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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (38 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Pero no importaba… para los que no eran Jaime. El entusiasmo era extraordinario. En el Teatro Municipal estaba presente Gerona entera. Aquello constituía una implícita protesta contra la política anticatalanista que Lerroux llevaba a cabo desde el Gobierno. Una de las poesías premiadas se titulaba: «El pueblo cautivo».

Y por lo demás, si la sesión de los Juegos Florales pecó tal vez de sentimentaloide, en cambio, el espectáculo de la noche fue de una calidad excepcional; cantó en Gerona el Orfeón Catalán.

Fue un éxito que se apuntó el arquitecto Ribas: consiguió que aquella imponente masa de cantantes de Barcelona se trasladara, bajo la dirección del maestro Millet. Y la perfección armónica que aquel coro había alcanzado, la cantidad de dificultades técnicas resueltas con la maestría con que mosén Alberto resolvía las de la procesión, la increíble matización de cada frase, el borrarse cada uno para servir al conjunto, la belleza de las composiciones, transportaron a todo el mundo. Había momentos en que las voces estallaban como un trueno súbito que rebotaba contra el techo y que luego descendía en modulaciones lentas hasta terminar en un austero lamento. Otras veces la masa arrancaba débil de la base e iba ascendiendo en olas sucesivas construyendo la gran pirámide. Y de pronto, al llegar a la cima se desplegaba en una apoteosis de notas que era un mar, un mar interminable, un mar de gargantas humanas en plena creación de arte, fieles a la batuta del maestro Millet. Las voces eran humanas y, en consecuencia, contenían en sí toda la naturaleza. Podían ser caballos al galope, brisa, campanas, júbilo. Composiciones como
La Mort de l'Escolá
redujeron a la nada a los oyentes, aplastaron sus almas contra las sillas. Se decía que apenas si había grandes voces, que una por una las voces eran corrientes; todo se debía a la tenacidad, al alma, a los ensayos, al conjunto, al director.

El pobre director del Orfeón Gerunda, al que habían reservado un palco, al final de cada pieza, en vez de aplaudir, se quedaba mirando al escenario como hipnotizado. Y el barbero Raimundo, al fondo de la platea, tenía la boca más abierta que cuando él mismo cantaba. En el entreacto, todo el mundo tenía la sensación de que aquello constituía un golpe mortal para el Orfeón Gerunda. ¿Quién se atrevería a cantar, después de aquello? En varias revistas extranjeras se citaba al Orfeón Catalán como el mejor del mundo. Era difícil substraerse al contagio y no creer, como
El Demócrata
, que un pueblo que cantaba de aquella manera no podía morir.

Don Emilio Santos, al terminar, le hubiera regalado al maestro Millet no un puro sino toda la Tabacalera. Ignacio se había quedado absolutamente estupefacto, lo mismo que su padre. De pronto Cataluña se le presentaba bajo otro aspecto. Como algo serio, viril, profundo. Con sus defectos como en todas partes, nacidos tal vez del deseo de emulación, excesivo, y de la soberbia que podía dar la superioridad conseguida por propio esfuerzo. Matías salió murmurando: «¡Caray, caray!»

Por desgracia para el arquitecto Ribas y su acompañamiento, todo aquello ocurría en primavera y el concierto no duró más de dos horas. Al día siguiente, era tal el entusiasmo que todo el mundo quería hacer algo, algo grande y digno, a tono con lo que acababan de oír; y entonces los organizadores del acto volvieron a tomar, como todos los años en aquella estación, la paleta y los pinceles.

El arquitecto dio el ejemplo, con su taburete portátil y su visera. Y puesto que el maestro Millet le había dicho: «Yo me inspiro en la melodía popular y virgen», él eligió, para pintarlo, el valle de San Daniel, cuya naturaleza no había sido sujeta aún a la vigilancia del hombre.

¡El valle de San Daniel! Era el valle que el riachuelo, el Galligans, cruzaba al fondo oeste de la vertiente del Calvario. Por aquel valle no pasaba el tren, como por el de la Crehueta. No había plátanos milenarios, como en la Dehesa. En aquel valle lo milenario era sólo eso, el valle. Había olmos. Olmos graciosos, altísimos, que temblaban por cualquier cosa. Y acacias y, sobre todo, muchos prados verdes y muchos ladridos de perros cerca o lejos. Lo abrupto no empezaba sino siguiendo hacia el norte, montaña arriba otra vez. El valle era como un reposo que se daba la tierra. Si la tierra hubiera tenido una mano, aquel valle de San Martín habría sido su palma abierta. Con la línea de la vida surcándola —el Galligans—, con la línea del corazón —los jugosos y fértiles prados—, con el monte de Venus —una colina propicia al sueño de los enamorados, al amor—. Tenía el valle algo escondido y remoto. Con una fuente en su desembocadura, que contenía hierro milagroso. En la palma de aquella mano los enamorados —y el arquitecto Ribas— soñaban en los viajes que harían, estudiaban sus inclinaciones, hacia el arte o las matemáticas, lanzaban profecías sobre el triunfo —combinación Sol-Júpiter— o la derrota de sus vidas. Enfermedades… la mano señalaba pocas. Tal vez gracias al agua ferruginosa.

En opinión de Matías era una lástima que los pintores que habían inundado aquella maravilla no acertaran con los verdaderos colores de aquel valle. No sólo los verdes sino los azules, los amarillos, los rosas de que se cubrían el cielo y la tierra al atardecer. Por desgracia, a su entender la mayor parte no veían en los troncos de los árboles sino las cuatro barras de sangre. Por lo demás la primitiva orientación de la escuela pictórica había evolucionado. Ya no era el paisaje relamido. Eran las líneas duras, recortadas, sin matices, los colores mezclados en torbellinos. Los cuadros se llamaban
fauve
u otro nombre importante. Era considerada pintura valiente. Ignacio husmeaba entre los caballetes. Matías decía: «Hay que ver, hay que ver… En Málaga no pintaban así…»

Capítulo XVI

El malestar crecía como una oleada. Ya no eran las tímidas protestas de los primeros días, los encogimientos de hombros. Ya no se trataba solamente del problema regional; los vencedores en las elecciones demostraban no tener ninguna prisa. Componendas ministeriales, despliegue de fuerzas, banquetes. Por ahí estaba el paro obrero aumentando, las zonas misérrimas en el campo, los proyectos de reforma de la enseñanza detenidos, los trenes marchando a la pata coja. Entendían que nada de lo proyectado por el Gobierno anterior era aceptable; pero nada surgía, práctico, en substitución.

Un frente común izquierdista se delineaba para hacer frente a aquel período. Había estallado una cadena de huelgas en todo el territorio nacional. Y muchos disturbios. En Barcelona habían soltado, sin frenos, un tranvía que bajó por la calle Muntaner como un fantasma, sembrando el espanto entre los transeúntes, hasta que se precipitó contra un coche en la Gran Vía reduciéndolo a chatarra y envolviéndolo en llamas. En Jaén se había declarado una tremenda huelga de campesinos, y los huelguistas, armados con hondas, lanzaban piedras contra los que se negaban a abandonar su azada. ¡Extraña muerte la de un agricultor encorvado sobre los surcos recibiendo una piedra en plena frente!

En Gerona, los ánimos se exaltaban con todo ello. Y el tono de
El Tradicionalista
no servía para atenuar las cosas.
El Demócrata
consideraba a todos los dirigentes derechistas de Gerona —Liga Catalana, CEDA, monárquicos— igualmente ineficaces y responsables.

En todo caso, el mecanismo interno de estos dirigentes difería mucho uno de otro, por lo cual parecía extraño que no se diferenciaran sus actos.

En primer lugar, don Jorge. Don Jorge poseía aproximadamente cuarenta fincas, era verdad. Pero estimaba que el sistema patrimonial que ello implicaba era necesario para la conservación de la tierra.

Estaba absolutamente convencido de que la multitud lo echa todo a perder y que los repartos no sirven para nada, pues a los pocos años el que lleva algo en las venas ha vuelto a subir unos peldaños. Era un hombre bajito, de mentón enérgico, que no se creía en la necesidad de mirar enteramente a las personas para reconocerlas. Al andar por la calle, algo instintivo —por el ruido de los pasos, por la manera de entrar en una escalera— le iba diciendo: «Ése es un pequeño comerciante, ésa es una criada». No los despreciaba. Al contrario, siempre decía que todo el mundo tenía derecho a ser respetado; pero opinaba que las personas de distinta clase social no debían mezclarse unas con otras. Creía que, al mezclarse, cada una perdía lo mejor de sí misma sin adquirir nada en cambio. A su heredero, Jorge, le decía siempre: «¿Qué le vas a enseñar tú a un obrero? Y un obrero, ¿qué va a enseñarte a ti? Respétale, si un día tienes que hablar con él, y procura que tus colonos tengan para vivir; pero cada uno en su mundo». Estaba convencido de que en sus propiedades una huelga como la de los campesinos de Jaén era imposible. «Los propietarios andaluces debían de haber dado a sus colonos demasiada confianza…»

El notario Noguer era una persona distinta. Hombre más bien raquítico, con párpados caídos y esquinados que daban a sus ojos un aire cansado, triangular. Al no tener hijos se había ido introvertiendo. Le gustaba todo cuanto era sólido y los muebles de su piso parecían una prolongación de los de Liga Catalana: vetustos, de roble, con libracos. Nunca quiso tener grandes propiedades porque estaba convencido de que los campesinos, lo mismo si se mezclaba con ellos como si no, y fuera cual fuera el tono de
El Tradicionalista
, no le respetarían jamás. Por ello quería vivir independiente y se atrincheraba tras su profesión. Su signo notarial era algo extrañísimo; un palo que descendía y luego una serpiente que se le iba enroscando. El palo debía de ser él y la serpiente los obreros en paro y el malestar reinante. Le molestaba que don Jorge fuera Presidente de Liga Catalana a título prácticamente honorífico, que no actuara. «Ahora la responsabilidad cae enteramente sobre mí.» Pero hacía honor a ella, porque entendía que había llegado la hora de no dormirse. «Si nosotros no aguantáramos —decía…—. Hay que ver cómo se van cayendo las grandes familias…» Su despacho era el gran puesto de observación. Consideraba su propiedad de Arbucias como su isla. No tenía sentido productor del campo, como don Jorge. Le interesaba la tapia amurallada, un ciprés plantado desde muchos años y observar como iba creciendo; tener gruesas llaves cuyo destino sólo conocieran él y su mujer. La gente que le trataba veía en seguida que tras sus párpados caídos se ocultaba una gran energía.

Don Santiago Estrada era un poco el revés de la medalla. Alto y elegante, uno de los personajes decorativos de la ciudad. Todo lo hacía con la sonrisa en los labios. Dirigía la CEDA como jugaba al tenis. Por eso había elegido un partido político joven. Por eso en la procesión se exhibió llevando un pendón alto y dorado, mientras el notario Noguer se escondía bajo un catafalco. Tenía una mujer hermosa, y sus hijos rebosaban ingenio. Su coche no traqueteaba como el de don Pedro Oriol. De un optimismo desconcertante, ni los petardos en el Palacio Episcopal ni los tranvías le imprimían la menor huella. Antes de las elecciones estaba seguro de ganar, y ganó. Ahora estaba seguro de que la CEDA conduciría a España a buen puerto.

Su elegancia era reconocida por todas las mujeres, incluso por las hijas del Responsable. Tenía una dentadura maravillosa, que «La Voz de Alerta», bromeando, le había propuesto comprar para guardarla en una urna como modelo. Pelo brillante, ojos algo aniñados, piel en la que se notaba la diaria fricción de colonia. Consideraba sus propiedades como un regalo que agradecer a su buena estrella y como un medio que le permitía dedicarse a la política y al tenis, que constituían su pasión. Consideraba que don Jorge era demasiado unilateral y que el notario Noguer carecía de sentido del humor. En el fondo se encontraba a gusto entre señoras. El comandante Martínez de Soria le tenía por frívolo; en cambio, el subdirector del Banco Arús le adoraba. Siempre decía de él: «Es un hombre al que todo le sale bien».

El Demócrata
,en la sección «Dime con quién vas y te diré quién eres» escribió un día: «A don Jorge el miedo a la palabra revolución le ha impelido a tener siete hijos, al notario Noguer le ha incapacitado para tener ninguno; don Santiago Estrada no cree en ella». Julio García comentó: «Aquí el que demuestra más instinto es don Jorge. Y no sería extraño que un día el notario Noguer y don Santiago Estrada tuvieran que pedir ayuda a los siete hijos de don Jorge para defender sus propiedades».

Estas diferencias, añadidas a las que separaban entre sí a «La Voz de Alerta» y don Pedro Oriol, monárquicos —el dentista se mantenía fiel a Alfonso XIII; el comerciante en maderas era carlista— imposibilitaban que la acusación de
El Demócrata
fuera cierta, que todos los dirigentes derechistas tuvieran idéntica responsabilidad.

En realidad, si en Gerona las reivindicaciones obreras se habían visto paralizadas; si la subvención al Hospital, al Manicomio y al Hospicio no había sido aumentada, a pesar de haber aumentado los gastos de estos establecimientos; si en el campo faltaban abonos y la industria pesquera no recibía el apoyo necesario, en opinión de Matías ello se debía, en parte, a la desunión de la propia gente, a la cobardía de algunos en el momento de plantar cara, a las envidias y, desde luego, a la frivolidad de don Santiago Estrada. Porque la CEDA era el único partido en situación de privilegio para arrancar de Madrid soluciones globales. La responsabilidad de don Jorge, del notario Noguer, del alcalde y demás autoridades, era, a su entender, más limitada.

En cambio los Costa, en Izquierda Republicana, los radicales en el café en que jugaban al «chapó» y los socialistas hacían tabla rasa y repetían sin cesar: «Habrá que ir a una huelga general». Lo único que los contenía era la evidencia de que el Gobierno de la Generalidad había empezado a tomar posiciones y a enfrentarse enérgicamente con el Gobierno de Madrid. «Vamos a ver, vamos a ver. No nos precipitemos.»

Los Costa eran bien vistos a pesar de su posición social, de ser dueños de las canteras, de la fundición más importante de la ciudad y de unos hornos de cal que acababan de adquirir. Hermanos gemelos, eran demócratas por naturaleza. Se hacían perdonar los enormes puros que fumaban porque repartían otros igualmente enormes a todo el mundo. Macizos, siempre perfumados y con la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo, por sus maneras, por preferir temperamentalmente hablar con futbolistas que con personas distinguidas, daban la impresión de que deseaban que los demás vivieran como ellos vivían. En el fondo simbolizaban el triunfo posible. Tenían autoridad moral para decir: «Sí, señor. Seguidnos y un día vosotros también poseeréis canteras, fundiciones y hornos de cal». Y si había alegría popular —fiestas de barrio, excursiones, Peña Ciclista y fútbol—, era gracias a sus cheques. Los empleados del Banco Arús, especialmente Padrosa y el cajero, les decían a Ignacio y al subdirector: «A ver, a ver cuando don Jorge o don Santiago Estrada pagan una orquesta para que se diviertan los chóferes o las criadas».

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