Los chicos que cayeron en la trampa (44 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—De acuerdo —contestó él tras unos segundos de reflexión—. ¿Y el terreno de la cacería? No podemos tener por ahí sueltos a Krum y todos esos descerebrados.

—¿Qué dices? Podemos tener a quien nos dé la gana. Si se acerca, es mejor tener testigos que vean que las flechas la atraviesan.

Ditlev le dio unas palmaditas a la ballesta y observó la pequeña mancha blanca que lentamente se iba yendo mar adentro arrastrada por las olas.

—Sí —continuó—. Si aparece, será más que bienvenida. ¿Estamos de acuerdo, Torsten?

Los gritos de su secretaria desde la terraza de Caracas le impidieron oír su respuesta. Por lo que podía ver a esa distancia, agitaba las manos y se las llevaba al oído.

—Creo que alguien me busca, Torsten. Tengo que colgar. Nos vemos mañana por la mañana, ¿vale?
Take care
.

Colgaron al mismo tiempo y al segundo volvió a sonar el teléfono.

—¿Has vuelto a desconectar la llamada en espera, Ditlev?

Era su secretaria, que ahora permanecía inmóvil en la terraza de la clínica.

—Pues no lo hagas, porque así no puedo localizarte. Hay mucho jaleo por aquí. Un tipo que dice ser el subcomisario Carl Mørck anda metiendo las narices por todas partes. ¿Qué hacemos? ¿Quieres hablar con él o qué? No nos ha enseñado ninguna orden y no creo que la tenga.

Ditlev sentía la bruma salada en el rostro. Aparte de eso, nada. Habían pasado más de veinte años desde la primera agresión, veinte años con una cosquilleante inquietud y una preocupación latente que lo impulsaban como una fuente de energía siempre en aumento.

En aquel instante no sentía nada y aquello no era una sensación agradable.

—No —contestó—. Di que he salido de viaje.

La gaviota desapareció por completo en la oscuridad de las olas.

—Di que he salido de viaje y ocúpate de que lo echen y lo manden al infierno.

35

Para Carl el lunes comenzó diez minutos después de irse a la cama.

Se había pasado todo el domingo aturullado. Había hecho casi todo el vuelo de regreso dormido y a las enfurruñadas azafatas les había costado Dios y ayuda despertarlo. En realidad se limitaron a sacarlo a rastras del avión, tras lo cual el personal de tierra se presentó con un cochecito eléctrico para llevárselo a la enfermería.

—¿Y cuántos Frisium dice usted que se ha tomado? —le preguntaron. Pero para entonces, Carl ya se había vuelto a dormir.

En el mismísimo instante en que se acostó en su cama, paradojas de la vida, se despejó.

—¿Dónde has estado todo el día? —se interesó Morten Holland al verlo bajar a la cocina bamboleándose como un zombi. Antes de que le diera tiempo a decir que no, apareció un Martini sobre la mesa. Fue una noche muy larga.

—Deberías echarte novia —ronroneó su inquilino cuando dieron las cuatro y Jesper llegó a casa con varios consejitos más en materia de amor y mujeres.

Entonces comprendió que el Frisium era mejor en pequeñas dosis. Muy despistado tenía que andar para que sus mejores consejeros en asuntos amorosos fueran un adolescente de dieciséis años con querencia al
punk
y un marica que no había salido del armario. Ya solo faltaba la madre de Jesper, Vigga. Como si la oyera. «¿Qué te ocurre, Carl? ¿Problemas de metabolismo? Deberías tomar Rhodiola. Va estupendamente para muchas cosas. »

Se encontró con Lars Bjørn en el puesto de control de la entrada. Él tampoco tenía buen aspecto.

—Es por culpa del puto caso del contenedor —le explicó.

Saludaron al agente que había al otro lado del cristal y atravesaron juntos la columnata.

—Supongo que os habréis dado cuenta de lo mucho que se parece el nombre de las dos calles, Store Kannikestræde y Store Søndervoldstræde. ¿Habéis comprobado las demás?

—Sí, tenemos permanentemente vigiladas Store Strandstræde y Store Kirkestræde. Hemos enviado a varias agentes vestidas de paisano, veremos si tientan al agresor. Por cierto, que sepas que no podemos prescindir de nadie para que te ayude con tu caso, aunque imagino que ya estarás informado.

Carl asintió. En aquellos momentos le traía bastante por saco. Si esa sensación de falta de sueño, estupidez e imprecisión tenía algo que ver con el
jetlag
, entonces ¿por qué coño existía eso que llamaban viajes de aventura? Viajes de pesadilla se ajustaba mucho mejor.

Rose salió a su encuentro por el pasillo del sótano con una sonrisa que no iba a tardar en borrarle de la cara.

—Bueno, ¿y qué tal por Madrid? —fueron sus primeras palabras—. ¿Tuviste tiempo para un poco de flamenco?

Fue incapaz de responder.

—Venga, Carl. ¿Qué viste?

El subcomisario dirigió sus plomizas pupilas hacia ella.

—¿Que qué vi? Aparte de la torre Eiffel, París y la cara interna de mis párpados, no vi absolutamente nada.

Rose se disponía a protestar. Pero no puede ser, decía su mirada.

—Mira, no voy a andarme con rodeos. Si se te ocurre volver a organizarme una parecida, puedes considerarte exempleada del Departamento Q.

Después la dejó allí plantada y continuó rumbo a su sillón. Lo aguardaba el abismo de su asiento. Un sueñecito de cuatro o cinco horas con las piernas encima de la mesa y estaría como nuevo, seguro.

—¿Qué está pasando? —oyó que preguntaba la voz de Assad en el mismísimo instante en que él ponía un pie en el país de los sueños.

Se encogió de hombros. Pues nada, que se disponía a disiparse en el éter. ¿Estaba ciego o qué?

—Rose está triste. ¿Le has hablado mal, Carl?

Estaba a punto de volver a cabrearse cuando descubrió los papeles que Assad llevaba bajo el brazo.

—¿Qué me traes? —preguntó con aire fatigado.

Su ayudante tomó asiento en uno de los engendros metálicos de Rose.

—Aún no han encontrado a Kimmie Lassen. Hay búsquedas en marcha en todas partes, así que solo es cuestión de tiempo, entonces.

—¿Alguna novedad en el lugar de la explosión? ¿Han localizado algo?

—No, nada. Por lo que sé, ya han terminado.

Sacó sus papeles y les echó un vistazo.

—He hablado con Vallas Løgstrup —prosiguió—. Han sido muy, muy simpáticos. Han tenido que preguntar a toda la empresa hasta que han encontrado a alguien que sabía alguna cosa de la llave, o sea.

—Muy bien —dijo Carl con los ojos cerrados.

—Uno de sus empleados mandó un cerrajero a Inger Slevs Gade para ayudar a una señora del ministerio que había pedido unas llaves extra, entonces.

—¿Te han dado una descripción de esa mujer? Porque supongo que sería Kimmie Lassen, ¿no?

—No, no han averiguado qué cerrajero había sido entonces, así que no me han dado ninguna descripción. Se lo he explicado todo a los de arriba. A lo mejor les interesa saber quién tenía entrada a la casa que explotó.

—Muy bien, estupendo. Entonces lo damos por zanjado.

—¿En qué zanja?

—Déjalo, Assad. Lo siguiente que tienes que hacer es preparar un
dossier
sobre cada uno de los tres miembros de la banda, Ditlev, Ulrik y Torsten. Quiero todo tipo de información. Relaciones con el fisco, estructura de sus empresas, domicilio, estado civil y todo eso. Tómate tu tiempo.

—¿Por cuál empiezo, entonces? Ya tengo unas cuantas cosas de los tres.

—Estupendo, Assad. ¿Quieres comentarme algo más?

—Homicidios me ha encargado que te diga que el móvil de Aalbæk ha estado en contacto con el de Ditlev Pram muchas veces.

Cómo no.

—Estupendo, Assad. Entonces está relacionado con el caso. Podemos ir a verlos usándolo como pretexto.

—¿
Pre
texto? ¿De qué texto?

Al abrir los ojos, Carl se encontró con un par de interrogantes de color castaño. Sinceramente, a veces podía ser un poco complicado. Tal vez unas clases particulares de danés pudieran limar un par de metros de aquella barrera lingüística. Aunque, por otra parte, se arriesgaban a que el tipo de pronto empezara a hablar como cualquier funcionario.

—También he encontrado a Klavs Jeppesen —continuó Assad en vista de que su jefe no reaccionaba a su pregunta.

—Estupendo, Assad.

Trató de recordar cuántas veces había usado ya la palabra «estupendo». Tampoco había que crear inflación.

—¿Y dónde estaba?

—En el hospital.

Carl se incorporó. ¿Y ahora qué?

—Sí, ya sabes.

Se hizo un corte a la altura de la muñeca.

—Me cago en la leche. Pero ¿por qué? ¿Sobrevivirá?

—Sí. He ido a verlo. Ayer.

—Muy bien, Assad. ¿Y?

—Pues nada. Un tipo sin venas en la sangre, eso es todo.

¿Venas en la sangre? Allá que iba de nuevo.

—Me contó que había estado a punto de hacerlo mil veces durante estos años.

Carl sacudió la cabeza. A él ninguna mujer le había causado tanto impacto. Por desgracia.

—¿Te dijo algo más?

—No. Me echaron las enfermeras.

El subcomisario esbozó una débil sonrisa. Assad se iba adaptando.

De repente, el rostro de su ayudante se transformó.

—Hoy he visto a uno nuevo en la segunda planta. Iraquí, creo. ¿Sabes a qué ha venido?

Carl asintió.

—Sí, es el sustituto de Bak. Lo han mandado de Rødovre. Lo vi anoche en casa de Aalbæk. A lo mejor lo conoces. Se llama Samir. Del apellido, ahora mismo no me acuerdo.

Assad levantó ligeramente la cabeza. Sus labios carnosos se entreabrieron y un sinfín de pequeñas arrugas le rodearon los ojos. No eran desde luego las marcas de una sonrisa. Por un instante pareció ausente.

—Vale —dijo pensativo mientras asentía despacio un par de veces—. El sustituto de Bak. ¿Entonces va a quedarse, o sea?

—Sí, imagino que sí. ¿Pasa algo?

De repente Assad se transformó. Su rostro se relajó y miró a Carl a los ojos con su habitual expresión despreocupada.

—Tienes que hacerte amigo de Rose, Carl. Es una chica muy trabajadora y muy… muy maja. ¿Sabes lo que me ha llamado esta mañana?

No, pero seguro que se lo iba a contar.

—Su beduino favorito. ¿No es mona, entonces?

Mostró los dientes de arriba y sacudió la cabeza con entusiasmo.

Al parecer, la ironía no era precisamente su punto fuerte.

Carl puso su móvil a cargar y contempló la pizarra. El siguiente paso tendría que ser contactar directamente con uno o varios miembros de la banda. Llevaría consigo a Assad para contar con testigos en caso de que se fueran de la lengua.

Además, todavía tenía en la reserva al abogado.

Se acarició el mentón y se mordió la mejilla. Mierda, ¿quién coño le mandaría a él montarle aquel numerito a la mujer de Bent Krum, el abogado? ¡Le había dicho que Krum tenía un lío con su mujer! ¿Cómo se podía ser tan subnormal? Desde luego, concertar una cita con él no iba a mejorar las cosas.

Levantó la vista hacia la pizarra, donde estaba el teléfono del abogado, y lo marcó.

—Agnete Krum —contestó una voz.

Tras aclararse la garganta, el subcomisario pisó el acelerador y arrancó a hablar varios tonos por encima del habitual. No le molestaba que su fama lo precediera, pero no si era mala.

—No —le explicó la mujer—, ya no vive aquí. Si quiere algo de él, haga el favor de llamarlo al móvil.

Le dio el número con voz tristona.

Carl marcó de inmediato y escuchó un mensaje que decía que Bent Krum había ido a poner a punto su barco, pero que al día siguiente estaría localizable en ese mismo número entre las nueve y las diez.

Y una leche, pensó mientras volvía a llamar a la mujer. Le informó de que el barco estaba anclado en el puerto de Rungsted.

No se podía decir que le pillara de sorpresa.

—Vamos a salir, Assad, prepárate —le gritó por el pasillo—. Hago una llamada más y listo, ¿vale?

Marcó el número de Brandur Isaksen, un antiguo compañero y rival de la comisaría del centro que era mitad de las islas Feroe mitad de Groenlandia y con un espíritu casi igual de noratlántico. El carámbano de Halmtorvet, lo llamaban.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Me gustaría que me contaras algo sobre una tal Rose Knudsen que he heredado de vosotros. He oído que os dio algunos quebraderos de cabeza por ahí. ¿Podrías decirme qué hizo exactamente?

Carl no había contado con la carcajada que siguió.

—¿Te la han colocado a ti? —le preguntó Isaksen en medio de unas risotadas de muy mal agüero, un acontecimiento tan insólito como oírle decir algo agradable—. Te lo cuento así, a grandes rasgos. Primero empotró su Daihatsu contra los vehículos privados de tres compañeros al dar marcha atrás; después dejó una cafetera de Bodum que se salía encima de unas notas manuscritas con las que el jefe pensaba elaborar los informes semanales; mangoneaba a todas las administrativas, mangoneaba a todos los investigadores, metía las narices en su trabajo y, para concluir, y por lo que me han contado, se tiró a dos compañeros en una cena de Navidad.

En aquellos momentos parecía a punto de caerse de culo de la silla, tanta gracia le hacía.

—¿Te la han colocado a ti, Carl? Pues será mejor que no le des nada de beber.

El subcomisario respiró hondo.

—¿Algo más? —preguntó.

—Sí, tiene una hermana gemela. Bueno, no son univitelinas, pero casi igual de raras.

—Ajá, ¿y qué más?

—Pues verás, cuando empiece a llamar a su hermanita desde el trabajo te vas a enterar de lo que son dos tías cotorreando. En pocas palabras, es torpe, indomable y a veces, enormemente recalcitrante.

Vamos, nada que no supiera ya, aparte de lo de las copas.

Tras colgar el aparato aguzó el oído en un intento de descifrar qué ocurría en el despachito de Rose.

Luego se levantó y se escabulló por el pasillo. Efectivamente, estaba hablando por teléfono.

Se acercó a la puerta y apuntó con la oreja hacia el vano.

—Sí —decía ella en voz baja—, qué remedio. Ya te digo. ¿Tú crees… ? Pues muy bien.

Y muchas más cosas por el estilo.

Carl apareció en el hueco de la puerta y la miró con dureza. Tal vez produjera algún efecto.

Al cabo de dos minutos, Rose colgó. Lo del efecto había salido así así.

—¿Qué, de charleta con los amigos? —preguntó su jefe con sarcasmo. Al parecer, a la señorita le resbalaba.

—Los amigos —repitió ella cogiendo aire—. Sí, supongo que se podría decir así. Era un jefe de sección del Ministerio de Justicia. Solo llamaba para decirnos que la Kripo esa de Oslo les ha enviado un mensaje poniéndonos por las nubes y diciendo que este departamento es lo más interesante que ha ocurrido en la historia de la policía criminal del norte de Europa en los últimos veinticinco años. Y ahora los del ministerio querían preguntarme si yo sabía por qué no te han propuesto para un ascenso a comisario.

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