡Una palabra que fume un puro!

—¿Que fume puro…?

—Sí. ¡Rimbombante! —decía Ignacio.

Todos se reían. La Torre de Babel exclamaba: «¡Rimbombante!» Es verdad. —Reflexionaba, representándose gráficamente la palabra—. Fuma un puro.

Cosme Vila no era insensible al humor de Ignacio. Incluso inventó alguna palabra, que a su entender, llevaba bigote, bigote, como Raimundo: «Tufo».

—Cierto —admitió Ignacio—. Es por la efe.

Ignacio acabó mirándose en el espejo para ver qué diablos tenía en sus facciones que hiciera reír a los demás; y no vio sino unas ojeras algo más pronunciadas que de ordinario.

A los únicos que no conseguía divertir, por lo visto, era a mosén Alberto y a David y Olga… A mosén Alberto porque, ocupado con el Museo —las nuevas autoridades municipales habían votado una subvención— siempre andaba atareado y con mil cosas en la cabeza; a David y Olga porque, en realidad, se habían impresionado más que los demás con el revés político, hasta el punto que al oír la Marcha Fúnebre le habían dicho al arquitecto Ribas: «¡Hombre, no comprendemos que toméis todo esto tan a la ligera!»

A Ignacio le parecía que los maestros exageraban un poco y que la vida tenía otros recursos. Sospechaba que uno y otro eran más vulnerables de lo que en momentos de euforia daban a entender. Los tres compañeros de curso de Ignacio compartían la opinión de éste. Continuaban diciendo: «Hay que vivir la vida». Pero a éstos Ignacio los escuchaba muy poco, pues la jugada de la buhardilla no se la perdonaría jamás. En realidad, le daban un poco de asco.

David y Olga le decían:

—Pero… ¿no te das cuenta? ¿Gil Robles en el poder?

Ignacio se daba cuenta. E intuía que el nuevo botones del Banco Arús tendría que poner mucho serrín a la entrada y que los viajantes que llegaban a Gerona abrumados bajo su muestrario, conseguirían pocas notas. Se volvería a la rutina de siempre: el dinero estancado. ¡Pobre camarero del Neutral! Adiós viaje a Estambul, a Vladivostok…

A decir verdad, había razones para preocuparse. En el Banco habían hecho un préstamo a un comerciante de la calle de la Barca para que pudiera vender juguetes para Reyes, y vendió un mecano y dos caballos de cartón. Y una nariz con gafas de alambre. Nada más. ¿Qué les trajeron los Reyes a los demás niños? ¿A los que César enseñaba, a los que chapoteaban en el río? ¿Qué les traerían el año próximo? Otro mecano, otros dos caballos de cartón, otra nariz…

Si uno se ponía a pensar en aquello…

David y Olga habían perdido, de momento, las ganas de trabajar. Después de la jornada se sentaban ante la estufa comentando la evolución de los acontecimientos. Censuraban especialmente el tono en que «La Voz de Alerta» escribía en
El Tradicionalista
. «Se aprovecha, se aprovecha.» Al parecer, había hecho alusión a su escuela, llamándola centro experimental y cosas peores. También decían que el caballo del comandante Martínez de Soria parecía haberse adueñado de la Dehesa. «Vayas a la hora que vayas, oirás el trap-trap, trap-trap.»

Ignacio apenas conocía a los dos personajes. El dentista le era antipático por las sortijas y por algo indefinible que tenía en la sonrisa. Una boca apretada, afilada, sensual. Nunca hubiera prestado un céntimo a un comerciantes de la calle de la Barca para que vendiera juguetes. El comandante siempre le había impresionado por su estatura y por su nariz borbónica. Así como por la naturalidad de sus movimientos. Y tanto como él le impresionaban su esposa y su hija, ésta de la edad de Pilar. Las dos mujeres andaban siempre juntas, silenciosas y aristocráticamente vestidas de negro. Miraban escaparates, cruzaban la Rambla, entraban en una iglesia. Parecían tan inseparables como los campanarios de San Félix y la Catedral. O como las palabras de Ignacio y el regocijo de los empleados del Banco.

* * *

Ignacio se iba dando cuenta de que la gente proporcionaba sorpresas. Nunca había dudado de ello porque… ¡se daba tantas a sí mismo! No obstante, en aquel mes de enero tuvo menos motivos de reflexión.

En primer lugar, el vicario de San Félix, aquel cura bajito y con el sombrero hasta las cejas al que tanto había admirado siempre, aun sin hablar nunca con él, desapareció de la ciudad. Mosén Alberto explicó a la familia Alvear:

—Pues sí… Se ha ido a la leprosería de Fontilles.

Carmen Elgazu juntó las manos con admiración, Matías pareció que se tragaba algo, Pilar buscó en vano sus trenzas para tirar de ellas, e Ignacio hizo lo de siempre en estos casos: se pasó la mano por el encrespado cabello.

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